Tolui llevó a un pequeño grupo de diez jinetes hasta el río que discurría junto al campamento. Su hijo Mongke cabalgaba a su lado derecho y en su pálido y joven rostro se leía la tensión que le atenazaba. Dos esclavas corrían junto a los estribos de Tolui, que desmontó al llegar a la orilla y permitió que las muchachas le quitaran la armadura y la ropa. Desnudo, se adentró en el agua fría, sintiendo cómo se le hundían los pies en el fango. Se lavó morosamente, empleando el cieno para quitarse la grasa de la piel y luego se sumergió por completo para enjuagarse.
Ambas esclavas se despojaron de sus ropas y entraron en el agua con él, tiritando de frío mientras utilizaban unos artilugios de hueso para limpiarle bajo las uñas. El agua cubría a las dos mujeres hasta la cintura y sus pechos sobresalían redondos y firmes por la piel de gallina. No había en ellas ligereza ni risas y Tolui, que cualquier otro día habría estado jugando con ellas en los bajíos y salpicándolas para hacerlas reír, no se sintió excitado por la visión de su desnudez.
Con cuidado y concentración, Tolui aceptó un bote de aceite claro y se lo extendió por el pelo. La más hermosa de sus esclavas le ató el cabello en una cola negra que quedó colgando por su espalda. La piel de Tolui era muy blanca en la nuca, donde el pelo la protegía del sol.
Mongke observó a su padre en silencio. Los otros minghaans eran hombres de edad y rango que habían visto mil y una batallas. A su lado, se sintió joven e inexperto, pero ahora eran incapaces de mirarle. Se mantenían callados por respeto a Tolui, y Mongke sabía que tenía que mantener la impasibilidad de su expresión por el honor de su padre. El general se habría sentido avergonzado si su hijo se hubiera echado a llorar, así que Mongke se mantuvo firme como una roca, con el rostro sereno. Pero no podía retirar los ojos de su padre. Tolui les había confiado su decisión y todos la habían recibido como un doloroso golpe, llenos de impotencia ante su voluntad y la necesidad del khan.
Uno de ellos emitió un silbido bajo cuando vio a Khasar salir por otra zona del campamento. El general se había ganado su respeto, pero aun así estaban dispuestos a bloquear su avance e impedir que se acercara al río. En un día como aquel, no les importaba nada que fuera el hermano de Gengis.
Mientras le peinaban, Tolui se había abstraído, la mirada perdida en el infinito. El silbido le sacó de si mismo e indicó con un asentimiento a Mongke que dejara pasar a Khasar, observando a su tío mientras desmontaba y llegaba a la orilla.
—Necesitarás a un amigo para ayudarte con esto —dijo Khasar.
La mirada de Mongke se clavó en la nuca de Khasar, pero el general no se dio cuenta.
Tolui levantó la vista en silencio desde el río y, al final, bajó la cabeza aceptando y saliendo del agua con un par de amplias zancadas. Sus esclavas salieron con él y Tolui aguardó pacientemente a que le secaran. El sol le calentó los miembros y parte de su tensión se desvaneció. Posó la mirada en la armadura que le estaba esperando: un montón de hierro y cuero. Había vestido algo así durante toda su vida adulta, pero, de pronto, le pareció un objeto extraño y ajeno. Su diseño Chin no era apropiado para su estado de ánimo.
—No me pondré la armadura —le dijo a Mongke, que no se despegaba de su lado, esperando órdenes—. Haz que la envuelvan bien. Puede que, pasado un tiempo, llegues a llevarla por mí.
Mongke luchó para contener su dolor mientras se agachaba y recogía las piezas una a una. Khasar lo miró con gesto aprobador, complacido al comprobar que el hijo de Tolui mantenía la dignidad. Había un brillo de orgullo paternal en sus ojos, pero Mongke se giró sin llegar a verlo.
Tolui observó a las mujeres ponerse unas prendas para cubrir su desnudez. Envió a una de ellas, descalza sobre la hierba, a buscar una túnica y unas calzas en concreto de su ger, así como un nuevo par de botas. La muchacha corría bien y más de uno de sus hombres se volvieron a admirar sus piernas reluciendo bajo el sol.
