Sorhatani dio la vuelta a la esquina ataviada con ropa de gala, con sus hijos y criados caminando a su lado. ¡Era miembro de la propia familia del khan por matrimonio! Había llegado a pensar que el khan nunca regresaría de las tierras Chin. Durante muchísimo tiempo, había dado la impresión de que los Chin se habían tragado su ejército y, entonces, cuando por fin volvió a casa, Ogedai no le había mandado ningún llamado, no había recibido noticia alguna de él. No estaba dispuesta a tolerar más retrasos de esos insignificantes y pomposos funcionarios. Sus mensajeros y sirvientes habían sido rechazados y enviados de regreso sin ni siquiera una excusa. Por fin, Sorhatani se había presentado en persona en Karakorum.
En vez de permitirle sencillamente ver al khan, hablar del dolor y la pena que habían compartido, un funcionario Chin de blandos carrillos y suaves manos la había detenido. ¿En qué estaba pensando Ogedai para emplear a esos perfumados cortesanos en su palacio? ¿Qué tipo de mensaje de fuerza enviaría a los que fueran menos benignos que ella?
El cortesano la había detenido una vez, pero hoy la acompañaban sus cuatro hijos. ¡Hoy vería a Ogedai! Por mucha que fuera su pena, ella podría compartirla. El khan había perdido un hermano, pero ella había perdido a su marido, al padre de sus hijos. Si había un momento en que Ogedai podía ser persuadido de algo, era aquel. La idea era embriagadora. Un hombre con tanto poder como Gengis permanecía en sus habitaciones como un junco roto. Por todo el palacio corrían rumores de que apenas hablaba o comía. El que llegara a él sin duda podría conseguir lo que quisiera, pero había dado orden de no dejar pasar a las visitas. Bien, le diría cómo le había dolido ese insulto y empezaría las negociaciones por ahí. Quedaba una última esquina en el laberinto de los corredores de palacio. Pasó bajo unos murales sin mirarlos: su atención estaba concentrada en cosas más importantes.
El pasillo final era largo y los muros de piedra devolvían el eco de los pasos de su grupo. Aunque vio que había hombres y guardias delante de la pulida puerta de cobre, Sorhatani siguió adelante con energía, obligando a sus hijos a esforzarse para llevar su ritmo. Que ese gordo cortesano sudara al verla aparecer. El khan era su cuñado, enfermo y debilitado por la tristeza. ¿Cómo osaba un eunuco Chin prohibirle el acceso a su propia familia?
Mientras se aproximaba, buscó en vano las sedas de colores vivos que utilizaba el cortesano. Estuvo a punto de dar un traspié al descubrir que era Yao Shu quien ocupaba su lugar. No se veía por ninguna parte al hombre con quien había discutido esa misma mañana. Yao Shu se había girado hacia ella, adoptando una postura que dejaba traslucir claramente su actitud. Sorhatani revisó su plan mientras andaba, deshaciéndose a cada paso de su ira como una serpiente muda de piel.
Para cuando llegó a la reluciente puerta de metal, caminaba a paso normal y sonreía con tanta dulzura como sabía al canciller del khan. Aun así, le hervía la sangre al ver que otro Chin la detenía en el umbral, sobre todo uno de tal autoridad. No podía lograr la sumisión de Yao Shu mediante la intimidación, ni tampoco con amenazas. No le hacía falta mirar a sus hijos pequeños para saber que se habían acobardado al ver al hombre que había sido su tutor. En un momento u otro, Yao Shu le había dado una paliza a cada uno de los cuatro chicos por alguna transgresión. Había sacudido a Kublai como una alfombra cuando el chico metió un escorpión en la bota del canciller.
Ahora ese hombre estaba frente a ella y su rostro se mantuvo tan adusto como los guardias que lo flanqueaban.
—El khan no recibe visitas hoy, Sorhatani. Siento que hayas atravesado toda la ciudad. Envié a un corredor al amanecer para avisarte de que no vinieras.
Sorhatani ocultó su irritación detrás de una sonrisa. El hecho de que le hubieran asignado una casa bien alejada de palacio era otro indicio de que había otras voces distintas de la de Ogedai opinando. El khan le habría cedido unas habitaciones en el palacio si hubiera sabido que venía, estaba segura.
