El viento gemía y susurraba como un ser vivo, mordiéndoles los pulmones cada vez que tomaban aire. La nieve caía incesante, aunque no podría cubrir el sendero que seguían. Guiando a pie a sus caballos, Tsubodai y sus hombres avanzaban a lo largo del congelado río Moscova, que fluía bajo sus pies. El hielo parecía hueso: blanco y muerto en la oscuridad. Frente a ellos, la ciudad de Moscú se extendía elevando sus catedrales e iglesias en el horizonte. Aun en la noche, había luces reluciendo tras las contraventanas de madera, miles de velas encendidas para celebrar la natividad de Cristo. Gran parte de la ciudad tenía los postigos cerrados durante el periodo más duro del invierno, cuando el terrible frío se llevaba a los ancianos y a los débiles.
Los mongoles continuaron la marcha, con la cabeza gacha, arrastrando en silencio a sus monturas, cuyos cascos y riendas habían sido silenciados con telas. El río por el que caminaban llegaba hasta el mismo centro de la ciudad. Era una debilidad natural de la ciudad: su anchura era tanta que resultaba imposible custodiarlo o bloquearlo. Muchos de los guerreros levantaron la vista al pasar bajo un puente de madera y piedra que cubría el helado río con arcos anclados en unas enormes columnas. Ningún grito de alarma brotó del puente. Los nobles de la ciudad habían considerado que ningún ejército invasor cometería la locura de caminar sobre el hielo para llegar a ellos.
Solo dos tumanes seguían el curso del río hacia el corazón de Moscú. Batu y Mongke recorrían el sur, asaltando ciudades y asegurándose de que no hubiera ejércitos de camino para interceptar a las fuerzas mongolas. Guyuk y Kachiun estaban más al norte, impidiendo que un contingente de refuerzos saliera a toda velocidad para salvar la ciudad. No era probable. Los tumanes parecían ser los únicos ejércitos dispuestos a moverse en los meses más fríos. El aire era brutalmente gélido. El frío entumecía sus rostros, manos y pies, arrebatándoles la fuerza. Pero resistían. Se habían extendido una gruesa capa de grasa de oveja en la piel descubierta y se habían envuelto en varias capas de hierro, seda y lana, pero tenían los pies helados a pesar de la lana de cordero que habían embutido en las botas. Muchos de ellos perderían algún dedo. Su boca estaba en carne viva: los labios se les quedaban pegados por la saliva congelada. Y, sin embargo, sobrevivían, y cuando las raciones se quedaban cortas, bebían sangre de sus caballos, llenándose la boca con el cálido líquido para obtener sustento. Los ponis estaban flacos, aunque sabían excavar en la nieve para mordisquear la hierba helada que crecía debajo. Ellos también habían crecido en una tierra dura.
Los exploradores de Tsubodai avanzaban más deprisa que el ejército principal, dispuestos a poner en peligro a sus monturas en el resbaladizo hielo para alertar del primer signo de cualquier defensa organizada. La ciudad parecía extrañamente silenciosa, y la nieve confería al aire una quietud tal que Tsubodai podía oír los himnos entonados tras los muros de las casas. No conocía aquel idioma, pero las distantes voces parecían armonizar con aquel frío. Meneó la cabeza. El helado camino poseía una rara belleza entre las sombras y la luz de la luna, pero no había espacio para el sentimentalismo. Su objetivo era aplastar a cualquiera que tuviera fuerza suficiente para enfrentarse a él. Solo entonces podría seguir adelante, sabiendo que sus flancos y retaguardia estaban a salvo.
