XV

Tsubodai tiró de las riendas y frenó al borde de un barranco, inclinándose por encima de la silla para observar el valle que se extendía debajo. Le había llevado todo un día de viaje a través de caminos de cabras alcanzar ese lugar, pero, desde esa altura, se divisaban más de treinta kilómetros a la redonda: colinas y aldeas, ríos y ciudades. El ancho Volga discurría hacía el oeste, pero no era un obstáculo serio. Ya había enviado a unos hombres con órdenes de vadearlo por las barras de arena para explorar las islas y las orillas del otro lado. Había asaltado esas tierras años atrás. Sonrió al recordar cómo había cruzado con sus hombres los ríos helados. Los rusos habían creído que nadie resistiría su invierno. Se habían equivocado. Solo Gengis podía haberle hecho regresar en aquel momento. Cuando el gran khan le había ordenado que volviera a casa, Tsubodai había vuelto, pero eso no sucedería nunca más. Ogedai le había dado mano libre. Las fronteras Chin del este eran seguras y, si podía conquistar las tierras al oeste, la nación dominaría las llanuras centrales de mar a mar, un imperio tan vasto que desafiaba la imaginación. Tsubodai estaba ansioso por ver las tierras que se extendían al otro lado de los bosques rusos, recorrer el camino hasta los legendarios mares helados y sus gentes blancas como fantasmas, que nunca veían el sol.

Ante una vista así, era fácil imaginar los hilos de su influencia alargándose por el territorio y regresando hasta él. Tsubodai se hallaba en el centro de una red de mensajeros y espías. A lo largo y ancho de cientos de kilómetros en torno a su posición, tenía hombres y mujeres en todos los mercados, pueblos, ciudades y fortalezas. Algunos de ellos no tenían ni idea de que las monedas con las que les pagaban procedían de los ejércitos mongoles. Algunos de sus exploradores e informantes eran miembros de tribus turcas, y carecían del pliegue en los párpados que identificaba a sus guerreros. Otros eran hombres que Tsubodai y Batu ya habían reclutado con su aquiescencia o sin ella. Salían tambaleándose de las cenizas de cada ciudad, desesperados y sin hogar, dispuestos a aceptar cualquier cosa que sus conquistadores les pidieran a cambio de sus vidas. La plata del khan fluía como un río por las manos de Tsubodai y compraba información tanto como carne y sal… Y la valoraba más.

El general giró la cabeza cuando Batu apareció en la última curva y acercó su poni a la cresta del risco antes de desmontar. Batu contempló los valles con expresión de aburrido resentimiento. Tsubodai frunció el ceño para sí. No podía cambiar el pasado, como no podía cuestionar el derecho de Ogedai Khan a ascender a un hosco muchacho a comandante de un millar de hombres. Un adolescente inexperto con un ejército podía hacer mucho daño. Lo raro era que Tsubodai persistía en prepararle para ser el destructor más eficiente posible. El tiempo de soledad le daría perspectiva y sabiduría, todo aquello que, en la actualidad, a Batu le faltaba.

Permanecieron largo tiempo en silencio antes de que a Batu se le agotara la paciencia, como Tsubodai preveía. No había calma en el interior del joven y enfadado guerrero, no había paz, sino que, al contrario, siempre parecía estar a punto de estallar de ira y todos los que le rodeaban lo percibían.

—He llegado, Tsubodai Bahadur —Batu pronunció el sobrenombre del general con expresión desdeñosa, haciendo que la palabra «valiente» sonara como una burla—. ¿Qué hay allí que solo tus ojos pueden ver?

Tsubodai contestó como si nada hubiera pasado, manteniendo su voz tan irritantemente relajada como fue capaz.

—Cuando avancemos, tus hombres no podrán ver el terreno, Batu. Podrían perderse o tener que detenerse ante un obstáculo. ¿Ves aquellas colinas bajas, allí?

Batu entornó los ojos para mirar hacia donde Tsubodai señalaba.

