La lluvia no podía durar, Tsubodai estaba casi seguro. Caía con una fuerza asombrosa, resonando sobre sus tumanes. El cielo era un muro de nubes negras que los relámpagos cruzaban a intervalos irregulares, revelando nítidas instantáneas del campo de batalla. Tsubodai nunca habría entablado batalla en un día así si el enemigo no hubiera adoptado una nueva posición en la oscuridad. Era una acción arriesgada, incluso para jinetes tan armados como sus propios guerreros.
El Volga estaba a sus espaldas. Les había llevado un año más lograr que las tierras al otro lado del río fueran seguras, el segundo transcurrido desde su marcha de Karakorum. Había elegido ser concienzudo, hostigar a los grandes hombres del territorio atacando sus pueblos y ciudades amurallados desde un amplio frente hasta que se vieran obligados a unirse contra él. De esa forma, sus tumanes podían destruirlos a todos en vez de pasar muchos años persiguiendo a cada duque y noble menor, se llamaran como se llamaran. Durante meses, Tsubodai había avistado a distintos desconocidos vigilando sus columnas desde las cimas de las colinas, pero se desvanecían cuando los desafiaban, volviendo a desaparecer en los húmedos bosques. Parecía que a sus amos no les unía ninguna lealtad mutua y, por un tiempo, se había visto obligado a atacarlos uno a uno. Pero eso no bastaba. Para cubrir la extensión de territorio que pretendía conquistar, no se permitía dejar intacto ningún ejército de importancia ni ninguna ciudad. Era una compleja red de terrenos e información y cada mes que pasaba era más difícil gestionarla. Su punta de lanza estaba ensanchándose más y más y sus recursos estaban al límite. Necesitaba más hombres.
Como de costumbre, sus exploradores habían salido a reconocer el terreno, relevándose constantemente. Hacía unos días, varios de ellos no habían regresado. En cuanto desaparecieron los primeros, Tsubodai se preparó para un ataque, casi dos días antes de que el enemigo estuviera a la vista.
Antes de que amaneciera, con una llovizna fría calándolos hasta los huesos, todos oyeron la advertencia de los cuernos, transmitida de hombre a hombre. Llegando desde varios kilómetros a la redonda, las columnas mongolas se habían unido, formando una única masa de caballos y guerreros. No había campamento separado para los que no podían luchar. Desde los niños hasta las ancianas subidas a los carros, Tsubodai prefería que se desplazaran protegidos por el ejército principal. Su caballería ligera tomó posiciones en las inmediaciones: todos los hombres llevaban los arcos cubiertos, temiendo el momento en que tendrían que disparar las flechas bajo la lluvia. A pesar de que llevaban cuerdas de repuesto, la lluvia las estropeaba enseguida, estirando las tiras de piel y restándole fuerza a los proyectiles.
Cuando la gris mañana se iluminó tenuemente, el terreno ya se había reblandecido. Los carros se atascarían. Tsubodai comenzó a organizar la formación de un círculo con ellos, detrás del campo de batalla. Todo el tiempo siguió recopilando información. Habían alcanzado a muchos de sus exploradores, pero otros luchaban por llegar con noticias para él. Algunos estaban heridos y uno llevaba una flecha alojada en la espalda, cerca del omóplato. Antes de que Tsubodai pudiera siquiera ver el horizonte, ya había calculado las cifras de efectivos del enemigo. Avanzaban deprisa hacia él, arriesgando su vida y la de sus monturas para sorprender a las columnas mongolas, alcanzarlas antes de que hubieran formado.
Sonrió al pensarlo. No era ningún salvaje guerrero de una tribu que pudieran sorprender al amanecer. No era posible arrollar a sus hombres con una carga repentina. Los nobles rusos estaban reaccionando como hormigas que salen a repeler a un invasor, sin detenerse a reflexionar.