La propia ciudad no era demasiado grande. Sus catedrales habían sido construidas sobre un terreno elevado en relación al río y a su alrededor se apiñaban las casas de los clérigos y las familias adineradas. A la luz de la luna, se veían cubriendo las colinas hasta un área de edificios más pequeños, repartidos caprichosamente por el paisaje. El río los alimentaba a todos, les daba la vida como ahora les daría la muerte. Tsubodai levantó la cabeza de repente al oír una voz gritando en las inmediaciones, aguda y rota. El sonido del pánico era inconfundible. Finalmente, los habían descubierto. Lo único que le sorprendía es que hubieran tardado tanto. Sirviendo de guía a uno de los exploradores que recorría la orilla, la voz chillaba y chillaba hasta que fue súbitamente acallada. Habría una mancha de sangre roja y brillante en la nieve, la primera de la noche. Sin embargo, los gritos del vigilante habían sido oídos y no pasó mucho tiempo antes de que unas campanas empezaran a resonar en la distancia, dando la alerta a través de la quieta oscuridad.
La catedral estaba en silencio y el ambiente estaba cargado de humo: un oscilante incensario dejaba una blanca estela en el aire. El gran duque Yaroslav estaba sentado con su familia en los bancos reservados para él, con la cabeza inclinada, mientras escuchaba las palabras del canto gregoriano, una oración escrita ocho siglos atrás.
—Si Él no se había hecho carne, ¿quién yacía en el pesebre? Si Él no es Dios, ¿a quién glorificaron los ángeles que bajaron del cielo?
El duque no estaba en paz, por mucho que se esforzara en apartar a un lado las preocupaciones mundanas y obtener consuelo de su fe. ¿Quién podía saber cuándo volverían a atacar los malditos mongoles? Se movían a una velocidad increíble, convirtiendo a sus ejércitos en grupos de niños. Tres mil de sus mejores caballeros habían sido aniquilados a principios del invierno. Habían salido de la ciudad para encontrar al ejército mongol e informar de su posición, no para enfrentarse en batalla con ellos. Pero no habían regresado. Todo cuanto tenía eran los rumores de un río de sangre corriendo por las colinas, ya cubierto por la nieve.
El duque Yaroslav se retorció las manos mientras el pesado incienso le llenaba los pulmones.
—Si Él no se había hecho carne, ¿a quién bautizó San Juan? —entonó el padre Dimitri y su voz resonó poderosa en los muros de la catedral.
Los bancos estaban llenos y no sólo para celebrar el nacimiento de Cristo. Yaroslav se preguntó cuántos de ellos habían oído hablar del lobo de fauces ensangrentadas que había salido de caza por las colinas nevadas. La catedral era un lugar de luz y seguridad, aunque estaba tan fría que era necesario llevar gruesas pieles. ¿Qué mejor lugar para refugiarse en una noche como aquella?
—Si no es un Dios, ¿a quién le dijo el Padre: este es mi amado Hijo?
Las palabras le reconfortaban, evocaban la imagen de la juventud de Jesucristo. En una noche así, Yaroslav sabía que tendría que estar concentrándose en el nacimiento y la resurrección, pero, en vez de eso, pensaba en la crucifixión, en el dolor y agonía en un huerto, hacía más de mil años.
La mano de su esposa le tocó el brazo y se dio cuenta de que había estado sentado con los ojos cerrados, balanceándose en silencio como las ancianas durante la oración. Con tantos ojos observándole, tenía que mantener una fachada de calma. Esperaban protección de él, pero se sentía impotente, perdido. El invierno no había detenido a los ejércitos mongoles. Si sus hermanos y primos hubieran confiado en él, podría haber llevado suficientes tropas al campo de batalla para destruir a los invasores, pero pensaron que estaba tramando hacerse con el poder e hicieron caso omiso de sus cartas y mensajeros. ¡Estar rodeado de idiotas así…! Era difícil encontrar la paz, incluso en una noche así.
—Si Él no se había hecho carne, ¿quién fue invitado a las bodas de Caná? Si no era Dios, ¿quién transformó el agua en vino?