—Desde aquí, puedes ver cómo discurren casi en paralelo, dejando un espacio central libre durante… dos kilómetros, quizá tres. Cuatro o cinco li, como miden las distancias los Chin. Podríamos emboscar dos minghaans a cada uno de los lados. Si hacemos que los rusos entren en batalla unos kilómetros más abajo, una falsa retirada les arrastrará hasta esas colinas y ya no saldrán de allí.

—Eso no es nada nuevo —dijo Batu—. Conozco la retirada fingida. Pensé que tendrías algo más interesante que hiciera que mereciera la pena haber trepado con el caballo hasta aquí.

Tsubodai posó una fría mirada sobre el joven durante un momento, pero Batu la sostuvo con insolente confianza.

—¿Sí, Orlok Tsubodai? —preguntó—. ¿Hay algo que quieras decirme?

—Es importante elegir el terreno y luego explorarlo bien para descubrir obstáculos ocultos —respondió Tsubodai.

Batu se rio entre dientes y bajó la mirada de nuevo. Pese a su bravuconería y arrogancia, Tsubodai notó que estaba absorbiendo todos los detalles del terreno, recorriéndolo con los ojos de lado a lado como si lo memorizara. Era un estudiante desagradable, pero su mente era extremadamente aguda. Era difícil no pensar en su padre a veces, y esos recuerdos aplacaban la irritación del general.

—Dime lo que ves en nuestros tumanes —continuó Tsubodai.

Batu se encogió de hombros. Abajo, vio cinco columnas avanzando despacio por el terreno. Le bastó una ojeada para interpretar sus posiciones.

—Marchamos por separado y atacamos juntos. Cinco dedos cubriendo el máximo terreno posible. Los mensajeros los mantienen en contacto para poder responder con rapidez ante cualquier demostración de fuerza. Creo que fue mi abuelo el que inició esa práctica. Ha funcionado bastante bien desde entonces.

Esbozó una ancha sonrisa sin mirar a Tsubodai. Batu sabía que el general había creado la formación que permitía que un pequeño ejército atravesara áreas enormes, despejando ciudades y pueblos frente a ellos y dejando un territorio humeante a sus espaldas. Se reunían solo cuando el enemigo se presentaba en masa, momento en el cual los raudos mensajeros hacían que los tumanes aparecieran a toda velocidad, como un puño que aplastaba su resistencia antes de que pudieran avanzar.

—Tienes buenos ojos, Batu. Dime qué más ves.

La voz de Tsubodai sonaba exasperantemente calmada y Batu mordió el anzuelo, resuelto a demostrarle que no necesitaba que le diera lecciones. Habló con rapidez, utilizando la mano para trazar líneas en el aire.

—En cada columna hay grupos de diez exploradores situados al frente. Se adelantan hasta ciento treinta kilómetros, buscando al enemigo. El centro lo ocupan las familias, el bagaje, los bueyes, los camellos, los tambores y miles de tiendas plegadas. Hay forjas portátiles sobre carros con ruedas provistas de radios reforzados con hierro. Creo que eso es cosa tuya, general. Allí marchan guerreros a pie y muchachos jóvenes, nuestra última defensa en caso de que los guerreros fueran barridos alguna vez. A su alrededor van los rebaños de ovejas, cabras y por supuesto los caballos de repuesto, tres o más por cada hombre. —Habló deprisa, disfrutando de la oportunidad de demostrar sus conocimientos—. Además, está la caballería pesada de los tumanes en minghaans. Y también tenemos la pantalla de caballería ligera, la primera que se enfrenta a cualquier ataque con sus flechas. Por último, tenemos a los hombres de retaguardia, que avanza con paso lento y pesado y desearía estar más cerca del frente en vez de pisar la mierda de todos los demás. ¿Quieres que empiece a nombrar a los oficiales? Tú eres el orlok, al mando de todo, me han dicho. Tu linaje no es digno de mención, así que yo soy el príncipe cuyo nombre aparece en las órdenes, el nieto de Gengis Khan. Es un asunto extraño, pero ya lo discutiremos en otro momento. Yo lidero un tumán, al igual que los generales Kachiun, Jebe, Chulgetei y Guyuk. Los oficiales minghaan, en orden de rango, son…

—Es suficiente, Batu —dijo Tsubodai con suavidad.