Los tumanes avanzaban con soltura en formación: cada jagun de cien seguía al siguiente en la oscuridad, llamándose desde el frente y la retaguardia para mantener las posiciones. Los cinco generales hablaron por turnos con Tsubodai, que repartió las órdenes sin titubear. Se separaron al galope para ir pasándolas a través de la línea de mando.
Tsubodai había adoptado la práctica de interrogar prisioneros si el oro no compraba lo que necesitaba. Moscú, el núcleo de poder de la región, se encontraba frente a ellos. Los prisioneros conocían su localización junto al río Moscova. Ahora Tsubodai también la conocía. Los rusos eran el culmen de la arrogancia, se consideraban a sí mismos los amos de las llanuras centrales. Tsubodai volvió a sonreír para sí.
El aguacero había comenzado después de que los jinetes enemigos se lanzaran al ataque, pero no lo habían cancelado. El blando terreno los obstaculizaría a ellos tanto como a sus propios guerreros. Sus tumanes estaban en inferioridad numérica, pero siempre lo estaban. Las fuerzas auxiliares de las que Batu se había burlado servirían para defender los flancos y evitar una maniobra envolvente. Tsubodai tenía a sus mejores hombres entre ellos, entrenándolos constantemente y estableciendo cadenas de mando. Ya habían dejado de ser una mera chusma de campesinos y no los perdería sin una buena razón. Para su experimentado ojo, sus formaciones de infantería eran irregulares comparadas con la disciplina de sus tumanes, pero seguían siendo muchos, erguidos sobre el barro con hachas, espadas y escudos.
Tsubodai había repartido las órdenes y el resto estaba en manos de los individuos que lideraba. Sus hombres sabían que los planes podían cambiar en un instante, si surgía algún factor nuevo. La ola de órdenes recomenzaría y las formaciones cambiarían más deprisa de lo que su rival podía reaccionar.
La luz que se filtraba por detrás de las nubes no aumentó. De repente, la lluvia arreció, aunque los truenos cesaron por un tiempo. Para entonces, Tsubodai ya distinguía jinetes en la masa enemiga que avanzaba como una mancha a través de las colinas. Recorrió el flanco de sus tumanes, comprobando cada detalle mientras los mensajeros corrían de un lado a otro. Si no hubiera sido por la lluvia, habría dividido al ejército y habría enviado a Batu por un lado para flanquear o cercar al enemigo. En aquellas circunstancias, había elegido parecer lento y torpe, un único grupo de guerreros cabalgando ciegamente hacia sus rivales. Eso es lo que los rusos esperarían de unos caballeros con armadura.
La mirada de Tsubodai buscó a Batu, que cabalgaba con su tumán. La posición del joven estaba marcada en la tercera fila por una hueste de estandartes, pero Tsubodai sabía que no estaba allí. Esa era otra innovación. Las órdenes de Tsubodai habían sido revelar esas posiciones con banderas, pero que los generales se retiraran a un lado de sus tropas. Los portaestandartes iban protegidos por unos pesados escudos y, ante la perspectiva de engañar al enemigo con esa estratagema, tenían la moral muy alta.
Un terrón de barro frío salió volando del casco de un caballo y alcanzó la mejilla de Tsubodai, que se la limpió. Los rusos estaban a menos de kilómetro y medio y su mente iba haciendo cálculos a toda velocidad mientras los ejércitos se aproximaban. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Su rostro se crispó mientras pensaba. Buena parte del plan dependía de que Batu siguiera sus órdenes, pero si el joven general fallaba o desobedecía, Tsubodai estaba preparado. No le daría a Batu otra oportunidad, fueran quienes fueran su padre y su abuelo.
