XVIII

El suelo estaba cubierto de escarcha otoñal y de los ollares de los caballos brotaban nubes de niebla blanca cuando Mongke adelantó a otra de las parejas de exploradores de Tsubodai. El gran general le inspiraba ya un temor reverencial, pero nada le había preparado para conducir a diez mil guerreros a través de la estela de destrucción que iba dejando a su paso. A partir del Volga, durante cientos de kilómetros hacia el oeste, ciudades y aldeas habían sido saqueadas y destruidas. Había pasado por el escenario de tres batallas de importancia, cada uno de ellos todavía circundados por una hueste de aves y pequeños animales a quienes tanta carne pudriéndose había vuelto audaces. El hedor parecía habérsele metido hasta los huesos y Mongke lo percibía en cada golpe de brisa.

Después de encontrarse con distintos exploradores galopando delante de él durante días, avistó por fin el principal ejército mongol. Los guerreros habían pasado el verano en un campamento similar al de Karakorum antes de la construcción de la ciudad del khan: una miríada de tiendas blancas, una escena apacible de fogatas matutinas y vastas manadas de caballos que se perdía en la distancia. Maravillado, Mongke meneó la cabeza en silencio y se aproximó al trote.

Por supuesto sus estandartes habían sido reconocidos, pero, de todos modos, Tsubodai envió a un minghaan a su encuentro antes de que el tumán se hallara a distancia de ataque del campamento. Mongke aceptó el silencioso escrutinio de los hombres del orlok. Reconoció a su oficial y vio que el hombre asentía para sí. Mongke supo entonces que Tsubodai había enviado a alguien que pudiera confirmar su identidad. Observó fascinado cómo el oficial hacía un gesto a un compañero que se llevó un largo tubo de latón a los labios. La nota resonó con fuerza y Mongke miró a su alrededor asombrado mientras el llamado era respondido a derecha e izquierda. Grupos de caballos y hombres aparecieron a poco más de un kilómetro a ambos lados. Tsubodai había enviado una fuerza para contenerle por los flancos, escondida con sus monturas tras unos árboles y un montículo del terreno. Esa pericia explicaba en parte cómo el general de hielo había logrado abrirse camino hasta esas tierras tan lejos del hogar.

Para cuando llegaron al campamento principal, un espacio había sido despejado para ellos, un vasto campo vacío con acceso a un riachuelo. Mongke estaba nervioso.

—No les dejes ver tus emociones —se dijo a sí mismo en un susurro.

Mientras su tumán iniciaba las rutinas del campamento y empezaba a levantar las tiendas con rápida eficiencia, Mongke desmontó. Sus diez mil y los caballos que traían necesitaban un terreno del tamaño de un pueblo grande solo para descansar. Tsubodai había hecho preparativos para su llegada.

Se volvió de repente al oír un grito de alegría y vio que su tío Kachiun caminaba hacia él a través de la hierba pisoteada. Parecía mucho mayor que la última vez que Mongke le había visto y cojeaba visiblemente. Mongke le observó con expresión reservada, pero estrechó su mano cuando Kachiun se la tendió.

—Llevo días esperando verte —dijo Kachiun—. Tsubodai querrá oír noticias del hogar esta noche. Estás invitado a su ger. Tendrás noticias frescas. —Sonrió al joven en que su sobrino se había convertido—. Por lo visto tu madre dispone de fuentes que nuestros exploradores no pueden igualar.

Mongke intentó ocultar su confusión. Karakorum estaba a casi cinco mil kilómetros al este. Le había llevado cuatro meses de dura travesía llegar hasta el general. Había habido veces a lo largo del pasado mes en las que Tsubodai avanzaba tan deprisa que pensó que nunca lo alcanzaría. Si el general no hubiera parado durante una estación para que sus rebaños y hombres recobraran las fuerzas, Mongke todavía seguiría viajando. Pero Kachiun hablaba como si Karakorum estuviera en el siguiente valle.

—Estás bien informado, tío —dijo Mongke tras una pausa—. He traído varias cartas de casa.

—¿Algo para mí?

—Sí, tío. Tengo cartas de dos de tus esposas y también del khan.

—Excelente, pues esas me las quedo ya.

