Yao Shu echaba chispas cuando se enfrentó a Sorhatani. En el aire de la habitación flotaba incluso un ligero aroma que antes no había estado allí. La nuera del khan llevaba su nuevo estatus como un pesado ropaje, deleitándose en el número de criados que la atendían. A través de Ogedai, había recibido los títulos que habían sido de su marido. De un plumazo, se había hecho con el control del corazón de las estepas mongolas, el lugar de nacimiento del propio Gengis. Yao Shu no podía evitar preguntarse si el khan habría considerado todas las implicaciones que tenía la oferta que le hizo a Tolui antes de su muerte.
Otra mujer habría gestionado tranquilamente las tierras y títulos por sus hijos hasta que pasaran a sus manos. Sin duda, eso era lo que Ogedai había pretendido otorgándoselos. Pero Sorhatani había hecho más. Solo esa mañana, Yao Shu se había visto obligado a poner el sello de aprobación en una petición de fondos del tesoro del khan. Se había utilizado el sello personal de Tolui para los documentos y, como canciller, Yao Shu no había podido negarse. Bajo su mirada hostil, vastas cantidades de oro y plata habían sido introducidas en cajas de madera y entregadas a sus guardias. No llegaba a imaginarse qué pensaba hacer Sorhatani con una suma suficiente en metales preciosos para construirse un palacio o un pueblo entero, o quizá un camino hacia tierras inexploradas.
Mientras estaba en su presencia, Yao Shu se puso a repetir mentalmente un mantra budista para calmar sus pensamientos. Sorhatani le había concedido una audiencia, como su superior, perfectamente consciente de cómo irritaban sus maneras al canciller del khan. A Yao Shu no se le escapó que las solícitas figuras que corrían de aquí para allá para servirles el té eran sirvientes del propio Ogedai. Sin duda Sorhatani había elegido a criados que el canciller conocía personalmente, haciendo de ello una demostración de poder.
Yao Shu permaneció callado mientras le entregaban el chato cuenco de té. Dio un sorbo, apreciando la calidad de la hoja Chin que habían empleado para preparar la infusión. Probablemente provenía de los suministros personales del khan, traídos a un inmenso coste desde las plantaciones de Hangzhou. Yao Shu frunció el ceño para sí mientras posaba el cuenco en la mesa. En solo unos meses, Sorhatani se había convertido en una persona imprescindible para el khan. Su energía era extraordinaria, pero a Yao Shu todavía le sorprendía la habilidad con la que había adivinado las necesidades del khan. Lo que resultaba especialmente mortificante era que Yao Shu había respetado las órdenes que había recibido. Había aceptado la necesidad de Ogedai de privacidad y reclusión. El canciller no había hecho nada malo, pero, de algún modo, ella había logrado reinstaurar la actividad y el ajetreo en el palacio, esgrimiendo su repentina autoridad ante los sirvientes como si hubiera nacido mandando. En menos de un día, había amueblado y ventilado un grupo de habitaciones cerca de las de Ogedai. Los sirvientes habían dado por supuesta la aprobación del khan y, aunque Yao Shu sospechaba que había excedido con mucho el alcance del favor con el que contaba, Sorhatani se había introducido en el palacio como una garrapata se alojaba bajo la piel. La observó con atención mientras bebía su té. Apreció la fina seda verde de su túnica, así como el broche de plata que le sujetaba los cabellos y el pálido polvo que le cubría la tez del rostro, haciendo que pareciera de porcelana, fría y perfecta. Había asumido de manera deliberada el atuendo y las maneras de una noble Chin, pero le devolvió la mirada con la calma franqueza de su propio pueblo. Por sí sola, su mirada era un desafío y Yao Shu se esforzó para no responder a la provocación.
—¿Está fresco el té, canciller? —le preguntó.
Yao Shu inclinó la cabeza.
—Está muy bueno, pero debo preguntar…
—¿Estás cómodo? ¿Quieres que les pida a los criados un cojín para tu espalda?
El canciller se frotó la oreja antes de conseguir recobrar la calma.