—Ilugei, Muqali, Degei, Tolon, Onggur, Boroqul…

—¡Basta! —interrumpió Tsubodai—. Conozco sus nombres.

—Ya veo —dijo Batu, enarcando una ceja—. Entonces no entiendo qué querías que aprendiera perdiendo medio día cabalgando hasta esta roca contigo. ¿Me he equivocado, general? ¿Te he molestado de algún modo? Debes decírmelo, para poder enmendar mi error. Perforó con la mirada a Tsubodai, dejando traslucir su amargura por una vez. Tsubodai controló su cólera, sintió cómo crecía en su interior y la sujetó con firmeza para no arruinar a un joven cuyas únicas culpas eran el rencor y la arrogancia. Se parecía demasiado a Jochi para que Tsubodai no supiera que estaba en lo cierto.

—No has mencionado a los auxiliares —dijo Tsubodai por fin, con calma. Como respuesta, Batu soltó una áspera y desagradable risita.

—No, y no lo haré. Ese desordenado grupo de reclutas forzosos no vale más que para recibir los proyectiles de nuestros enemigos. Voy a regresar con mi tumán, general.

Inició la maniobra de girar su montura pero Tsubodai alargó la mano y sujetó sus riendas. Batu lo fulminó con la mirada, pero tuvo suficiente sentido común como para no coger la espada que pendía de su cintura.

—Todavía no te he dado permiso para marcharte —dijo Tsubodai.

Su rostro continuaba impasible, pero su voz se había endurecido y sus ojos brillaban gélidos. Batu sonrió y Tsubodai notó que estaba a punto de decir algo que haría pedazos la tensa cortesía que existía entre ambos. Por ese motivo prefería tratar con hombres de más edad, que sabían calibrar las consecuencias de sus acciones y no tirarían por la borda toda su vida por un momento de ira. Tsubodai habló deprisa y con firmeza para atajarle.

—Si tengo la más mínima duda sobre tu capacidad para seguir mis órdenes, Batu, te enviaré de vuelta a Karakorum. —Batu abrió la boca para tomar aire con el rostro crispado mientras Tsubodai proseguía implacable—: Puedes presentarle tus quejas a tu tío, pero dejarás de cabalgar junto a mí. Si te encomiendo la toma de una colina, destruirás a todo tu tumán antes que fracasar. Si te digo que ocupes una posición, destrozarás tus caballos para llegar allí a tiempo. ¿Entiendes? Si me fallas en una sola cosa, no habrá una segunda oportunidad. Esto no es un juego, general, y no me importa lo que pienses de mí, no me importa en absoluto. Ahora, si tienes algo que decirme, dímelo.

Con casi veinte años, Batu había madurado desde que ganara aquella carrera de caballos en Karakorum. Controló su ira con una rapidez que sorprendió a Tsubodai, frenando sus emociones y ocultándolas tras una mirada vacía. Su control demostraba que era más un hombre que un chico, pero lo convertía en un adversario mucho más peligroso.

—Puedes tener fe en mí, Tsubodai Bahadur —dijo Batu, esta vez sin sorna—. Con tu permiso, regresaré con mi columna.

Tsubodai inclinó la cabeza y Batu se alejó al trote por el camino de cabras que llevaba a la falda de la colina. Tsubodai se quedó mirándolo durante un tiempo y luego adoptó una mueca descontenta. Si hubiese sido cualquier otro oficial, le habría hecho azotar y le habría atado a un caballo para que le condujesen a casa con deshonor. Solo los recuerdos del padre de Batu y, sí, de su abuelo detuvieron la mano de Tsubodai. Ambos habían sido líderes natos. Quizá el hijo pudiera llegar a parecerse a ellos, a menos, por supuesto, que lo mataran antes. Necesitaba que lo pusieran a prueba para alcanzar la hondura de alma que se obtenía solo con el verdadero conocimiento de la habilidad, y no con la arrogancia vacía. Tsubodai asintió para sí mientras contemplaba las tierras que se extendían a sus pies. Habría muchas oportunidades para templar al fuego el carácter del joven príncipe.