Sorhatani se preparó para el reto ante la expresión impasible de Yao Shu.
—¿Qué complot es este? —siseó—. ¿Has asesinado al khan, Yao Shu? ¿Cómo puede ser que estos días solo haya Chin rondando por los pasillos de Karakorum?
Cuando Yao Shu, estupefacto, tomó aire, Sorhatani les habló a sus hijos sin dejar de mirar al canciller.
—Preparad vuestras espadas, Mongke, Kublai. Ya no confío en este hombre. Afirma que el khan no quiere ver a la esposa de su querido hermano.
Oyó un tintineo de metal a sus espaldas, pero, lo que era más importante, notó cómo la duda se dibujaba de repente en los rostros de los guardias mongoles situados a ambos lados de Yao Shu.
—El khan posee un ejército de criados, escribas, concubinas y esposas —continuó—. Pero ¿dónde está su mujer, Torogene? ¿Por qué no está junto a él para atenderle en su enfermedad? ¿Por qué hace días, incluso semanas, que no puedo encontrar a nadie que me diga que le ha visto con vida?
Le encantó ver cómo el antinatural control sobre sí mismo de Yao Shu flaqueaba ante sus acusaciones. Se había sonrojado, desconcertado, ante sus hirientes palabras.
—El khan ha estado muy enfermo, como dices —contestó—. Ha pedido tranquilidad en el palacio. Soy su canciller, Sorhatani. No me corresponde a mí decir adónde ha ido su familia ni tampoco discutirlo en un pasillo.
Sorhatani notó que realmente estaba obedeciendo órdenes muy difíciles e insistió, percibiendo el punto débil de la bondad de Yao Shu.
—¿Dices que la familia se ha ido, Yao Shu? Guyuk está con Tsubodai. No conozco a las hijas de Ogedai, o a los hijos de otras esposas. Entonces, ¿Torogene no está aquí?
Los ojos del canciller parpadearon ante la sencilla pregunta.
—Ya veo —continuó Sorhatani—. En el palacio de verano quizá, junto al río Orkhon. Sí, allí es donde yo la habría enviado si pretendiera disminuir el poder de esta ciudad, Yao Shu. Si pretendiera asesinar al khan en su cama y sustituirle ¿con quién? ¿Su hermano Chagatai? Estaría aquí al instante. ¿Es ese tu plan? ¿Qué hay detrás de esta puerta, Yao Shu? ¿Qué has hecho?
Había elevado la voz, y sus últimas palabras sonaron fuertes y agudas. Yao Shu hizo una mueca al oír su estridente tono, pero no sabía cómo reaccionar. No podía ordenarles a los guardias que se la llevaran a la fuerza, no con sus hijos dispuestos a defender a su madre. El primero que le pusiera una mano encima a Sorhatani la perdería, eso era evidente. En concreto Mongke ya no era el muchacho huraño que había conocido. Yao Shu mantenía deliberadamente los ojos en Sorhatani, pero podía sentir a Mongke observándole fríamente, desafiándole a sostener su mirada.
—Tengo que obedecer las órdenes que me han dado, Sorhatani —volvió a intentar Yao Shu—. Nadie debe atravesar esta puerta. No debe concedérsele audiencia con el khan a nadie. Él no tiene una respuesta para ti y yo tampoco. Ahora, por favor, pasa el día en la ciudad, descansa y come. Tal vez te reciba mañana.
Sorhatani se puso tensa como si fuera a atacarle. Pero Yao Shu no había sido debilitado por sus nuevos deberes. Sus hijos le habían contado cómo había cogido la flecha de la cuerda de un arco en los jardines de palacio. Parecía que hacía siglos de aquello, cuando su marido aún vivía. Sintió que se le saltaban las lágrimas y parpadeó para detenerlas. Era un momento para la furia, no para el dolor. Sabía que si se permitía empezar a llorar, no atravesaría la puerta ese día.
Respiró hondo.
—¡Asesinato! —gritó—. ¡El khan está en peligro! ¡Venid rápido!