—No necesito cojines, Sorhatani. Lo que necesito es una explicación de las peticiones que me fueron presentadas anoche en mis habitaciones.
—¿Peticiones, canciller? Esas cosas quedan entre el khan y tú, ¿no? Desde luego, asunto mío no es.
La mirada que posó en él era directa y cándida, y Yao Shu tuvo que ocultar su irritación pidiendo un poco más de té con un gesto.
Bebió un sorbo del acre líquido antes de volver a intentarlo.
—Como seguramente sabes, Sorhatani, los guardias del khan no me permiten hablar con él.
Era una confesión humillante y se sonrojó mientras hablaba, preguntándose cómo aquella bella mujer había logrado interponerse entre Ogedai y el resto del mundo con tanta habilidad. Todos los hombres que rodeaban al khan habían respetado sus deseos. Ella los había ignorado, tratando a Ogedai como si fuera un inválido o un niño. El rumor que corría por palacio era que le mimaba como una gallina a sus polluelos, pero, en vez de sentirse molesto, Ogedai parecía encontrarse reconfortado por sus cuidados. A Yao Shu solo le quedaba esperar que se recobrara con rapidez, que arrojara a aquella loba de su palacio y volviera a recuperar su papel de gobernante real.
—Como desees, canciller. Puedo preguntarle al khan sobre las peticiones que dices que te han pasado. Sin embargo, ni su espíritu ni su cuerpo se encuentran demasiado bien. No se le pueden exigir respuestas hasta que recupere las fuerzas.
—Soy consciente de eso, Sorhatani —dijo Yao Shu. Apretó los dientes un instante y ella notó cómo se tensaban los músculos de su mandíbula—. Aun así, se ha producido algún tipo de error. No creo que el khan quiera que me marche de Karakorum para hacer un absurdo recuento de los impuestos recaudados en las ciudades septentrionales de los Chin. Tendría que estar fuera de la ciudad varios meses.
—Sí, pero… Si esas son tus órdenes —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Tenemos que obedecer, Yao Shu, ¿no?
Sus sospechas se confirmaron, aunque no entendía cómo Sorhatani podía haber emitido la orden de alejarle de la ciudad. Eso incrementaba su determinación de quedarse y oponerse al control que ejercía sobre el khan en su debilitado estado.
—Enviaré a un colega. Soy necesario en Karakorum.
Sorhatani frunció levemente el ceño.
—Corres grandes riesgos, canciller. En el estado de salud en que se encuentra el khan, no es apropiado irritarle desobedeciéndole.
—Tengo otras tareas de las que ocuparme, como la de hacer que la mujer del khan regrese del palacio de verano donde ha estado languideciendo durante muchos meses.
Ahora le tocaba a Sorhatani sentirse incómoda.
—No ha pedido que venga Torogene —objetó.
—No es su criada —contestó él—. Se interesó mucho por cómo estás cuidando de su marido. Cuando supo que habías establecido un contacto tan íntimo, me han dicho que estaba deseando regresar para darte las gracias personalmente.
Sorhatani posó una mirada gélida en el canciller. La fachada de la calma y las buenas maneras apenas ocultaba cuánto se odiaban el uno al otro.
—¿Has hablado con ella?
—Por carta, por supuesto. Creo que dentro de unos pocos días estará aquí. —En un momento de inspiración, embelleció un poco la verdad en su beneficio, jugando su baza—. Me ha pedido que esté aquí para recibirla y ponerla al tanto de las últimas noticias de la ciudad. Ya ves que no puedo marcharme en un momento así.
Sorhatani hizo una leve inclinación de cabeza, aceptando su argumento.
—Veo que te has mostrado… muy concienzudo en el cumplimiento de tus labores —añadió—. Hay mucho que hacer si queremos que la esposa del khan tenga la bienvenida que merece. Tengo que darte las gracias por haberme avisado con tiempo.
En lo alto de su frente, había aparecido un tic, signo de tensión interna. Yao Shu lo observó complacido, consciente de que ella notaba que estaba mirando exactamente ese punto. Eligió ese momento para incrementar su incomodidad.
