Durante la primavera y el siguiente verano, Tsubodai avanzó lentamente hacia el oeste. Dejando atrás los principados rusos, llegó a los límites de sus mapas. Sus exploradores se adelantaron a los tumanes, adentrándose en territorios desconocidos durante varios meses consecutivos, haciendo bosquejos de valles y pueblos y lagos con los que componían una imagen de las tierras que se extendían ante él. Los que sabían leer y escribir apuntaban el número de efectivos de los ejércitos que se habían encontrado, o de las columnas de refugiados que huían delante de ellos. Los que no sabían escribir ataban palos formando hatos de diez, en los que cada diez representaba un millar. Era un sistema burdo, pero Tsubodai se daba por satisfecho con avanzar durante el verano y luchar en el invierno, sacándole provecho a los puntos fuertes de su pueblo. Ese tipo de enfoque respecto a la guerra debilitaba a los señores y nobles de esas nuevas tierras. Por ahora, no le habían mostrado nada que pudiera suponer una amenaza para sus guerreros montados.
Tsubodai suponía que, antes o después, se tendría que enfrentar a ejércitos similares a los del emperador Chin. En un momento dado, los príncipes extranjeros unirían fuerzas contra la oleada mongola que estaba barriendo el oeste. Había oído rumores de ejércitos como nubes de langostas, pero no sabía si se trataba de una exageración. Si los señores extranjeros no se unían, los derrotaría uno a uno y no se detendría hasta llegar al mar.
Cabalgó hasta el frente de una columna formada por los dos tumanes más próximos, comprobando los suministros que Mongke había prometido enviar después de una incursión afortunada. Mantener a tantos guerreros en el campo de batalla les obligaba a moverse continuamente. Los caballos necesitaban vastas llanuras de hierba y el problema que constituía el elevado número de hombres sin montura empeoraba cada día. Cuando se empleaban sin piedad, los reclutas forzosos les eran útiles. Los tumanes de Tsubodai los hacían avanzar primero, obligando al enemigo a gastar todas sus flechas y saetas antes de enfrentarse con la principal fuerza mongola. De ese modo, su utilidad era considerable, pero mantenerlos hacía necesario que cualquier cosa que vivía o se movía tuviera que ser cazada para alimentar a los hombres… no solo los ganados de reses o de ovejas, sino también zorros, ciervos, lobos, liebres y aves salvajes, todo lo que encontraban. Arrasaban la tierra, sin dejar nada vivo a su paso. Pensó que la destrucción de los pueblos era algo como una bendición. Mejor una muerte rápida que morir de hambre, sin grano o carne para pasar el siguiente invierno. Una y otra vez, los tumanes de Tsubodai se habían topado con pueblos abandonados, lugares llenos de fantasmas de años pasados, cuando la peste o la hambruna habían obligado a la población a huir. No era de extrañar que se congregaran en las grandes ciudades. En ese tipo de sitios, podían pretender que estaban a salvo y consolarse con las masas y las altas murallas. Todavía no sabían lo débiles que esas murallas eran para sus tumanes. Había obligado a rendirse a Yenking, con el emperador Chin en su interior. Nada de lo que había visto en el oeste podía igualar esa ciudad de piedra.
Tsubodai apretó la mandíbula al ver a Batu una vez más en compañía de Guyuk. Mongke y Baidar estaban a cientos de kilómetros de distancia, si no, se dijo, podría habérselos encontrado allí también. Los cuatro príncipes se habían hecho amigos, lo que habría resultado bastante útil, si no hubiera sido Batu el que los mantenía unidos. Quizá porque era el mayor, o porque Guyuk le seguía, Batu parecía ser el que marcaba la pauta a los demás. Hacía una gran exhibición de respeto cada vez que Tsubodai hablaba con él, pero siempre esbozando una media sonrisa irónica. Nunca era tan obvia como para permitirle actuar en consecuencia, pero, aun así, allí estaba. La sentía como una espina clavada en su espalda, demasiado lejos para poder alargar la mano y extraérsela.
