XII

La ger desprendía un olor desagradable y el aire era denso. Tolui y Khasar estaban sentados en unas camas bajas situadas en una esquina, observando incómodos cómo el chamán de Ogedai manipulaba los miembros del khan. Mohrol era un hombre de constitución fuerte, bajo y corpulento, con un poblado mechón de barba gris en la punta de la barbilla. Khasar había intentado no quedarse mirando su mano derecha, que le había marcado desde el nacimiento como alguien que nunca cazaría o pescaría: un sexto dedo, oscuro y retorcido contra los otros, había convertido a Mohrol en un chamán.

El estatus de su oficio había sufrido mucho desde que uno cuyo nombre ya nunca se pronunciaba traicionara a Gengis años atrás. Aun así, Mohrol había consultado solo de manera breve con unos sanadores vestidos con túnica y otros chamanes antes de despedirlos. El propio chamán del khan todavía poseía un cierto poder de mando, al menos entre los de su propio gremio.

Mohrol parecía ajeno a los dos hombres que le observaban. Enderezó y dobló uno a uno todos los miembros de Ogedai, dejando que cayeran sin fuerza mientras le masajeaba las articulaciones con los pulgares y murmuraba para sí. Se preocupó especialmente de la cabeza y el cuello. Mientras los generales esperaban, Mohrol se sentó en la cama con las piernas cruzadas y tiró de los hombros y la cabeza de Ogedai hacia su regazo, colocándola boca arriba sobre él, con los ojos abiertos y ciegos. Con sus delgados dedos el chamán fue comprobando y presionando los huesos de su cráneo, entrelazando las manos en torno a la coronilla de Ogedai con la mirada perdida en el vacío. Mientras Mohrol asentía y chasqueaba la lengua para sí en señal de desaprobación, Khasar y Tolui le miraban sin entender nada.

El cuerpo del khan estaba resbaladizo de sudor. Ogedai no había dicho ni una palabra desde el ataque sufrido en la frontera Sung dos días atrás. No tenía ninguna herida, pero su aliento olía tan dulce como una fruta podrida y ese olor llenaba la tienda, provocándole náuseas a Khasar. Los curanderos Chin habían encendido palos de incienso relajante, diciendo que el humo le ayudaría a curarse. Mohrol había permitido ese tipo de cosas, aunque apenas ocultaba su desdén.

El chamán llevaba ya un día entero trabajando con Ogedai, sumergiendo su cuerpo en agua helada para luego aporrearlo con un trapo basto para que la sangre despertara bajo la superficie. Los ojos del khan lo miraban todo con fijeza y a veces se movían, pero no se despertó. Cuando le ponían de costado, dejaba caer largos hilos de baba, con los labios flácidos.

Abatido, Khasar se dio cuenta de que Ogedai no sobreviviría si se quedaba en ese estado. Podían introducir agua, incluso sangre y leche caliente en su estómago con un fino tubo de bambú, aunque se atragantaba y sangraba por la boca al hacerle cortes en la garganta. Atendido como un bebé indefenso, podía ser mantenido con vida casi indefinidamente. No obstante, la nación no tenía khan y había otras cosas que podían matar a un hombre.

Khasar había denegado todos los permisos para abandonar el campamento. Cuando llegaban los mensajeros, se les despojaba del caballo y se les ponía bajo custodia. Durante un breve periodo de tiempo, era posible contener las noticias. Chagatai todavía no estaría preparando sus fuerzas para regresar triunfante a Karakorum. Con todo, había hombres ambiciosos en los tumanes que sabían perfectamente cómo serían recibidos si llevaban ese tipo de noticias. Chagatai los recompensaría con oro, ascensos y caballos, lo que quisieran. Antes o después, uno o más hombres sentirían la tentación de escabullirse durante la noche. Si nada cambiaba antes de ese momento, incluso si Ogedai todavía vivía, estaba acabado. El rostro de Khasar se crispó al pensarlo, preguntándose cuánto tiempo tendría que permanecer en la ger del khan. No hacía nada sentado ahí, moviéndose sin parar como un viejo con almorranas.

