La tierra que rodeaba al khan estaba empapada de rojo. La sangre de una docena de yeguas había penetrado en la tierra hasta que el suelo no podía absorber más y se formaron charcos. Moscas gordas y negras zumbaban y revoloteaban frenéticas en torno a los presentes, atraídas por el olor de la sangre. Mohrol estaba completamente teñido de oscuro, sus brazos desnudos y su túnica seguían mojados mientras las antorchas ardían con luz parpadeante y el sol empezaba a salir. Se había quedado ronco y su rostro estaba mugriento. Los mosquitos se habían reunido en nubes en el aire cálido y húmedo. El chamán se había esforzado hasta el agotamiento, pero el khan yacía inmóvil en el camastro, sus ojos como agujeros en sombra.
Los guerreros se habían tendido a dormir en la hierba, esperando noticias. No se habían llevado las yeguas para utilizar su carne como alimento y los cadáveres se amontonaban despatarrados, con sus delgadas patas estiradas mientras sus panzas empezaban a hincharse por el gas. Nadie sabía si la efectividad del sacrificio podría disminuir si consumían la carne, así que la dejarían intacta, pudriéndose, cuando el campamento siguiera adelante. Muchos de ellos se habían marchado de la escena de la matanza y habían vuelto a sus gers y a sus mujeres, incapaces de contemplar por más tiempo cómo mataban unas yeguas tan magníficas.
Al amanecer, Mohrol se arrodilló en la hierba húmeda y sus rodillas se hundieron en el terreno reblandecido. Había sacrificado doce caballos y se sentía como si fuera de plomo, cargado con el peso de la muerte. Se negó a dejar traslucir su desesperación mientras el khan siguiera allí tendido, desvalido, con la cara marcada por una caligrafía de sangre seca. Mohrol, de rodillas, sintió que se mareaba y la voz empezaba a fallarle por completo, así que susurró los antiguos hechizos y adivinaciones, cantos rítmicos que repitió una y otra vez hasta que las palabras se desdibujaron, convirtiéndose en un mero río de sonido.
—El khan está encadenado —graznó—. Perdido y solo en una jaula de carne. Mostradme cómo romper sus cadenas. Mostradme lo que tengo que hacer para traerle a casa. El khan está encadenado…
El chamán notó la débil luz del alba en sus ojos cerrados. Estaba desesperado, pero creyó percibir el susurro de los espíritus alrededor de la quieta figura de Ogedai. Por la noche, al verle tan inmóvil, Mohrol había tomado la muñeca del khan, buscándole el pulso. Pero en otros momentos, sin previo aviso, Ogedai se retorcía y daba un respingo, su boca se abría y se cerraba y sus ojos brillaban por unos instantes con algo semejante a la consciencia. La respuesta estaba allí, Mohrol estaba seguro, si era capaz de encontrarla.
—Tengri del cielo azul, Erlik del averno, maestro de las sombras, mostradme cómo romper las cadenas —susurró Mohrol, con voz chirriante—. Permitidle ver su alma especular en el agua, permitidle ver su alma de sombra a la luz del día. Os he entregado ríos de sangre, dulces yeguas cuyas vidas se han filtrado a la tierra. Les he dado sangre a los noventa y nueve dioses del blanco y el negro. Mostradme las cadenas y las romperé y le liberaré. Convertidme en un martillo. Por los noventa y nueve, por las tres almas, mostradme el camino. —Alzó la mano derecha hacia el sol, separando los seis dedos que eran su marca y su vocación—. Esta es vuestra antigua tierra, espíritus de los Chin. Si oís mi voz, mostradme cómo aplacaros. Susurrad vuestras necesidades en mis oídos. Mostradme las cadenas.
