Kachiun oyó las risas antes de que el grupo estuviera siquiera a la vista. Hizo una mueca al sentir una punzada en su pierna mala: una vieja herida del muslo le había empezado a supurar y tenía que drenársela dos veces al día, por indicación del curandero musulmán de Tsubodai. No parecía ayudar. La herida llevaba meses dándole problemas, mejorando y volviendo a empeorar sin previo aviso. Acercarse a los jóvenes oficiales cojeando como un lisiado le hacía sentirse viejo. Y era viejo, por supuesto. Cojo o no, le habrían hecho sentir los años que tenía.
Oyó la voz de Guyuk alzarse por encima de las otras, contando alguna historia de los triunfos de Batu. Kachiun dejó atrás la última ger y suspiró para sí. El sonido paró un momento cuando Guyuk le vio. Los otros se volvieron para mirar qué había llamado la atención del joven.
—El té acaba de hervir, general —le llamó Guyuk, con alegría—. Eres bienvenido si quieres compartir un cuenco con nosotros, o algo más fuerte si prefieres. —Los otros se rieron como si fuera una broma genial y Kachiun contuvo una mueca. Él también había sido joven, una vez. Los cuatro estaban tirados en el suelo como jóvenes leones y Kachiun se sentó en el tapete de fieltro, echando la pierna hacía delante con cuidado. Batu notó la hinchazón en el muslo, por supuesto. A ese chico no se le escapaba nada.
—¿Cómo está la pierna, general?
—Llena de pus —respondió bruscamente Kachiun.
La expresión de Batu cambió al percibir su tono, ocultando sus emociones. Kachiun maldijo entre dientes. Un poco de dolor y de sudor y ahí estaba, gritándole a los chicos como un perro viejo y malhumorado. Recorrió con la vista el reducido grupo, saludando a Baidar, al que le costaba contener la excitación que sentía por haberse unido a la campaña. El joven guerrero estaba nervioso y tenía los ojos brillantes, contento de estar en esa compañía y ser tratado como un igual. Kachiun se preguntó si alguno de ellos estaría al tanto de las traiciones de sus padres, o si les importaba algo si las conocían.
Kachiun aceptó el cuenco de té con la mano derecha y trató de relajarse mientras le daba un sorbo. La conversación no se reanudó de inmediato en su presencia. Kachiun había conocido a todos sus padres y, de hecho, al propio Gengis. Los años le pesaban cuando lo pensaba. Veía a Tolui en Mongke y el recuerdo le entristecía. La promesa de los fuertes rasgos de Chagatai asomaba en las facciones y la prominente mandíbula de Baidar. El tiempo diría si también poseía la obstinada fuerza de su padre. Kachiun notó que el chico todavía tenía algo que probar ante los que le rodeaban. No se hallaba entre los líderes del grupo, en absoluto.
Esa idea le llevó a pensar en Batu y, cuando le miró, se encontró al joven observándole con una sonrisa, como si pudiera leerle la mente. Los demás le respetaban, eso era evidente, pero Kachiun se preguntó si su recién fundada amistad sobreviviría a los desafíos de los años. Cuando fueran rivales por el control de los khanatos, no estarían tan relajados los unos junto a los otros, se dijo, bebiendo otro sorbo.
Guyuk sonreía con facilidad, como alguien que esperaba heredar. No había tenido a Gengis como padre para endurecerse y hacerle comprender los peligros de la amistad precipitada. Quizá Ogedai había sido demasiado indulgente con él, o quizá solo era un guerrero normal, sin esa resolución implacable que distinguía a hombres como Gengis.
«Y a hombres como yo», —pensó Kachiun para sí, considerando sus propios sueños y glorias pasadas. Ver el futuro en sus tranquilos sobrinos era una experiencia agridulce. Le mostraban su respeto, pero no creía que comprendieran lo que les debían. El té le supo amargo al pensarlo, aunque en realidad ahora todo le sabía mal porque se le estaban pudriendo las muelas.
—¿Hay algún motivo para que nos visites en esta fría mañana? —dijo Batu de repente.