El chubasco cesó sin previo aviso y, súbitamente, el ruido de caballos y hombres inundó la mañana, y las órdenes, antes amortiguadas, sonaron ahora con toda claridad. El príncipe ruso había ampliado la línea de batalla al ver sus efectivos, preparándose para rodearlos con sus hombres. A uno de los flancos rusos le estaba costando mantener el ritmo del resto en el cenagoso terreno: sus caballos se hundían en el fango y resurgían solo con esfuerzo. Era una debilidad y Tsubodai envió mensajeros a sus generales para asegurarse de que la habían percibido.
Estaban a ochocientos pasos: mantuvo las columnas juntas. Estaban demasiado lejos para las flechas, y los cañones se habrían quedado atrás en el arduo avance por el blando terreno. Tsubodai notó que los guerreros rusos llevaban lanzas y arcos. No veía los enormes caballos montados por caballeros de hierro. Este noble ruso parecía preferir la armadura ligera, la velocidad a la fuerza, tanto como el propio Tsubodai. Si el enemigo comprendía verdaderamente esas cualidades, Tsubodai sabía que sería difícil inmovilizarlo, pero no había indicios de esa comprensión. Habían visto que su contingente no era muy grande, y que avanzaban pesadamente en bloque. Su líder, fuera quien fuera, había elegido una simple formación en cabeza de martillo para aplastar a los meros pastores de una tribu.
A cuatrocientos pasos, las primeras saetas subieron muy arriba, disparadas por jóvenes estúpidos de ambos bandos que deberían haber sabido esperar. Ninguna del bando ruso alcanzó a sus hombres y la mayoría de sus guerreros protegieron las cuerdas de su arco, manteniéndolas cubiertas hasta el último momento. Hombres que habían creado ellos mismos su propio arco no se arriesgarían a verlo destruido por una cuerda que se rompía. Las armas eran valiosas, en ocasiones el único objeto de valor que poseían aparte de un poni y una silla de montar.
Tsubodai identificó al príncipe ruso que lideraba el ejército. Como la falsa posición de Batu, estaba rodeado de banderas y guardias, pero el gigantesco caballo situado en el centro del ejército era inconfundible, con su jinete cubierto por una armadura que relucía como plata bajo la lluvia. Llevaba la cabeza descubierta y, a doscientos pasos, su mirada aguda a pesar de la distancia, Tsubodai distinguió una barba rubia. Envió a otro jinete a Batu para estar seguro de que había visto a su hombre, pero era innecesario. En cuanto el emisario hubo partido como un rayo, Tsubodai vio que Batu señalaba con el dedo hacia allá y repartía órdenes a sus minghaans.
Los truenos retumbaron de nuevo por encima de sus cabezas y, por un instante, Tsubodai vio miles de rostros de tez clara alzarse hacia el cielo. Se dio cuenta de que muchos de ellos llevaban barba. En comparación con la cara mongola, casi barbilampiña, eran como enormes osos. En aquel momento su caballería ligera disparó miles de flechas, muy altas. Para los primeros disparos, un hombre de cada diez utilizaba una punta silbante, tallada y acanalada para que chillara en el aire. Hacían menos daño que las de cabeza de acero, pero el sonido era sobrenatural y terrorífico. En el pasado, los ejércitos se habían desmoronado y habían echado a correr tras esa primera descarga. Tsubodai sonrió al oír los naccara produciendo sus propios truenos, respondiendo a la tormenta que se alejaba por el este.
Las flechas se curvaron hacia arriba y cayeron con fuerza. Tsubodai notó que los rusos protegían al rubio líder con sus escudos, ignorando su propia seguridad. Algunos de sus guardias cayeron, pero luego el firme avance pareció acelerarse y la distancia entre ellos disminuyó con rapidez. La caballería ligera mongola lanzó otra lluvia de proyectiles antes de retroceder en el último momento y dejar pasar a los lanceros. Era el momento de la locura de Batu, tal como Tsubodai había ordenado. El nieto de Gengis atacaría al rubio líder personalmente. Un caballero de hierro esperaría exactamente ese tipo de desafío.