—Por mi parte, me habría gustado que se me hubiera consultado respecto al permiso que le dio Ogedai a su sobrino para unirse a Tsubodai.
—¿Qué? —exclamó Sorhatani, saliendo bruscamente de su ensoñación—. Mongke no será un mero observador del futuro, canciller. Contribuirá a crearlo. Es justo que mi hijo esté presente mientras Tsubodai conquista el oeste. ¿O acaso el orlok se va a llevar todo el mérito de asegurar esa frontera?
—Lo siento, no me refería a tu hijo. Me refería a Baidar, el hijo de Chagatai. También ha seguido los pasos de Tsubodai. Oh, pensé que te habrías enterado.
Intentó no sonreír mientras hablaba. Pese a los muchos contactos que tenía en la ciudad, Sorhatani no tenía acceso a su red de espías y chismosos, que se extendía miles de kilómetros en todas direcciones, al menos todavía no. Observó cómo ocultaba su sorpresa y dominaba sus emociones. Su control sobre sí misma era impresionante y Yao Shu tuvo que recordarse que su belleza escondía una inteligencia superior a la de la mayoría.
El canciller se inclinó hacia delante para que los sirvientes que los rodeaban no pudieran oírle.
—Si realmente eres alguien con la mirada puesta en el futuro, me sorprende que no hubieras considerado la posibilidad de que Baidar se uniera a la gran marcha hacia el oeste. Después de todo, su padre es el siguiente en la línea de sucesión del khan.
—Después del hijo de Ogedai, Guyuk —espetó Sorhatani.
Yao Shu asintió.
—Si todo va bien, por supuesto, pero no hace tantos años que estos pasillos estuvieron llenos de hombres armados cuestionando eso mismo. Puede que algo así nunca vuelva a suceder. Los príncipes se están reuniendo con Tsubodai, Sorhatani. Si tus planes son que tus hijos alcancen el khanato algún día, deberías ser consciente de todos los factores en juego. Guyuk, Batu y Baidar tienen más derecho a ser nombrados khanes que tus hijos, ¿no crees?
Sorhatani le fulminó con la mirada como si le hubiera levantado la mano. El canciller sonrió y se puso en pie, poniendo fin a la reunión.
—Te dejaré con tu té y tus exquisiteces. He descubierto que esos lujos son efímeros, pero, por favor, disfrútalos mientras puedas. Mientras se alejaba, dejándola sumida en sus pensamientos, se prometió que estaría allí para presenciar el retorno de la esposa del khan a Karakorum. Era un placer que no podía negarse después de tantos meses de tensión.
Los soldados tiritaban a la sombra de la enorme puerta. Como la empalizada que los circundaba, estaba hecha de viejos troncos negros, unidos con cuerdas que el frío invernal tornaba quebradizas. Había hombres en la empalizada cuya tarea diaria era recorrer la línea exterior, caminando con precaución a lo largo de un estrecho paso y, con las manos heladas, comprobar que cada cuerda seguía resistiendo como si estuviera hecha de hierro. La labor les llevaba la mayor parte del día. El recinto conformado por la empalizada, donde se alojaban muchos miles de hombres, se parecía más a una ciudad que a un campamento.
El patio situado frente a la puerta era un buen lugar para hacer guardia, se dijo Pavel, era un lugar seguro. Estaba allí porque había sido uno de los últimos en llegar la noche anterior. Con todo, los soldados que daban patadas en el suelo y se metían las manos en las axilas buscando calor podían sentir la fuerza del portón que se alzaba imponente ante ellos. Intentaban no pensar en los momentos venideros, cuando, entre bufidos, unos bueyes la levantaran, abriéndola para que ellos salieran a enfrentarse a los lobos.