Las tierras rusas resultaron ser la presa perfecta para el tipo de ataque que Tsubodai había perfeccionado. Incluso los nobles protegían sus hogares y ciudades con poco más que una empalizada de madera. Algunas poseían la solidez de décadas o incluso siglos, pero la máquina de guerra mongola había superado esos obstáculos anteriormente en territorio Chin. Sus catapultas destruyeron por completo los antiguos troncos, aplastando en ocasiones al caer a los que se protegían tras ellos. Era cierto que los arqueros mongoles tenían que enfrentarse a bosques más poblados de lo que nunca habían visto, algunos de los cuales abarcaban miles de kilómetros y podían ocultar nutridas fuerzas de caballería. El pasado verano había sido caluroso y las fuertes lluvias hacían que el terreno a menudo estuviera demasiado blando para avanzar a cierta velocidad. Tsubodai detestaba profundamente las marismas, pero estaba empezando a pensar que, si no hubiera sido por ellas, Gengis habría cometido un error atacando el este. Las tierras occidentales seguían estando llenas de atractivos y, por el momento, mientras batían el terreno, Tsubodai no había visto ninguna fuerza que supusiera un reto para sus tumanes. La avalancha mongola los llevó a cientos de kilómetros al norte y el invierno les concedió un bienvenido alivio de las moscas y la lluvia y la enfermedad.

Durante el primer año, se había mantenido al este del río Volga, prefiriendo eliminar cualquier posible amenaza de la zona que se convertiría en su retaguardia y formaría parte de la ruta de suministro hasta Karakorum. Aunque las distancias eran enormes, había un constante ir y venir de jinetes. Las primeras estaciones de posta o yans estaban surgiendo detrás de sus tumanes, tan bien fortificadas como las demás construcciones en territorio ruso. A Tsubodai los edificios le daban igual, pero servían para almacenar grano, sillas de montar y los caballos más veloces de las manadas, listos para ser montados por cualquiera que necesitara correr como una flecha.

Era una mañana de primavera cuando Tsubodai reunió a sus oficiales de mayor rango en un prado junto a un lago lleno de aves salvajes. Sus exploradores habían dedicado la mañana a atrapar millares de esos pájaros por medio de redes o a hacer que echaran a volar por diversión. Las mujeres de los campamentos los estaban desplumando para asarlos por la noche, creando grandes montones de plumas que se deslizaban sobre la hierba como aceite derramado.

Batu observó con interés cuidadosamente disimulado al guerrero que Tsubodai hizo avanzar hasta la primera fila. Era uno de sus más poderosos guerreros y su rostro estaba oculto por un casco de hierro pulido. Todo cuanto tenía lo había capturado en una zona más lejana, hacia el oeste. Incluso su caballo era un monstruo, negro como la noche y el doble de alto que cualquier poni mongol. Como su jinete, estaba cubierto con una coraza de hierro, desde las escamas que rodeaban sus ojos hasta una falda de metal y cuero reforzado que protegía sus cuartos traseros de las flechas.

Algunos hombres lo miraron con codicia, pero Batu despreciaba a un animal así. Con lo grande que era y esa armadura tan pesada, sin duda sería una montura lenta, al menos en las maniobras de ataque y rechazo de la batalla.

—Esto es a lo que nos enfrentaremos a medida que avancemos hacia el oeste —dijo Tsubodai—. Hombres como este, en jaulas de hierro, constituyen la fuerza más temible en el campo de batalla. Según los monjes cristianos de Karakorum, sus cargas son imparables: un enorme peso de metal y cuero que puede aplastar cualquier cosa que les opongamos.