Los naccara rugieron: los chicos de los camellos golpeaban con violencia los timbales que colgaban a ambos costados creando un confuso estruendo. Los minghaans de Batu trotaban en formación de punta de flecha, adelantándose a los tumanes y, a la vez, los guerreros empezaron a gritar, un aullido ululante que hacía palidecer a sus enemigos.
Los jinetes rusos arrojaron una lluvia de flechas. Cayeron fundamentalmente sobre los portaestandartes de la tercera fila de la formación principal, rodeados por las restallantes banderas. Levantaron los escudos por encima de sus cabezas y aguantaron. Delante de ellos, Batu dirigía una carga de tres mil hombres hacia el mismo centro de la fuerza rusa.
Tsubodai observó con frialdad, satisfecho de que el valor del joven estuviera a la altura de la tarea. La punta de flecha serviría a un propósito en concreto. Tsubodai vio cómo abrían una brecha con flechas en las líneas rusas, después levantaron las lanzas, adentrándose más aún entre ellos. El líder estaba señalándolos y gritando a sus hombres mientras los minghaans de Batu arrojaban al suelo las lanzas rotas y desenfundaban las espadas ligeramente curvadas, de buen acero. Cayeron caballos y hombres, pero siguieron atacando. Antes de perderlo de vista en la masa, Tsubodai vio a Batu en la sangrienta punta de la lanza, presionando a su montura para que corriera más y más.
Furioso, Batu le asestó un golpe brutal a un rostro rugiente y luego pasó la hoja por la boca del hombre, dejándole la mandíbula colgante, flácida. Le dolía el brazo de la espada, pero le hervía la sangre y sentía como si pudiera luchar todo el día. Sabía que Tsubodai estaría observando: el despiadado estratega, el Orlok Bahadur que se deshacía de guerreros como si no significaran nada para él. Bien, que el viejo viera cómo se hacía.
Los minghaans de Batu se estrellaron contra los rusos, dirigiéndose hacia el príncipe y sus largos estandartes. Había momentos en los que Batu veía al guerrero rubio en su resplandeciente armadura. Sabía que iban a por él, arriesgándolo todo por un único tajo en su garganta. Era el tipo de ataque que un ejército ruso podría haber emprendido.
Batu conocía el auténtico plan. Tsubodai le había confiado al menos eso antes de mandarle salir. Tenía que iniciar un intenso ataque hasta que sus hombres empezaran a verse superados por las masas enemigas. Solo entonces podía empezar a luchar para salir de allí. Sonrió con amargura para sí: llegados a ese punto, no sería difícil fingir pánico. La falsa retirada empezaría con un hundimiento simulado del núcleo de los mongoles, que enseguida daría paso a una retirada en desbandada de los tumanes. Los jinetes rusos debían ser atraídos por las alas de infantería, más y más lejos, haciendo que se alargaran y adelgazaran en el terreno y, en ese momento, las mandíbulas se cerrarían. Si alguno de ellos conseguía escapar de esa trampa, la reserva de Kachiun, escondida a unos kilómetros en lo profundo del bosque, golpearía desde ambos lados. Era un buen plan, si los auxiliares lograban mantener los flancos, si Batu sobrevivía. Al dar un golpe de revés con su espada en la mejilla de un caballo, arrancando una enorme rebanada, recordó la mirada desafiante de los ojos del general al darle la orden. Batu no le había dejado ver ni un ápice de la turbulenta ira que le inundó. Por supuesto, Tsubodai le había elegido a él. ¿Quién si no había sido una espina clavada en su costado durante tantos meses? Sus oficiales minghaan habían intercambiado miradas resignadas al oírlo, pero, aun así, se habían presentado voluntarios. Ni uno solo de ellos había dado un paso atrás, deseosos de cabalgar junto al nieto de Gengis.