—¡No hay ningún peligro! —gritó Yao Shu por encima de ella. ¡Aquella mujer estaba loca! ¿Qué esperaba conseguir chillando como un gato escaldado en los pasillos? Oyó pasos veloces acercándose y la maldijo entre dientes. La noche anterior al juramento de Ogedai como khan seguía siendo un doloroso recuerdo entre los guardias. Reaccionaban ante cualquier indicio de amenaza con una inmensa demostración de fuerza.
En unos instantes, el pasillo estaba bloqueado por ambos extremos por guerreros que llegaban a la carrera. Iban liderados por minghaans, con su armadura lacada negra y roja, con las espadas ya desenvainadas. Yao Shu levantó ambas manos con las palmas claramente abiertas y vacías.
—Ha habido un error… —empezó a decir.
—Ningún error, Alkhun —soltó Sorhatani, volviéndose hacia el minghaan.
Yao Shu gruñó para sí. Por supuesto que conocía el nombre del oficial. Sorhatani tenía una memoria prodigiosa para ese tipo de cosas, pero probablemente aprenderse los nombres de los oficiales de guardia formaba parte de su plan. El canciller se esforzó para encontrar las palabras adecuadas para salvar la situación.
—La señora está consternada —dijo.
El oficial minghaan hizo caso omiso de él y habló con Sorhatani directamente.
—¿Cuál es el problema?
Sorhatani bajó la mirada, meneando la cabeza. Para irritación de Yao Shu, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.
—Este oficial Chin dice que el khan no puede recibir ninguna visita. Hace días que no se sabe nada. Habla de manera sospechosa, Alkhun, y no confío en su palabra.
El soldado asintió. Era un hombre rápido en el pensamiento y la acción, como se esperaba de alguien de su rango. Se volvió hacia Yao Shu.
—Tendrás que hacerte a un lado, canciller. Tengo que comprobar cómo está el khan.
—Ha dado órdenes —empezó a decir Yao Shu, pero el oficial simplemente se encogió de hombros.
—Voy a verle. Hazte a un lado, ahora mismo.
Ambos hombres se quedaron muy quietos, fulminándose con la mirada como si fueran las únicas personas que hubiera en el pasillo. Sorhatani había colocado a Yao Shu en una situación imposible y se dio cuenta de que, en cualquier momento, podría producirse una breve y sangrienta pelea en el corredor. Habló para romper el punto muerto.
—Tú nos acompañarás, por supuesto, Yao Shu —dijo.
Su cabeza giró bruscamente hacia ella, pero le había ofrecido una salida y la aprovechó.
—Muy bien —dijo, rebosante de ira. Se giró hacia Alkhun—. Tu preocupación te honra, minghaan. Sin embargo, no debes permitir que hombres armados entren a ver al khan. Todos deben ser registrados para comprobar que no llevan armas.
Sorhatani empezó a protestar, pero Yao Shu se mantuvo inflexible.
—Insisto —dijo, reclamando el equilibrio de poder.
—Se quedarán aquí —dijo Sorhatani, para no perder el momento. En realidad, no le importaba que sus hijos se quedaran fuera, con sus armaduras y espadas. Habían cumplido su misión apoyándola en la puerta. Después de eso no le hacía falta que lo escucharan todo.
Con una mueca, Yao Shu levantó la pequeña barra de latón que componía el candado central. Era una pieza recargada, tallada en forma de un dragón enroscado en torno al centro de la puerta. Otro signo más de la influencia Chin sobre el khan, pensó Sorhatani mientras la puerta se abría. Una ráfaga de viento frío les golpeó mientras seguía a Yao Shu y a Alkhun al interior de la estancia.
No había ninguna lámpara encendida, pero una luz mortecina entraba por una ventana abierta. Las contraventanas habían sido cerradas con tanta violencia que una de ellas colgaba torcida, con una bisagra rota. Unas largas cortinas de seda se hincharon ante sus ojos, entrando en la habitación, rozando y golpeando las paredes con cada ráfaga.
La estancia estaba helada y el aliento de todos se dibujó instantáneamente en el aire como una niebla blanca. La puerta exterior se cerró tras ellos y Sorhatani se estremeció cuando su mirada se posó en la figura tendida en un sofá situado en el centro de la habitación. ¿Cómo podía Ogedai soportar un frío así con solo una delgada túnica de seda y unas calzas? Tenía los brazos desnudos y sus pies habían adquirido un tono azulado. Estaba tumbado de espaldas, mirando al techo.