El eco de la voz del sacerdote resonaba con un ritmo propio que debería resultarle reconfortante. No leerían los versos más oscuros la noche del nacimiento de Cristo. Yaroslav no sabía si las huestes mongolas atacarían las ciudades de Vladimir y Moscú. ¿Llegarían incluso a Kiev? No hacía demasiados años, habían llegado hasta allí adentrándose en los bosques y la tundra, matando a voluntad para después desaparecer. Se contaban muchas historias y leyendas de los temibles «tártaros». Era todo cuanto habían dejado después de su último ataque. Como una tormenta, habían arrasado todo y se habían evaporado.
No contaba con nada que pudiera detenerlos. Yaroslav empezó a retorcerse las manos de nuevo, rezando con todo su corazón para que su ciudad, su familia se salvaran. Dios estaba lleno de misericordia, lo sabía. Los mongoles carecían totalmente de ella.
A lo lejos, se oyeron unos débiles gritos. El duque alzó la vista. Su esposa le estaba mirando fijamente, con expresión confundida. Se volvió hacia el sonido de unos pies a la carrera. ¿No irían a llamarle a esa hora? ¿Es que sus oficiales no podían hacer frente a una sola noche sin él, mientras buscaba el solaz de la Madre Iglesia? No quería levantarse de la merecida calidez de su asiento. Mientras vacilaba, se oyeron más pasos precipitados en las escaleras que subían a la torre de la campana. A Yaroslav, súbitamente aterrorizado, se le encogió el estómago. No, aquí no, no esa noche.
La campana empezó a tañer por encima de sus cabezas. La mitad de la congregación miró hacia arriba como si pudieran atravesar con la vista las vigas de madera. Yaroslav vio que el padre Dimitri se dirigía hacia él y rápidamente se puso de pie, luchando para dominar su miedo. Antes de que el sacerdote pudiera llegar hasta él, se inclinó y le dijo a su mujer al oído:
—Llévate a los niños ahora mismo. Id al cuartel con el carruaje, poneos a salvo. Busca a Konstantin; estará allí, con mis caballos. Salid de la ciudad. Yo me reuniré con vosotros cuando pueda.
Su esposa había empalidecido, aterrorizada, pero no titubeó mientras reunía a sus hijas e hijos y los hacía avanzar frente a ella como a gansos adormilados. El duque Yaroslav ya estaba en marcha, alejándose de su banco por el pasillo central con grandes Zancadas. Todas las miradas estaban posadas en él cuando el padre Dimitri le alcanzó y se atrevió a tomarle del brazo. La voz del sacerdote era un áspero susurro.
—¿Están atacando? ¿Los tártaros? ¿Podrás defender la ciudad?
El duque Yaroslav frenó en seco. El anciano, que se esforzaba en mantener su paso, tropezó con él. Si hubiera sido cualquier otra noche, posiblemente habría mandado azotar al sacerdote por su insolencia. Pero no mentiría en presencia de Jesucristo recién nacido.
—Si están aquí, no, no podré defenderla de ellos, padre. Cuida de tu rebaño. Yo tengo que salvar a mi propia familia.
El sacerdote se echó hacia atrás como si le hubieran golpeado, boquiabierto, horrorizado. Por encima de sus cabezas, la campana seguía tañendo, difundiendo la desesperación por toda la ciudad y sus calles nevadas.
Cuando salía de la iglesia a la carrera, resbalándose sobre los adoquines helados con sus botas de montar, el duque oyó gritos a lo lejos. El carruaje de su familia ya estaba avanzando: una forma negra que se sumergía en la oscuridad flanqueada por el eco de los latigazos del cochero a uno y otro lado. Oyó la aguda voz de su hijo perdiéndose en la distancia, inconsciente del peligro como solo un niño puede serlo.