Sobre las andas, Ogedai gimió y su cabeza cayó hacia un lado. Mohrol se acercó a él al instante, todavía recitando. Después de una noche así, con el amanecer todavía teñido de gris y el rocío medio congelado sobre la hierba roja, podía sentir a los espíritus rodeando al khan. Podía oírlos respirar. Tenía la boca seca por la pasta amarga que había ingerido y que dejaba una costra negra en sus labios. Había ascendido con ella en la oscuridad, pero no había recibido respuestas, ningún súbito destello de luz y comprensión.
—¿Qué queréis a cambio de soltarle? ¿Qué deseáis? Esta carne es la jaula del khan de una nación. Sea lo que sea lo que queréis, podéis tomarlo. —Mohrol, a punto de desmoronarse, tomó una larga bocanada de aire—. ¿Es mi vida? La daría. Decidme cómo romper las cadenas. ¿No fueron suficientes yeguas? Puedo hacer que traigan mil más para marcar su piel. Puedo tejer una red de sangre a su alrededor, una madeja de hilos negros y magia negra. —Empezó a respirar más deprisa, obligando a su cuerpo a jadear, creando en su interior el calor que podría conducir a nuevas y poderosas visiones—. ¿Queréis que traiga vírgenes a este lugar? ¿Que traiga esclavos o enemigos? —Su voz descendió para que nadie más pudiese oír sus palabras—. ¿Queréis que traiga niños y los sacrifique por el khan? Darían su vida con gusto. Mostradme las cadenas para que pueda romperlas. Convertidme en el martillo. ¿Es un pariente lo que necesita? Su familia daría su vida por el khan.
Ogedai se movió. Parpadeó velozmente y mientras Mohrol lo observaba atónito, el khan empezó a incorporarse, cayendo de espaldas cuando el brazo derecho le falló. El chamán lo sujetó y echó la cabeza hacia atrás para lanzar un aullido triunfante como un lobo.
—¿Es su hijo? —Mohrol continuó la enumeración desesperado mientras sostenía al khan—. ¿Sus hijas? ¿Sus tíos o amigos? ¡Dame la señal, rompe las cadenas!
Ante los alaridos del chamán, los hombres habían despertado sobresaltados a su alrededor. Cientos de hombres y mujeres llegaron corriendo de todas direcciones. La noticia se fue propagando y, al conocerla, todos alzaban la cabeza y lanzaban vítores, entrechocaban ollas, cacharros o espadas, lo que cada uno tuviera. Crearon una atronadora ola de alegría y Ogedai se sentó, estremeciéndose bajo su impacto.
—Traedme agua —dijo, con voz débil—. ¿Qué pasa?
Abrió los ojos y vio el campo de sangre y el oscuro cadáver de la última yegua tendida bajo la luz del amanecer. Ogedai no lograba entender lo que estaba pasando y se frotó el rostro, que le picaba, observando confuso las escamas de sangre seca que caían en sus palmas.
—Levantad una tienda nueva para el khan —ordenó Mohrol, cuya voz reducida a un silbido se iba fortaleciendo por el júbilo—. Que esté limpia y seca. Traed comida y agua limpia.
Levantaron la ger en torno a Ogedai, aunque ya era capaz de permanecer sentado. La debilidad de su brazo fue desapareciendo despacio, por fases. Para cuando el sol naciente había sido bloqueado por el fieltro y la madera, estaba bebiendo agua y pidiendo vino, aunque Mohrol se lo denegó rotundamente. La autoridad del chamán había aumentado con su éxito y los sirvientes del khan no podían hacer caso omiso de su severa expresión. Por un breve lapso de tiempo, el chamán podía invalidar las decisiones de su propio khan.
Mohrol se irguió con una nueva dignidad, rebosante de orgullo.
Khasar y Tolui se unieron a Ogedai en la nueva ger, junto a la mayoría de hombres de mayor rango del campamento. El khan seguía estando pálido, pero sonrió débilmente ante sus expresiones preocupadas. Tenía los ojos hundidos y ojerosos y le temblaba la mano cuando Mohrol le pasó un cuenco de té con sal y le dijo que lo apurara. El khan frunció el ceño y se relamió pensando en una copa de vino, pero no protestó. Había sentido la muerte muy cerca y le había asustado, por mucho que creyera estar preparado para enfrentarse a ella.