Un nuevo arrebato de ira llenó a Batu al pensar en el desperdicio de su lealtad. ¿Cuánto había avanzado? ¿Doscientos pasos, trescientos, más… en las filas del enemigo? Se arremolinaban a su alrededor, agitando sus espadas y deteniendo los golpes con sus escudos. Las flechas silbaban junto a su rostro. Los rusos llevaban armadura de cuero y su hoja estaba suficientemente afilada para perforarla con una estocada, o incluso cortarla al pasar, dejándolos boqueando con las costillas ensangrentadas. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba avanzando entre las masas de caballos, separándose más y más de la seguridad de los tumanes. Todo cuanto sabía era que tenía que elegir bien el momento. Demasiado pronto y los rusos presentirían que se trataba de una trampa y, simplemente, cerrarían filas tras él. Demasiado tarde y no quedarían suficientes guerreros para fingir la falsa retirada. Sus hombres habían elegido seguirle hasta la boca de la bestia. No por Tsubodai, sino por él.
Sintió que su carga se ralentizaba a medida que los guerreros mongoles se iban quedando atrapados entre las filas rusas. Cada paso que daban había más guerreros rusos contra sus flancos, alargando más y más el contingente mongol, como una aguja era envuelta por la carne en la que penetraba. Batu sintió el miedo subiéndole por la garganta como ácido. Agarró un escudo de cuero y madera y tiró de él hacia sí con la mano izquierda, atravesando con su espada al hombre que lo sostenía. Clavó la hoja con toda su furia y luego le golpeó con la empuñadura, haciendo que el enemigo se desplomara hacia atrás con la cara convertida en un amasijo de sangre.
Tres guerreros se mantuvieron en línea con él mientras obligaba a su montura a avanzar cuatro pasos más, matando a un hombre para hacer espacio. De pronto, uno de sus compañeros se había ido, herido por una flecha en la garganta: cayó hacia atrás de la silla, dejando sin jinete al caballo que, con pánico creciente, bufó y arremetió con los cascos contra todo lo que le rodeaba. Era el momento. Era el momento, ¿no? Batu recorrió el campo de batalla con la mirada. ¿Había hecho suficiente? La agonía de la decisión lo devoraba. No podía regresar demasiado pronto y enfrentarse a la severa expresión de Tsubodai. Mejor morir que permitir que ese hombre creyera que le había faltado valor.
Siempre había sido difícil mirar a los ojos de un hombre que había conocido a Gengis. ¿Cómo podría jamás igualar aquellos recuerdos? El abuelo que había conquistado una nación, que nunca había conocido a Batu o sabido de su existencia. El padre que había traicionado a la nación y había sido asesinado como un perro en la nieve. Era el momento.
Batu notó que una espada le golpeaba la manga de hierro y dejó que resbalara, ineficaz, mientras asestaba un tajo en el brazo que la sostenía. Estaba cubierto de sangre y se oían gritos por todas partes. Los rusos contra los que luchaba estaban pálidos de ira o miedo y levantaban pesados escudos que se iban cargando de flechas mongolas. Batu se volvió para iniciar la retirada y, durante un solo instante, miró a través de las filas de enemigos hacia donde el líder rubio le observaba con calma, con una enorme espada preparada delante del pomo de la silla.
Tsubodai nunca había esperado que la punta de lanza se aproximara tanto. Batu vio que sus hombres estaban listos para abrirse camino para salir. Aunque para no convertirle en el blanco de todos los arqueros rusos no llevaba ningún símbolo de su rango, sus guerreros se volvían a mirarle, arriesgando la vida al hacerlo. La mayoría de los rusos seguían mirando al frente, por donde los tumanes se habían abalanzado sobre ellos. Aullarían y perseguirían a los mongoles cuando dieran media vuelta para huir, pero Batu pensó que sus hombres lograrían salir, iniciando la desbandada. Estaba tan cerca. ¿Quién habría creído que su avance llegaría hasta el príncipe ruso?
Batu respiró hondo.