—He venido a dar la bienvenida a Baidar en el campamento —contestó Kachiun—. No estaba cuando llegó con el tumán de su padre.
—Su propio tumán, general —corrigió Guyuk al instante—. Todos hemos recibido ayuda de manos de nuestros padres.
Mientras hablaba, el joven no se dio cuenta de que Batu se ponía rígido. Jochi, su padre, no había hecho nada por él, y sin embargo estaba sentado con los otros, primos y príncipes, tan fuerte y tal vez más duro que ninguno de los demás. A Kachiun no se le escapó el tropel de emociones que atravesó fugazmente el rostro del muchacho. Asintió para sí, deseándoles suerte a todos en silencio.
—Bueno, no puedo despilfarrar la mañana aquí sentado —dijo Kachiun—. Tengo que hacer que esta pierna camine, me han dicho, para que la mala sangre siga moviéndose.
Se puso en pie con esfuerzo, ignorando el brazo extendido de Guyuk. Otra vez sentía punzadas en esa inútil pierna, una con cada latido de su corazón. Volvería a ver al curandero y se sometería a otra dolorosa punción en la carne para que saliera la inmundicia marrón que tenía en el muslo. Frunció el ceño ante la perspectiva y luego inclinó la cabeza ante el grupo y se marchó cojeando.
—En su época llegó a ver muchas cosas importantes —dijo Guyuk pensativo, mirándole mientras se alejaba.
—No es más que un viejo —contestó Batu—. Nosotros veremos más. —Esbozó una enorme sonrisa mirando a Guyuk—. Como el fondo de unos cuantos odres de airag, para empezar. Saca tus reservas privadas, Guyuk. No creas que no he oído hablar de esos paquetes que te ha dado tu padre.
Al encontrarse como centro de atención, Guyuk se sonrojó mientras los demás le pedían a voces que trajera la bebida. Se marchó a toda prisa para traer los odres para sus amigos.
—Tsubodai me dijo que me presentara ante él para informar cuando se pusiera el sol —dijo Baidar, con voz preocupada.
Batu se encogió de hombros.
—Y lo haremos, aunque no dijo que tuviéramos que estar sobrios. No te preocupes, primo, haremos una buena actuación para ese viejo. Puede que haya llegado el momento de que se dé cuenta de que nosotros somos los príncipes de la nación. Él no es más que un artesano al que contratamos, como un pintor… o un albañil. Por muy bueno que sea, Baidar, eso es todo lo que es.
Baidar parecía incómodo. Se había unido al ejército después de la batalla de Kiev y sabía que todavía tenía que demostrar su valía ante sus primos. Batu había sido el primero que había ido a saludarle, pero Baidar sabía juzgar suficientemente bien a las personas como para notar el rencor que había en él. Se mostraba precavido con el grupo, por mucho que todos fueran sus primos y los príncipes de la nación. Eligió quedarse callado y Batu, relajado, se reclinó en un montón de sacos de grano. Al poco regresó Guyuk cargado con varios odres repletos de airag sobre los hombros.
Yao Shu se había esforzado mucho para estar preparado para el encuentro de Sorhatani y la mujer del khan. El palacio de verano junto al río Orkhon estaba apenas a un día a caballo para un explorador, pero la esposa del khan nunca había viajado a tanta velocidad. A pesar de su aparente urgencia, el traslado de su personal y su equipaje le había llevado casi un mes. Yao Shu había disfrutado del placer secreto de ver cómo la tensión de Sorhatani crecía día a día mientras iba de aquí para allá por el palacio y la ciudad, comprobando los recuentos del tesoro y revisando un millar de detalles que podían ser considerados dignos de reproche en su cuidado del khan.
En ese periodo, con solo unas cartas y unos mensajeros, el canciller había recuperado la libertad de su cargo. Ya no era molestado por las constantes preguntas y peticiones de Sorhatani que tanto tiempo y recursos le habían robado. Ya no le convocaba a todas horas para que le explicara alguna cuestión política, o algún aspecto de los títulos y los poderes de su marido que le habían sido concedidos. Se dijo que la aplicación de fuerza había sido perfecta: la mínima fuerza para conseguir el resultado deseado.