—Había momentos en los que podía oírlo todo, pero era incapaz de responder —dijo Ogedai, con una voz como el aliento de un viejo—. Pensé que estaba muerto, y que los espíritus me hablaban al oído. Era… —Sus ojos se oscurecieron mientras sorbía y no les siguió contando el angustioso terror que había sentido, atrapado en su propio cuerpo, saliendo y entrando del estado consciente. Su padre le había dicho que nunca debía hablar de sus miedos. Los hombres eran necios, había dicho Gengis, siempre imaginan que los demás son más fuertes, más rápidos, menos temerosos. Incluso en su debilidad, Ogedai recordaba ese consejo. El terror de aquella oscuridad le había herido, pero seguía siendo el khan.
A su alrededor, los criados extendieron mantas de basto fieltro sobre el terreno ensangrentado. Los gruesos tapetes absorbieron la sangre en un instante, volviéndose pesados y rojos. Trajeron más y las apilaron sobre las capas inferiores hasta que todo el suelo de la ger quedó cubierto. Entonces Mohrol se arrodilló junto a Ogedai y alargó la mano para examinarle los ojos y las encías.
—Tu labor ha sido buena, Mohrol —dijo Ogedai—. No esperaba regresar.
Mohrol frunció el ceño.
—No ha terminado, mi señor. El sacrificio de las yeguas no fue suficiente. —Respiró hondo y se quedó callado mientras se mordía una uña rota, notando el sabor de la sangre de sus manos—. Los espíritus de esta tierra están llenos de cólera y de odio. Soltaron tu alma cuando hablé de darles a otro en tu lugar.
Con cara adormilada, Ogedai miró al chamán, luchando para no mostrar su miedo.
—¿Qué quieres decir? Tengo la cabeza llena de avispas, Mohrol. Habla claro, como si fuera un niño. Así te entenderé.
—Hay un precio por tu regreso, señor. No sé de cuánto tiempo dispones antes de que vuelvan a arrastrarte a la oscuridad. Podría ser un día, o incluso unas cuantas bocanadas de aire, no lo sé.
Ogedai se puso rígido.
—No puedo pasar por eso de nuevo, ¿lo entiendes, chamán? No podía respirar… —Sintió que le picaban los ojos y se los restregó con rabia. Su cuerpo era una vasija frágil, siempre lo había sido—. Tráeme vino, chamán.
—Todavía no, mi señor. Tenemos poco tiempo y tienes que pensar con claridad.
—Haz lo que tengas que hacer, Mohrol. Pagaré cualquier precio. —Ogedai había visto las yeguas muertas y meneó la cabeza, fatigado, mirando a través de las paredes de la tienda hasta donde sabía que yacían todavía—. Pongo a tu disposición a mis rebaños, mis matarifes, lo que necesites.
—Los caballos no bastan, mi señor. Lo siento. Has regresado junto a nosotros…
Ogedai clavó en él la mirada.
—¡Habla! ¡Quién sabe cuánto tiempo tengo!
Por una vez, el chamán tartamudeó, odiando lo que tenía que decir.
—Otro sacrificio, señor. Debe ser alguien de tu propia sangre. Esa es la ofrenda que te sacó de la muerte. Esa es la razón por la que volviste.
Mohrol estaba tan concentrando vigilando la respuesta de Ogedai que no notó que Khasar se dirigía hacia él hasta que sintió que lo elevaban en el aire y se encontró frente al maduro general.
—Tú, pequeño… —La boca de Khasar temblaba de rabia, escupiendo a Mohrol en la cara mientras lo sujetaba y lo sacudía como un perro sacudiría a una rata—. He oído antes hablar de este tipo de juegos a hombres como tú. Al último le rompimos la espalda y le abandonamos a merced de los lobos. ¿Crees que puedes asustar a mi familia? ¿A mi familia? ¿Crees que puedes exigir una deuda de sangre para tus vulgares hechizos y encantamientos? Bueno, después de ti, chamán. Tú mueres primero y luego ya veremos.