Kachiun se frotó las manos, expectante, y Mongke reprimió una sonrisa cuando se dio cuenta de que esa era la razón principal por la que su tío se había acercado a saludarle con tanta efusión. Quizá no estuvieran tan ocupados si tenían tantas ganas de saber del hogar. Se dirigió hacia su poni, que masticaba la hierba escarchada y abrió las alforjas, sacando un fajo de pergaminos grasientos y amarillos.

Kachiun miró a su alrededor mientras Mongke los revisaba.

—No habrías traído el tumán de tu padre para proteger unas cartas, Mongke. ¿Te quedas, entonces?

Mongke pensó en los esfuerzos que su madre había hecho para que Ogedai asignara a su hijo mayor a este ejército. Sorhatani creía que el futuro de la nación se encontraba en los honores marciales que podría conseguir allí, que quien regresara de la conquista del oeste, tendría las riendas del destino en sus manos. Se preguntó si estaría en lo cierto.

—Con el permiso del Orlok Tsubodai, sí —dijo, entregándole a su tío las cartas marcadas para él.

Kachiun sonrió al cogerlas y le dio unas palmadas en el hombro a su sobrino.

—Veo que estás cubierto de polvo y cansado. Descansa y come mientras montan tus tiendas. Te veré esta noche.

Mongke y Kachiun alzaron la vista cuando otro jinete llegó hasta ellos trotando a través del campamento.

Había hombres cubriendo todo el valle, el campamento y sus humeantes fogatas se extendían todo lo que alcanzaba la vista. Teniendo en cuenta la constante necesidad de agua, alimento, leña, letrinas y los numerosos detalles de la mera supervivencia, era un lugar de incesante ajetreo y movimiento. Los niños corrían de aquí para allá, gritando y fingiendo ser guerreros. Las mujeres los observaban con indulgencia mientras se dedicaban a mil tareas diferentes. Los auténticos guerreros entrenaban o simplemente guardaban los rebaños.

A través de todos ellos, Tsubodai cabalgaba con la vista clavada en Mongke, rápido y enérgico. Llevaba una nueva armadura de placas, limpia y bien aceitada, que se movía suavemente sobre él. Su caballo tenía un color cobrizo, casi rojo bajo la luz del sol. Los ojos del orlok no se desviaron ni a izquierda ni a derecha mientras avanzaba.

Mongke tuvo que hacer un esfuerzo para sostener su mirada. Vio que Tsubodai fruncía el ceño ligeramente y luego hincó los talones en su montura y aumentó la velocidad, alcanzándoles en un abrir y cerrar de ojos con su poni, que llegó resoplando y piafando.

—Te doy la bienvenida a mi campamento, general —dijo Tsubodai, dándole a Mongke su título oficial sin vacilar.

Mongke hizo una lenta reverencia. Era consciente de que le debía el rango solo al control que su madre parecía ejercer sobre el khan. Con todo, era perfectamente justo que el sacrificio de su padre hubiera ayudado al hijo a ascender. Había luchado contra los Chin. Lo haría aún mejor con Tsubodai, estaba seguro.

Como un eco de sus propios pensamientos, Tsubodai recorrió con la mirada el tumán venido de Karakorum.

—Lamenté mucho la muerte de tu padre —dijo Tsubodai—. Era un hombre excelente. No hay duda de que nos serás de gran ayuda aquí. —El orlok estaba claramente complacido al ver tantos guerreros extra. Incrementaba el número de sus tumanes a seis, con un número casi igual de alto de auxiliares. No cabía duda de que el padre cielo le sonreía a esta campaña—. Dispones de un mes o dos antes de que nos movamos —continuó Tsubodai—. Tenemos que esperar a que los ríos se congelen. Después, atacaremos la ciudad de Moscú.

—¿En invierno? —preguntó Mongke, antes de poder contenerse. Para su alivio, Tsubodai solo se rio entre dientes.

—El invierno es nuestro momento. Los rusos se encierran en sus ciudades durante los meses de frío. Meten a sus caballos en establos y se sientan en torno a grandes fuegos en enormes casas de piedra. Si quieres una piel de oso, ¿atacas en verano cuando el oso está fuerte y veloz o lo degüellas mientras duerme? Podemos soportar el frío, Mongke. Tomé Riazán y Kolomna en invierno. Tus hombres se unirán a las patrullas y empezarán los entrenamientos de inmediato. Los mantendrán ocupados.