—¡No nos retiramos! —bramó, advirtiendo a sus hombres.
Hincó los talones en su caballo, que se empinó, pataleando con los cascos un escudo y rompiéndole los dedos a su propietario. Batu entró a fondo por el hueco, agitando salvajemente su espada. Algo le golpeó desde un lado y sintió una oleada de dolor que se desvaneció antes de que pudiera saber si la herida era grave. Vio al líder levantar la espada y el escudo y su gigantesco caballo resopló. El príncipe ruso había decidido no esperar, su sangre encendiéndose ante el desafío. El formidable corcel saltó hacia delante, echando a un lado de un empujón a sus propios guardias.
Batu gritó lleno de excitación, una jerigonza de insultos y rabia. No sabía si podría atravesar las sólidas filas finales, pero allí estaba el propio príncipe aproximándose para acabar con los insolentes jinetes. Batu vio cómo alzaba la espada por detrás de la espalda. Ambos caballos estaban frente a frente, pero la montura de Batu estaba cansada y maltrecha, magullada por el impacto constante y los miles de cortes y heridas que se recibían al atravesar una línea de batalla.
Batu levantó en el aire su propia espada, tratando de recordar las palabras de Tsubodai sobre las debilidades de los caballeros. Cuando se acercó, el príncipe de barba dorada le pareció un gigante, envuelto en acero e imparable. No obstante, no llevaba casco y Batu era joven y veloz. Cuando la hoja rusa cayó con suficiente fuerza para partirle en dos, Batu empujó suavemente a su poni hacia la derecha y esquivó la poderosa espada. A continuación, lanzó una estocada con su propia hoja, suficientemente larga para acariciar la garganta que palpitaba bajo la barba.
Batu escupió una maldición al ver que su arma solo conseguía arañar el metal. Le había cortado un trozo de barba, pero el hombre en sí estaba intacto, aunque rugió, loco de indignación. Los caballos estaban atrapados en la melé de la batalla, incapaces de liberarse, pero ambos hombres estaban uno al lado del otro, exponiendo sus costados izquierdos, más débiles. La espada del príncipe volvió a alzarse, pero su movimiento fue lento y pesado. Antes de que pudiera asestar el golpe, Batu le había alcanzado tres veces en la cara, cortándole mejillas y dientes, cercenándole parte de la mandíbula. El príncipe ruso se tambaleó mientras Batu aporreaba su armadura, mellando la placa de metal que le protegía el pecho.
El rostro del ruso era una masa sanguinolenta, tenía los dientes rotos y la mandíbula colgando. Sin duda moriría de la terrible herida, pero sus ojos se despejaron y movió su brazo izquierdo como un martillo. Recubierto de hierro, chocó como un mazazo en el pecho de Batu. Estaba guiando a su poni con la presión de sus rodillas y no llevaba riendas. Los altos pomos de madera de la silla le salvaron y se retorció en un ángulo imposible. Había perdido la espada, aunque no podía recordar haberla soltado. Ciego de furia, extrajo un puñal de una funda que llevaba escondida en la pantorrilla y la hundió en el rojo revoltijo de la mandíbula del príncipe, serrando la barba rubia, poblada y con reflejos pelirrojos.
El príncipe se desplomó y un grito horrorizado brotó de las gargantas de sus escuderos y vasallos. Batu levantó las manos en señal de victoria, lanzando un largo y atronador aullido para celebrar que estaba vivo y había vencido. No sabía lo que estaba haciendo Tsubodai en aquel momento o lo que el orlok pensaría de lo sucedido. Había sido decisión de Batu y el príncipe se había enfrentado a él. Había derrotado a un enemigo fuerte y poderoso y, durante un momento, no le importaba si los rusos lo mataban. Aquel era su momento y lo saboreó.