Mientras hablaba, Khasar había sacado un cuchillo corto para desollar de su cinturón, manteniendo baja la mano. Antes de que nadie pudiera decir nada, movió bruscamente la muñeca haciéndole al chamán un corte en la ingle. Mohrol soltó un grito y Khasar lo tiró al suelo de espaldas. Limpió la sangre del cuchillo, pero lo mantuvo listo en la mano mientras el chamán se retorcía, ahuecando las manos.
Ogedai se levantó poco a poco de su camastro. Estaba delgado y débil, pero sus ojos relucían con furia. Khasar lo miró con frialdad, negándose a dejarse intimidar.
—¿En mi campamento hieres a mi chamán, tío? —gruñó Ogedai—. Has olvidado dónde estás. Has olvidado quién soy.
Khasar alzó la barbilla, desafiante, pero retiró el puñal.
—Mírale con claridad, Ogedai… mi señor khan —contestó Khasar—. Quiere mi muerte, por eso susurra que tiene que ser alguien de tu propia sangre. Todos estos están metidos hasta el cuello en juegos de poder y ya han causado a mi familia… a tu familia… suficiente dolor. No deberías escuchar ni una sola palabra de su boca. Esperemos unos días para ver cómo te recuperas. Recuperarás la fuerza, te apuesto mis propias yeguas.
Mohrol cayó de rodillas. La mano que mantenía apretada contra su ingle estaba roja y el dolor le hizo sentir mareado y tambaleante. Fulminó a Khasar con la mirada.
—Todavía no sé el nombre. No es elección mía. Ojalá lo fuera.
—Chamán —dijo Ogedai con suavidad—. No tendrás a mi hijo, aunque mi propia vida dependa de ello. Ni a mi esposa.
—Tu esposa no es tu misma sangre, señor. Déjame realizar otra adivinación y encontrar el nombre.
Ogedai asintió, volviendo a recostarse en el camastro. Incluso un esfuerzo tan pequeño como aquel le había llevado al borde del desmayo.
Mohrol se puso en pie como si fuera un viejo, encogido por el dolor. Khasar le sonrió fríamente. Gotas de sangre caían entre las piernas del chamán, desapareciendo de inmediato en el fieltro.
—Entonces hazlo rápido —dijo Khasar—. No tengo paciencia para los de tu clase, no hoy.
Mohrol retiró la vista de Khasar, temeroso de un hombre que empleaba la violencia tan fácilmente como respiraba. No podía desanudarse la túnica y examinar la herida con Khasar observándole burlón. Se sentía enfermo y el tajo palpitaba y ardía. Sacudió la cabeza para despejarse. Era el chamán del khan y la adivinación tenía que ser correcta. Mohrol se preguntó qué sucedería si los espíritus elegían el nombre de Khasar. Pensó que no viviría mucho después de eso.
Mientras Khasar le miraba con desdén, Mohrol ordenó a sus criados que trajeran enseguida unas ramitas de incienso. Pronto el aire de la ger se puso denso, y Mohrol añadió otras hierbas al humeante cuenco, inspirando y llenándose de un frío que convirtió el dolor de su entrepierna en una distante irritación. Un rato después, incluso esa molestia fue apagándose hasta desaparecer.
Al principio, cuando el áspero humo entró en sus pulmones, Ogedai sufrió un ataque de tos. Uno de sus sirvientes se atrevió por fin a desafiar la desaprobación de Mohrol y dejó un odre de vino a los pies del khan. Se lo bebió como si estuviera muriéndose de sed y el rubor retornó a sus mejillas. Miraba a Mohrol con los ojos brillantes de fascinación y terror mientras Mohrol agarraba las tabas, sosteniéndolas ante los cuatro vientos y llamando a los espíritus para que guiaran su mano.