Nada en él acusaba que los hubiera visto y Yao Shu tuvo un momento de pánico pensando que habían descubierto el cadáver del khan. Luego vio una pálida nube ascender desde la boca de la inmóvil figura y respiró de nuevo.
Por un momento, ninguno de ellos supo qué hacer a continuación. El oficial minghaan había comprobado que el khan todavía vivía. Su tarea había terminado, aunque su dignidad le impedía marcharse sin más, al menos hasta que se hubiera disculpado por invadir la intimidad del khan. Yao Shu también guardaba silencio, sintiéndose culpable de haber incumplido sus órdenes. Sorhatani los había manipulado a todos.
Por supuesto, fue la primera en hablar.
—Mi señor khan —dijo Sorhatani. Proyectó la voz para luchar contra el ruido del viento, pero Ogedai no reaccionó—. He venido a verte en mi dolor, mi señor.
Tampoco ahora hubo reacción y Yao Shu observó con interés cómo la mujer apretaba la mandíbula, controlando su irritación. El canciller hizo un gesto indicando que la llevaran fuera y el oficial levantó la mano para tomarla por el brazo.
Sorhatani se sacudió e hizo caso omiso del gesto.
—Mi marido dio su vida por ti, mi señor. ¿Cómo utilizarás su regalo? ¿Así? ¿Esperando a la muerte en una estancia helada?
—Ya es suficiente —dijo Yao Shu, horrorizado.
Agarró a Sorhatani firmemente por el brazo y le hizo dar media vuelta para llevarla hacia la puerta. Los tres se quedaron paralizados al oír un crujido a sus espaldas. El khan se había levantado del sofá. Las manos le temblaban ligeramente y tenía la piel de un enfermizo color amarillo y los ojos rojos.
Bajo su fría mirada, el minghaan de los guardias del khan se arrodilló e inclinó la cabeza hasta el suelo.
—Levántate, Alkhun —dijo Ogedai con un ronco susurro—. ¿Por qué estás aquí? ¿No dije que quería estar solo?
—Mi señor khan, lo siento. Me hicieron sospechar que podrías estar enfermo o moribundo.
Para su sorpresa, Ogedai sonrió sin alegría.
—O ambas cosas, Alkhun. Bueno, ya me has visto. Ahora márchate.
El oficial se marchó a toda velocidad. Ogedai clavó la vista en su canciller. Todavía no había mirado a Sorhatani, aunque era su voz lo que le había hecho levantar.
—Déjame, Yao Shu —dijo Ogedai.
Su canciller hizo una profunda reverencia y luego aseguró los dedos en torno al brazo de Sorhatani mientras empezaba a guiarla hacia la salida.
—¡Mi señor khan! —gritó.
—¡Ya es suficiente! —espetó Yao Shu, tirando de ella. Si la hubiera soltado, se habría caído, pero se dio la vuelta, impotente y furiosa.
—Quítame las manos de encima —siseó—. ¡Ogedai! ¿Cómo puedes ver que me están atacando y no hacer nada? ¿No estuve a tu lado en la noche de los cuchillos, en este mismo palacio? Mi esposo habría reaccionado ante este insulto. ¿Dónde está él ahora? ¡Ogedai!
Ya estaban en el umbral cuando el khan contestó.
—Puedes irte, Yao Shu. Deja que se acerque.
—Mi señor —empezó a decir—, ella…
—Deja que se acerque.
Sorhatani lanzó una mirada de puro veneno al canciller mientras se frotaba el brazo y se enderezaba. Yao Shu hizo otra reverencia y abandonó la habitación sin mirar atrás, con el rostro frío e impertérrito. La puerta se cerró con un sonido metálico detrás de él y Sorhatani tomó aire despacio, ocultando su placer. Estaba dentro. Había estado a punto de fallar y había sido peligroso, pero había conseguido llegar hasta el khan, sola.
