XXIII

Batu soltó una maldición al notar que estaba sudando de nuevo. Sabía que, con un frío así, el sudor podía congelarse bajo la ropa y hacer que un hombre se fuera quedando apático y adormilado hasta que simplemente se tumbaba y moría en la nieve. Resopló al imaginárselo, preguntándose si su constante ira contenida le ayudaría a mantenerse con vida. Estaba muy bien saber que había que evitar el sudor, pero saberlo no ayudaba en nada cuando estabas moviendo a pulso un pesado carro con otros ocho hombres, levantándolo y balanceándolo hasta que el obstinado bulto finalmente avanzara otros pocos pasos. Había cuerdas tendidas entre el carro y un grupo de hombres que tiraban como caballos; hoscos rusos que caminaban penosamente sin mirar nunca atrás, a los que había que golpear o dar latigazos para que reaccionaran. Era una labor exasperante que debían llevar a cabo una y otra vez mientras los carros daban bandazos y sus contenidos caían al suelo. La primera vez que Batu había visto un carro soltarse y rodar a toda velocidad colina abajo, casi se había echado a reír. Luego había visto a un hombre llevarse la mano al rostro ensangrentado por el golpe de una de las cuerdas y a otro sosteniéndose una muñeca rota. Todos los días sufrían nuevas heridas y, en el frío, incluso una herida pequeña minaba las fuerzas y hacía más difícil levantarse por la mañana. Todos estaban entumecidos y doloridos, pero Tsubodai y sus generales seguían haciéndoles avanzar, ascendiendo más y más por la cordillera de los Cárpatos.

El cielo había bajado y había adquirido un tono blanco deslumbrante, amenazando nieve durante toda la mañana. Cuando empezó a caer de nuevo, muchos de los hombres gruñeron. Ya era bastante difícil mover los carros con el terreno en buenas condiciones. En esa nieve fangosa, los hombres resbalaban y caían a cada paso, jadeando y sabiendo que no iba a llegar nadie a relevarlos. Todo el mundo estaba trabajando y Batu se preguntó cómo habían llegado a acumular tanto peso entre carros y equipamiento. Estaba habituado a salir con su tumán y dejar la mayor parte de aquello atrás. Tsubodai había traído incluso madera a las montañas, una cantidad tal que eran necesarios cientos de hombres para moverla. Gracias a ella tenían fuegos por las noches, cuando no había ninguna otra cosa que quemar, pero el viento aspiraba el escaso calor, o te helaba uno de los costados mientras el otro se abrasaba. Batu estaba furioso por la forma en la que había sido tratado, en especial porque Guyuk no le hubiera defendido. Todo cuanto había hecho había sido cuestionar la autoridad absoluta de Tsubodai sobre ellos, no rechazar una orden. Se enorgullecía de lo que había hecho, pero el orlok le estaba castigando casi como si hubiera desobedecido.

Batu volvió a doblar la espalda para encajar el hombro bajo una viga junto a los demás hombres, preparándose para levantar el carro y sacarlo de un surco en el que se habían hundido las ruedas.

—Uno, dos, tres…

Gruñeron por el esfuerzo mientras Batu marcaba el ritmo. Tsubodai no había podido evitar que sus hombres desmontaran para ayudarle con la tarea. Quizá al principio se tratara solo de la lealtad de un guerrero hacia su general, pero, después de días de durísimo trabajo, tenía la sensación de que estaban tan indignados con Tsubodai Bahadur como él mismo.

—Uno, dos, tres… —volvió a bramar.

El carro se levantó y cayó de nuevo con un golpe. Batu perdió pie y se agarró a la base del carro para recuperar el equilibrio. Llevaba las manos envueltas en lana y piel de cordero, pero las tenía en carne viva y le escocían terriblemente. Dedicaba los momentos libres a balancear los brazos, haciendo que la sangre bajara a las puntas de los dedos para no perderlos por congelación. Había demasiados hombres con manchas blancas en la nariz, o en las mejillas. Eso explicaba las pálidas cicatrices de los hombres de más edad que habían pasado por todo aquello antes.