Al mismo tiempo, el chamán cogió un recipiente de una pasta negra y arenosa y se dibujó una raya con ella en la lengua. Era peligroso volver a liberar su espíritu tan pronto, pero se armó de valor, haciendo caso omiso del agitado palpitar de su corazón en el pecho. Los ojos le lloraron por el amargor de la pasta, brillando en la oscuridad. Cuando Mohrol cerró la boca, tenía las pupilas enormes, como las de los ojos de los caballos moribundos.
La sangre iba filtrándose por las distintas capas de fieltro y despedía un olor punzante. A medida que se mezclaba con el incienso narcótico, los agotados hombres apenas podían soportarlo, pero Mohrol parecía estar a sus anchas en ese espeso aire, como si la pasta fortaleciera su carne. Empezó a entonar un cántico mientras movía la bolsa de las tabas al norte, este, sur y oeste, una y otra vez, invocando a los espíritus para que le guiaran.
Por fin, tiró las tabas; con demasiada fuerza, haciendo que las amarillentas piezas se dispersaran por las alfombras de fieltro. ¿Era acaso un mal augurio ver cómo saltaban y se alejaban de él? Mohrol lanzó una maldición en voz alta y Khasar se rio mientras el chamán trataba de leerlas tal y como habían caído.
—Diez… Once… ¿Dónde está la última? —dijo Mohrol, sin dirigirse a nadie en particular.
Ninguno de ellos se había dado cuenta de que Tolui se había puesto casi tan pálido como el propio khan. El chamán no había visto la taba amarilla apoyada sobre la bota de Tolui, tocando la flexible piel.
Tolui había visto el resultado. Había ocultado el pavor que había sentido al oír que tenía que ser alguien de la sangre de Ogedai. Desde ese momento, una aturdida impotencia había hecho presa de él, una resignación ante un destino que no podría evitar. La yegua desbocada le había derribado a él, no a otro. Pensó que en aquel momento ya lo había sabido. Parte de él quería pisar el hueso y hundirlo profundamente en el fieltro, ocultarlo con su pie, pero, con un esfuerzo de voluntad, no lo hizo. Ogedai era el khan de la nación, el hombre que su padre había elegido para sucederle. Ninguna vida valía tanto como la suya.
—Está aquí —susurró Tolui, repitiéndolo a continuación porque nadie le había oído.
Mohrol alzó la vista hacia él y sus ojos brillaron un instante, comprendiendo.
—La yegua que te golpeó —dijo el chamán en un susurro. Su mirada era sombría, pero su rostro expresaba algo similar a la compasión.
Tolui asintió, mudo.
—¿Qué? —interrumpió Ogedai, mirándoles fijamente—. No lo pienses ni por un momento, chamán. Tolui no forma parte de esto. —Habló con firmeza, pero el terror de la tumba todavía estaba en su cuerpo y las manos le temblaron en torno a la copa de vino. Tolui lo vio.
—Eres mi hermano mayor, Ogedai —dijo Tolui—. Más que eso, eres el khan, el hombre que nuestro padre eligió. —Sonrió y, en un gesto de timidez que le hizo parecer un muchacho por un instante, se frotó la cara con la mano—. Una vez me dijo que sería la persona que te recordaría las cosas que hubieras olvidado. Que te guiaría en tu labor de khan y sería tu brazo derecho.
—Esto es una locura —dijo Khasar, con la voz llena de ira contenida—. Dejadme que derrame antes la sangre de este chamán.
—¡Muy bien, general! —espetó Mohrol de repente. Dio un paso hacia Khasar con los brazos abiertos—. Pagaré ese precio. Ya has derramado mi sangre esta mañana. Dispón del resto si lo deseas. Eso no cambiará los augurios. No cambiará lo que tiene que hacerse.