Durante los dos días anteriores, un ejército de sirvientes Chin habían limpiado a fondo los pasillos del palacio. Todo lo que estuviera hecho de tela había sido enviado al patio y sacudido para quitarle el polvo antes de devolverlo a su lugar con el máximo cuidado. Una selección de fruta fresca se había guardado en barriles con hielo que habían sido almacenados en las cocinas subterráneas, mientras que los adornos de flores recién cortadas eran tan abundantes que todo el edificio desprendía un fuerte aroma floral. La esposa del khan estaba en camino y no debía quedar decepcionada.
Yao Shu recorrió a grandes zancadas un ventilado corredor deleitándose en la débil luz del sol de aquel día frío y de cielos azules. Lo bueno de su posición es que nadie cuestionaría al canciller del khan si decidía estar allí cuando Torogene volviera. Era casi su deber darle la bienvenida y no había mucho que Sorhatani pudiera hacer al respecto.
Oyó la larga nota de un cuerno proveniente de las afueras de la ciudad y sonrió para sus adentros. La hilera de carros con el equipaje de Torogene estaba por fin a la vista. Todavía tenía tiempo para ir a sus oficinas y ponerse su atuendo más formal. La túnica que llevaba estaba sucia y se sacudió la tela con la mano mientras trotaba hacia sus habitaciones de trabajo. Apenas notó al sirviente que se postraba bajo el dintel cuando pasó por su lado. Tenía ropa limpia en un arcón. Olería un poco a humedad, pero la madera de cedro debería haber mantenido a raya a las polillas. Cruzó la habitación con paso rápido y estaba inclinado sobre el arcón cuando oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas. Mientras se daba la vuelta sorprendido, se oyó un clic y luego el chirrido de una llave en la cerradura.
Yao Shu se olvidó del arcón. Atravesó la estancia y bajó el picaporte, sabiendo que la puerta no se abriría. Orden de Sorhatani, por supuesto. Casi sonrió ante la desfachatez de encerrarle en sus habitaciones. Resultaba todavía más irritante porque había sido él quien se había ocupado de que hubiera cerraduras en las puertas del palacio, al menos en aquellas que guardaran objetos de valor. Habían aprendido la lección de aquella larga noche, cuando Chagatai envió hombres al palacio a propagar el terror y la destrucción. Solo el hecho de tener buenas puertas había salvado al khan en aquella ocasión. Yao Shu pasó la mano por la madera y su piel encallecida produjo un sonido sibilante que acompañó con un siseo.
—¿Conque sí, eh, Sorhatani? —murmuró para sí.
Contuvo la inútil urgencia que sintió de sacudir el picaporte o pedir ayuda. Todo el palacio estaba ocupado aquella mañana. Tal vez hubiera criados corriendo por el pasillo exterior, pero su sentido de la dignidad le impedía llamar para ser rescatado de sus propias habitaciones.
Golpeó la puerta con la palma de la mano, probando su resistencia. Desde la infancia, había acostumbrado su cuerpo a condiciones de dureza. Durante años había comenzado cada día con mil golpes contra sus antebrazos. Su objetivo era que los huesos, que sufrían minúsculas fisuras, se llenaran y aumentaran de densidad para poder utilizar toda su fuerza sin temor a que se le rompieran las muñecas. Sin embargo, la puerta era deprimentemente sólida. Ya no era ningún jovencito y, sonriendo con tristeza, dejó a un lado el recurso de la fuerza que habría empleado un joven.
En vez de eso, tanteó las bisagras con las manos. Eran simples clavijas de hierro, dispuestas en anillos de hierro, pero la puerta había sido colocada en su lugar mientras estaba abierta. Ahora que se encontraba cerrada, el marco le impedía levantarla. Recorrió sus oficinas con la vista, pero no había ningún arma. El arcón era demasiado pesado para poder arrojarlo contra la puerta, y el resto —su tintero de piedra, sus plumas y pergaminos— eran demasiado ligeros para ser de utilidad. Masculló una maldición entre dientes. Las ventanas de la estancia, altas y suficientemente pequeñas para que el viento invernal no le helara mientras trabajaba, tenían barrotes de hierro.