El rostro de Ogedai estaba todavía más hinchado que antes, como si se le estuvieran acumulando fluidos bajo la piel. No obstante, tenía la piel caliente: su cuerpo estaba quemando sus reservas. El tiempo pasaba muy despacio en la ger mientras en el exterior el sol ascendía y pasaba el mediodía. Tolui y Khasar observaron cómo Mohrol tomaba los brazos de Ogedai uno después del otro y los perforaba en la parte interior del codo, dejando que la sangre cayera en un cuenco de latón. El chamán estudió atentamente el color del líquido, frunciendo los labios con gesto desaprobador. Tras apartar los cuencos, entonó una salmodia mirando al khan y le golpeó de repente el pecho con la palma abierta. Nada cambió. Ogedai siguió mirando hacia delante, sin apenas parpadear. Ni siquiera sabían si les oía.

Finalmente, el chamán guardó silencio, tirándose irritado de la perilla como si quisiera arrancársela. Volvió a apoyar la cabeza de Ogedai en las ásperas mantas y se puso en pie. Su criado se acercó para vendar los cortes que había practicado su amo, guardando un silencio reverencial mientras asistía al khan de la nación.

Con la desconsiderada autoridad de su vocación, Mohrol indicó con un ademán a los dos espectadores que salieran tras él al aire limpio del exterior. Se unieron a él y respiraron hondo en la brisa para eliminar la fétida dulzura de sus pulmones. A su alrededor, los guerreros del khan los miraron con esperanza en los rostros, esperando buenas noticias. Mohrol meneó la cabeza y muchos de ellos se alejaron.

—No tengo medicinas para esto —dijo el chamán—. Su sangre fluye normalmente, aunque me parece que está oscura, como si le faltara el espíritu de la vida. No creo que sea su corazón, aunque me han dicho que lo tiene débil. Ha estado tomando jarabes Chin. —Con desagrado, levantó una botella azul vacía ante ellos—. Se ha arriesgado enormemente al confiar en sus pociones y sus porquerías. Emplean todo tipo de cosas, desde nonatos hasta el pene de un tigre. Lo he visto.

—Nada de eso me importa —saltó Khasar—. Si no puedes hacer nada por él, encontraré a otros con más imaginación.

La ira pareció invadir a Mohrol y Khasar respondió dando un paso adelante al instante, poniéndose demasiado cerca de forma deliberada y utilizando su peso como ventaja.

—Cuidado con lo que haces, hombrecito —murmuró Khasar—. Si fuera tú, intentaría seguir siendo útil.

—No le hacéis ningún favor a Ogedai poniéndoos a discutir aquí —intervino Tolui—. No importa lo que haya pasado hasta ahora, ni qué pociones o polvos haya tomado. ¿Le puedes ayudar?

Mohrol siguió fulminando a Khasar con la mirada mientras respondía:

—Físicamente, no le pasa nada. Su espíritu se ha debilitado, o ha sido debilitado. No sé si le han echado una maldición, si algún enemigo lo ha llevado a este estado, o si se trata de algo que ha provocado él mismo. —Dejó salir una larga bocanada de aire—. A veces, los hombres mueren, sin más —dijo—. El padre cielo los llama y nos los arrebata, incluso a los khanes. No siempre hay una respuesta.

Sin previo aviso, la mano de Khasar salió disparada y agarró al chamán por la túnica, retorciendo la tela y dando un tirón para acercarlo a él. Mohrol se debatió antes de que su instinto de supervivencia le hiciera bajar las manos. Khasar era un hombre poderoso y la vida de Mohrol pendía del hilo de su buena voluntad. El chamán dominó su indignación.

—Existe algo llamado magia negra —gruñó Khasar—. La he visto. He comido el corazón de un hombre y he sentido una luz ardiendo dentro de mí. No me digas que no se puede hacer nada. Si los espíritus exigen sangre, derramaré lagos de sangre por el khan.

Mohrol empezó a contestar tartamudeando, pero enseguida su voz recobró la firmeza:

—Será como dices, general. Sacrificaré una docena de yeguas esta noche. Quizá con eso baste.

Khasar le soltó y Mohrol dio un traspié hacia atrás.

—Tu vida depende de esto, ¿entiendes? —dijo Khasar—. He oído a demasiados de tu clase propagar sus promesas y mentiras. Si muere, tendrás tu enterramiento en el cielo junto a él, atado a una estaca en las colinas a merced de los halcones y los zorros.

—Comprendo, general —respondió Mohrol con frialdad—. Ahora debo preparar a los animales para el sacrificio. Deben morir de la manera adecuada, dar su sangre por la del khan.