La nieve había empezado a caer de nuevo y Yaroslav se estremeció mientras los pensamientos se agolpaban en su mente. Durante meses había recibido informes de las atrocidades de los mongoles. La ciudad de Riazán había quedado reducida a un montón de escombros humeantes donde los animales salvajes desgarraban los cadáveres por las calles. Había ido hasta allí en persona, acompañado de un reducido grupo de guardias, y dos de ellos habían vomitado en la nieve ante aquella terrible visión. Eran hombres duros, acostumbrados a la muerte, pero lo que se habían encontrado allí era la desolación absoluta, a una escala que nunca habían conocido. Aquel era un adversario sin ningún concepto del honor, que iniciaba guerras y destruía ciudades para quebrar la voluntad de su enemigo. El duque se dirigió hacia la montura de su asesor. Era un semental que no dejaba de bufar, veloz y negro como la noche.
—Desmonta —ordenó—. Vuelve al cuartel a pie.
—Sí, excelencia —dijo el hombre de inmediato, pasando una pierna por encima del caballo y cayendo de un salto sobre la nieve.
Cuando el duque lo reemplazó, sentándose sobre una silla todavía caliente, el asesor dio un paso atrás y saludó. Yaroslav no le miró, ya estaba haciendo girar al caballo y clavándole los estribos en los flancos. Mientras se alejaba al trote, los cascos repiqueteaban en la calle empedrada. No podía galopar en el hielo sin arriesgarse a sufrir una caída que podría matar a jinete y montura. Oyó unos gritos en las inmediaciones y luego un entrechocar de acero contra acero, un único golpe de espada que le llegó flotando en el gélido aire desde solo Dios sabía qué distancia.
A su alrededor, la ciudad dormida estaba empezando a despertar. Velas y lámparas iban apareciendo en las ventanas y se balanceaban en la mano de aquellos que salían a la calle a gritarse preguntas los unos a los otros. Nadie sabía nada. Más de una vez, alguno de ellos tropezó y se cayó al retirarse bruscamente para esquivar al caballo negro y su jinete.
El cuartel no estaba lejos. Tenía cierta esperanza de ver el carruaje de su familia llegando delante de él. Con el peso del coche y sus ocupantes dándole estabilidad, el cochero podía forzar a los caballos para que fueran más deprisa. El duque Yaroslav recitó una plegaria entre dientes, pidiéndole a la inocente virgen que cuidara de sus pequeños. No podía salvar la ciudad de los lobos que habían salido de cacería bajo la nieve. Todo lo que podía hacer era escapar. Se dijo a sí mismo que esa era la decisión táctica correcta, pero la vergüenza hizo que le ardiera la cara, a pesar del frío.
Cabalgaba mirando hacia delante, haciendo caso omiso de las voces que le llamaban. Habría pocos supervivientes de un ataque lanzado en lo más crudo del invierno. Nadie podría haberlo previsto, se dijo, nervioso. Había reunido a su ejército principal cerca de Kiev, listos para luchar en primavera. Estaban aguardando en un campamento de invierno detrás de una vasta empalizada, a más de cuatrocientos kilómetros al suroeste. En Moscú solo contaba con dos mil hombres y no se trataba de sus mejores tropas. Muchos eran soldados heridos que estaban allí para pasar el invierno en la comodidad de la ciudad en vez de en los campamentos militares, donde la disentería y el cólera eran una amenaza constante. El duque endureció su corazón ante su destino. Tenían que luchar, para que él tuviera tiempo de escapar. Su única esperanza era que el ejército mongol todavía no hubiera bloqueado las salidas de la ciudad. Una de ellas tenía que seguir abierta, para su familia.