Los hombres se movieron incómodos, dudando si creer una afirmación tan grandilocuente. Observaron fascinados cómo Tsubodai acercaba su poni al otro animal. Parecía pequeño junto al hombre y su caballo, pero empleó las riendas con ligereza para hacer que su poni le diera la vuelta en un estrecho círculo.

—Alza la mano cuando puedas verme, Tangut —dijo.

No tardaron mucho tiempo en comprender. La línea de visión que Tsubodai había revelado en el guerrero era solo una corta franja en el frente.

—Incluso con la visera levantada, no puede ver nada por los lados o por atrás, y será difícil girar con tanto hierro encima. —Tsubodai alargó la mano y golpeó con el puño el peto del guerrero. Resonó como una campana—. Lleva el pecho bien protegido. Debajo del peto lleva una capa de eslabones de hierro, como una cota de malla. Su propósito es similar al de nuestras túnicas de seda, pero ha sido creada para resistir hachas y cuchillos más que flechas.

Tsubodai hizo un gesto a un muchacho que sostenía una larga lanza y el chico echó a correr hacia el guerrero y se la entregó, llamando su atención con unos golpecitos en la pierna.

—Así se utilizan —dijo Tsubodai—. Como nuestra propia caballería pesada, se abalanzan de frente contra el enemigo. En una carga, su armadura no tiene ningún defecto ni agujero.

Asintió mirando a Tangut y todos observaron cómo el guerrero y su voluminoso caparazón metálico se alejaban al trote, tintineando a cada paso.

A doscientos pasos, el hombre hizo dar media vuelta a su pesada montura, que se empinó sobre las patas traseras y bajó las orejas. El guerrero le clavó los talones en la grupa y el animal echó a correr, golpeando el suelo con sus gruesas patas. Batu vio cómo al bajar la testuz del caballo, la coraza de pecho y cráneo su unían, formando un armazón impenetrable. La lanza descendió y la punta empezó a cortar el aire en círculos para centrarse en el pecho de Tsubodai.

Batu se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento y lo soltó, molesto consigo mismo por haber caído bajo el hechizo de Tsubodai. Observó con frialdad cómo el guerrero iniciaba el galope tendido, convirtiendo su lanza en un arma letal. Los cascos tronaban y, de pronto, Batu tuvo una visión de una hilera de hombres así atravesando el campo de batalla. La sola idea le hizo tragar saliva.

Tsubodai se movió, apartándose como un rayo con su poni. Vieron al formidable guerrero intentar corregir la trayectoria, pero no podía girar a esa velocidad y pasó de largo.

Tsubodai levantó y tendió su arco con un movimiento fluido, apuntando sin esfuerzo. La parte frontal del caballo estaba tan bien blindada como su jinete. Había incluso una pieza de hierro recorriendo la línea de las crines, pero por debajo de ella, el grueso pescuezo estaba despejado y desnudo.

La flecha de Tsubodai se clavó en la carne y el caballo relinchó, expulsando sangre brillante por los ollares.

—Desde los lados, para un buen arquero, están desprotegidos —gritó Tsubodai por encima del ruido. Habló sin orgullo: cualquiera de los que observaban podría haber hecho ese disparo. Sonrieron al pensar en unos enemigos tan poderosos derrotados con velocidad y flechas.

Todos oían los torturados resoplidos del caballo, que movía la cabeza adelante y atrás, angustiado por el dolor. Al final, cayó de rodillas muy despacio y el guerrero desmontó y se alejó de él. Tiró al suelo la lanza y desenvainó una larga espada, avanzando hacia Tsubodai.

—Para derrotar a hombres con este tipo de armaduras, debemos matar antes a sus caballos —prosiguió Tsubodai—. Su armadura está diseñada para desviar flechas disparadas desde una posición frontal. Todo está pensado para la carga, pero a pie, son como tortugas, lentos y pesados.