Al principio, no vio la reacción en cadena que se extendió por las filas rusas cuando el suceso se difundió. Para la mitad del ejército, se había producido a sus espaldas y la noticia de la muerte del príncipe tuvo que pasarse a gritos de unidad en unidad. Antes de que Batu bajara los brazos, algunos de los nobles más alejados habían dado ya media vuelta a sus monturas e iniciado la retirada, llevándose con ellos a miles de jinetes que aún no habían llegado siquiera a luchar. Los que intentaban continuar luchando los vieron marcharse y gritaron furiosos a través del campo de batalla, haciendo sonar los cuernos. El príncipe había muerto y sus ejércitos se estremecían por lo repentino de la desgracia. Ese no sería su día, esa no sería su victoria. Al saberlo, pasaron de ser unos contendientes decididos a convertirse en un puñado de hombres asustados, que retrocedían ante los tumanes de Tsubodai mientras esperaban que alguien les hiciera formar de nuevo, que algún otro tomara el mando.
Pero nadie lo hizo. Tsubodai envió a sus minghaans a toda velocidad por los flancos. Sus nervudos ponis levantaban pequeños terrones del suelo que volvían a caer a sus espaldas como lluvia. Las flechas caían de nuevo en avalancha sobre las filas rusas y la caballería pesada de Tsubodai se separó del frente para regresar formando puntas de lanza como la que Batu había clavado en el corazón de su ejército. Tres ataques independientes arrollaron las desordenadas tropas. Aun entonces, los defensores respondieron con desgana. Habían visto a sus nobles marcharse y a regimientos y unidades enteras iniciar la retirada. Era demasiado pedir que ellos se quedaran allí para ser masacrados. Algún otro podría sufrir la ira de los guerreros mongoles, ahora que su sangre estaba encendida. Más y más rusos abandonaban el campo de batalla, volviendo la mirada hacia el decreciente núcleo donde sus compañeros todavía luchaban y morían. Era suficiente. El príncipe había muerto y ellos habían hecho suficiente.
Tsubodai observó con calma cómo se desmoronaba el ejército ruso. Se preguntó cómo reaccionarían sus propios tumanes si él caía, pero sabía la respuesta. Seguirían luchando. Lo soportarían. En los tumanes, los guerreros casi nunca veían al orlok o incluso a sus propios generales. Conocían al líder de sus diez, un hombre que habían elegido ellos mismos. Conocían al oficial de los cien, quizá incluso al oficial minghaan de vista. Esos eran los que hablaban con autoridad, no un distante comandante. Tsubodai sabía que si caía, la nación completaría su tarea y ascendería a otro para liderar en su lugar. Era una decisión fría, pero la alternativa era presenciar la destrucción de un ejército a partir de la muerte de un solo hombre.
Tsubodai envió mensajeros a sus generales, felicitándolos y dándoles nuevas órdenes. Se preguntó si los que se habían marchado del campo de batalla esperarían que los dejara ir sin más. No siempre lograba comprender a los soldados extranjeros contra los que luchaba, aunque aprendía todo cuanto podía. Sabía que algunos de ellos esperarían volver a sus hogares, pero eran esperanzas necias. ¿Por qué dejar con vida a hombres que algún día podrían enfrentarse a ti de nuevo? Ese era el juego de la guerra, y Tsubodai sabía que sería una larga cacería, de semanas o incluso de meses, antes de que sus hombres hubieran acabado con el último de ellos. No necesitaba persuadirles de su necedad, solo destruirlos y seguir adelante. Se frotó los ojos, notando súbitamente la fatiga. Tendría que enfrentarse a Batu, si el joven aún vivía. Había desobedecido sus órdenes. Tsubodai se preguntó si podía ordenar que un general fuera azotado después de que le hubiera otorgado una victoria así.
Tsubodai se giró al oír gritos de celebración cerca de él. Apretó los labios, irritado al ver que Batu era el centro del alborozo. La mitad del ejército ruso seguía en el campo y sus minghaans estaban repartiendo odres de vino y chillando como niños.