La luz de la luna iluminaba los copos de nieve que caían sobre él cuando dirigió a su caballo hacia un puente de madera que cruzaba el helado Moscova. Mientras los cascos traqueteaban en la antigua madera, su mirada resbaló hacia abajo: su cuerpo se puso rígido ante la imagen del blanco río cubierto de caballos y de hombres. Ya habían empezado a derramarse por las orillas, como una mancha de sangre, negra en la oscuridad de la noche. De nuevo oyó gritos cuando irrumpieron en las casas más próximas al río. Bajó la cabeza y siguió cabalgando, con la ornamentada espada ropera en la cadera. Aterrorizado, vio que varias figuras oscuras trepaban por la estructura de madera del puente: dos, no, cuatro hombres. Habían oído a su caballo y, cuando le vieron, algo pasó silbando junto a su rostro, demasiado rápido incluso para que el instinto de encogerse de su cuerpo llegara a reaccionar. Confiaba en que el negro caballo fuera un blanco difícil en la oscuridad y volvió a hincar los talones, dejando a un lado su anterior precaución por el resbaladizo terreno. Al ver a un hombre surgir por su flanco derecho, Yaroslav le lanzó una patada con todas sus fuerzas y un agudo dolor le subió por la pierna. Se había torcido la rodilla con el impacto, pero el atacante cayó hacia atrás en silencio, el pecho aplastado por el golpe. Entonces el duque ya estaba al otro lado: el puente había llegado a su fin y la blanca calle se abría ante él.
Notó el impacto de la flecha cuando su montura se sacudió. El animal relinchó, dolorido, bufando más y más fuerte con cada paso. Su galope se ralentizó y Yaroslav le hincó los tacones de las botas y se echó hacia delante, intentando aprovechar el último impulso de velocidad. Sus manos llevaban sujetando riendas desde temprana edad y casi podía sentir cómo la vida escapaba del semental mientras continuaba avanzando con dificultad, movido por el pánico y el sentido del deber. Dio la vuelta a una esquina, dejando el puente atrás, pero el gran corazón del animal no podía llevarle más lejos: sin previo aviso, las patas del caballo se doblaron y se desplomó. Mientras caía, Yaroslav escondió la cabeza, intentando rodar por el suelo. A pesar de la nieve, el terreno estaba duro como el hierro y se quedó tendido, sin aliento y aturdido, sabiendo que de algún modo tenía que volver a levantarse antes de que fueran a buscarle. Atontado e impotente, se puso en pie con esfuerzo, crispando el rostro al notar el crujido de su rodilla, que se movió bajo su peso. No gritaría. Podía oír sus voces guturales a escasa distancia de donde él estaba.
Empezó a alejarse tambaleante, más movido por el instinto que por ningún propósito consciente. Le ardía la rodilla y, cuando alargó la mano y la tocó, se mordió el labio inferior para ahogar un aullido de dolor. Ya se estaba hinchando. ¿Dónde estaba el cuartel?
Caminar, trastabillando y arrastrando la pierna herida, le producía un dolor atroz. Se veía obligado a apoyar su peso en ella cada vez que daba un paso y los ojos se le llenaron de lágrimas no deseadas. El dolor empeoró tanto que pensó que podría llegar a desmayarse sobre la nieve. Intuyó que no podría soportar mucho más. Alcanzó otra esquina y a sus espaldas oyó cómo el volumen de las voces aumentaba. Habían encontrado el caballo.
El duque había visto los cadáveres carbonizados de Riazán. Se obligó a sí mismo a avanzar más deprisa unos pocos pasos, pero entonces la pierna se le dobló como si no tuviera control sobre ella. Cayó contra el duro suelo y se mordió la lengua, sintiendo el amargo sabor de la sangre llenándole la boca.
Débil y todavía aturdido, se volvió y escupió. No podía arrodillarse para tomar aire y recuperarse. La rodilla seguía doliéndole demasiado incluso para tocarla, así que lo que hizo fue alargar las manos hacia una pared y alzarse ayudándose con los brazos. En cualquier momento oiría los pasos veloces de las bestias mongolas que llegarían hasta él, atraídas por el olor de la sangre. Yaroslav se volvió para enfrentarse a ellos, sabiendo que no podía correr más.