Tsubodai estaba en su derecho de imponerle cualquier tipo de trabajo, pero Batu pensaba que su autoridad era más frágil de lo que el orlok creía. Su derecho a mandar procedía del khan, pero incluso cuando marchaban, no todas las acciones del ejército eran puramente militares. Había momentos en los que era necesario tomar decisiones políticas y esa era responsabilidad de príncipes, no de guerreros. Con el apoyo de Guyuk, podían pasar por encima de la autoridad del orlok, incluso retirarle de su puesto, Batu estaba seguro. Tendría que ser en el momento apropiado, cuando la autoridad del orlok no estuviera tan netamente definida. Batu volvió a sujetar el carro cuando aquella maldita cosa se tambaleó y estuvo en un tris de volcar. Estaba dispuesto a esperar, pero se dio cuenta de que cada vez le costaba más controlar su cólera. Tsubodai no tenía la sangre del khan. Los príncipes determinarían el futuro, no un general viejo y acabado que debería haberse retirado a cuidar de sus cabras mucho tiempo atrás. Batu utilizó su ira para incrementar su fuerza, de modo que tuvo la impresión de que levantaba el carro prácticamente él solo, empujándolo hacia delante y hacia arriba.

Ogedai subió poco a poco, sintiendo cómo protestaban sus caderas. ¿Cuándo se había quedado tan anquilosado? Los músculos de las piernas y la parte baja de la espalda se le habían debilitado asombrosamente. Podía hacerlos temblar como un caballo que se sacude las moscas simplemente poniéndose de pie sobre los estribos.

Se dio cuenta de que Sorhatani evitaba mirarle deliberadamente mientras se ocupaba de sus hijos. Kublai estaba comprobando la correa de su poni, mientras Arik-Boke y Hulegu se mantenían en silencio, cohibidos por la presencia del khan. Ogedai conocía a los más pequeños solo de vista, pero Sorhatani le había llevado a Kublai a hablar con él por las tardes. Lo había hecho como si fuera un favor para ella, pero con el tiempo Ogedai había descubierto que disfrutaba mucho de las conversaciones. El chico era muy listo y parecía tener un infinito interés en las historias de batallas pasadas, sobre todo si Gengis había participado en ellas. Ogedai se había encontrado reviviendo glorias pasadas a través de los ojos de Kublai y había pasado una parte de todos los días planeando lo que le contaría al muchacho por las tardes.

El khan volvió a probar sus piernas con disimulo, y luego bajó la vista al oír a Torogene reírse entre dientes a sus espaldas. Hizo que su caballo diera media vuelta hacia ella. Sabía que estaba delgado y pálido después de haber pasado tanto tiempo bajo techo. Le dolían las articulaciones y sintió un súbito deseo de vino que hizo que la boca se le secara solo de pensarlo. Le había prometido a Torogene que bebería menos copas cada día. Más aún, su esposa le había obligado a hacer una solemne promesa. No le había contado que los hornos estaban fabricando una remesa de copas enormes para él. Su palabra era sagrada, pero el vino era una de las pocas alegrías que le quedaban.

—No te quedes fuera si notas que te estás cansando —dijo Torogene—. Tus oficiales pueden esperar un día más si es necesario. Tienes que ir recuperando las fuerzas poco a poco.

Su tono le hizo sonreír y se preguntó si todas las esposas se convertían en las madres de sus maridos en un momento dado. No pudo evitar lanzar una mirada a Sorhatani al pensarlo, que seguía estando tan delgada y fuerte como un pastorcillo. Ahí había una mujer que no debería ser desperdiciada en un lecho frío. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había sentido lujuria real fuera de sus sueños. Sentía su cuerpo gastado, atrofiado y viejo. Sin embargo, el sol despedía una pálida luz y el cielo otoñal brillaba azul. Cabalgaría a lo largo del canal para ver las nuevas obras. Tal vez incluso podría bañarse en el río que lo alimentaba, si podía persuadirse de entrar en sus gélidas aguas.