Para demostrar su argumento, seleccionó una flecha de astil grueso con una larga punta de acero. Era un artefacto de aspecto maligno, suave y pulido, sin lengüetas que redujeran su velocidad.

Al ver la acción de Tsubodai, el guerrero vaciló. No sabía hasta dónde estaba dispuesto a llegar el general para probar su tesis, pero se dijo que sería igualmente implacable con un hombre sin agallas. El momento de indecisión pasó y el guerrero siguió avanzando, esforzándose por mover sus pesados brazos y piernas con rapidez para utilizar la espada con efectividad.

Desde la silla, Tsubodai guio a su montura con las rodillas, alejándola marcha atrás del alcance de la espada. Tensó el arco de nuevo, sintiendo su inmenso poder mientras llevaba la saeta, de casi un metro de largo, hasta su oreja. Con el guerrero a solo unos pasos, Tsubodai disparó y observó atentamente cómo la flecha atravesaba las escamas del costado.

El guerrero se desplomó con un estruendo metálico. La flecha se había alojado en su armadura, de la que, mientras el cuerpo caía, las plumas asomaron claramente. Tsubodai sonrió de oreja a oreja.

—Solo tienen un punto fuerte: cuando están en línea, avanzando de frente. Si permitimos que aprovechen ese punto fuerte, nos derrotarán como la guadaña al trigo. Si nos dispersamos y les tendemos emboscadas, organizamos falsas retiradas y los atacamos por los flancos, serán como niños ante nosotros.

Batu observó cómo dos asistentes de Tsubodai, sudando y haciendo muecas de esfuerzo por la enorme carga, se llevaban al guerrero moribundo. A una cierta distancia, se detuvieron, le quitaron la armadura y dejaron a la vista la cota de malla perforada por la flecha. Tuvieron que romperla para soltar la placa de metal y llevársela a Tsubodai.

—Según esos cristianos fanfarrones que pretenden asustarnos, durante cien años esos caballeros no han tenido rival en el campo de batalla. —Sostuvo en alto la escama metálica y todos pudieron ver la luz del sol pasar a través del limpio agujero—. No podemos dejar ningún ejército ni ciudad de importancia a nuestras espaldas o en nuestros flancos, pero si esto es lo mejor que tienen, creo que vamos a darles una buena sorpresa.

Todos a una, los hombres levantaron sus arcos y espadas, vitoreando a Tsubodai. Para no hacerse notar quedándose fuera del grupo, Batu se unió a ellos. Vio que la mirada de Tsubodai se posaba un instante sobre él. La satisfacción brilló en los ojos del general al ver que Batu gritaba con los demás. Batu sonrió al pensar que lo que estaba levantando en el aire era la cabeza de Tsubodai. Era solo una fantasía. El ejército era fuerte, pero sabía que necesitaban a Tsubodai para liderarlos hacia el oeste en su lucha contra las grandes huestes de jinetes y, en especial, contra esos hombres de hierro. Para Batu, hombres como Tsubodai eran viejos y su final estaba próximo. Sabía que su oportunidad para liderar llegaría de forma natural, no necesitaba forzar su progreso.

Chagatai había construido un palacio de verano en las orillas del río Amu Daria, el extremo occidental de su imperio, que hacia el sur llegaba hasta Kabul. Desde allí, había elegido un alto peñasco sobre el río donde siempre soplaba una fresca brisa, incluso en los meses más calurosos. El sol de su khanato había tostado su esbelta figura, como si toda la humedad se hubiera evaporado de su cuerpo, dejándolo tan duro como un viejo abedul. Gobernaba las ciudades de Bujará, Samarcanda y Kabul, con toda su riqueza. Sus habitantes habían aprendido a enfrentarse al calor estival, bebiendo bebidas frías y durmiendo durante el mediodía para luego retornar a sus labores. Chagatai había escogido casi un centenar de nuevas esposas solo de esas ciudades y muchas de ellas ya habían dado a luz a hijos e hijas. Había seguido de forma literal la orden de Ogedai de generar un nuevo ejército y disfrutaba de los berridos que salían de las habitaciones de los niños de su serrallo. Había aprendido aquella nueva palabra de su colección de hermosas mujeres, ya que no existía ninguna similar en su propia lengua.