Desde hacía casi dos mil años siempre había habido una ciudad en el emplazamiento de Jiankang. Alimentada por el inmenso río Yangtze, que era la arteria vital de toda China, había sido la capital de antiguos estados y dinastías, enriquecida por los negocios de los tintes y la seda. El sonido de los telares, funcionando día y noche para proveer de ropa, zapatos y tapices a los nobles Sung, era omnipresente. El aire estaba cargado del olor a la comida frita con la que los trabajadores se alimentaban habitualmente, platos dorados en la sartén con hierbas, pescado y aceites.

En comparación con la pequeña ciudad de Suzhou, al norte, o las aldeas de pescadores de las que se nutrían los trabajadores, Jiankang era un auténtico bastión de poder y riqueza: era evidente en los multicolores soldados que había en cada esquina, en los palacios y en sus ajetreadas calles, donde las vidas de un millón de trabajadores giraban en torno a la larva de una mariposa que creaba un capullo de hilo tan perfecto que podía ser desenrollado y convertido en una tela de extraordinaria belleza.

Al principio, después de dejar la frontera, situada a varios kilómetros al norte, Xuan había sido tratado razonablemente bien. Sus esposas e hijos habían sido acomodados en varios palacios, separados de él, y sus soldados habían sido desplazados más al sur, donde no pudieran suponer un peligro. No le habían informado de la ubicación de sus cuarteles. Los oficiales Sung habían mostrado ante él la cortesía mínima debida a su rango y el propio hijo del emperador se había dignado recibirle y hablarle con palabras amables y melifluas. Xuan controló el arrebato de ira que amenazaba con invadirle cada vez que recordaba la reunión. Lo había perdido todo y los Sung le hacían saber cuál era su estatus con los más sutiles insultos. Solo un hombre habituado a la perfección podría haber detectado el leve matiz rancio en el té que le ofrecían, o el hecho de que los siervos que le enviaban fueran de rasgos toscos, incluso torpes. Xuan no sabía si el emperador pretendía humillarle o si, simplemente, su blando y perfumado hijo era un idiota. Daba igual. Ya era consciente de que no estaba entre amigos. Nunca se habría dirigido a las tierras Sung si su situación no hubiera sido desesperada.

Inicialmente, cuando los soldados Sung habían empezado a catalogar su bagaje y sus suministros, sus armas habían despertado un excitado interés. Entonces Xuan recordó sus maliciosas sonrisas y experimentó un nuevo momento de irritación. Sus posesiones más preciadas habían sido desplegadas en un vasto patio que hacía que los restos de la riqueza de su padre parecieran ridículos. Aun entonces, Xuan no estaba seguro de si a él le correspondería una parte o no. Varios cofres llenos de monedas de oro y plata habían desaparecido en alguna cámara escondida, que quizá ni siquiera estaba en la ciudad. A cambio, todo cuanto le habían entregado a Xuan había sido un fajo de papeles decorados, con el sello de una docena de oficiales. Estaba completamente a merced de hombres que, en el mejor de los casos, lo consideraban un débil aliado y, en el peor, un obstáculo para hacerse con unas tierras que reivindicaban como propias.

Mientras contemplaba Jiankang, Xuan rechinó los dientes en silencio, el único signo de su tensión. Habían despreciado sus ollas de fuego y sus cañones de mano. Los Sung poseían millares de esos artefactos, de diseños más avanzados. Era evidente que se consideraban intocables. Sus ejércitos eran poderosos y estaban bien provistos, sus ciudades eran ricas. Por resentimiento, una parte de él casi deseaba que los mongoles demostraran lo insensata que era esa arrogancia. La forma en que los oficiales Sung lo miraban y cuchicheaban, como si le hubiera dado sin más las tierras Chin a un puñado de pastores, le revolvía el estómago. Era extraño disfrutar imaginándose al khan mongol entrando con sus jinetes en Jiankang, haciendo que las tropas Sung echaran a correr, presas del caos.

Xuan sonrió al pensarlo. El sol había salido y empezaban a oírse los telares de seda moviéndose como insectos en el interior de una viga de madera. Pasaría el día con sus principales consejeros, que hablarían sin parar y fingirían tener alguna utilidad mientras esperaban que el emperador Sung notara su existencia.