—Estoy esforzándome en creer que esto está sucediendo realmente —dijo Tolui en voz baja. Khasar lo miró y alargó la mano, aferrando su brazo desnudo en mudo gesto de silencio mientras su sobrino continuaba—. Cuando vi que venías, esperaba que algo hubiera cambiado. Creo que parte de mí seguirá esperando un grito, un indulto, hasta los últimos momentos. Es extraña la forma en que nos torturamos.
—Tu padre estaría orgulloso de ti, estoy seguro —respondió Khasar. Se sentía inútil, incapaz de hallar las palabras adecuadas.
Curiosamente, fue Tolui quien, al notar la angustia de su tío, prosiguió con amabilidad.
—Creo que estaré mejor solo por el momento, tío. Tengo a mi hijo para consolarme. Él llevará mis mensajes a casa. Te necesitaré más tarde, al ponerse el sol. —Suspiró—. Entonces necesitaré que estés a mi lado, sin duda. Ahora, sin embargo, todavía tengo que escribir algunas palabras y repartir algunas órdenes.
—Muy bien, Tolui. Regresaré a la caída de la tarde. Te digo una cosa: cuando todo haya terminado, voy a matar a ese chamán.
Tolui se rio entre dientes.
—No esperaba otra cosa, tío. Necesitaré un criado en la otra vida. Él me servirá muy bien.
La joven esclava regresó con el montón de prendas de lana limpias. Con el torso desnudo, Tolui se puso unas bastas calzas en los muslos, ocultando sus atributos viriles. La esclava le ató la correa a la cintura mientras Tolui esperaba que concluyera con los brazos abiertos y la mirada fija en la distancia. Sus mujeres habían empezado a llorar y ninguno de los hombres las reprendió. Tolui se sintió complacido al oír a las mujeres llorando por él. No se atrevía siquiera a pensar en Sorhatani y en cuál sería su reacción. Observó a Khasar, callado y abatido, que montó de nuevo, alzó el brazo derecho y dio media vuelta para alejarse.
Tolui se sentó en la hierba y las esclavas se arrodillaron frente a él. Las botas eran nuevas, de una piel muy suave. Las mujeres le vendaron los pies con lana virgen y luego le pusieron las botas encima, atándoselas con movimientos rápidos y seguros. Por fin, se puso en pie.
El deel era el más sencillo que poseía, una tela ligeramente acolchada que no tenía más ornamentos que unos botones en forma de diminutas campanas. Era una prenda antigua que había pertenecido a Gengis y llevaba bordada la marca de la tribu de los Lobos. Tolui pasó las manos por la tosca túnica y descubrió que le confortaba. Su padre la había llevado y quizá quedara en la tela un rastro de su fuerza.
—Ven a caminar un rato conmigo, Mongke —le dijo a su hijo—. Hay cosas que quiero que recuerdes por mí.
El sol fue descendiendo por el cielo del último día, arrojando una luz fría que fue perdiendo sus colores poco a poco, tiñendo las llanuras de un suave tono de gris. Sentado en la hierba con las piernas cruzadas, Tolui contempló cómo el sol tocaba las colinas por el oeste. Había sido un buen día. Había pasado un tiempo en juegos sexuales con sus esclavas, perdiéndose en los placeres de la carne. Había nombrado líder del tumán a su lugarteniente. Lakota era un hombre bueno y leal. No mancillaría el recuerdo de Tolui y, con el tiempo, cuando Mongke tuviera más experiencia, se echaría a un lado para ceder el puesto a su hijo.
Ogedai se había presentado ante a él al principio de la tarde diciendo que nombraría a Sorhatani cabeza de familia, con todos los derechos de los que había disfrutado su marido. Conservaría la riqueza de su esposo y su autoridad sobre sus hijos. Cuando regresaran al hogar, las demás esposas y esclavas de Tolui pasarían a ser de Mongke, protegiéndolas de los que quisieran sacar ventaja de su situación. La sombra del khan mantendría a salvo a su familia. Era lo mínimo que Ogedai podía ofrecer, pero Tolui se sintió más ligero después de oírlo, con menos miedo. Si pudiera hablar con Sorhatani y sus otros hijos una última vez. Dictarles unas cartas a sus escribas no era en absoluto lo mismo y deseó poder abrazar a su esposa, una vez más, apretarla contra su pecho y aspirar el perfume de su pelo.