Sin embargo, en ocasiones añoraba las gélidas estepas de su tierra natal. En sus nuevas tierras, el invierno era algo pasajero, que siempre albergaba la promesa del retorno del verdor. Aunque sus noches podían ser duras, los habitantes de su nuevo khanato no conocían el interminable y abrumador frío que había conformado al pueblo mongol, las desoladas altas estepas a las que debían enfrentarse todos los días para conseguir comida, en las que siempre era una cuestión de vida o muerte. El corazón de sus tierras poseía huertos de higos y otros árboles frutales, colinas ondulantes y ríos que se desbordaban cada tres o cuatro años y que no se habían secado desde tiempos inmemoriales.

Su palacio de verano había sido construido siguiendo las mismas especificaciones y medidas que el de Ogedai en Karakorum… y luego sus dimensiones habían sido cuidadosamente reducidas. Chagatai no era en absoluto el idiota que algunos pensaban que era. A ningún gran khan le gustaría oír que existía un edificio que rivalizaba con el suyo y Chagatai se cuidaba de representar un apoyo y no algún tipo de amenaza.

Oyó a su criado acercándose por el pasillo de mármol que conducía a la sala de audiencias sobre el río. La única concesión de Suntai al clima eran las sandalias abiertas con tachuelas de hierro que taconeaban y resonaban mucho antes de que estuviera a la vista. Chagatai estaba en el balcón, deleitándose en contemplar a los patos que aterrizaban entre los juncales de las orillas. Sobre ellos, un águila solitaria de cola blanca flotaba suspendida en perfecta quietud, silenciosa y letal.

Cuando Suntai entró, Chagatai se giró y le indicó la botella de arak que había sobre la mesa. Ambos se habían aficionado a esa bebida anisada, tan popular entre los persas. Chagatai se volvió hacia el río mientras Suntai entrechocaba las copas y servía, añadiendo un chorrito de agua que blanqueó el licor y le dio la apariencia de leche de yegua.

Chagatai aceptó la copa sin retirar la vista del águila que sobrevolaba el río. Entornó los ojos contra el sol poniente para ver cómo se encorvaba, se lanzaba súbitamente al agua y ascendía de nuevo con un pez retorciéndose entre sus garras. Los patos echaron a volar presa del pánico y Chagatai sonrió. Cuando el aire refrescaba por las noches, descubría que había llegado a encariñarse con su nuevo hogar. Era una tierra digna para los que llegaran después de él. Ogedai había sido generoso.

—Has oído las noticias —dijo Chagatai. Era una afirmación más que una pregunta. Cualquier mensaje que llegaba a su palacio estival habría pasado por las manos de Suntai antes o después.

Suntai asintió, aguardando para escuchar lo que su amo opinaba al respecto. Para aquellos que no lo conocían, era un guerrero más, aunque uno de los que se había marcado mejillas y barbilla con un cuchillo dejando gruesas cicatrices y eliminando la necesidad del afeitado durante las campañas. Suntai siempre iba sucio y su pelo estaba empapado de aceite viejo y rancio. Desdeñaba el hábito persa del baño y tenía más forúnculos y sarpullidos que la mayoría. Con sus ojos oscuros y su enjuta constitución, parecía un tosco asesino. En realidad, la mente que se ocultaba tras aquella imagen cuidadosamente creada era más aguda que los puñales que llevaba ocultos junto a su piel.

—No esperaba perder otro hermano tan pronto —dijo Chagatai con suavidad. Vació la copa de un golpe y eructó—. Dos han muerto. Solo quedamos dos.

—Amo, no deberíamos discutir este tipo de cosas junto a una ventana. Siempre hay oídos atentos.