Tsubodai frenó al llegar a la cabeza de la columna. A sus espaldas, el tumán de Batu cabalgaba junto al de Guyuk. Entre los hombres de ambos tumanes no existía la dura competencia que era habitual entre los guerreros, como si imitaran el comportamiento de los generales que los lideraban. Tsubodai gruñó al constatar las bien dibujadas líneas. No podía reprocharles nada, pero le molestaba ver a Guyuk y Batu pasarse el día charlando, como si se dirigieran a un banquete de bodas en vez de estar atravesando territorio hostil.
Tsubodai tenía calor y estaba irritable. Ese día no había comido y había cabalgado más de treinta kilómetros desde el alba, supervisando las columnas que se abrían camino por las tierras enemigas. Controló su malhumor cuando Batu le saludó desde la silla de montar con una inclinación de cabeza.
—¿Tienes nuevas órdenes, orlok? —dijo Batu.
Guyuk alzó la vista también y Tsubodai acercó su caballo, poniéndose a su paso. No se preocupó de responder esa inútil pregunta.
—¿Ha llegado ya el rebaño de reses de Mongke? —preguntó Tsubodai. Sabía que sí, pero necesitaba mencionar el tema.
Guyuk asintió al instante.
—Justo antes del amanecer. Doscientas cabezas, bien grandes. Hemos sacrificado veinte toros y el resto está con los rebaños que nos siguen.
—Enviad sesenta reses a Kachiun. No tiene ninguna —ordenó Tsubodai, seco y rígido con ellos. Ni siquiera le gustaba que pudiera parecer que les estaba pidiendo un favor.
—Tal vez sea porque Kachiun se queda sentado en un carro, en vez de montarse en un caballo y salir a buscar carne —murmuró Batu.
Guyuk casi se atraganta al intentar reprimir una carcajada. Tsubodai clavó en ellos una mirada llena de frialdad. No era suficiente ver al hijo del propio khan actuar como un idiota, sino que la insolencia de Batu era algo que tendría que afrontar y eliminar antes o después. Confiaba en que Batu se pasaría de la raya antes de que la situación exigiera la muerte. Era joven y testarudo. Cometería un error, estaba seguro.
Un explorador apareció a la carrera para informar y Tsubodai se giró automáticamente, solo para descubrir que el hombre pasaba por delante de él en dirección a Batu. Respiró hondo antes de que el explorador le viera y se sobresaltara, haciendo una profunda reverencia desde la silla.
—La ciudad junto al río está cerca, general —le dijo a Batu—. Me pediste que te avisara cuando la tuviéramos a nuestro alcance.
—¿Y el propio río? —preguntó Batu. Sabía que Tsubodai lo había mandado explorar en busca de vados y puentes hacía días. La media sonrisa estaba flotando en su boca de nuevo, sabiendo que Tsubodai estaba oyendo todas y cada una de sus palabras.
—Dos vados poco profundos en nuestro camino, general. El mejor está situado al norte.
—Muy bien. Ese es el que tomaremos. Enséñale a mis vasallos dónde está y luego llévanos a los demás hasta allí.
—Sí, mi señor —contestó el explorador. Se inclinó ante Batu, luego ante Tsubodai y luego clavó los talones en su montura y se alejó trotando junto a la línea de guerreros.
—¿Alguna otra cosa, orlok? —preguntó Batu con aire inocente—. Tengo algunas cosas entre manos en este momento.
—Acampad en cuanto hayáis cruzado el río y después vosotros dos venid a verme a la caída de la tarde.