Tsubodai hizo girar a su caballo y trotó lentamente hacia la escena. Los hombres guardaban silencio cuando pasaba por su lado y se percataban de que el orlok estaba entre ellos. Sus portaestandartes desplegaron largas tiras de seda que ondeaban y restallaban en la brisa.
Batu intuyó u oyó su llegada. Ya estaba empezando a resentirse de la paliza recibida. Un ojo y una mejilla se le estaban hinchando, deformándole la cara. Estaba manchado de sangre y sudor y le envolvía el penetrante olor a caballo mojado. Varias placas de su armadura estaban sueltas y de una de sus orejas salía una línea de sangre seca que le recorría la piel hasta perderse en el interior de su túnica. Con todo, estaba exultante y la avinagrada expresión de Tsubodai no le arruinaría el buen humor.
—General, estás desperdiciando una mañana —dijo Tsubodai.
Los hombres que rodeaban a Batu interrumpieron sus vítores. Cuando se callaron, Tsubodai prosiguió con frialdad.
—Persigue al enemigo, general. Que no escape ni uno. Localiza su bagaje y campamento y evita que sea saqueado.
Batu posó en él la mirada, sin hablar.
—¿Bien, general? —continuó Tsubodai—. ¿Te enfrentarás a ellos mañana, cuando hayas desaprovechado esta ventaja? ¿Permitirás que lleguen sanos y salvos a Moscú o a Kiev? ¿O cazarás a los rusos ahora, con los demás tumanes bajo mi mando?
Los guerreros que rodeaban a Batu se alejaron como un resorte, como críos pillados robando. Ninguno de ellos osó mirar a Tsubodai, solo Batu sostuvo la mirada. Tsubodai esperaba algún tipo de réplica, pero se equivocaba con él.
Otro grupo de jinetes llegó a medio galope desde las líneas. La matanza del enemigo estaba comenzando: los lanceros y arqueros seleccionaban y eliminaban sus presas casi por deporte. Tsubodai vio que el grupo era liderado por el hijo del khan, Guyuk, cuyos ojos solo miraban a Batu mientras se aproximaba. No pareció ver a Tsubodai.
—¡Batu Bahadur! —exclamó Guyuk, poniendo su montura a su lado—. Ha sido una hazaña estupenda, primo. Lo he visto todo. ¡Por el dios cielo, pensé que nunca lograrías volver de allí, pero cuando llegaste hasta ese noble…! —Sin palabras, palmeó a Batu en la espalda, con admiración—. Lo anotaré en los informes para mi padre. ¡Qué momento más increíble!
Batu miró un instante a Tsubodai para ver cómo estaba tomándose esas generosas alabanzas. Guyuk se dio cuenta y se giró.
—Enhorabuena por la victoria, Tsubodai —dijo Guyuk. Su ánimo era campechano y alegre, aparentemente ajeno al tenso momento que había interrumpido—. ¡Vaya golpe! ¿Lo viste? Pensé que me iba a atragantar cuando vi que el príncipe se adelantaba para aceptar su desafío.
Tsubodai inclinó la cabeza apreciativamente.
—Aun así, no debemos permitir que los rusos se reagrupen. Es hora de perseguirlos, de ir tras ellos todo el camino hacia Moscú. Tu tumán luchará también, general.
Guyuk se encogió de hombros.
—Persigámoslos, entonces. Ha sido un gran día.
Abstraído, volvió a golpear a Batu en el hombro y se alejó con sus hombres, gritando órdenes a otro grupo para que se uniera a él. Cuando se marchó, el silencio se hizo patente y Batu esbozó una ancha sonrisa mientras aguardaba. Tsubodai no dijo nada, y Batu asintió para sí, girando su caballo y uniéndose a sus oficiales minghaan. Dejó a Tsubodai con la mirada fija clavada en su espalda.