Pavel estaba algo retirado del resto de hombres situados cerca de la puerta. Nervioso, palpó su espada, deseando volver a sacarla y mirarla. Su abuelo le había explicado lo importante que era mantenerla afilada. No le había explicado qué hacer si te entregaban una espada con más años que tú, con más mellas, cortes y arañazos de lo que parecía posible. Pavel había visto a algunos de los soldados reales pasar una piedra de afilar por la hoja de sus espadas, pero no se había atrevido a pedir que le prestaran una. No parecían el tipo de hombre que fuera a prestarle algo a un chico. Todavía no había visto al gran duque, aunque Pavel había alargado el cuello y se había estirado cuan alto era para otear. Eso era algo que a su abuelo le gustaría oír cuando volviera a casa. Su dedushka recordaba Cracovia y, cuando estaba borracho, el viejo aseguraba que, de muchacho, había visto al rey, aunque puede que no fuera más que un cuento.
Pavel ansiaba echarle un vistazo a los aventureros libres, los Qasaks que el duque había comprado para la campaña con una montaña de oro. Intentó no hacerse demasiadas esperanzas de que su padre estuviera entre ellos. Parte de él veía la tristeza en los ojos de su abuelo cada vez que hablaba del valiente joven que se había marchado para unirse a aquellos jinetes. Pavel había visto a su madre llorar en casa cuando creía que no podía oírla. Sospechaba que su padre simplemente los había abandonado, como tantos hacían cuando los inviernos eran demasiado crudos. Siempre había sido un trotamundos. Se habían marchado de Cracovia buscando un terreno propio, pero se habían encontrado con que el trabajo en el campo era prácticamente sinónimo de morirse de hambre y daba pocas alegrías. Si acaso, los granjeros rusos estaban peor todavía que los que habían dejado atrás.
Siempre había gente que se iba a Kiev o Moscú buscando trabajo. Prometían que enviarían dinero a sus familias, pero pocos llegaban a hacerlo y menos todavía regresaban al hogar. Pavel meneó la cabeza. No era ningún niño tratando de encontrar una pequeña verdad entre todas las mentiras. Tenía una espada y lucharía por el duque junto a aquellos feroces y toscos jinetes. Sonrió, burlándose de sí mismo. Seguiría buscando el rostro de su padre entre ellos, cansado y envejecido por el trabajo duro, con el pelo muy corto para protegerse de los piojos. Confiaba en poder ser capaz de reconocerlo después de tanto tiempo. Los Qasaks estaban en algún lugar fuera de la empalizada, montando sus caballos en la nieve.
El frío era penetrante cuando salió el sol e iluminó el terreno convertido en fango por hombres y caballos. Pavel se frotó las manos y maldijo en voz alta cuando le dieron un empujón desde atrás. Le gustaba maldecir. Los hombres que le rodeaban utilizaban términos que nunca antes había oído y le soltó una buena blasfemia a su invisible asaltante. Su irritación se apagó cuando vio que solo era un niño que corría transportando buñuelos rellenos de carne y hierba. Las manos de Pavel se movieron con rapidez y cogió dos de las humeantes bolas mientras el chico se esforzaba por alejarse de él. El muchacho le insultó al notar el robo, pero Pavel hizo caso omiso de él y se embutió una en la boca antes de que alguien le viera y se las quitara. Tenía un sabor delicioso y los jugos le chorrearon por la barbilla y por debajo de la cota de malla que le habían dado esa misma mañana. En aquel momento se había sentido como un hombre, con un peso de hombre que transportar. Había pensado que tendría miedo, pero había miles de soldados en la empalizada y muchos más Qasaks en el exterior. No parecían tener miedo, aunque la expresión de muchas de las caras era severa y pétrea. Pavel no hablaba con los que llevaban barba o mostachos poblados. Tenía la esperanza de que a él mismo le creciera el bigote, pero todavía no había nada sobre sus labios. Se sintió culpable al pensar en la navaja de afeitar que tenía su padre en el granero. Durante aproximadamente un mes, había ido hasta allí todas las noches para pasársela una y otra vez por las mejillas. Los chicos de la aldea decían que así el pelo crecía más deprisa, pero, al menos por ahora, no había rastro de vello en su cara.