Observó cómo ambos se miraban entre sí antes de retirar la vista para evitar echarse a reír. Tsubodai rechinó los dientes y se marchó. Había recibido noticias de la presencia de dos ciudades al otro lado de las montañas, ciudades que sus exploradores decían que habían sido inundadas por los refugiados que huían de los tumanes mongoles. Sin embargo, en vez de preparar una campaña contra Buda y Pest, tenía que ocuparse de unos generales que actuaban como niños. Se preguntó si podría hablar con Guyuk a solas y hacerle ver lo vergonzoso de su comportamiento para que actuara con algo parecido al sentido del deber o la dignidad. Asintió para sí mientras cabalgaba. Desde su venturoso ataque contra el corazón del ejército ruso, Batu había ido minando la autoridad del orlok. Si la cosa continuaba así, podría costar vidas, quizá incluso llevarlos a todos a la destrucción. Ya era hora de agarrar el problema por la garganta, o incluso al propio Batu. No había lugar en aquella marcha para cuestionamientos de su autoridad, ni siquiera por parte de hijos y nietos de khanes.
Los generales cabalgaron hasta la tienda de Tsubodai a la puesta del sol. Los tumanes dormían a su alrededor, un océano de pálidas gers que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Apiñados en medio de los mongoles, había una oscura masa de combatientes extranjeros. La mayoría eran rusos, o bien los que habían sobrevivido a la destrucción de sus propios pueblos y ciudades o bien, en un número mucho menor, hombres que habían llegado en busca de un botín, siguiendo al ejército a través de los valles para ofrecerles sus armas y su fuerza. La mayoría de estos habían sido nombrados oficiales por el resto, porque eran los que distinguían la punta de la espada de la empuñadura. Su equipo estaba compuesto por piezas que se habían ido encontrando tiradas por ahí y los mejores alimentos eran para los tumanes, así que todos ellos estaban flacos y eternamente hambrientos.
Pavel era uno de ellos, delgado como un lobo y siempre magullado o cansado del entrenamiento. No comprendía la mitad de las cosas que le obligaban a hacer, pero las hacía. Corría por las mañanas, trotando detrás de los tumanes quince kilómetros cada día. Había perdido su herrumbrosa espada en la única batalla de su vida y por un pelo no había perdido también la vida. El golpe que le había derribado le había levantado una parte del cuero cabelludo, dejándole inconsciente. Cuando por fin se despertó, se encontró con que la empalizada estaba en llamas y los tumanes habían levantado un enorme campamento. Los muertos, algunos de ellos despojados de sus ropas, yacían allí donde habían caído. Pavel tenía la cara tirante: su propia sangre congelada se le había quedado pegada y le cubría desde el pelo a la barbilla. No se había atrevido a tocarla, aunque le había cerrado el ojo derecho, formando una sólida masa sobre el párpado.
Pavel podría haber muerto si no hubiera sido por el hombre de los dientes podridos que le había dado un trago de un líquido amargo de un odre que llevaba. La bebida había hecho vomitar a Pavel, pero aquel hombre simplemente había soltado una de sus desagradables carcajadas y le había dicho que se llamaba Alexi y que tenían que mantenerse unidos. Fue Alexi quien le había ayudado a atravesar el campamento hasta donde descansaban los guerreros mongoles, despatarrados y borrachos, la mitad de ellos dormidos. Le había llevado ante un hombre con tantas cicatrices que Pavel se estremeció al verlo.
—Sangre polaca —había dicho Alexi—. Es solo un campesino, pero no echó a correr.
El hombre desfigurado había gruñido y luego le había dicho en ruso que no les vendría mal otra espada. Pavel había alzado sus manos vacías. No tenía ni idea de adónde había ido a parar su acero y el mundo seguía flotando borroso a su alrededor. Recordaba haber oído al hombre decir que probablemente tenía una fisura en el cráneo antes de desmayarse.
Su nueva vida era dura. La comida era escasa, aunque le habían dado una nueva espada sin los defectos y óxido de la última. Corría con los tumanes y aguantaba hasta que el aire ardía dentro de sus pulmones y el corazón le palpitaba como si fuera a estallar. Intentaba no pensar en la granja que había dejado con su madre y su abuelo. Estarían cuidando la pequeña parcela, observando cómo los cultivos se preparaban para la cosecha. Ese año él no estaría allí para ayudarles.