Suspiró para sí. Era difícil encontrar la paz mientras el sol seguía descendiendo. Intentó ser consciente de cada momento, pero su mente le traicionaba, distrayéndose y volviendo a recobrar la claridad con un sobresalto. El tiempo se le escapaba entre los dedos como aceite y no conseguía sujetar ni un solo instante.
Los tumanes habían formado en filas para presenciar su ofrenda. Frente a él, en la hierba, estaba Ogedai junto a Khasar y Mohrol. Mongke también estaba allí, un poco apartado de los otros tres. Solo él miraba directamente a su padre, con una mirada constante que era el único signo del horror y la incredulidad que le embargaban.
Tolui respiró hondo, deleitándose en el olor de los caballos y ovejas que flotaba en la brisa vespertina. Se sintió complacido de haber elegido la simple vestimenta de un pastor. La armadura, una jaula de hierro, le habría resultado asfixiante. Con esa túnica se sentía ágil, limpio y sereno.
Caminó hacia el reducido grupo de hombres. Mongke le miraba como un ternerillo aturdido. Tolui alargó una mano y atrajo a su hijo hacia sí en un breve abrazo, soltándole antes de que los temblores que notó contra su cuerpo se transformaran en sollozos.
—Estoy listo —dijo.
Ogedai se agachó, sentándose con las piernas cruzadas a un lado de Tolui, mientras Khasar se colocaba al otro. Mongke vaciló antes de sentarse junto a ellos.
Reinaba en el aire una cierta animosidad compartida mientras observaban a Mohrol aproximar una astilla encendida a unas ollas de latón. Varias humaredas delgadas brotaron y atravesaron la llanura mientras el chamán empezaba a cantar.
Mohrol tenía el torso desnudo y su piel estaba marcada con rayas de rojo y de azul oscuro. Sus ojos miraban desde una máscara que apenas parecía humana. Los cuatro hombres se situaron mirando al oeste y, mientras el chamán recitaba los seis versos de la canción de la muerte, contemplaron la puesta de sol, que el horizonte fue devorando poco a poco hasta que no fue más que una gruesa línea de oro.
Mohrol pateó el suelo mientras concluía su poema a la madre tierra. Clavó un cuchillo en el aire y llamó al padre cielo. La fuerza de su voz se incrementó, un tono doble que salía de su nariz y garganta y era uno de los primeros sonidos que Tolui recordaba. Le escuchó distraído, incapaz de retirar la vista del hilo de oro que le ataba a la vida.
Cuando los versos a los cuatro vientos terminaron, Mohrol le entregó un puñal a Tolui, que lo recogió en las manos ahuecadas. Bajo la última luz del día, Tolui miró fijamente la hoja negriazul. Halló la calma que necesitaba. Miró a su alrededor: todo estaba extrañamente nítido y definido. Respiró hondo y empezó a presionar la hoja contra su piel.
Ogedai alargó la mano y aferró su hombro izquierdo. Khasar hizo lo mismo por la derecha. Tolui sintió su fuerza, su dolor, y el último rastro de su miedo se evaporó.
Miró a Mongke y vio que las lágrimas estaban aflorando imparables a los ojos del joven. Pero no había ninguna vergüenza en su llanto.
—Cuida de tu madre, chico —dijo Tolui y luego bajó la vista y tomó una larga bocanada—. Es la hora —dijo—. Soy una digna ofrenda sacrificial para el khan. Soy alto y fuerte y joven. Tomaré el lugar de mi hermano.
El sol desapareció por el oeste y Tolui se hundió el cuchillo en el pecho, buscando el corazón. Todo el aire de sus pulmones salió en un largo y bronco suspiro. Se dio cuenta de que no podía inspirar y se esforzó por controlar su pánico. Conocía los cortes que tenían que hacerse. Mohrol le había explicado todos los detalles del ritual. Su hijo estaba mirando y tenía que conservar la fuerza.