Los cuernos se oyeron en algún lugar lejano y los hombres empezaron a gritar órdenes a diestro y siniestro. No había tiempo para comerse el segundo buñuelo, así que Pavel se lo metió bajo la ropa, sintiendo la ola de calor propagándose por su piel. Deseó que su abuelo hubiera podido estar allí viéndolo. El anciano había tenido que alejarse muchos kilómetros de casa para recoger leña y asegurarse de que esas reservas, sencillas de obtener, siguieran allí cuando el invierno arreciara. Su madre había llorado, por supuesto, cuando Pavel llevó al reclutador del duque a la puerta trasera. Con aquel hombre mirándolos, su madre no había sido capaz de decirle que no, justo como había planeado. Había seguido al reclutador muy erguido y todavía recordaba la combinación de excitación y nerviosismo en los rostros de las demás personas que se encontraban por el camino. Algunos eran mayores que Pavel y uno tenía una barba que casi le llegaba hasta el pecho. Se sintió decepcionado al no ver a ninguno de los otros chicos de la aldea. Seguro que habían salido huyendo de los reclutadores. Había oído que algunos se habían escondido en los pajares e incluso se habían tumbado entre las reses para evitar el llamamiento del duque. Sus padres no eran Qasaks. Pavel no se había vuelto para mirar el pueblo, o al menos solo una vez, para ver a su madre llegar hasta las últimas casas con la mano en alto, diciéndole adiós. Esperaba que su abuelo estuviera orgulloso cuando lo supiera. Pavel no estaba seguro de cómo reaccionaría, pero por lo menos se libraría de la paliza, si se enfadaba. Sonrió al pensar en el anciano en el patio con los pollos, sin nadie a quien darle correazos.
Algo estaba sucediendo, eso era evidente. Pavel vio a su sotski adelantarle, el único oficial que conocía. Parecía cansado y aunque no vio a Pavel, el instinto de este le movió a seguirle. Si iban a salir, su lugar estaba en el grupo de cien, como le habían dicho. Pavel no conocía a ninguno de los que caminaban con él, pero ahí es donde debía estar y, al menos, su sotski parecía avanzar con determinación hacia algún sitio. Juntos, cruzaron la puerta y el oficial por fin vio a Pavel a sus espaldas.
—Eres uno de los míos —dijo y luego señaló a un grupo algo más grande sin esperar respuesta.
Pavel y otros seis más se dirigieron hacia allá, sonriéndose tímidamente entre sí. Eran tan desgarbados y torpes como se sentían, con sus espadas y unas cotas de malla que les llegaban casi a las rodillas, frotándose las manos heladas mientras su rostro se teñía de rojo y azul por el frío. El sotski se había ido a recoger a unos cuantos más de los que estaban a su cargo.
Pavel dio un respingo cuando los cuernos resonaron de nuevo, esta vez desde los muros de la empalizada. Al verle, uno de los hombres que estaban con él soltó una desagradable risotada que dejó al descubierto una hilera de dientes marrones y mellados. Pavel notó que le ardían las mejillas. Había esperado encontrar en el ejército ese tipo de hermandad que su abuelo había descrito, pero no la veía en ese patio congelado, en el que los hombres orinaban en el fango con los rostros enjutos crispados por el frío. Desde el blanco cielo empezó a caer la nieve y muchos de los hombres la maldijeron, sabiendo que eso haría el día más difícil en todos los aspectos.
Pavel observó un grupo de bueyes que eran conducidos a la puerta y atados a ella. ¿Es que iban a salir ya? No veía al sotski por ninguna parte. Parecía haberse evaporado, justo cuando Pavel necesitaba preguntarle todo tipo de cosas. La luz del día se filtraba por los maderos de la puerta, que empezó a abrirse hacia dentro. A gritos, los oficiales obligaron a retroceder a los hombres amontonados en el recinto y la multitud se metió para dentro como aire succionado. Algunos miraban hacia la creciente apertura, pero en algún punto distante se produjo una nueva conmoción y las cabezas se giraron para ver de qué se trataba. Pavel oyó varios gritos de rabia y dolor. Alargó el cuello y el que se había reído de él meneó la cabeza.