—No le prendas fuego a mi ciudad mientras estoy fuera —dijo con brusquedad.

Ahora fue el turno de Torogene para sonreír por el tono de su marido.

—No puedo prometerlo, pero lo intentaré —contestó Torogene. Alargó la mano y tocó el pie que apoyaba en el estribo, sujetándolo con suficiente fuerza para que su esposo sintiera la presión. Ogedai no necesitaba expresar con palabras su amor por ella: se agachó y le rozó la mejilla antes de clavar los talones en su montura y atravesar la puerta acompañado por un ruido de cascos.

Los hijos de Sorhatani salieron con él. Kublai sujetaba las riendas de tres caballos de tiro cargados hasta los topes de suministros. Ogedai observó cómo el joven dirigía a los caballos chasqueando la lengua, tan lleno de vida que casi dolía mirarlo. No le había contado a Kublai sus recuerdos de la muerte de Tolui. Todavía no estaba preparado para contar esa historia, el terrible dolor continuaba hasta ese frío día.

Tardaron la mitad de la mañana en llegar hasta el río. Su resistencia se había reducido tras tantos meses de inactividad. Cuando desmontó sintió los brazos y las piernas como si fueran de plomo y tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar por los calambres de los muslos. Ya podía oír las oleadas de estallidos atravesando el valle y, a lo lejos, vio una nube de humo flotando como un banco de niebla matutina. Percibió un cierto amargor sulfuroso en el aire que le recordó a la frontera Sung. Para su sorpresa, le resultó casi placentero respirar ese exótico aroma.

Sorhatani y sus hijos acamparon a su alrededor, levantaron una pequeña tienda en terreno seco junto a la orilla y empezaron a preparar té sobre el hornillo. Mientras se hacía, Ogedai volvió a montar. Chasqueó la lengua para llamar la atención de Kublai y el joven se subió de un salto a su silla para unirse a él, con el rostro brillante de excitación.

Juntos, ambos atravesaron el soleado campo hacia donde Khasar preparaba a los equipos de artilleros para la inspección. Ogedai notó el orgullo que el viejo general sentía por las nuevas armas incluso desde la distancia. También él había estado en la frontera Sung y había visto su potencial de destrucción. Ogedai se dirigió allí poco a poco. No sentía ninguna urgencia o prisa. Su breve visión de la gran noche le había dado una amplia perspectiva. Le era más difícil preocuparse de las cosas pequeñas. Tener a Kublai junto a él le recordaba que no todo el mundo compartía su amplia visión. Kublai estaba casi sudando solo de ver los cañones de bronce.

Ogedai soportó las consabidas formalidades con su tío. Declinó el ofrecimiento de té y alimentos y, por fin, indicó con un gesto a los artilleros que comenzaran.

—Tal vez quieras desmontar y sujetar a tu caballo, mi señor khan —dijo Khasar.

Estaba flaco y tenía cara de cansado, pero los ojos le brillaban, llenos de entusiasmo. Ogedai no podía compartir el estado de ánimo de su tío. Sentía debilidad en las piernas y no quería desmoronarse delante de esos hombres. Se tomó un momento para recordar que la nación le observaba una vez más. Un solo fallo y su debilidad llegaría a oídos de todos.

—Mi caballo estaba en la frontera Sung —contestó—. No se desbocará. ¿Kublai? Deberías hacer lo que ha dicho Khasar.

—Muy bien, mi señor —asintió Khasar en tono formal. Se agarró las manos a la espalda después de señalar con un gesto a los equipos de artilleros. Formaban grupos de cuatro, y llevaban sacos de pólvora negra, además de diversas piezas de un equipamiento de aspecto extraño. Kublai lo absorbía todo con avidez, fascinado.

—Mostradme cómo funcionan —les dijo Ogedai.