El cuerpo de Tolui se había endurecido: todos sus músculos se habían tensado mientras sorbía un poco de aire y retorcía la hoja entre sus costillas, cortando el corazón. Sentía un dolor abrasador como un hierro de marcar, pero tiró del cuchillo para sacarlo y observó con asombro el torrente de sangre que salió con él. Su fuerza estaba abandonándole y, cuando empezó a caer hacia delante, Khasar alargó la mano y tomó la suya con unos dedos de una increíble fuerza. Tolui giró los ojos hacia él con gratitud, incapaz de hablar. Khasar levantó un poco más su mano, manteniendo cerrado el puño para que no se le cayera la daga.
Sus hombros desfallecieron y su tío le ayudó a realizar el corte en el cuello. Tolui estaba terriblemente frío, era un hombre de hielo, mientras que su sangre caliente manaba sobre la hierba. No vio al chamán colocar un cuenco bajo su garganta. Su cabeza cayó hacia delante y Khasar lo sostuvo sujetándolo por la nuca. Tolui sintió el cálido contacto de su mano hasta que murió.
Mohrol presentó el cuenco rebosante ante Ogedai. El khan se arrodilló con la cabeza gacha, mirando hacia la oscuridad. No soltó el cuerpo de Tolui, que permaneció erguido a su lado, sostenido entre ambos hombres.
—Tienes que beber, mi señor, mientras termino —dijo Mohrol.
Ogedai le oyó y tomó el cuenco en la mano izquierda, inclinándolo. Se atragantó con la tibia sangre de su hermano y parte del líquido resbaló por su barbilla y cuello. Mohrol no dijo nada mientras el khan se armó de valor y contuvo las ganas de vomitar. Cuando el cuenco estuvo vacío, Ogedai lo lanzó hacia la penumbra. Mohrol empezó a cantar los seis versos una vez más desde el principio, invocando a los espíritus para que se acercaran a presenciar el sacrificio.
A mitad del recitado, Mohrol oyó a Ogedai vomitando en la hierba. Estaba ya demasiado oscuro para ver nada y el chamán hizo caso omiso de los sonidos.
Sorhatani cabalgaba deprisa, exhortando a su yegua a gritos a galopar a través de las pardas estepas. Sus hijos galopaban con ella y, con los caballos de repuesto y los animales de tiro, levantaban una larga columna de polvo a sus espaldas. Bajo el ardiente sol, Sorhatani iba con los brazos desnudos, vestida con una túnica de seda amarilla y calzas de piel de ciervo, con unas suaves botas en los pies. Estaba muy sucia, no se había bañado en mucho tiempo, pero, mientras volaba con su caballo por la antigua tierra de las tribus, se sentía rebosante de alegría.
La hierba estaba muy seca, los valles sedientos. La sequía había absorbido prácticamente todos los ríos, incluso los más anchos. Para rellenar los odres de agua, tenían que excavar en el fango hasta que el agua brotaba por el agujero, salobre y llena de cieno. La seda había vuelto a probar su valía sirviéndoles para filtrar la porquería y los insectos del precioso líquido.
Mientras cabalgaba, iba mirando los pálidos huesos de ovejas y bueyes, formas blancas hechas trizas por los lobos o los zorros. A cualquier otra, esas tierras secas no le habrían parecido una gran recompensa para su marido. Pero Sorhatani comprendía que allí siempre había años duros, que una tierra así creaba hombres fuertes y mujeres todavía más fuertes. Sus hijos ya habían aprendido a racionar sus reservas de agua en vez de beberla como si siempre fueran a tener un arroyo cerca. Los inviernos eran gélidos y los veranos tórridos, pero había libertad en esa inmensidad… y las lluvias regresarían. Los recuerdos de su infancia eran colinas de ondulante seda verde extendiéndose hasta el horizonte en todas direcciones. Esa tierra tenía que soportar la sequía y el frío, pero volvería a renacer.