Ogedai la observó mientras se aproximaba. Se sentía culpable, pero sostuvo su mirada. Antes de que pudiera hablar de nuevo, se oyeron unos pasos y un tintineo de cristal y metal. Sorhatani se detuvo al ver al criado de Ogedai, Baras’aghur, entrar con una bandeja en la habitación.
—Tengo una visita, Baras’aghur —murmuró Ogedai.
El sirviente miró a Sorhatani con manifiesta hostilidad.
—El khan no está bien. Deberías regresar en otra ocasión.
Habló con la seguridad de alguien de confianza, un hombre cuyo servicio para el khan era indiscutible. Sorhatani le sonrió, preguntándose si habría adoptado un papel más maternal durante la enfermedad del khan. Desde luego parecía contento atendiendo a Ogedai.
Cuando vio que no se movía, Baras’aghur apretó los labios y dejó la bandeja junto a su amo con un suave tintineo. Luego se volvió hacia ella.
—El khan no está suficientemente bien para recibir visitas —insistió, gritando un poco.
Sorhatani notó su indignación, así que habló más alto que él aún.
—Gracias por el té, Baras’aghur. Yo serviré al khan en tu lugar. Recuerdas cuál es tu lugar, ¿verdad?
El criado empezó a farfullar, mirando a Ogedai, pero cuando este no dijo nada, con un gesto de desprecio glacial, hizo una reverencia y salió. Sorhatani añadió una pizca de sal morena al dorado y humeante líquido: la sal que era tan valiosa para la vida. Por fin, sirvió un poco de leche de una diminuta jarra, notando con agrado la suavidad de su pulida superficie. Empleaba los dedos con rapidez y destreza.
—Sírveme —pidió Ogedai.
Con un grácil movimiento, se arrodilló ante él y le tendió el cuenco, inclinando la cabeza.
—Estoy a tus órdenes, mi señor khan —dijo.
Sorhatani se estremeció ligeramente al sentir el roce de sus manos al tomar el cuenco que le ofrecía. En esa habitación donde el viento soplaba incesante, estaba gélido. Sin levantar la vista, disimuladamente, observó su rostro, moteado y oscuro, como si tuviera antiguos moretones. De cerca, notó que venas similares a las del mármol atravesaban sus pies. Sus ojos amarillo pálido se posaron en ella. Ogedai sorbió el té caliente y la brisa se llevó consigo la delgada humareda.
Sorhatani se acomodó, arrodillándose a sus pies y le miró a la cara.
—Gracias por enviarme a mi hijo —le dijo—. Fue un consuelo escuchar lo peor de sus labios.
Ogedai retiró la vista y se cambió el cuenco de mano un par de veces como si su calor le quemara la piel helada. Se preguntó si Sorhatani sabía lo bella que estaba, allí arrodillada con la espalda tan recta y el viento agitándole el cabello: parecía algo vivo y lo observó en silencio, hipnotizado. Desde su regreso a Karakorum, no había hablado de la muerte de Tolui. Notaba cómo Sorhatani iba abriéndose paso hacia el tema y se encogió físicamente en el bajo sofá, sosteniendo el té contra el pecho como su única fuente de calor. No podía explicar la lasitud y debilidad que llenaban sus días. Los meses volaban sin que se diera cuenta de su paso y los desafíos del khanato iban quedando sin afrontar. No podía despertar de los mortecinos amaneceres y atardeceres. Aguardaba la muerte y la maldecía por tardar tanto en llegar.
A Sorhatani le costaba creer los cambios que se habían producido en Ogedai. Había abandonado Karakorum lleno de vida, bebiendo y riendo constantemente. Todavía ebrio del reciente triunfo de convertirse en khan, se había marchado con sus tumanes de élite para asegurar las fronteras Chin, creciéndose ante la difícil tarea que le esperaba en el campo de batalla. Recordar aquellos días era como volver la vista hacia la juventud. El hombre que había regresado había envejecido visiblemente, hondas arrugas se formaban en su frente y en torno a sus ojos y boca. Los pálidos ojos ya no le recordaban a los de Gengis. No tenían brillo alguno, no había sensación de peligro en la tranquila mirada. No, no había nada de eso.