Tsubodai saludó con una inclinación de cabeza a Kachiun, que le imitó mientras el orlok chasqueó la lengua y se alejó al trote con su caballo rojo.

—Es un hombre… impresionante —dijo Mongke—. Creo que estoy en el lugar adecuado.

—Claro que lo estás —contestó Kachiun—. Es increíble, Mongke. Solo tu abuelo tenía este talento para las campañas. Hay momentos en los que pienso que está poseído por algún espíritu de la guerra. Sabe lo que van a hacer. El mes pasado, me ordenó esperar en medio de la nada. Llevaba allí solo dos días cuando un contingente apareció al galope encima de una colina, tres mil guerreros armados que se dirigían a liberar Nóvgorod. —Sonrió al recordarlo—. ¿Dónde estarías mejor que aquí? ¿A salvo en casa? Venir aquí ha sido un acierto. Tenemos una oportunidad de tomar el mundo por sorpresa, Mongke. Esta vez no nos detendremos hasta que lleguemos al mar. Te lo juro, si Tsubodai logra encontrar la manera de embarcar a los caballos, ¡ni siquiera nos pararemos ahí!

Chagatai flanqueó los acantilados de Bamiyan con su hijo mayor, Baidar. Situados al noroeste de Kabul, los pardos peñascos se extendían fuera de las tierras que le había entregado Ogedai, pero, al fin y al cabo, su familia nunca había reconocido realmente las fronteras. Sonrió de oreja a oreja al pensarlo, contento de estar cabalgando a la hora en que el calor disminuía, a la sombra de los oscuros picos. La ciudad de Bamiyan era un lugar antiguo, las casas habían sido construidas con la misma piedra parda que constituía su telón de fondo. Había sufrido el ataque de conquistadores y ejércitos antes, pero Chagatai no tenía nada en contra de los granjeros de la zona. Sus hombres y él patrullaban áreas más allá del río Amu Daria, pero no había motivo para convertir los pueblos y ciudades en ruinas humeantes.

Con la sombra del khan cerniéndose sobre ellos, la verdad era que estaban prosperando. Miles de familias emigrantes se habían trasladado hasta las tierras en torno a su khanato, sabiendo que nadie se atrevería a mover un ejército tan cerca de Samarcanda o Kabul. Chagatai había dejado clara su autoridad en los primeros dos años, cuando se hizo con el control de una zona poblada por un grupo de salvajes bandidos y agresivas tribus locales. La mayoría habían sido aniquilados y el resto habían sido expulsados, arreados como cabras para hacer llegar la voz a los que no escuchaban. El mensaje había sido entregado y muchos de los aldeanos creían que el propio Gengis había vuelto. Los hombres de Chagatai no se habían molestado en corregir el error.

Baidar estaba muy alto y tenía los ojos amarillo pálido que identificaban el linaje del gran khan y garantizaban la obediencia inmediata de aquellos que habían conocido a Gengis. Chagatai lo observó con atención mientras guiaba a su yegua a través del accidentado terreno. Aquel era un mundo diferente, pensó Chagatai, con cierta nostalgia. A la edad de Baidar, se había peleado con su hermano mayor, Jochi, porque ninguno de los dos deseaba renunciar a la esperanza de ser khan después de su padre. Era un recuerdo agridulce. Chagatai nunca olvidaría el día en que su padre los había negado a ambos y había elegido a Ogedai como heredero.

El sol había estado calentando el aire todo el día, pero cuando llegó el atardecer, la brisa se refrescó y Chagatai consiguió relajarse y disfrutar de las imágenes y sonidos que le rodeaban. Su kanato tenía una extensión inmensa, más grande incluso que su tierra natal. Había sido conquistado por Gengis, pero Chagatai no despreciaría el regalo de su hermano. Los acantilados se alzaban imponentes, cada vez más cerca, y vio que Baidar se volvía para averiguar hacia dónde quería ir.

—Al pie de los acantilados —dijo—. Quiero que veas algo maravilloso.