A lo lejos vislumbraba la montaña de Deli’un-Boldakh, un pico de significado casi místico en las leyendas de las tribus. Gengis había nacido en algún lugar en sus inmediaciones. Su padre Yesugei había cabalgado con sus vasallos por allí, protegiendo a sus rebaños de los asaltadores durante los meses más fríos.
Sorhatani demoró la mirada en otro risco, la roja roca que Gengis había escalado con sus hermanos cuando el mundo era más pequeño y todas las tribus estaban enfrentadas entre sí. Sus tres hijos mantenían su ritmo y la rojiza colina fue creciendo ante ellos. Allí, Gengis y Kachiun habían encontrado un nido de águila y habían descendido con dos polluelos perfectos para enseñárselos a su padre. Sorhatani podía imaginarse su excitación, e incluso ver sus caras en los rasgos de sus propios hijos.
Lo único que echaba de menos es que Mongke estuviera allí, aunque sabía que su añoranza no eran más que tonterías de madre. Mongke tenía que aprender a liderar, a emprender campañas con su padre y sus tíos. Los guerreros no respetarían a un general que no supiera nada de tácticas o de cómo elegir y aprovechar el terreno.
Se preguntó si la madre de Gengis había amado a Bekter como ella amaba a su primogénito. Las leyendas contaban que Bekter había sido de espíritu solemne, igual que Mongke. Su hijo mayor no era muy propenso a la risa, o a los relámpagos de ingenio y humor que caracterizaban a un chico como Kublai.
Observó cómo montaba Kublai, con su coleta al estilo Chin restallando al viento. Era esbelto y nervudo como su padre y su abuelo. Los chicos iban haciendo carreras entre sí a través del polvo y, orgullosa, Sorhatani se deleitó en la juventud y fuerza de sus hijos tanto como en la suya propia.
Tolui y Mongke llevaban fuera muchos meses. Había sido difícil para ella abandonar Karakorum, pero sabía que tenía que preparar un campamento para su esposo, explorar aquellas tierras. Era su tarea levantar las tiendas a la sombra de la cumbre de Deli’un-Boldakh y encontrar buenos pastos en los valles. Miles de hombres y mujeres la habían acompañado hasta la patria mongola, pero, por el momento, esperarían cuanto ella quisiera mientras galopaba hacia la roja colina.
Quizá un día Mongke comandara un ejército como Tsubodai, o llegara a ser un hombre poderoso bajo las órdenes de su tío Chagatai. Era fácil soñar en un día así, con el viento convirtiendo su cabello en un río de hilos de seda.
Sorhatani lanzó una ojeada a sus espaldas, comprobando la presencia de los vasallos de su esposo. Dos de los guerreros más feroces a su mando cabalgaban a poca distancia de la familia. Mientras los observaba, notó cómo giraban la cabeza a derecha e izquierda para identificar el más ligero peligro. Sonrió. Antes de marcharse, Tolui les había dado órdenes claras acerca de la seguridad de su esposa e hijos. Puede que fuera cierto que en las colinas y estepas de su tierra natal prácticamente no quedaba ninguna familia nómada, pero, aun así, él se preocupaba por ellos. Era un hombre excelente, pensó. Si hubiera tenido solo una mínima parte de la ambición de su padre, habría llegado muy lejos. El ánimo de Sorhatani no se empañó ante esa idea. Nunca había considerado que fuera misión suya conformar el destino de su marido. Siempre había sido el hijo menor de Gengis y, desde sus primeros años de vida, había sabido que sus hermanos liderarían y él los seguiría.
Sus hijos eran algo muy distinto. Hasta el más pequeño, Arik-Boke, había sido entrenado como guerrero y estudioso desde que aprendió a andar. Todos ellos sabían leer y escribir el alfabeto de la corte Chin. Aunque ella rezaba a Cristo y a su madre, ellos habían sido educados en la religión de los Chin y los Sung, donde residía el auténtico poder. Fuera lo que fuera lo que les deparara el destino, sabía que los había preparado lo mejor que había podido.