—Mi marido gozaba de buena salud —dijo de repente—. Habría vivido muchos años, habría visto a sus hijos convertidos en hombres excelentes. Quizá habría tenido otros hijos, otras esposas. Con el tiempo, habría sido abuelo. Me gusta imaginar la alegría que le habrían proporcionado esos años.
Ogedai se encogió como si le hubiera atacado, pero Sorhatani continuó sin vacilar, con la voz firme y clara para que el khan escuchara cada una de sus palabras.
—Tenía un sentido del deber que es muy raro hoy en día, mi señor khan. Creía que la nación estaba antes que su salud, que su vida. Creía en algo más grande que él mismo, o que mi felicidad, o incluso que las vidas de sus hijos. Crecía en la visión de tu padre, mi señor, en que una nación puede brotar de un grupo de tribus de las estepas, en que pueden hallar un lugar propio en el mundo. Que ellos merecen un lugar propio.
—Yo… he dicho que él… —empezó Ogedai.
Sorhatani le interrumpió y, por un instante, la ira afloró a los ojos del khan para desvanecerse después.
—Lanzó su futuro al viento, pero no solo por ti, mi señor. Te amaba, pero no era solo por amor. Era también por la voluntad y los sueños de su padre, ¿entiendes?
—Por supuesto que entiendo —dijo Ogedai con cansancio.
Sorhatani asintió, pero prosiguió.
—Te dio su vida, fue un segundo padre para ti. Pero no solo por ti. Por los que vengan después de ti, del linaje de su padre, por la nación que vendrá, por los guerreros que todavía son niños y por los niños que aún no han nacido.
Ogedai levantó la mano, tratando de protegerse de sus palabras.
—Ahora estoy cansado, Sorhatani. Quizá fuera mejor que…
—¿Y cómo has utilizado su precioso regalo? —susurró Sorhatani—. Has mandado fuera a tu esposa, dejas que tu canciller deambule por un palacio vacío. Tus guardias crean problemas en tu propia ciudad, sin control. Dos de ellos fueron colgados hoy… ¿Lo sabías? Mataron a un carnicero por una pierna de ternera. ¿Dónde está el aliento del khan en sus cuellos, la sensación de que pertenecen a la nación? ¿Está en esta habitación, en este viento gélido, donde permaneces tú solo?
—Sorhatani…
—Morirás aquí. Te encontrarán rígido y frío. Y el regalo de Tolui habrá sido desperdiciado. Dime entonces cómo podré justificar lo que hizo por ti.
El rostro de Ogedai se crispó y, atónita, Sorhatani vio que estaba luchando por no llorar. No, ese no era Gengis, que se habría levantado como un resorte, lleno de furia ante sus palabras. Ese que tenía ante ella era un hombre roto.
—No tendría que haber permitido que lo hiciera —dijo Ogedai—. ¿Cuánto tiempo tengo? ¿Meses? ¿Días? No puedo saberlo.
—¿Qué tonterías estás diciendo? —contestó Sorhatani, perdiendo el control en su exasperación—. Vivirás cuarenta años y serás temido y amado en toda la nación. Un millón de niños nacerán con tu nombre, en tu honor, si sales de esta habitación y dejas atrás esta debilidad que te domina.
—No lo entiendes —dijo Ogedai. Solo otros dos hombres conocían la debilidad de su corazón. Si se lo decía a Sorhatani, se arriesgaba a que todos lo acabaran sabiendo, en los campamentos y en los tumanes, pero estaban solos y ella estaba arrodillada ante él, mirándole con grandes ojos en la penumbra. Necesitaba a alguien—. Mi corazón es débil —confesó, con un susurro—. Realmente no sé cuánto voy a vivir. No debería haber dejado que se sacrificara por mí, pero… —No fue capaz de continuar.
—Oh, mi esposo… —dijo Sorhatani para sí cuando por fin comprendió. Una repentina oleada de dolor la ahogó—. Oh, mi amor.
Alzó la vista hacia él, con los ojos relucientes de lágrimas.
—¿Lo sabía? ¿Tolui lo sabía?
—Creo que sí —respondió Ogedai, retirando la mirada.