Pavel estaba todavía dormido cuando vio a tres hombres cabalgando hacia la enorme tienda que se encontraba en el centro del campamento. Sabía que el alto de expresión cruel era Batu, uno de los nietos de Gengis. Pavel aprendía todos los nombres que podía. Era el único modo que tenía para atar cabos en el nuevo caos de su vida. No conocía a ese que sonreía como un tonto cada vez que Batu hacía un comentario. Pavel tocó la empuñadura de la espada en la oscuridad, deseando tener la fuerza de avanzar a grandes zancadas hacia el grupo y acabar con ellos. No había visto morir al duque, pero los demás hombres meneaban la cabeza y retiraban la vista cuando les preguntaba por él. Su destino no parecía importarles tanto como a él.
Oculto, Pavel se aproximó más a la ger. Conocía el nombre de su líder, aunque a su boca le costaba pronunciar esos sonidos. Tsubodai, le llamaban, el responsable de la quema de Moscú. Pavel alargó el cuello intentando verle, pero cuando los tres generales desmontaron, sus caballos bloquearon la visión del interior de la tienda. Suspiró para sí. Podía correr más de lo que hubiera creído posible hacía solo unos meses. Cuando no había luna le tentaba la idea de escapar, aunque había visto lo que les había pasado a los pocos hombres que lo habían intentado. Habían regresado despedazados, y los mongoles habían arrojado los trozos de carne humana a los demás prisioneros, como insulto. Él no se había unido a ellos, pero creía que sus hambrientos compañeros se habían comido aquellos pedazos sanguinolentos. El hambre cambiaba las prioridades de los estómagos remilgados.
Olió el aroma del té y el cordero asado en la brisa y se le llenó la boca de saliva. Había estado hambriento desde que se marchó de la granja, pero no podría comer nada hasta la mañana y entonces solo después de haber corrido y cargado carros hasta que le ardieran los brazos y los hombros. Al pensarlo se frotó un punto de la espalda, palpando el nuevo músculo que estaba apareciendo allí. No era muy grande, pero era muy duro, fruto del trabajo. En silencio, en la oscuridad, se dijo que podría salir corriendo durante la siguiente luna nueva. Si le cogían, al menos lo habría intentado, pero tendrían que cabalgar muy deprisa para atraparle.
Batu agachó la cabeza, enderezándose mientras saludaba a los del interior. Había llevado a Guyuk y a Baidar con él y se alegró de ver que Mongke ya estaba allí. Batu le saludó con una inclinación de cabeza, pero Mongke simplemente le miró y luego volvió a llenarse los carrillos con un bocado de cordero caliente. Batu se recordó a sí mismo que Mongke también había perdido a un padre. Podría ser una forma de acercarse a él, quizá, compartir ese dolor. El hecho de que él solo sintiera odio hacia el suyo no supondría ningún obstáculo si manejaba con cuidado a su primo. Todos ellos eran príncipes de la nación y estaban unidos a Gengis con unos vínculos de sangre que Tsubodai nunca tendría. Batu se deleitó en esa idea, en la sensación de identidad que le daba saber que formaba parte de ese grupo. No… que ellos eran su grupo, del que él sería el líder. Era el mayor de todos, aunque Mongke poseía la musculosa constitución y las maneras adustas de un hombre experimentado. Batu se dijo que sería el que más le costaría influenciar. En comparación, Guyuk y Baidar eran solo unos niños, jóvenes y llenos de entusiasmo por todo. Era fácil imaginarse gobernando un imperio con ellos.