El reducido grupo desmontó al pie de la roja colina y Sorhatani gritó de placer al ver las motas girantes de las águilas en lo alto. Parte de ella había creído que las águilas no eran más que un jactancioso rumor de pastores, una forma de honrar la historia de Gengis. Pero allí estaban y su nido estaría en algún lugar entre los peñascos.
Los vasallos de su marido se acercaron e hicieron una profunda reverencia ante ella, esperando pacientemente sus órdenes.
—Mis hijos van a escalar hasta el nido —dijo, excitada como una niña. No necesitaba dar más explicaciones. Entornando los ojos, ambos guerreros habían visto las aves trazando círculos en la cumbre del risco—. Explorad la zona en busca de agua, pero no os alejéis demasiado.
En pocos momentos, los hombres habían subido a las sillas de un salto y estaban alejándose al trote. Habían aprendido que Sorhatani esperaba la misma obediencia instantánea que su marido. Había crecido rodeada de hombres de poder y se había casado con un miembro de la familia del gran khan cuando era muy joven. Sabía que los hombres preferían seguir, que liderar exigía un esfuerzo de voluntad. Ella poseía esa voluntad.
Kublai y Hulegu ya estaban en la falda de la colina, protegiéndose los ojos del sol con la mano para localizar el nido. La época del año no era la ideal, la estación estaba demasiado avanzada. Si los polluelos estaban allí, ya serían fuertes, quizá incluso capaces de abandonar el nido y salir volando. Sorhatani no sabía si sus hijos se llevarían una decepción, pero no importaba. Había hecho que formaran parte de una historia de la vida de Gengis y nunca olvidarían esa subida, tanto si bajaban con un polluelo en los brazos como si no. Les había dado un recuerdo que algún día contarían a sus propios hijos.
Los muchachos se despojaron de sus armas y empezaron a trepar por la sección más fácil mientras Sorhatani sacaba una bolsa de pedazos de queso reblandecido de debajo de su silla de montar. Ella misma había golpeado el duro queso con un martillo, rompiéndolo en pedazos suficientemente pequeños para que no irritaran la piel de la yegua mientras se ablandaban en agua. Tenía debilidad por la densa pasta amarilla, con su sabor amargo y refrescante. Se relamió mientras metía la mano y luego se chupaba los dedos para limpiárselos.
No tardó mucho en ir a por agua para los caballos de tiro y darles de beber con un cubo de cuero. Cuando terminó la tarea, Sorhatani rebuscó otra vez en sus alforjas hasta encontrar unos cuantos dátiles secos. Miró con expresión culpable hacia la colina mientras mordisqueaba uno, sabiendo que a sus hijos les encantaba aquel raro manjar. Bueno, no estaban allí. Vio que habían subido bastante, escalando con facilidad con sus delgadas y fuertes piernas. No volverían hasta la puesta de sol y, por una vez, estaba sola. Ató al poni por una de las patas con un trozo de cuerda para que no se alejara demasiado y luego extendió el sudadero en el suelo y se sentó en la hierba seca.
Sorhatani dormitó durante un par de horas, disfrutando de la apacible soledad. De vez en cuando, cogía un deel que estaba bordando con hilo de oro para Kublai. Sería muy hermoso cuando lo hubiera terminado y trabajaba con la cabeza gacha, concentrada en las puntadas, cortando el hilo con fuertes y blancos dientes. Bajo el sol, era fácil cabecear sobre la tela y se quedó dormida otro rato. Cuando despertó de nuevo, descubrió que la tarde había refrescado. Se levantó y se estiró, bostezando. Era una buena tierra y en ella se sentía como en casa. Había soñado con Gengis de joven y tenía el rostro sofocado y cubierto de sudoración. No había sido un sueño que pudiera compartir con sus hijos.
A lo lejos, sus ojos captaron el movimiento de un jinete. Era un talento innato, producto de generaciones para las que localizar a un enemigo es algo clave para la supervivencia. Frunció el ceño y se cubrió los ojos con la mano, luego ahuecó las manos formando un tubo con ellas para enfocar su vista todavía más. Aun con ese viejo truco de explorador, la oscura figura no era más que una mota.