La mirada de Xuan sobrevolaba los tejados de Jiankang, cuando una campana resonó en las inmediaciones, uno de los cien tañidos diferentes que atravesaban la ciudad en diferentes horas del día. Algunos señalaban el paso de las horas o anunciaban la llegada de mensajeros y otros llamaban a los niños a la escuela. Cuando se ponía el sol, las palabras de un poema de la juventud de Xuan retornaban a su memoria y volvió a murmurar los versos, deleitándose en los lejanos recuerdos.

—El sol se apaga y se hunde en el anochecer. La gente vuelve a casa y las relucientes cumbres se oscurecen. Los gansos salvajes vuelan hacia los juncos blancos. Pienso en la puerta de una ciudad del norte y oigo una campana tañer entre el sueño y yo.

Las lágrimas brotaron de sus ojos al evocar la amabilidad de su padre con el muchacho delgadito que había sido, pero parpadeó al instante frenándolas antes de que alguien pudiera verlas e informar de su debilidad.

Los caballos que Mohrol había elegido eran jóvenes yeguas, capaces de tener potros. Las había cogido del rebaño de monturas sobrantes que seguía a los tumanes, dedicando medio día a seleccionar cada una de las yeguas por la perfección de su color o de su piel. Uno de los propietarios observó con mudo abatimiento cómo dos de sus mejores yeguas blancas, producto de generaciones de cuidadosa selección y cría, eran incluidas en el lote destinado al sacrificio. Ninguna de ellas había dado a luz y sus linajes se perderían. El nombre de Ogedai hacía que toda resistencia se evaporara, a pesar de la relación cuasi sagrada entre los pastores y sus amadas monturas.

Nunca antes se había visto algo así en las llanuras. Los tumanes se congregaron tan cerca de la ger en la que yacía Ogedai que Mohrol tuvo que pedirles que guardaran la distancia. Aun así, los guerreros se aproximaron sigilosamente con sus esposas e hijos, ávidos de magia y de un gran sacrificio. La vida de ningún otro había tenido un precio tan alto y observaron fascinados y atemorizados cómo Mohrol afilaba sus cuchillos de carnicero y los bendecía.

Bajo el sol poniente, Khasar estaba sentado al lado de donde yacía Ogedai: un camastro cubierto de seda. Habían ataviado al khan con una pulida armadura y, a intervalos, su boca se abría y se cerraba lentamente, como si tuviera sed. Era imposible mirar su pálida piel sin pensar en Gengis moribundo. El rostro de Khasar se crispó al recordarlo, y su corazón se aceleró por aquella antigua pena. Intentó no mirar a la primera yegua blanca que dos corpulentos hombres hicieron pasar agarrándola por la cabeza. Los otros caballos estaban convenientemente alejados del lugar, para que no vieran cómo la mataban, pero Khasar sabía que olerían la sangre.

La joven yegua estaba nerviosa, presentía que algo iba a suceder. Brincaba, levantando y bajando la cabeza y relinchando con fuerza, luchando por liberarse de los dedos que aferraban con firmeza sus crines. Su pálida piel era perfecta, sin ninguna cicatriz o marcas de garrapatas. Mohrol había elegido bien y algunos de los expectantes guerreros se quedaron sin habla ante tal sacrificio.

Mohrol había preparado una hoguera más alta que él delante de la tienda del khan y luego había encendido una rama de cedro, sofocando las llamas para que la madera desprendiera un rastro de fragante humo blanco. El chamán se dirigió a Ogedai y sostuvo la rama humeante sobre su cuerpo, purificando el aire y bendiciendo al khan para el ritual. Con pasos lentos, rodeó aquel bulto en posición supina mientras murmuraba un conjuro que hizo que a Khasar se le erizara el vello de la nuca. El general se volvió a mirar a su sobrino Tolui y lo encontró absorto, fascinado por el chamán. El joven nunca comprendería que Khasar había oído una vez a Gengis hablar en una lengua antigua, con la sangre de sus enemigos fresca en los labios.

La oscuridad pareció precipitarse tras observar las llamas de la fogata de Mohrol. Miles de guerreros aguardaban sin hablar e incluso los heridos habían sido desplazados para que sus gritos de dolor no perturbaran el ritual. El silencio era tan perfecto que Khasar creyó poder oír sus lamentos a pesar de todo, débiles y distantes, como el piar de un pájaro.