Desde las profundas sombras del muro de una casa, vislumbró un grupo de mongoles a pie, llevando a sus caballos por las riendas y siguiendo su rastro. Al verlos emitió un gemido. La nieve seguía cayendo, pero sus huellas serían visibles durante al menos otra hora, o más. Todavía no le habían visto, pero hasta un niño podría seguir su rastro. Miró a su alrededor desesperado, buscando algún refugio, dolorosamente consciente de que todos sus soldados estaban en el cuartel. Su familia estaría ya de camino al suroeste, en dirección a Kiev. Si conocía a Konstantin, el entrecano soldado enviaría a cien de sus mejores hombres y caballos con ellos.
Yaroslav no sabía si el resto se quedaría en la ciudad y lucharía o simplemente se perderían en la oscuridad, dejando a los moscovitas a su suerte. Ya podía oler el humo en el aire, pero no podía retirar la mirada de los hombres que le perseguían. En su delirio, pensó que había adelantado más trecho, pero estaban a menos de cincuenta o sesenta pasos. Ya estaban señalando en su dirección.
Un jinete llegó al trote desde el puente. Yaroslav vio que los hombres que observaban sus huellas se enderezaban. A los ojos del duque, parecían perros enfrentándose a un lobo, con las cabezas gachas. El hombre repartió órdenes a gritos y tres de sus cuatro perseguidores se pusieron en movimiento al instante. El último clavó la mirada en las sombras que ocultaban al duque como si pudiera verle. Yaroslav contuvo el aliento hasta que los sentidos le fallaron. Por fin, el cuarto guerrero asintió con gesto adusto y montó en su poni, haciendo que el animal girara hacia el puente.
El duque observó cómo se marchaban sin saber muy bien qué sentir. Apenas podía creer que conservaría la vida, pero, al mismo tiempo, había descubierto que los mongoles tenían disciplina, rangos y tácticas. Alguien de rango superior les había dicho que tomaran y defendieran el puente. La breve persecución los había alejado de allí, pero la estructura de algún tipo de ejército regular los había encontrado y los había hecho regresar. Había sobrevivido, pero todavía tendría que enfrentarse a ellos en el campo de batalla y la tarea se había convertido de repente en una empresa mucho más compleja.
Volvió a ponerse en marcha, tambaleándose, y el dolor le hizo jurar entre dientes. Conocía las calles de los tejedores. El cuartel no estaba demasiado lejos. Solo podía rezar para que todavía hubiera alguien esperándole allí.
Tsubodai, solo en una torre de piedra, observaba la ciudad helada. Para alcanzar la ventana, había pasado con mucha precaución junto a una enorme campana de bronce, de un color verde oscuro adquirido con la edad. Mientras contemplaba la noche, partes de la ciudad fueron iluminándose por las llamas, manchas de oro y de amarillo parpadeante. Tamborileó con los dedos en la superficie labrada de la campana, escuchando distraído el grave sonido que quedó flotando en el aire durante largo tiempo.
El mirador le servía a la perfección. A la luz de las distantes llamas, podía ver el resultado de su súbito ataque por el camino congelado. A sus pies, los guerreros mongoles ya corrían como salvajes en todas direcciones. Los oía reírse al rasgar colgaduras de seda de los muros y arrojar copas y cálices contra los suelos de piedra, inimaginablemente antiguos. Junto a las carcajadas, se oían también gritos desesperados.
La resistencia había sido escasa. Los pocos soldados que había en Moscú fueron eliminados con rapidez mientras los mongoles se extendían por las calles. La conquista de una ciudad siempre era sangrienta. Los hombres no recibían ni oro ni plata de Tsubodai o de sus generales, sino que esperaban obtener riquezas del pillaje y hacer esclavos allá donde los llevara. Contemplar los muros de la ciudad excitaba su hambre, pero, cuando estaban dentro, sus oficiales tenían que hacerse a un lado.