Khasar empezó a repartir órdenes a gritos y Ogedai observó desde la silla cómo el primer equipo comprobaba que las enormes ruedas tachonadas estuvieran bloqueadas. Un guerrero metió una caña en el fogón del cañón y luego encendió una astilla con una lámpara. Cuando la astilla tocó la caña con la pólvora, hubo una chispa y luego se produjo una explosión que empujó el cañón hacia atrás. Los tacos que habían puesto en las ruedas para bloquearlo apenas lo sujetaron y el arma se levantó en el aire para volver a caer después con un fuerte golpe. Ogedai no vio la bola que salió volando por los aires, pero asintió, mostrándose deliberadamente calmado. Su caballo alzó las orejas, pero luego se agachó para mordisquear la hierba. Kublai tuvo que darle un bofetón en la cara a su caballo castrado, presa del pánico, para que se tranquilizara. El joven riñó al animal: no permitiría que le avergonzara escapándose y echando a correr delante del khan. No obstante, se sintió más que agradecido de no haber estado en la silla cuando dispararon.

—Dispara el resto todos juntos —ordenó Ogedai.

Khasar asintió con orgullo y otros ocho equipos insertaron sus cañas en los fogones y encendieron sus respectivas astillas.

—A mi señal, artilleros. ¿Listos? ¡Fuego!

El estruendo fue extraordinario. Los equipos llevaban semanas practicando en las afueras de la ciudad y los cañones dispararon casi a la vez, con solo un ligero retraso. En esta ocasión, Ogedai vio unas manchas borrosas desapareciendo en el valle, una o dos que dieron varios saltos contra el terreno. Sonrió al imaginar que una línea de caballos o de hombres hubiera estado en el camino de esas armas.

—Excelente —dijo.

Khasar le oyó y se rio entre dientes, todavía disfrutando de su control sobre el trueno.

La mirada de Ogedai se posó en las líneas de pesadas catapultas que había más allá de los cañones. Podían lanzar barriles de pólvora a más de cien metros de distancia. Sus ingenieros habían aprendido la técnica de los Chin, pero habían mejorado la pólvora, que ahora ardía más rápido y con más violencia. Ogedai no comprendía el proceso, ni le importaba. Lo que importaba era que las armas funcionaran.

También había hombres esperando junto a las catapultas en posición de firmes. De repente, Ogedai se dio cuenta de que no estaba cansado. Las explosiones y el acre humo le habían llenado de energía. Tal vez por eso se dio cuenta de que los hombros de Khasar estaban un poco caídos. Su tío no ocultaba su agotamiento ante los demás.

—¿Estás enfermo, tío? —preguntó Ogedai.

Khasar se encogió de hombros con una mueca.

—Tengo unos bultos en el hombro que no me permiten mover bien el brazo, eso es todo.

Su tez amarillenta delataba la falsedad de sus palabras y Ogedai frunció el ceño mientras su tío proseguía.

—Los chamanes dicen que tendría que quitármelos, pero no pienso dejar que esos carniceros me pongan la mano encima, no todavía. La mitad de los hombres que operan no vuelven a andar, quizá más.

—Deberías permitírselo —dijo Ogedai con suavidad—. No quiero perderte todavía, tío.

Khasar resopló.

—Soy como las colinas, chico. Unos cuantos bultos no me detendrán.

Ogedai sonrió.

—Espero que no. Enséñame más, tío —pidió.

Cuando Ogedai y Kublai regresaron al pequeño campamento junto al río, la mañana casi había terminado y hacía mucho que el té estaba imbebible. Las prácticas de artillería continuaron a sus espaldas, utilizando enormes reservas de pólvora para entrenar a los hombres que desempeñarían un papel vital en futuras batallas. Se podía ver a Khasar recorriendo las líneas con grandes zancadas, en su elemento.

Sorhatani vio que el rostro encendido de su hijo estaba manchado de hollín. Tanto el khan como Kublai apestaban a los gases sulfurosos de los cañones y Arik-Boke y Hulegu los miraron con evidente envidia. Sorhatani dejó a sus hijos preparando otro té y se acercó a donde Ogedai estaba desmontando.