—Han sacado los látigos, chico —dijo con aspereza—. Nos envían a la batalla como si fuéramos ganado. Esas son las maneras de los maravillosos oficiales del duque.
A Pavel no le gustaba aquel hombre, sobre todo porque parecía estar criticando al propio duque. Retiró la vista en vez de contestar y luego avanzó empujado por los que estaban más atrás. La puerta se abrió del todo, dejando entrar una luz cuya blancura resultaba cegadora después de tanto tiempo a la sombra.
El frío era tan intenso que Batu apenas podía respirar y sentía cada bocanada de aire como una dolorosa puñalada en pulmones y garganta. Las monturas de su tumán trotaban en grupo, midiendo la anchura de sus filas respecto a la caballería rusa. Las maniobras habían comenzado con la salida del sol y ya estaban sudando. Ahora todo cuando podían hacer era seguir moviéndose. Pararse significaba dejar que el sudor se congelara y empezar a morir poco a poco, inconscientes del avance incesante del entumecimiento. Poco después del alba, Tsubodai había ordenado a su ala derecha que avanzara, con Batu a la cabeza. No temían a las tropas de leva o a los reclutas que el duque había reunido en su inmensa empalizada. Podían acabar con ellos con sus flechas. El peligro era la caballería enemiga y Batu se sintió honrado de ser el primero que se enfrentaba a ellos. Habían fingido que se dirigían hacia la izquierda al amanecer, obligando a los rusos a reforzar sus filas en ese punto. Mientras el duque trasladaba hasta allí hombres del otro ala, Batu había aguardado la señal de Tsubodai y, entonces, había puesto a sus tropas al galope. Le rodeaba una masa ingente de caballos y, mientras cabalgaba, vio que las líneas aceleraban hacia su tumán, avanzando como una ola a medida que iban recibiendo la orden. El duque había reunido un ejército gigantesco para defender Kiev, pero nadie se había imaginado que tendrían que luchar en invierno. El frío era letal.
Batu probó la cuerda de su arco, soltándola y tensándola mientras galopaba, notando cómo la acción le desentumecía los poderosos músculos de los hombros. A su espalda, en el carcaj, llevaba el apretado haz de flechas y podía oír el traqueteo de las plumas entrechocando junto a su oído.
El duque había identificado la amenaza. Batu le vio a él y sus hermosos estandartes a un lado de su ejército. Desde allí transmitía las órdenes con los cuernos, pero Tsubodai había enviado a Mongke por la izquierda y ambas alas galopaban por delante de la fuerza principal. Con Jebe y Kachiun, el orlok lideraba el centro, donde se encontraban los jinetes de la caballería pesada mongola, armados con lanzas. Los que salieran de la empalizada se toparían con una gruesa línea negra, lista para aplastarlos.
Batu le hizo una inclinación de cabeza a su portaestandartes y una enorme franja de seda naranja empezó a ondear adelante y atrás, visible a lo largo de toda la línea. Se oyó el crujido de miles de arcos tendiéndose, un gemido que quedó vibrando en el aire. Cuatro mil flechas ascendieron cuando los hombres de las primeras filas dispararon, para tomar al instante otra flecha del carcaj de su espalda y colocarla mientras trotaban como habían aprendido a hacer desde niños. Se alzaban ligeramente en la silla, adaptando la posición de las rodillas al ritmo de las embestidas del caballo. La precisión no era tan necesaria desde tan lejos. Las flechas subían mucho y luego caían sobre los jinetes Qasaks emborronando un instante el aire para dejarlo limpio y muerto a su paso.
Aquí y allá, varios caballos enemigos cayeron. Los que tenían arco respondieron, pero no podían igualar el alcance de las armas mongolas y sus disparos se quedaban cortos. Batu redujo la velocidad para no perder esa ventaja. A su señal las líneas le imitaron, pasando del galope al trote y luego al paso, mientras las flechas continuaron saliendo y surcando el aire, una cada seis latidos, como martillazos contra un yunque.