Los vasallos de su marido no habían dormido durante la tarde y ya se dirigían al galope a interceptar al solitario jinete. Sorhatani notó que la sensación de paz se reducía y palidecía cuando alcanzaban al hombre y ese punto único se convertía en un grueso nudo.
—¿Quién eres? —murmuró para sí.
Era difícil no sentir una punzada de preocupación. Un jinete solo únicamente podía ser uno de los mensajeros del yan que recorrían miles de kilómetros en todas direcciones comunicando entre sí al khan y sus generales. Utilizando caballos de repuesto, podían cabalgar ciento cincuenta kilómetros diarios, a veces incluso más si se trataba de una cuestión de vida o muerte. Las fuerzas del khan en territorio Chin estaban a solo diez días de distancia, según los cálculos de esos hombres. Vio que los tres jinetes volvían a ponerse en marcha en dirección a la colina roja y se le encogió el vientre con una repentina premonición.
A sus espaldas, oyó a sus hijos que regresaban de la escalada. Sus voces sonaban alegres y despreocupadas, pero no había gritos de triunfo. Las crías de águila habían abandonado el nido o se les habían escapado de las manos volando. Sorhatani empezó a recoger, volviendo a envolver sus preciosas agujas y carretes de hilo formando un rollo y atando los nudos con mecánica pericia. Prefería hacer eso que quedarse esperando llena de impotencia y se tomó su tiempo con las alforjas, guardando con cuidado los odres de agua.
Cuando se volvió, se llevó la mano a la boca al reconocer al solitario jinete que llegaba flanqueado por los vasallos. Todavía se encontraban a cierta distancia y Sorhatani estuvo a punto de gritarles que se dieran prisa. Cuando estuvieron más cerca, vio que Mongke se bamboleaba en la silla, próximo al agotamiento absoluto.
Estaba cubierto de polvo y los costados de su caballo palpitaban cubiertos de mugre donde Mongke había vaciado su vejiga sin desmontar. Sabía que los exploradores solo hacían eso cuando las noticias debían ser entregadas con la máxima urgencia y el corazón le dio un vuelco. No dijo nada mientras su hijo mayor desmontaba tambaleante ni cuando estuvo a punto de caer porque le fallaron las piernas. Se agarró al pomo de la silla y se frotó las piernas con su fuerte mano derecha para aliviar los calambres. Por fin, las miradas de madre e hijo se encontraron y no fue necesario que Mongke hablara.
Sorhatani no se echó a llorar. Aunque parte de ella sabía que su esposo había muerto, se mantuvo en pie, erguida, mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Tenía tantas cosas que hacer.
—Te doy la bienvenida a mi campamento, hijo mío —dijo por fin.
Casi en estado de trance, se volvió a los vasallos y les dijo que hicieran fuego y prepararan té con sal. El resto de sus hijos, callados y confusos, miraba el pequeño grupo.
—Siéntate conmigo, Mongke —le pidió con voz suave.
Su hijo asintió, con los ojos enrojecidos por la fatiga y la pena.
Se sentó en la hierba junto a ella y saludó con la cabeza a Kublai, Hulegu y Arik-Boke mientras iban formando un estrecho círculo en torno a su madre. Cuando el té salado estuvo listo, Mongke se bebió el primer cuenco en un par de tragos para limpiarse el polvo de la garganta. Las palabras todavía debían ser pronunciadas. Sorhatani, abrumada por un torbellino de emociones, casi lanzó un grito para detenerle. Si Mongke no hablaba, no sería totalmente cierto. Una vez que las palabras hubieran salido de su boca, su vida, la vida de sus hijos cambiarían para siempre y ella habría perdido a su amado.
—Mi padre ha muerto —dijo Mongke.
Su madre cerró los ojos un momento. Su última esperanza le había sido arrebatada. Respiró hondo.
—Fue un buen marido —susurró, atragantándose—. Era un guerrero que comandaba a mil hombres por su khan. Le amé más de lo que nunca sabréis. —Las lágrimas agrandaron sus ojos y, ronca por el dolor que atenazaba su garganta, añadió—: Dime cómo sucedió, Mongke. Cuéntamelo absolutamente todo.