Ninguno de ellos podía controlar a los minghaans a partir de entonces. Estaban en su derecho de perseguir a mujeres y hombres por las calles, borrachos de vino y de violencia. Ver a los guerreros en ese estado desagradaba a Tsubodai. Como comandante, tenía que mantener unos cuantos minghaans sobrios en caso de que se produjera un contraataque, o que por la mañana un nuevo enemigo apareciera ante sus ojos. Los tumanes habían echado a suertes quiénes serían los desafortunados que tendrían que hacer guardia y tiritar toda la noche, escuchando los gritos y el jolgorio de los demás y deseando poder unirse a ellos.
Tsubodai apretó los labios, irritado. La ciudad debía ser pasto de las llamas, no tenía ningún reparo al respecto. El destino de sus habitantes le era indiferente. Aquel no era su pueblo. Y sin embargo… el espectáculo le seguía pareciendo un derroche, una falta de decoro. Atentaba contra su sentido del orden permitir que sus tumanes se descontrolaran en cuanto caían los muros de una ciudad. Sonrió cansado al pensar en cómo responderían si les ofrecía una paga regular y sal en vez del derecho al saqueo. Gengis le había dicho una vez que nunca debía dar una orden que no fueran a obedecer. Nunca debía permitirles ver los límites de su autoridad. La verdad era que podría haberles hecho regresar de la ciudad. Formarían siguiendo sus órdenes, dejando caer lo que tuvieran en las manos, borrachos o sobrios, y subirían a sus caballos para regresar. Sin duda lo harían una vez. Pero solo una vez.
Unas ásperas carcajadas resonaron no muy lejos de donde estaba. Oyó la voz de una mujer gimoteando y suspiró fastidiado al darse cuenta de que los hombres estaban subiendo las escaleras. Al poco, dos guerreros que buscaban un lugar tranquilo aparecieron ante él arrastrando a una joven. El primero en llegar se quedó paralizado al ver al orlok, de pie junto a la campana de la torre de la catedral. El guerrero estaba como una cuba, pero la mirada de Tsubodai sabía penetrar a través de la niebla. Pillado por sorpresa, el hombre intentó hacer una reverencia en los escalones y tropezó. Detrás de él, su compañero gritó un insulto.
—Te dejaré en paz, orlok —dijo el guerrero, arrastrando las palabras y bajando la cabeza. Su compañero le oyó y se quedó callado, pero la mujer siguió debatiéndose.
Tsubodai posó la mirada en ella y frunció el ceño. Sus ropas eran de buen género y tenían una buena hechura. Era la hija de alguna familia acomodada, que probablemente habría sido asesinada delante de ella. Su cabello castaño oscuro había estado sujeto por un broche de plata, pero la mitad se le había soltado a tirones y colgaba en largos mechones, que se balanceaban cada vez que trataba de liberarse de las férreas manos de los guerreros. Miró a Tsubodai, que vio su terror. Estuvo a punto de darse media vuelta y dejar que se marcharan. Pero los guerreros no estaban tan borrachos como para osar moverse antes de que él les permitiera retirarse. Tsubodai no tenía ningún hijo vivo, ni ninguna hija.
—Dejadla aquí —ordenó el orlok, sorprendiéndose incluso a sí mismo. Era el general de hielo, el hombre sin emociones. Comprendía las debilidades de los demás, no las compartía. Y, sin embargo, la catedral, a su manera, era hermosa, le agradaban sus grandes arcos estriados de piedra. Se dijo que era ese tipo de cosas las que conmovían su sensibilidad, no el pánico animal de la muchacha.
Los guerreros la soltaron y volvieron a desaparecer a toda prisa escaleras abajo, contentos de poder alejarse sin un castigo o deberes extra. Cuando el repiqueteo de sus botas disminuyó, Tsubodai se volvió de nuevo a contemplar la ciudad. En aquel momento el número de hogueras era mayor y varias partes de Moscú despedían un fulgor rojo. Por la mañana, muchos de aquellos barrios no serían más que cenizas y las piedras estarían tan calientes que se agrietarían y estallarían en los muros.
Oyó el jadeo de la chica y el leve roce de su cuerpo al dejarse caer resbalando contra el muro.