Khasar se llevó la mano al cuchillo que había guardado bajo su cinturón, metido entre los sucios pliegues de tejido, pero Mohrol no bajó los ojos. La pasta que había consumido le había despojado de todo miedo y, en vez de eso, le hacía ver el afecto de Khasar por Ogedai y Tolui, unido a su frustración. El viejo general podía enfrentarse a cualquier enemigo, pero se sentía perdido y confuso ante una decisión así. Después de unos momentos, Mohrol bajó los brazos y esperó pacientemente a que Khasar viera lo inevitable.
Al final, fue la voz de Tolui la que rompió el silencio.
—Tengo mucho que hacer, tío. Deberíais dejarme ahora. Tengo que ver a mi hijo y escribir unas cartas a mi esposa. —Khasar le miró y notó la angustiada rigidez que crispaba su rostro, pero su voz se mantuvo firme.
—Tu padre no se habría rendido —dijo Khasar con aspereza—. Créeme, créelo de alguien que lo conocía mejor que nadie.
No estaba tan seguro como parecía. En ciertos estados de ánimo, Gengis habría entregado su vida sin pensarlo siquiera, disfrutando de la grandilocuencia del gesto. En otros, habría luchado con furia hasta el último aliento, dijera lo que dijera el destino. Khasar deseó con todo su corazón que su hermano Kachiun estuviera allí. Kachiun habría encontrado una respuesta, una salida a través de los espinos. Pero la mala suerte había querido que Kachiun estuviera cabalgando hacia el norte con Tsubodai y Batu. Por una vez, Khasar estaba solo.
Sintió la presión de aquellos hombres más jóvenes, que le miraban con la esperanza de que sucediera algo que abriera una brecha en la decisión. Todo lo que se le ocurría era matar al chamán. Pero se dio cuenta de que ese también sería un acto inútil. Mohrol creía en sus palabras y, por lo que sabía Khasar, lo que decía era verdad. Cerró los ojos y se esforzó por oír la voz de Kachiun. ¿Qué diría él? Alguien tenía que morir a cambio de Ogedai. Khasar levantó la cabeza, abriendo los ojos.
—Yo seré tu sacrificio, chamán. Toma mi vida por la del khan. Lo haré, por la memoria de mi hermano, por el hijo de mi hermano.
—No —dijo Mohrol, alejándose de él—. No eres el elegido, hoy no. Los augurios son claros. La elección es tan sencilla como difícil.
Tolui sonrió con fatiga mientras el chamán hablaba. Se acercó a Khasar y, mientras Ogedai y el chamán los miraban, los dos hombres se abrazaron durante un momento.
—Al ponerse el sol, Mohrol —dijo Tolui, posando la mirada en el chamán—. Dame un día para prepararme.
—Mi señor, los augurios han hablado. No sabemos de cuánto tiempo dispone el khan antes de que le arrebaten su espíritu de nuevo.
Ogedai permaneció en silencio mientras Tolui le miraba. La mandíbula de su hermano menor se puso tensa mientras luchaba consigo mismo.
—No voy a echar a correr, hermano —susurró—. Pero no estoy listo para el cuchillo, todavía no. Dame un día y te bendeciré desde el otro lado.
Ogedai asintió débilmente, con expresión torturada. Quería hablar, ordenarle a Mohrol que se marchara y desafiar a los malévolos espíritus a que regresaran a por él. Pero no podía. Una vívida visión de su desvalimiento atravesó fugazmente su memoria. No podía sufrir algo así de nuevo.
—Al ponerse el sol, hermano —dijo Ogedai por fin.
Sin decir una sola palabra más, Tolui agachó la cabeza y salió por la pequeña puerta al aire limpio y a la luz del sol.
A su alrededor, el vasto campamento se extendía en todas direcciones, bullicioso y rebosante de vida y de ruido y de las voces de mujeres y caballos, niños y guerreros. El corazón de Tolui se encogió de dolor ante una escena tan grata y cotidiana. Con una punzada de desesperación, se dio cuenta de que aquella era su última mañana. No volvería a ver salir el sol. Durante un tiempo, se quedó quieto, contemplándolo, ahuecando una mano sobre sus ojos para protegerlos de su brillante resplandor.