Baidar sonrió y Chagatai sintió una ola de afecto y orgullo llenándole el pecho. ¿Había sentido su padre alguna vez una emoción similar? No lo sabía. Por un momento, casi deseó que Jochi estuviera vivo para poder decirle lo diferentes que eran las cosas ahora, cómo su mundo había crecido hasta ser mayor que la pequeña herencia por la que se pelearon. Los horizontes eran suficientemente amplios para todos, ahora lo sabía, pero la sabiduría de la edad es amarga cuando todos a los que les has fallado han desaparecido. No podía recuperar los años de su juventud y vivirlos con una mayor comprensión. ¡Qué impaciente había sido entonces, qué necio! Se había prometido una y mil veces no cometer los mismos errores con sus propios hijos, pero también ellos tenían que recorrer su propio camino. Pensó entonces en otro de sus hijos, muerto en una razia a manos de los miembros de una tribu. Había sido pura mala suerte que se hubiera topado con ellos mientras acampaban. Chagatai les había hecho sufrir por la muerte de ese chico. Su dolor brotó y creció de repente, para desaparecer con la misma rapidez. En su vida siempre había habido muerte. Sin embargo, de algún modo Chagatai sobrevivía donde otros hombres, tal vez mejores, habían caído. Pertenecía a un linaje afortunado.

Al pie de los peñascos, Chagatai vio cientos de manchas negras. Por sus anteriores viajes, sabía que eran cuevas, algunas naturales, pero la mayoría excavadas en la roca por aquellos que preferían esos frescos refugios a las casas de ladrillos construidas en las llanuras. El bandolero que buscaba tenía su centro de operaciones en esas grutas. Algunas de ellas se hundían como largos túneles en la tierra, pero Chagatai no creía que la tarea fuera a resultarle demasiado difícil. El tumán que cabalgaba a su espalda había traído suficiente madera para encender una hoguera a la entrada de cada una de las cuevas y hacerlos salir con el humo como a las abejas salvajes de su avispero.

Entre los oscuros borrones de las bocas de las cuevas, se elevaban dos dedos de sombra, huecos inmensos abiertos en la roca. La aguda vista de Baidar los distinguió a casi dos kilómetros de distancia y los señaló lleno de excitación, mirando a su padre con gesto inquisitivo. Como respuesta, Chagatai le sonrió y se encogió de hombros, aunque sabía muy bien lo que eran. Era uno de los motivos por los que había traído consigo a su hijo en aquella incursión. Las formas oscuras fueron creciendo ante ellos a medida que se acercaban, hasta que Baidar frenó a su yegua al pie de la mayor de las dos. Cuando el joven reconoció la forma que sobresalía de la roca, se quedó sin habla.

Era una estatua enorme, más grande que ninguna cosa hecha por el hombre que Baidar hubiera visto nunca. Observó los pliegues de una túnica excavados en la piedra. Una mano estaba alzada, con la palma abierta, y la otra extendida, como si ofreciera algo. Su compañera era solo un poco más pequeña: dos figuras sonrientes mirando hacia el sol poniente.

—¿Quién las ha hecho? —preguntó Baidar, fascinado. Se habría aproximado más, pero Chagatai chasqueó la lengua para detenerle. Los habitantes de las cuevas tenían buena vista y sabían usar el arco. No estaba dispuesto a tentarles poniendo a su hijo como blanco.

—Son estatuas de Buda, una deidad de los Chin —dijo.

—¿Aquí? Los Chin están muy lejos —contestó Baidar. Sus manos se abrían y se cerraban mientras observaba las estatuas: era evidente que estaba deseando acercarse y tocar las gigantescas figuras.

—Las creencias de los hombres no conocen fronteras, hijo —explicó Chagatai—. Hay cristianos y musulmanes en Karakorum, después de todo. El propio canciller del khan es budista.

—No consigo hacerme a la idea de cómo han podido mover estas estatuas… No, las esculpieron aquí, quitaron la roca a su alrededor —dijo Baidar.

Chagatai asintió, complacido ante la inteligencia que demostraba su hijo. Las estatuas habían sido cinceladas en las propias montañas, surgiendo de un trabajo esforzado y concienzudo.

—Según la gente de la zona, llevan aquí desde tiempos inmemoriales. Quizá hasta miles de años. Hay otra en las colinas, una figura enorme de un hombre tumbado.