Antes de sentarse, saludó a Kachiun, Jebe y Chulgetei con una breve reverencia. Más hombres mayores. Notó que el muslo de Kachiun estaba tremendamente hinchado, mucho peor que antes. El general estaba sentado en un camastro bajo con la pierna inflamada extendida. Con una rápida mirada a la cara de Kachiun constató que tenía los ojos cansados y la piel amarillenta de un enfermo. Batu pensó que su tío abuelo no sobreviviría al siguiente invierno, pero así eran las cosas. Los viejos morían para dar paso a los jóvenes. No dejaría que algo así le preocupara.
Tsubodai estaba observando, esperando con la mirada fría a que Batu hablara primero. Con deliberación, Batu esbozó una enorme sonrisa: sus pensamientos le habían puesto de excelente humor.
—Hace una noche estupenda, orlok —dijo—. Mis hombres dicen que son los mejores pastos que han visto desde que se marcharon de casa. Los caballos se han cubierto de una capa de grasa que no te creerías.
—Siéntate, Batu. Te doy la bienvenida a la ger —contestó Tsubodai con sequedad—. Guyuk, Baidar, hay té en la tetera. Esta noche no hay criados, así que servíos vosotros mismos.
Los dos hombres más jóvenes se pusieron manos a la obra, entrechocando los cuencos y riéndose entre dientes mientras servían el té hirviendo de una enorme urna de hierro que había en el hornillo situado en el centro de la tienda, bajo el agujero destinado a la extracción del humo. Tsubodai observó cómo Baidar le daba un cuenco del hirviente líquido salado a Batu. Era algo totalmente natural, pero ese tipo de pequeñas cosas siempre tenían que ver con el poder. Parecía que, en muy poco tiempo, Batu había conseguido hacerse con otro seguidor. Tsubodai podría haber admirado el don de Batu para el liderazgo, si no hubiera interferido con su propio control del ejército. Su padre, Jochi, había poseído el mismo talento. Tsubodai había oído el nombre que Batu le había dado al ejército. Habría sido difícil no enterarse. A lo largo de los años de campaña, la denominación de «Horda de Oro» había pasado prácticamente a ser de uso común, como sucede con ese tipo de cosas. La mitad de los hombres parecían creer que Batu estaba al mando y el joven no hacía nada para desmentir su impresión. Tsubodai apretó la mandíbula al pensarlo.
Ogedai se había preocupado de honrar al bastardo de Jochi con títulos y autoridad, a pesar de las objeciones de Tsubodai. De hecho, Batu no se había puesto en evidencia, todo lo contrario. Su tumán estaba bien organizado, sus oficiales habían sido cuidadosamente elegidos. Algunos hombres podían inspirar lealtad mientras que otros solo podían exigirla. Era extrañamente mortificante ver que Batu pertenecía a la primera clase de hombres. Ese tipo de hombres siempre eran peligrosos. Era difícil saber cómo manejarlos, dirigir sus energías, si es que no era ya demasiado tarde.
—Los magiares de Hungría son jinetes —comenzó a decir Tsubodai, con la voz deliberadamente baja para que tuviesen que inclinarse para oírle—. Poseen rebaños enormes y utilizan las llanuras centrales tanto como nosotros. Sin embargo, no son nómadas. Han construido dos ciudades en las orillas del río Danubio. Se llaman Pest y Buda. Ninguna de ellas cuenta con buenas defensas, aunque Buda se encuentra sobre unas colinas. Pest se levanta sobre una llanura.
Se detuvo para darles ocasión de formular preguntas.
—¿Defensas? —dijo Batu de inmediato—. ¿Murallas? ¿Armas? ¿Líneas de suministro?
—Pest no tiene murallas. Los exploradores han informado de la existencia de un palacio de piedra en una de las colinas junto a Buda, quizá la residencia de su rey. Su nombre…
—No es importante —interrumpió Batu—. No parece una tarea tan complicada tomar esas ciudades. ¿Por qué esperar siquiera al invierno?
—Su nombre es Bela IV —prosiguió Tsubodai, con los ojos oscurecidos por la ira—. Esperaremos al invierno porque podremos cruzar el río cuando se hiele. Como sucedió en Moscú, el río nos proporciona un camino entre las ciudades que va directo hacia su mismo corazón.