—¿Entiendes lo que digo? —le preguntó en la lengua Chin, volviéndose.
La joven le miró sin comprender y Tsubodai suspiró. El idioma ruso tenía poco en común con cualquiera de las lenguas que conocía. Había aprendido unas cuantas palabras, pero nada que le hiciera saber a la chica que estaba a salvo. Se quedó mirándole fijamente y el general se preguntó cómo se sentiría un padre en una posición así. Ella sabía que no podía escapar bajando las escaleras. Hombres violentos y bebidos rondaban por la iglesia y sus alrededores. No llegaría lejos. En la torre de la campana todo estaba más tranquilo y Tsubodai suspiró cuando la muchacha empezó a sollozar suavemente para sí, abrazándose las rodillas y gimiendo como una niña.
—Cállate —le dijo, repentinamente irritado con ella por arruinar su momento de paz. Se percató de que la joven había perdido los zapatos en alguna parte. Tenía los pies desnudos y llenos de arañazos. Se había quedado callado al notar su tono de voz y Tsubodai se quedó observándola un rato hasta que alzó la vista hacia él. Entonces el general levantó ambas manos, mostrándole que estaban vacías.
—Menya zavout Tsubodai —dijo despacio, señalándose el pecho. No sabía preguntarle su nombre. Aguardó pacientemente y la muchacha perdió parte de su tensión.
—Anya —dijo. Siguió un torrente de sonidos que Tsubodai era incapaz de comprender. Prácticamente había agotado sus reservas de palabras rusas.
Continuó en su propia lengua:
—Quédate aquí —le indicó con un gesto—. Aquí estás a salvo. Ahora me marcharé.
Dio unos cuantos pasos hacia ella y, en un primer momento, la joven se encogió, pero cuando se dio cuenta de que estaba intentando llegar a los escalones de piedra, lanzó un grito de terror y volvió a hablar, con los ojos desorbitados.
Tsubodai suspiró para sí.
—De acuerdo. Me quedaré. Tsubodai se queda. Hasta que salga el sol, ¿entiendes? Luego me marcharé. Los soldados se marcharán. Entonces podrás encontrar a tu familia.
La muchacha notó que estaba volviendo a la ventana. Con movimientos nerviosos, se arrastró por la estancia hasta quedar sentada a sus pies.
—Gengis Khan —murmuró Tsubodai—. ¿Has oído su nombre alguna vez?
El general notó cómo se le agrandaban los ojos y asintió para sí. Su expresión reflejaba una extraña amargura.
—Hablarán de él durante mil años, Anya. O más tiempo. Sin embargo, Tsubodai es un desconocido. El hombre que ganó las batallas para él, el que obedeció sus órdenes. El nombre de Tsubodai no es más que humo que se lleva la brisa.
La joven no podía comprenderle, pero su voz la tranquilizaba, y recogió aún más las piernas contra su pecho, haciéndose un ovillo a sus pies.
—Ahora está muerto, chica. Ya no está. Y yo tengo que expiar mis pecados. Vosotros los cristianos entendéis eso, creo.
Ella seguía mirándole fijamente mientras hablaba y el hecho de que no le entendiera liberó palabras que habían estado guardadas en lo más hondo de su pecho.
—Mi vida ya no es mía —dijo Tsubodai con suavidad—. Mi palabra no vale nada. Pero el sentido del deber continúa, Anya, mientras siga respirando. Es todo lo que me queda.
El aire era gélido y Tsubodai notó que la chica estaba tiritando. Con un suspiro, se quitó la capa y la cubrió con ella. Observó cómo se envolvía en sus pliegues hasta dejar fuera solo su pequeña cara. Sin la cálida tela protegiéndole los hombros, sintió cómo el frío se intensificaba, pero agradeció sus afilados dientes. Mientras esperaba el amanecer con las manos apoyadas en el alféizar de piedra y el espíritu agitado, le embargó una enorme tristeza.