Se había quedado parado junto a la orilla del río y contemplaba el otro lado, protegiéndose los ojos del sol con la mano. El sonido de la cascada ocultó los pasos de Sorhatani que se aproximaba a él por detrás.

—Kublai está parloteando como un pájaro —dijo—. Supongo que la demostración ha ido bien.

Ogedai se encogió de hombros.

—Mejor de lo que esperaba. Khasar está convencido de que, con la nueva pólvora, nuestras armas tienen el alcance de los cañones Sung. —Apretó el puño al pensarlo, con expresión feroz—. Eso marcará la diferencia, Sorhatani. Un día los sorprenderemos. Solo desearía poder llevarle algunos cañones a Tsubodai, pero se tardarían años en arrastrar algo tan pesado hasta tan lejos.

—Te estás fortaleciendo —dijo ella, sonriendo.

—Es el vino —contestó Ogedai.

Sorhatani se rio.

—No, no es el vino, tremendo borracho, son cabalgadas matutinas como esta y entrenar con el arco todas las tardes. Ya pareces un hombre distinto del que me encontré en aquella habitación congelada. —Hizo una pausa, ladeando la cabeza—. También estás un poco más gordo. Creo que la vuelta de Torogene te ha sentado bien.

Ogedai sonrió, pero la excitación provocada por los cañones estaba desapareciendo y lo hizo sin entusiasmo. A veces pensaba en sus miedos como en una tela oscura que le envolvía, asfixiándole. Había muerto en aquella campaña y aunque el sol brillara y su corazón siguiera latiendo en el pecho, era difícil continuar con cada nuevo día. Había creído que el sacrificio de Tolui le daría impulsos renovados, pero había sentido la pérdida de su hermano como una carga más, una demasiado pesada para poder sobrellevarla. La tela oscura seguía cubriéndole, a pesar de todo lo que Sorhatani había hecho. Le resultaba imposible explicarlo y parte de él deseaba que aquella mujer le dejara en paz para buscar un camino tranquilo por el que seguir adelante.

Bajo la atenta mirada de Sorhatani, Ogedai se sentó con la familia, bebió el té y comió el almuerzo frío que habían traído. Nadie le dio vino, así que hurgó entre los fardos hasta encontrar un odre y bebió directamente de él, como si fuera airag. Hizo caso omiso de la expresión de Sorhatani cuando el rojo líquido le pintó un rubor en las mejillas. Sus ojos parecían hechos de pedernal, así que habló para distraerla.

—Tu hijo Mongke lo está haciendo bien —le dijo—. He recibido unos informes muy elogiosos de Tsubodai.

Los hermanos de Mongke se incorporaron con repentino interés y Ogedai se limpió los labios con la mano, saboreando el vino. Ese día le pareció notar un gusto amargo en la lengua, como si no fuera bueno. Para su sorpresa, fue Kublai quien habló, en tono respetuoso.

—Mi señor khan, ¿han tomado Kiev?

—Sí. Tu hermano participó en las batallas que se entablaron alrededor de la ciudad.

Kublai parecía estar luchando por controlar su impaciencia.

—Entonces, ¿han llegado ya a la cordillera de los Cárpatos? ¿Sabes si los atravesarán este invierno?

—Vas a cansar al khan con tu cháchara —dijo Sorhatani, pero Ogedai se dio cuenta de que ella misma seguía esperando la respuesta.

—Lo último que he oído es que van a intentar cruzarlos antes de que acabe el año.

—Son unas montañas muy difíciles —murmuró Kublai para sí.