Cuando todos sus intentos racionales fallaron, sintió que su ira se encendía de nuevo. Tendría que ser por la fuerza. Se frotó los dos grandes nudillos de la mano derecha. Años de golpear en el poste habían formado una capa de callo, pero los huesos por debajo eran como el mármol: se habían ido agrietando y regenerando hasta convertirse en una densa masa de hueso.
Yao Shu se quitó las sandalias y se puso a estirar los músculos de las piernas. Estas también habían sido endurecidas por el entrenamiento. El tiempo diría si podía romper una puerta sin otra herramienta que su cuerpo.
Seleccionó el punto más débil, donde un panel había sido encajado en la estructura principal. Respiró hondo, preparándose.
Sorhatani estaba de pie junto a la entrada principal de Karakorum.
Había estado intranquila durante algún tiempo decidiendo dónde recibir a la esposa de Ogedai. ¿Parecería un desafío obligarla a recorrer toda la ciudad antes de que se encontraran? No conocía lo suficiente a Torogene como para estar segura. Su principal recuerdo de ella era el de una mujer maternal que había mantenido la calma en la larga noche en que Ogedai fue atacado en sus habitaciones. Sorhatani se dijo que no había hecho nada malo, que no se le podía reprochar haber cuidado del khan. No obstante, sabía suficientemente bien que los sentimientos de una esposa respecto a una mujer más joven no siempre eran algo racional. Fuera bien o mal, la reunión sería delicada, como mínimo. Sorhatani se había preparado lo mejor que había podido. El resto dependía del padre cielo y de la madre tierra, así como de la propia Torogene.
El séquito era impresionante, con sus escoltas y sus carros extendiéndose por el camino a lo largo de kilómetro y medio. Sorhatani había ordenado que abrieran las puertas de la ciudad con tal de evitar ofender a Torogene, pero temía que la mujer del khan pasara sin más junto a ella como si no existiera. Nerviosa, observó cómo las primeras filas de jinetes atravesaban la puerta y el carro de mayor tamaño se aproximaba rodando pesadamente. Tirado por seis bueyes, se movía con lentitud y los crujidos que emitía se oían desde la distancia. La esposa del khan estaba sentada bajo un baldaquino, con cuatro postes de abedul que sujetaban un tejadillo de seda. Estaba abierto por los lados y Sorhatani se retorció las manos al encontrarse ante la primera visión de Torogene regresando junto a su marido a Karakorum. No era una visión tranquilizadora y Sorhatani notó que los ojos de Torogene la buscaban a lo lejos para luego posarse en ella como si se hubiera quedado fascinada. Pensó que podía verlos brillar y supo que Torogene estaría viendo una esbelta y hermosa mujer en un vestido Chin de seda verde con el pelo recogido con un broche de plata tan grande como la mano de un hombre.
Cuando el carro se detuvo a unos pocos pasos de ella, los pensamientos se agolparon en la mente de Sorhatani. La cuestión era el estatus y eso era precisamente lo único que había sido incapaz de decidir durante los anteriores días. Torogene era la esposa del khan, por supuesto. Cuando se vieron la última vez, su estatus social había sido superior al de Sorhatani. Pero en el tiempo que había transcurrido, Sorhatani había recibido todos los títulos y autoridad de su marido. No existía precedente de algo así en la breve historia de la nación. Sin duda ninguna otra mujer había tenido nunca el derecho a comandar un tumán, si es que alguna vez decidía hacerlo. El hecho de que el khan hubiera dictaminado algo así era un signo de su respeto por el sacrificio de su marido.