Guyuk percibió la tensión entre ambos hombres y puso la mano en el hombro de Batu, pero este se la sacudió, irritado.
—Mi tumán está listo para salir hoy, orlok —continuó Batu—. Mis exploradores me han dicho que las montañas del oeste pueden superarse antes del invierno. Podríamos estar en esas ciudades antes de la primera nevada. Tú eres el que dice que la velocidad es importante, ¿o es la precaución lo que es importante ahora?
—Guárdate tu arrogancia, chico —soltó Jebe de repente.
La mirada de Batu se posó un instante en él. Jebe había cabalgado junto a Gengis a través de las colinas afganas. Era un hombre moreno y delgado, con el rostro marcado por los años y la experiencia. Batu resopló con aire despectivo.
—No hay necesidad de dejar los objetivos principales para el invierno, general, como sin duda sabe el orlok. A algunos de nosotros nos gustaría ver cómo acaban las conquistas antes de hacernos viejos. Para otros, por supuesto, ya es demasiado tarde.
Jebe se puso de pie de repente, pero Tsubodai levantó la mano frente a su pecho y Jebe se quedó inmóvil donde estaba. Batu se rio entre dientes.
—He obedecido todas las órdenes de Tsubodai —dijo. Miró a su alrededor mientras hablaba, incluyendo deliberadamente a los príncipes—. He conquistado ciudades y pueblos porque el gran estratega dijo: «Id aquí. Id allí». No he cuestionado ni una sola de sus órdenes. —Hizo una pausa. La ger estaba en completo silencio. Nadie hablaría si Tsubodai no hablaba y él permaneció callado. Batu se encogió de hombros como si no pasara nada y continuó—: Pero no olvido que fue el propio khan el que me crio, no el orlok. Soy un hombre del khan en primer lugar, como todos lo somos. Más que eso, soy de la misma sangre, del linaje de Gengis, como lo son Guyuk, Baidar y Mongke. No basta con seguir ciegamente a un hombre y esperar que todo vaya bien. Nosotros somos los que lideramos, los que cuestionamos las órdenes recibidas, ¿no es así, Orlok Tsubodai?
—No —contestó Tsubodai—. No es así. Obedeces órdenes porque si no lo haces, no puedes esperar que tus hombres hagan lo mismo. Eres parte del lobo, no todo el lobo. Habría esperado que hubieras aprendido eso cuando eras un niño, pero no ha sido así. Un lobo no puede tener más de una cabeza, general, o se parte en dos.
Tsubodai respiró hondo, meditando. Se dio cuenta de que Batu había elegido el momento equivocado para reivindicar su posición.
Los hombres de más edad estaban escandalizados ante sus palabras, mientras que los príncipes no estaban ni por asomo listos para derrocar a Tsubodai Bahadur, no en esa estación. Ocultando su satisfacción, habló de nuevo.
—Me has disgustado, Batu. Déjanos. Te daré nuevas órdenes por la mañana.
Batu se volvió hacia Guyuk, buscando respaldo. Cuando el hijo del khan evitó mirarle a los ojos, sintió que el estómago se le encogía. Entonces el rostro de Batu se crispó y asintió.
—Muy bien, orlok —asintió con fría formalidad.
Nadie habló cuando se marchó. En el silencio, Tsubodai volvió a llenarse el cuenco y bebió un sorbo de té caliente.
—Las montañas que tenemos delante son más que un simple cerro o unos cuantos picos —dijo—. Mis exploradores opinan que tendremos que cruzar entre cien y ciento diez kilómetros de riscos. Ellos consiguieron pasar al otro lado, pero sin la ayuda de hombres de la zona, no podemos saber cuáles son los principales pasos. Puedo ordenar a unos pocos minghaans que la recorran para trazar un mapa de los valles, sin carros o suministros para más de un par de semanas. En cuanto al resto, las máquinas de asedio, los carros, las familias y los heridos, será un camino lento y difícil. Necesitamos conocer la localización de los pasos para sobrevivir. Puede que tengamos que construir rampas o puentes. Aun así, tendremos que avanzar a buena velocidad o muchos morirán cuando llegue el invierno. No podemos estar en las tierras altas para entonces. Allí arriba no hay ni una brizna de pasto.