Los jinetes rusos obligaron a sus monturas a atravesar la descarga de proyectiles, y se precipitaron ciegamente hacia delante con los escudos levantados y los cuerpos encogidos al máximo en sus sillas. Las dos alas se encontrarían en torno al campamento que protegía la empalizada y Batu se deslizó hacia la primera línea del frente. Sus hombres esperaban verle allí desde que se lanzara como un loco contra el príncipe ruso, y su sangre corría más rápida y caliente cuando se enfrentaba directamente al enemigo, con su tumán rodeándole.
Las oleadas de flechas se sucedieron sin ninguna pausa, ningún respiro. Adaptándose al cambio de distancia, los mongoles fueron bajando los arcos y empezaron a seleccionar blancos. La carga rusa no llevaba coraza de acero como la guardia personal del duque. Tsubodai tendría que ocuparse de los del centro. Los Qasaks del duque seguían cayendo bajo una tormenta de flechas que parecía no dejar espacio para hombres o caballos.
Al echar la mano atrás, el rostro de Batu se crispó un segundo al encontrarse el carcaj vacío y, con un gesto automático, colgó el arco en el gancho de la silla. Desenfundó la espada y su acción fue imitada a lo largo de toda la línea. El ala rusa había quedado destrozada: tras los supervivientes había un rastro de cientos de hombres tendidos. Los que quedaban en pie seguían galopando, pero muchos estaban heridos, se tambaleaban en la silla, respirando sangre a través de los orificios de sus pulmones. Todavía conservaban su actitud desafiante, pero, cuando las fuerzas se encontraron, los mongoles los atacaron con las espadas, golpeándoles con puños y antebrazos blindados, utilizando sus aceros con la máxima precisión.
El tumán de Batu aplastó los restos del ala y llegó hasta los muros de la empalizada. Batu vislumbró las puertas abriéndose, pero luego esa imagen quedó atrás y siguió persiguiendo a un enemigo que había quedado medio colgando de su silla e intentaba huir. Desde sus caballos, los guerreros mongoles ululaban y, a gritos, se señalaban buenos blancos entre sí. Batu percibía el orgullo y el placer de sus hombres, que le saludaron con una inclinación de cabeza. Ese era el mejor momento, cuando el enemigo huía en desbandada y podían cazarlo como a un rebano de ciervos.
Cuando las puertas se abrieron de par en par, Pavel salió al deslumbrante amanecer nevado. Parpadeó, confuso y asustado: había demasiadas voces gritando a la vez y no podía entender nada. Sacó su espada y avanzó unos pasos, pero el hombre que le precedía, el que había hablado antes, se detuvo de repente.
—¡Sigue andando! —exclamó Pavel.
Ya le estaban empujando por atrás. El hombre de los dientes rotos carraspeó y escupió mientras observaba el ejército mongol galopando hacia ellos. Sus lanzas descendieron en una línea.
—Que Dios nos proteja —murmuró el hombre y Pavel no sabía si estaba rezando o maldiciendo. Oyó que los de atrás iniciaban un grito marcial, intentando animarse unos a otros, pero las voces se perdieron en el viento y Pavel sintió que las manos se le debilitaban y se le encogía el estómago.
La línea mongola fue haciéndose más y más amplia, y, a medida que avanzaban, el suelo vibraba más y más bajo sus pies. Todos podían sentirlo y muchos de ellos se miraron entre sí. Los oficiales gritaban señalando a los mongoles, con la cara roja y escupiendo saliva en su urgencia. La columna todavía avanzaba, incapaz de parar mientras los de atrás siguieran empujándoles hacia la nieve. Pavel trató de caminar más despacio, pero fue empujado hacia delante por hombres tan reacios a seguir como él.
—¡Por el duque! —aulló uno de los oficiales. Unos cuantos repitieron el grito, pero sus voces eran débiles y se callaron enseguida. El tumán mongol llegó, una línea de oscuridad que los barrería a todos.