Sorhatani tomó una honda y lenta bocanada de aire mientras observaba cómo Torogene se desplazaba hasta el borde del carro y extendía la mano para que la ayudaran a bajar. Aquella mujer ya canosa era mayor que Sorhatani, pero la esposa del khan se habría inclinado ante Tolui si hubiera estado allí. La esposa del khan habría hablado primero. Sin saber cómo reaccionaría Torogene ante ella, Sorhatani no quería desperdiciar su única ventaja. Poseía un estatus que le permitía exigir respeto, pero no quería que aquella mujer se convirtiera en su enemiga.
El momento de tomar una decisión había llegado demasiado rápido, pero su atención se distrajo por el sonido de unos pasos que se aproximaban a la carrera. Tanto Sorhatani como Torogene alzaron la vista al mismo tiempo y vieron a Yao Shu atravesar la puerta. La rigidez de su rostro delataba su indignación y observó la escena con ojos destellantes. Sorhatani vislumbró sus nudillos ensangrentados antes de que el canciller pusiera las manos a la espalda e hiciera una reverencia formal para dar la bienvenida a la esposa del khan.
Quizá fuera su ejemplo, pero Sorhatani dejó a un lado su reciente dignidad. Cuando Torogene se volvió hacia ella, la joven también hizo una profunda reverencia.
—Tu regreso nos llena de alegría, señora —dijo Sorhatani, enderezándose—. El khan está recuperando la salud y te necesita más que nunca.
Torogene se relajó ligeramente y un dejo de tensión desapareció de su porte. Mientras Yao Shu observaba expectante, la esposa del khan sonrió. Furioso, vio que Sorhatani la imitaba.
—Estoy segura de que me contarás todo lo que necesito saber —dijo Torogene, con voz cálida—. Lamenté las noticias sobre tu marido. Era un hombre valiente, más de lo que nunca supe.
Sorhatani se sonrojó, aliviada más allá de lo que podía expresar con palabras de que la esposa del khan no la hubiera despreciado, o iniciado un intercambio de hostilidades. Volvió a hacer una reverencia, por impulso, abrumada.
—Sube conmigo al carro, querida —añadió Torogene, enlazando su brazo en el de Sorhatani—. Podemos hablar de camino al palacio. ¿Es Yao Shu a quien veo allí?
—Mi señora —murmuró Yao Shu.
—Quiero ver las cuentas, canciller. Llévamelas a las habitaciones del khan al atardecer.
—Por supuesto, mi señora —contestó.
¿Qué truco era aquel? Había confiado en que ambas se pelearan como dos gatas rabiosas por Ogedai y, en vez de eso, parecía que se habían evaluado la una a la otra con una sola mirada y un saludo y habían encontrado algo que les gustaba. Nunca comprendería a las mujeres, se dijo. Eran el gran misterio de la vida. Le dolían las manos después de haber roto a golpes los paneles de la puerta y, de repente, se sintió muy cansado. Deseaba más que nada volver a sus oficinas y ponerse cómodo junto a una bebida caliente. Contempló con petrificada frustración cómo ayudaban a Sorhatani y Torogene a subir al carro y las dos mujeres se sentaban una junto a la otra, ya charlando como pájaros. La columna partió entre los gritos de los conductores y los guerreros que hacían de escolta. Al poco, se encontró solo en el polvoriento camino. Le asaltó el pensamiento de que las cuentas no estaban listas para ser examinadas por nadie aparte de él mismo. Tenía mucho trabajo antes de la reunión, antes de poder descansar.
Mientras los jinetes y los carros avanzaban por las calles, Karakorum distó mucho de mantenerse en calma. La propia guardia del khan había recibido orden de salir del cuartel para vigilar los caminos y mantener alejadas a las multitudes que querían comunicarle sus buenos deseos a Torogene, así como a aquellos que solo querían verla. La mujer del khan había sido la madre de la nación y los guardias se veían en apuros. Torogene sonrió con indulgencia mientras recorrían las calles en dirección a la cúpula dorada y la torre del palacio del khan.
—Me había olvidado de que había tanta gente aquí —dijo Torogene, meneando la cabeza maravillada.