No estaba seguro de cómo responder. Sabía que su chamán había hablado de la debilidad de su cuerpo con su hermano y su tío, pero no se lo había preguntado al propio Tolui. Tras emerger de las profundidades de un oscuro río, tras volver a la vida jadeante y tomando aire desesperadamente, Ogedai había aceptado lo que le ofrecieron sin preguntar. En aquel momento, habría hecho cualquier cosa, solo por un día en la luz. Ahora era difícil recordar ese deseo de vivir, como si hubiera pertenecido a algún otro. Esa fría habitación, donde las cortinas se hinchaban como una vela de seda, no concordaba con sus recuerdos. Miró a su alrededor, parpadeando, como el que despierta de un sueño.
—Si lo sabía, su sacrificio fue aún mayor —dijo—. Y aún mayor razón para que no desperdicies ni un solo día más. Si tu hermano puede verte ahora, Ogedai, ¿pensará que dio su vida por algo que merecía la pena? ¿O se avergonzará de ti?
Sus palabras provocaron en Ogedai una punzada de ira contra ella.
—¿Te atreves a hablarme así? —preguntó con voz autoritaria.
Había dejado de parpadear como un corderito de un día. La mirada que se posó sobre ella tenía algo del viejo khan. Sorhatani se alegró de verla, aunque todavía no se había recuperado del impacto de lo que había oído. Si Ogedai moría, ¿quién lideraría la nación? La respuesta siguió a la pregunta, sin pausa: Chagatai estaría de vuelta en Karakorum en unos días, entrando triunfante en la ciudad para aceptar la caritativa voluntad del padre cielo. Rechinó los dientes sólo de imaginar el placer que sentiría.
—Ponte en pie —dijo—. Ponte en pie, mi señor. Si no tienes demasiado tiempo, hay mucho que hacer aún. ¡No debes desaprovechar ni un solo día más, ni una sola mañana! Toma tu vida con las dos manos y exprímela para ti, mi señor. No tendrás otra en este mundo.
Ogedai empezó a hablar y ella alargó la mano y acercó su cabeza a la suya, besándole con fuerza en la boca. Su aliento y sus labios tenían el fresco aroma del té. Cuando le soltó, el khan se tambaleó hacia atrás, luego se puso de pie y la miró con expresión incrédula.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. Tengo suficientes esposas, Sorhatani.
—Eso ha sido para comprobar si sigues vivo, mi señor. Mi esposo te entregó su vida para que disfrutaras de estos preciosos días, tanto si son muchos como si no. En su nombre, ¿confiarás en mí?
Sorhatani sabía que seguía aturdido. Había logrado despertar una parte de él, pero la niebla de la desesperación, quizá de los fármacos Chin, seguía cayendo pesadamente sobre él, embotando su inteligencia. Con todo, vio una chispa de interés en los ojos que la observaban. Se esforzó en recuperar su voluntad, como si fuera un palo flotando en una turbulenta corriente, visible por un instante antes de desaparecer de nuevo en las profundidades.
—No, Sorhatani, no confío en ti.
Ella sonrió.
—Es de esperar, mi señor. Pero con el tiempo descubrirás que estoy de tu lado.
Se levantó y cerró las ventanas, acallando por fin al gimiente viento.
—Llamaré a tus criados, señor. Te sentirás mejor cuando hayas comido algo como es debido.
Se quedó mirándola mientras gritaba llamando a Baras’aghur, dándole un torrente de instrucciones. Baras miró a Ogedai por encima del hombro, pero el khan, sin más, se encogió de hombros y accedió. Era un alivio tener a alguien que supiera lo que necesitaba. Ese pensamiento provocó otro.
—Haré que mi esposa y mis hijas vuelvan al palacio, Sorhatani. Están en mi casa de verano de Orkhon.
Sorhatani se quedó pensando un momento.
—Todavía no estás bien, mi señor. Creo que tendrías que esperar unos días antes de volver a traerte a tu familia y criados. Lo haremos poco a poco.
Por un tiempo, sería la única a quien el khan escucharía. Con su aprobación, podría hacer que su hijo Mongke se uniera a Tsubodai en la gran marcha, donde se estaba escribiendo el futuro. No estaba dispuesta a renunciar a esa influencia con tanta rapidez.
Ogedai asintió, incapaz de resistirse a ella.