Chagatai sentía un extraño orgullo, como si de algún modo las estatuas fueran obra suya. El sencillo placer de su hijo le llenaba de gozo.

—¿Por qué querías que las viera? —preguntó Baidar—. Te lo agradezco, son… impresionantes… pero ¿por qué me las enseñas?

Chagatai acarició el suave morro de su yegua, poniendo en orden sus pensamientos.

—Porque mi padre no creía en la idea de construir un futuro —explicó—. Solía decir que la mejor forma que tenía un hombre de pasar la vida era dedicarla a combatir contra sus enemigos. Los botines y las tierras y el oro que has conocido provienen casi por casualidad de esas creencias. Nunca persiguió las riquezas por sí mismas. Sin embargo, aquí está la prueba, Baidar. Lo que construimos puede perdurar y ser recordado, quizá durante miles de generaciones.

—Comprendo —dijo Baidar con suavidad.

Chagatai asintió.

—Hoy ahogaremos en humo a los ladrones y bandoleros para sacarlos de sus cuevas. Podría haber derribado los peñascos con catapultas. En meses o años, podría haber reducido a escombros estas paredes de roca, pero he decidido no hacerlo a causa de estas estatuas. Me recuerdan que lo que hacemos puede sobrevivirnos.

Mientras se ponía el sol, padre e hijo contemplaron cómo las sombras avanzaban a través de los rostros de las enormes figuras de piedra. A su espalda, los oficiales minghaan gritaban y silbaban a sus hombres hasta que la tienda del khan estuvo en pie y las fogatas estuvieron listas para la cena. Los hombres de las cuevas esperarían una noche más. Puede que algunos de ellos escaparan en la oscuridad, aunque Chagatai había ordenado a un grupo de guerreros que se escondieran al otro lado para detener a aquellos que lo intentaran.

Cuando se sentaron a comer, Chagatai observó cómo Baidar cruzaba las piernas y tomaba el té con sal en la mano derecha, mientras la izquierda cubría el codo automáticamente. Era un excelente guerrero que estaba entrando en sus mejores años.

Chagatai aceptó su té y una bandeja repleta de bolsillos de pan sin levadura rellenos de cordero, aromático y bien condimentado.

—Espero que ahora comprendas por qué tengo que enviarte lejos, hijo mío —dijo por fin.

Baidar dejó de masticar y Chagatai prosiguió.

—Esta es una hermosa tierra, propicia y rica. Un hombre podría pasarse todo el día recorriéndola a caballo. Pero no es aquí donde la nación hará historia. Aquí no hay luchas, aunque haya unos pocos rebeldes y ladrones de ganado. No, el futuro se está escribiendo en el ataque del oeste. Debes formar parte de él.

Su hijo no respondió, sus ojos oscuros en la penumbra. Chagatai asintió, aprobando que no hablara cuando no era necesario. Metió la mano en su deel y sacó un fajo de pergaminos atados.

—Le he enviado mensajes al khan, mi hermano, pidiéndole que te permita unirte a Tsubodai. Y me lo ha concedido. Te llevarás a mi primer tumán contigo y aprenderás cuanto puedas de Tsubodai. Él y yo no siempre hemos luchado en el mismo bando, pero no hay mejor maestro. En los próximos años, el hecho de que conozcas al orlok será muy valioso a los ojos de los guerreros.

Baidar tragó saliva con dificultad, inclinando la cabeza. Ese era su mayor deseo y no sabía cómo su padre lo había comprendido. La lealtad le había mantenido en el khanato, pero su corazón había estado con la gran marcha, a miles de kilómetros al oeste y al norte. Le embargaba la gratitud.

—Me honras —dijo, con un nudo en la garganta.

Chagatai se rio entre dientes y alargó la mano para despeinar a su hijo.

—Cabalga rápido, chico. Si conozco bien a Tsubodai, no disminuirá la velocidad por nadie.

—Pensé que me enviarías a Karakorum —aseguró Baidar.

Su padre meneó la cabeza y, de pronto, su rostro adoptó una expresión amarga.

—Ningún futuro se está escribiendo allí. Créeme cuando te lo digo. Es un lugar de agua estancada, donde nada se mueve y no hay vida. No, el futuro está en el oeste.