Hombres y mujeres sostenían a sus hijos en alto con la vana esperanza de que los bendijera tocándolos. Otros gritaban su nombre o bendiciones de su propia cosecha para el khan y su familia. Los guardias entrelazaban los brazos en las encrucijadas, esforzándose por contener esa marea humana.
Cuando volvió a hablar, Sorhatani notó un leve rubor en las mejillas de Torogene.
—Me han dicho que Ogedai está prendado contigo —empezó a decir Torogene.
Sorhatani cerró los ojos, irritada. Yao Shu.
—Cuidarle me dio algo que hacer mientras soportaba mi propio dolor —contestó. En sus ojos no había culpa alguna y Torogene la observó con interés. Nunca había estado tan hermosa, ni siquiera de joven.
—Pareces haber ofendido al canciller de mi marido, al menos. Eso habla en tu favor.
Sorhatani sonrió.
—Tiene la sensación de que los deseos del khan deberían haber sido respetados. Yo… no los respeté. Creo que irrité a Ogedai y logré que volviera a tomar las riendas de sus deberes. No está completamente recuperado, mi señora, pero creo que notarás un cambio en él.
La esposa del khan le dio unos golpecitos en la rodilla, tranquilizada tras haber oído hablar a Sorhatani. ¡Por los espíritus, aquella mujer había conseguido los títulos de su marido con solo unas cuantas ofensas! Si eso no era ya suficiente, le había devuelto la salud al khan cuando este se negaba a ver a su esposa o a su canciller. Parte de ella sabía que Ogedai había decidido morir solo en su palacio. La había enviado lejos con una especie de fría resignación en la que ella fue incapaz de penetrar. De algún modo, había creído que desafiarle habría acabado de hundirle por completo. Su marido no le había permitido entrar en su dolor. Eso todavía la hacia sufrir.
Sorhatani había hecho lo que Torogene no había podido hacer y la esposa del khan le daba las gracias en silencio, independientemente de cómo lo hubiera logrado. Incluso Yao Shu se había visto obligado a admitir que Ogedai estaba de mejor humor. De algún modo, le alegró comprobar que Sorhatani podía estar tan nerviosa como una niña. La hacía menos terrorífica.
Sorhatani contempló a la maternal señora que estaba junto a ella. Había pasado mucho tiempo desde que alguien le mostrara un afecto así y se dio cuenta de que Torogene le gustaba aún más. Casi no podía expresar el alivio que sentía al ver que no había mala sangre entre ellas. Torogene no era una de esas necias que habría irrumpido en el palacio como un vendaval. Si Ogedai hubiera tenido un mínimo de sentido común, la habría mantenido a su lado desde el mismo momento de su regreso. Habría sanado en sus brazos. Por el contrario, había elegido esperar la muerte en una habitación helada. Lo había considerado una forma de resistir sin encogerse ante el rostro de la muerte, ahora lo sabía. Se había atormentado con pecados y errores del pasado hasta que ya no podía moverse ni siquiera para salvarse a sí mismo.
—Me alegro mucho de que le ayudaras, Sorhatani —dijo Torogene. El color de sus mejillas se oscureció de repente y Sorhatani se preparó para la pregunta que sabía que le iba a formular—. Ya no soy una jovencita, una virgen que se ruboriza por nada —continuó Torogene—. Mi marido ha tenido muchas esposas… y esclavas y criadas para atender cada una de sus necesidades. No me sentiré herida, pero quiero saber si le diste consuelo en todos los aspectos.
—No en la cama —respondió Sorhatani, sonriendo—. Estuvo a punto de agarrarme una vez que le estaba bañando, pero le di un porrazo con el cepillo para los pies.
Torogene soltó una risita.
—Esa es la manera de tratarlos, querida, cuando se calientan. Es que eres muy hermosa. Creo que me habría sentido celosa de ti si hubiera pasado algo.
Se sonrieron la una a la otra, dándose cuenta de que habían encontrado una amiga. Ambas mujeres se preguntaron si la otra valoraba ese descubrimiento tanto como ellas mismas.