Ogedai se preguntó cómo podía un muchacho pretender saber nada de unas montañas que se elevaban a más de seis mil kilómetros de distancia. El mundo había crecido desde que él era un niño. Gracias a las cadenas de exploradores y las estaciones de posta, el conocimiento del mundo entraba a raudales en Karakorum. La biblioteca del khan contaba ya con volúmenes en griego y en latín, llenos de maravillas que le costaba dar por ciertas. Su tío Temuge se había ocupado muy seriamente de que su reputación creciera y se extendiera, pagando fortunas por los libros y pergaminos más raros. Se tardaría toda una generación en traducirlos a lenguas civilizadas, pero Temuge había puesto a una docena de monjes cristianos a trabajar en la tarea. Ogedai se obligó a regresar de su ensoñación, y consideró las palabras que le habían llevado a perderse en sus pensamientos. Se preguntó si Kublai estaría preocupado por la seguridad de su hermano.

—Con Baidar, Tsubodai tiene siete tumanes y cuarenta mil reclutas —dijo—. Las montañas no los detendrán.

—¿Y después de las montañas, señor? —Kublai tragó saliva, intentando no irritar al hombre más poderoso de la nación—. Mongke dice que cabalgarán hasta llegar al mar.

Los hermanos más pequeños le miraron, pendientes de su respuesta, y Ogedai suspiró. Se dijo que las lejanas batallas debían de resultar emocionantes en comparación con una vida de estudio y tranquilidad en Karakorum. Podía ver que los hijos de Sorhatani no permanecerían en el nido demasiado tiempo.

—Mis órdenes son asegurar el oeste, conseguir establecer una frontera en la que no haya enemigos deseando invadir nuestras tierras. La forma de conseguir eso depende de Tsubodai. Tal vez dentro de un año o dos irás a unirte a él. ¿Te gustaría?

—Sí. Mongke es mi hermano —contestó Kublai con seriedad—. Y me gustaría conocer el mundo y no solo los mapas de los libros.

Ogedai se rio entre dientes. Todavía se acordaba de cuando el mundo le parecía infinito y quería llegar a verlo entero. De algún modo, había perdido esa apasionada hambre por conocer y, por un momento, se preguntó si habría sido Karakorum la que se la había arrebatado. Quizá esa fuera la maldición de las ciudades, que hacían que las naciones echaran raíces en un lugar y las cegaban. No era un pensamiento agradable.

—Me gustaría hablar en privado con vuestra madre —dijo, dándose cuenta de que ese día no tendría ningún momento mejor para hacerlo.

Kublai fue el más rápido en moverse, dirigiendo a sus hermanos hacia los caballos y llevándolos hacia los equipos de artilleros de Khasar, que seguían practicando bajo el sol vespertino.

Sorhatani se sentó en la estera de fieltro, con expresión de curiosidad.

—Si vas a declararme tu amor, Torogene me ha dicho lo que debo responder —dijo.

Encantada, vio que Ogedai se echaba a reír a carcajadas.

—Seguro que te lo ha dicho, pero no, estás a salvo conmigo, Sorhatani. —Vaciló un instante y ella se echó hacia delante, sorprendida al ver un rubor tiñendo sus mejillas.

—Todavía eres joven, Sorhatani —comenzó a decir.

Sorhatani cerró la boca, sin responder, aunque sus ojos centellearon. Ogedai intentó hablar dos veces más, pero se detuvo antes de empezar.

—Hemos establecido mi juventud, me parece —dijo ella.

—Estás en posesión de los títulos de tu marido —continuó Ogedai.

El ánimo desenfadado de Sorhatani se evaporó. El único hombre que podía arrebatarle la extraordinaria autoridad de que disponía estaba intentando comunicarle sus pensamientos con aire nervioso.

Sorhatani volvió a hablar, con voz más dura.

—Ganados con su sacrificio y con su muerte, mi señor, sí. Ganados, no regalados como un favor.

Ogedai parpadeó, luego negó con la cabeza.

—Los títulos también están a salvo, Sorhatani —aseguró—. Nunca falto a mi palabra y esos títulos te los di yo mismo. No te los quitaré.

—Entonces, ¿qué es lo que se te está atragantando en la garganta y no consigues decir?

Ogedai respiró hondo.