Tsubodai recorrió con la vista la asamblea de generales. Había un hombre a quien necesitaba fortalecer, separar del resto, pero no era Batu.
—Guyuk. Tú saldrás el primero. Sal mañana con dos minghaans. Lleva herramientas para abrir un sendero, madera, cualquier cosa que puedas necesitar. Abre un camino por el que puedan circular los carros más pesados. Mantente en contacto a través de los exploradores y guíanos hacia el interior de las montañas.
El juego de autoridad para controlar a Batu funcionó con Guyuk. No vaciló.
—Como desees, orlok —asintió, inclinando la cabeza. Se sintió complacido de que le hubieran confiado esa responsabilidad, sabiendo que la supervivencia de los demás dependía de su capacidad para encontrar una buena ruta. Al mismo tiempo, sería una dura tarea y tendría que ocuparse de localizar y marcar todos los caminos sin salida o las falsas aberturas.
—Mis exploradores dicen que al otro lado de las montañas hay tierra abierta —dijo Tsubodai—. Su vista no alcanzaba a ver dónde terminaba. Obligaremos a los pueblos de esas zonas a enfrentarse a nosotros en el campo de batalla. Para el khan, tomaremos sus ciudades, sus mujeres y sus tierras. Esta es la gran incursión, la invasión a tierras más lejanas de la historia de la nación de Gengis. No nos detendrán.
Jebe gruñó de placer al oírle y levantó un odre de airag, lanzándoselo a Tsubodai, que se mojó la garganta con el líquido. La tienda apestaba a lana húmeda y cordero, un olor dulce que conocía desde que era un niño. Guyuk y Baidar intercambiaron una mirada al ver al orlok tan animado, tan lleno de confianza. Mongke los observó a todos, con expresión hermética.
Pavel corría más rápido de lo que nunca había corrido en su vida. Las pálidas luces de las fogatas mongolas fueron desvaneciéndose a sus espaldas. Se cayó otra vez y la tercera vez la caída fue tan violenta que se quedó sin respiración y, por un tiempo, tuvo que continuar cojeando. En la oscuridad, se había dado un fuerte golpe en la cabeza contra algo, pero ese dolor no era nada comparado con lo que le harían los mongoles si le atrapaban.
Estaba solo en la noche, sin el sonido de caballos persiguiéndole y sin ningún compañero. Muchos de los otros hombres habían perdido sus hogares en los años de guerra. Algunos apenas eran capaces de recordar otra vida, pero Pavel no había perdido la memoria. En alguna parte hacia el norte, esperaba que su abuelo y su madre siguieran atendiendo su pequeña granja. Estaría a salvo en cuanto los encontrara y se dijo que nunca volvería a marcharse de allí. Mientras corría, imaginó la envidia con la que le mirarían los otros jóvenes del lugar por las cosas que había visto. Las chicas del pueblo le verían como un soldado experimentado, diferente a los demás chicos de campo que las rondaban. Nunca les hablaría de los cadáveres apilados como pacas de paja o del cálido líquido que resbalaba por las piernas cuando el miedo aflojaba la vejiga. Esas cosas no las mencionaría. Su espada pesaba y sabía que le retrasaba, pero no conseguía decidirse a deshacerse de ella. Entraría en el patio y seguro que su madre se echaría a llorar al verle regresar de la guerra. Llegaría hasta casa. La espada le hizo tropezar y dio un traspié. La dejó caer y vaciló antes de continuar. Sin ella se sintió mucho más ligero.