Chagatai se encogió de hombros e hizo un gesto con su copa vacía. Suntai caminó hasta él, cogiendo con destreza la jarra de arak al pasar junto a la mesa. Se sentaron uno frente al otro en una elaborada mesa de madera negra con incrustaciones de oro que había sido propiedad de un rey persa. No estaba situada en el mismo centro de la habitación por una cuestión simbólica: Suntai sabía que allí ni el más fino oído pegado a los muros exteriores podría captar lo que decían. Sospechaba que Ogedai tendría espías en el nuevo palacio, del mismo modo que Suntai los había colocado entre Tsubodai y Ogedai, Khasar y Kachiun, todos los hombres poderosos. La lealtad era un juego difícil, pero le encantaba.

—Tengo informes del ataque sufrido por el khan —dijo Suntai—. No puedo decir lo cerca que estuvo de la muerte sin entrevistar al chamán que le atendió. No es uno de los míos, por desgracia.

—Aun así, tengo que estar listo para moverme en cuanto el primer mensajero entre aquí galopando. —Pese a la situación de la mesa, Chagatai no pudo evitar echar una ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírle e, inclinándose hacia delante, habló con voz muy baja—: He tardado cuarenta y cinco días en enterarme, Suntai. No es satisfactorio. Si voy a hacerme con el gran khanato, debo recibir las noticias más rápido y mejor. La próxima vez que Ogedai caiga, quiero estar allí antes de que se enfríe, ¿entiendes?

Suntai se tocó la frente, la boca y el corazón con las yemas de los dedos, en el gesto árabe de respeto y obediencia.

—Tus deseos son órdenes para mí, mi señor. Uno de mis criados de confianza ha resultado gravemente herido en una cacería de jabalíes. Ha llevado tiempo sustituirle en el séquito del gran khan. Sin embargo, tengo a otros dos listos para entrar a trabajar para él.

En unos pocos meses, estarán en sus consejos más privados.

—Que así sea, Suntai. Solo tendré una oportunidad para coger las riendas. No quiero que el pelele de su hijo reúna a las tribus antes de que yo tenga tiempo de actuar. Sírveme bien en esto y ascenderás conmigo. La nación de mi padre es demasiado fuerte para un hombre que no puede comandar ni siquiera a su propio cuerpo.

Suntai esbozó una pequeña sonrisa, frotándose la fea y arrugada piel de sus mejillas. El instinto de los años le impedía declararse de acuerdo con la traición, o siquiera asentir con la cabeza. Había pasado demasiado tiempo con espías e informadores y nunca hablaba sin sopesar cuidadosamente sus palabras. Chagatai estaba acostumbrado a sus silencios y rellenó las copas sin más, añadiendo las gotas de agua que eliminaban el sabor amargo del licor.

—Bebamos en honor de mi hermano Tolui —dijo Chagatai.

Suntai lo miró atentamente, pero había verdadero dolor en sus ojos. El jefe de los espías del khan levantó la copa y bajó la mirada.

—Mi padre se habría enorgullecido de él por su sacrificio —continuó Chagatai—. Una locura, pero, por el padre cielo, una locura gloriosa.

Suntai bebió, consciente de que su amo llevaba bebiendo la mayor parte del día. Se notaba en sus torpes movimientos y en que tenía los ojos inyectados en sangre. En comparación, Suntai apenas dio un sorbo de su copa. Casi se atragantó cuando Chagatai le dio una palmada en el hombro y soltó una carcajada, derramando el blanco líquido sobre la superficie lacada.

—La familia lo es todo, Suntai, no pienses ni por un momento que me olvido de eso… —Se interrumpió, contemplando sus recuerdos durante un tiempo—. Pero yo era a quien mi padre había elegido para sucederle. Hubo un tiempo en que mi destino estaba escrito en la piedra, grabado muy hondo. Ahora tengo que forjarlo por mí mismo, pero lo único que pretendo es hacer realidad sus sueños.

—Comprendo, mi señor —dijo Suntai, rellenando la copa de Chagatai—. Es una meta encomiable.