—Deberías volver a casarte —dijo.

—Mi señor khan, Torogene me dijo que te recordara…

—¡No conmigo, mujer! Te lo he dicho antes… Con mi hijo, Guyuk.

Sorhatani le miró sin hablar, atónita. Guyuk era el heredero del khanato. Conocía a Ogedai demasiado bien para pensar que le estuviera haciendo aquella oferta de manera precipitada. Los pensamientos empezaron a acumularse en su mente mientras intentaba comprender qué deseaba el khan en realidad. Seguramente Torogene sabía que le iba a hacer aquella oferta. Ogedai nunca habría pensado en algo así él solo.

El khan miró hacia otro lado, dándole tiempo para reflexionar. Mientras Ogedai se quedaba contemplando el vacío, la parte cínica de Sorhatani se preguntó si la oferta era un modo de recuperar para el khanato las vastas propiedades de su marido. De golpe, el matrimonio con Guyuk le daría la vuelta a la impetuosa oferta que Ogedai le había hecho a Tolui. Los efectos de aquella decisión única seguían teniendo consecuencias y Sorhatani no sabía dónde acabaría aquello. Las tierras de origen de Gengis Khan eran gobernadas por una mujer y ella misma todavía no se había hecho del todo a la idea.

Pensó en sus propios hijos. Guyuk era mayor que Mongke, pero por pocos años. ¿Heredarían sus hijos, o perderían su derecho de nacimiento si se producía esa unión entre familias? Se estremeció y deseó que Ogedai no lo hubiera notado. Era el khan y podía ordenarle que se casara con su hijo, igual que le había concedido los títulos de su marido. Su poder sobre ella era casi absoluto, si decidía utilizarlo. Le miró antes de girar la cabeza, sopesando al hombre a quien había cuidado durante sus ataques y su estancia en una oscuridad tan absoluta que había pensado que nunca regresaría. La vida de Ogedai era tan frágil como la porcelana, pero seguía gobernando y nunca faltaba a su palabra.

Sorhatani percibió que al khan se le estaba acabando la paciencia. Un pequeño músculo de su cuello empezó a temblar y ella se quedó mirándolo fijamente, tratando de encontrar las palabras.

—Esa oferta es un gran honor para mí, Ogedai. Tu hijo y heredero…

—Entonces, ¿aceptas? —dijo él con brusquedad. Sabía cuál era la respuesta por su tono de voz y meneó la cabeza, irritado.

—No puedo —contestó Sorhatani con suavidad—. Mi dolor por la pérdida de Tolui es el mismo. No volveré a casarme, mi señor khan. Ahora mi vida son mis hijos y nada más que eso. No quiero nada más que eso.

Ogedai hizo una mueca y el silencio cayó entre ambos. Sorhatani temía que las próximas palabras del khan fueran una orden, haciendo caso omiso de su voluntad. Si pronunciaba las palabras, no tendría otra opción que obedecer. Resistirse sería poner en peligro el futuro de sus hijos, verles perder la autoridad y el poder antes de que hubieran aprendido siquiera a utilizarlos. Le había limpiado la piel al khan cuando se había manchado sin darse cuenta. Le había alimentado con su propia mano cuando gemía pidiendo paz y muerte. Y, sin embargo, era el hijo de su padre. El destino de una esposa, de una mujer, significaría poco para él y Sorhatani no sabía qué iba a decir. Guardando silencio, esperó con la cabeza gacha mientras la brisa soplaba entre ellos.

Tardó un siglo pero, al fin, el khan asintió para sí.

—Muy bien, Sorhatani. Te debo tu libertad, si ese es tu deseo. No te exigiré obediencia en este asunto. No he hablado con Guyuk. Solo Torogene sabe que me lo he planteado siquiera.

Sorhatani sintió un gran alivio. Instintivamente, se postró en la hierba, colocando la cabeza junto a su pie.

—Oh, levántate —dijo—. Nunca he conocido una mujer menos humilde que tú.