Con extremo cuidado, las patas delanteras y traseras de la yegua fueron atadas en parejas. Relinchando angustiada, se debatió brevemente mientras los guerreros le empujaban las ancas, enrollándolas para que no pudiera mantenerse en pie. Incapaz de dar un paso, cayó torpemente al suelo y quedó tendida con la cabeza levantada. Uno de los guerreros sujetó su musculoso cuello con los brazos para inmovilizarla. El otro le agarró las patas traseras y ambos alzaron la vista hacia Mohrol.

El chamán no dejaba que le metieran prisa. Empezó a rezar en voz alta, alternando los cantos con los susurros. Dedicó la vida de la yegua a la madre tierra que recibiría su sangre. Pidió una y otra vez que el khan salvara la vida.

En medio del ritual, Mohrol se acercó a la yegua. Llevaba dos cuchillos y continuó cantando y rezando mientras elegía un punto debajo del cuello, donde la suave piel blanca empezaba a convertirse en el pecho del animal. Los dos guerreros se prepararon.

Con un gesto rápido, Mohrol hundió la hoja hasta la empuñadura. La sangre brotó densa y oscura, cubriéndole las manos. La yegua se sacudió y relinchó asustada, bufando y luchando por levantarse. Los guerreros se sentaron sobre sus cuartos traseros y la sangre continuó manando con cada latido de su corazón, bañando a los guerreros mientras se esforzaban en sujetar su resbaladiza carne.

Mohrol apoyó una mano en el cuello de la yegua, sintiendo cómo se enfriaba su piel. El animal seguía debatiéndose, pero cada vez con menos fuerza. Le retiró los belfos y asintió al ver las pálidas encías. Con voz poderosa, invocó de nuevo a los espíritus de la tierra y extendió su segundo cuchillo. Era un bloque de metal con una pesada empuñadura, tan largo como su antebrazo y de bordes muy afilados. Aguardó a que el flujo de sangre manara despacio y entonces serró muy deprisa, arriba y abajo, la garganta de la yegua. La hoja desapareció en la carne. Más sangre brotó como un torrente y observó cómo las pupilas del animal crecían y se oscurecían infinitamente.

Los brazos de Mohrol estaban teñidos de rojo cuando caminó hacia el khan. Ajeno a todo lo que se estaba ejecutando en su nombre, Ogedai yacía inmóvil, pálido como la muerte. Mohrol meneó la cabeza ligeramente y, con un dedo, marcó las mejillas del khan con una raya roja.

Nadie se atrevió a hablar cuando regresó junto al cadáver de la yegua. Sabían que el sacrificio era algo mágico. Cuando Mohrol se quitó un insecto de la cara de un manotazo, muchos hicieron una señal contra el mal al pensar en los espíritus congregándose como moscas alrededor de la carroña.

Mohrol no parecía desalentado cuando indicó con un asentimiento a los hombres que se llevaran el animal muerto y trajeran el siguiente. Sabía que las yeguas se resistirían al oler la sangre, pero al menos podía evitarles la imagen de un caballo muerto.

Una vez más, inició la salmodia que acabaría en el sacrificio. Khasar alejó la vista y muchos de los guerreros se dispersaron para no presenciar cómo se arruinaba aquella riqueza con un cuchillo.

La segunda yegua parecía más tranquila que la anterior, menos briosa. Permitió que la llevaran hasta el chamán, pero después notó algo extraño. En un abrir y cerrar de ojos, fue presa del pánico y relinchaba sin cesar, luchando con todas sus fuerzas para liberar las riendas de la mano del hombre que la sujetaba. Mientras tiraban en direcciones opuestas, el ronzal se rompió y quedó libre. En la oscuridad, chocó contra Tolui, derribándole.

No llegó muy lejos. Los guerreros extendieron los brazos y la arrearon, haciendo que diera media vuelta hasta que lograron ponerle un ronzal nuevo y conducirla otra vez hasta el chamán.

Tolui solo había sufrido unas magulladuras y se puso en pie, sacudiéndose el polvo de la ropa. Vio que Mohrol lo miraba con expresión extraña y se encogió de hombros bajo la mirada del chamán. La salmodia recomenzó y la segunda yegua fue maneada con rapidez, quedando lista para los cuchillos. Sería una noche larga y el amargo olor a sangre era ya muy intenso en el aire.