XI

Khasar apenas podía creer el tamaño del ejército que se había desplazado a toda velocidad hasta la frontera Sung, extendiéndose por el terreno. La nación meridional no había tenido su batalla de la Boca del Tejón, como la del norte. Su emperador no había enviado ejércitos para ver cómo eran destrozados, destruidos, aplastados. Sus soldados nunca habían huido aterrorizados de los jinetes mongoles. Khasar los odiaba por su esplendor y volvió a desear que Gengis estuviera allí, aunque solo fuera para ver a su hermano enfurecerse ante esa visión.

Las líneas Sung se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros, haciendo que los cuadrados de sus primos Chin parecieran diminutos a su lado. Khasar notó que el ritmo de avance hacia la frontera había disminuido. Se preguntó si el emperador Chin sabía si le permitirían escapar o sería rechazado. Ese pensamiento le llenó de una cierta esperanza, el único consuelo que tenía Khasar para contrarrestar su rabia y su indignación. ¡Había ganado la batalla! Los regimientos Chin se habían esforzado en mantenerle alejado durante días, pero ni en una sola ocasión habían emprendido una maniobra contra los mongoles. Solo habían atacado cuando sus hombres penetraron en sus filas. Su tumán había empapado la tierra con su sangre, había soportado explosiones y tormentas de metal candente. Sus hombres habían sufrido quemaduras y golpes, tajos y mutilaciones. Se habían ganado la victoria y ahora se la iban a arrebatar.

Su reserva de dos mil seguía plena de fuerza. Khasar envió una señal con las banderas a los jinetes de los camellos para que mantuvieran el ritmo. Los muchachos que montaban esas bestias llevaban tambores de guerra sujetos con correas a ambos costados. A lo largo de las líneas, empezaron a tocar sus naccara, golpeando a izquierda y a derecha con ambas manos. Los caballos protegidos con corazas se pusieron en marcha ante la señal y los guerreros bajaron lentamente sus pesadas lanzas, balanceándolas en una despreocupada exhibición de fuerza y habilidad. El muro de jinetes se unió a los tambores con un rugiente alarido que brotó de sus gargantas aterrorizando a sus enemigos.

Los dos mil de Khasar alcanzaron la velocidad máxima a solo veinte pasos de los sobrecogidos Chin. El general tuvo tiempo para ver cómo algunos de ellos clavaban sus largos escudos en la tierra, pero solo un sólido muro de escudos podría haber detenido una carga así. Un grupo de buenos oficiales los habría parado, escudos y piqueros mezclados en una barrera irrompible. Los hombres del emperador tenían que marchar, despavoridos.

Los ponis mongoles llevaban una ligera malla cubriendo sus cabezas y pechos. Los propios guerreros vestían armaduras con capas de escamas y cascos, y portaban lanzas y espadas, además de alforjas llenas de provisiones. Se abalanzaron contra las líneas Chin como una montaña en movimiento.

Khasar vio cómo se desplomaban las filas más próximas y los hombres eran destrozados por las lanzas y los cascos de los caballos. Algunos animales rehusaron y empezaron a relinchar, nerviosos y con los ojos desorbitados, mientras sus jinetes tiraban de las riendas hiriéndoles los belfos y gritaban encolerizados mientras los hacían girar de nuevo. Otros se sumergían de lleno entre los Chin, rompiendo sus lanzas en el ímpetu del ataque. Tiraron a un lado las empuñaduras rotas y siguieron atacando con sus espadas, utilizando músculos entrenados por veinte años de tiro con arco para repartir tajos a diestro y siniestro incansablemente, golpeando sin cesar los demudados rostros Chin.

Cálidas gotas de sangre salpicaron a Khasar cuando mataron a su caballo y dio un salto para no ser arrastrado con él. Notó el sabor de la sangre de otro en los labios y escupió asqueado, ignorando el brazo extendido de uno de sus vasallos que intentaba agarrarle y subirle a su silla. La furia que sentía al ver que el emperador iba a escaparse ofuscó su juicio. A pie, se dirigió con arrogancia hacia los soldados enemigos, manteniendo la espada baja hasta que atacaron. Sus contraataques fueron violentos y precisos, y cuando avanzó con amplias zancadas junto a sus hombres, los Chin prefirieron retroceder.

Percibía las sombrías miradas de los soldados del emperador observándole en silencio mientras se alejaban de él. Khasar lanzó un gruñido al notar que había atascado su espada en un escudo. La dejó allí y golpeó a un soldado de revés antes de derribar a otro. Solo entonces subió a un caballo detrás de un guerrero, para ver qué estaba sucediendo.

A lo lejos, las filas del frente del ejército Chin habían alcanzado las líneas Sung.

—Encontradme un caballo —gritó Khasar a la oreja de un vasallo.

El hombre dio media vuelta y se alejó del hueco que ellos mismos habían abierto. Se cerró tras él: los abollados escudos se levantaron de nuevo.

Khasar buscó a Ogedai y su sangre se fue enfriando mientras consideraba la amenaza. Hasta un niño habría visto que la posición era desesperada. Ante un ejército como aquel, todo cuanto los tumanes podían hacer era desaparecer. Si los regimientos Sung atacaban, obligarían a los mongoles a huir, alejándose de la frontera. La única opción era una retirada digna o echar a correr como si los persiguieran los lobos. Khasar rechinó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. No había modo de evitarlo.

Con la espalda muy recta, Xuan avanzó al trote hacia las líneas Sung, flanqueado por tres generales de ornadas armaduras y capas. Estaban cansados y cubiertos de polvo, pero Xuan cabalgaba como si no hubiera ninguna posibilidad de que los rechazaran. Sabía que tenía que ser el primero en llegar. Por supuesto, los Sung negarían el paso a su reino a los soldados rasos. Solo Xuan podría crear las normas respecto a él, como emperador reinante. Era el Hijo del Cielo. Era un título sin nación, un emperador sin ciudades, pero él mantenía la dignidad mientras alcanzaba la primera línea de soldados.

No se movieron y Xuan bajó una mano para sacudirse una mota de polvo del otro guante. No dejó traslucir incomodidad alguna mientras miraba fijamente las cabezas del ejército Sung. A sus espaldas, podía oír a los mongoles despedazando a sus hombres, pero no se movió ni su gesto reveló que fuera consciente de ello. Era posible que su primo Lizong permitiera que su ejército fuera destruido mientras todos esperaban. A Xuan le hirvió la sangre al pensarlo, pero no había nada que pudiera hacer. Se había presentado como un suplicante en las tierras Sung. Si el emperador decidía arrebatarle la fuerza de ese modo, Xuan sabía que no podía reaccionar. Era un golpe muy osado y casi podía aplaudirlo. Permitir que el maltrecho emperador Chin entrara, pero antes hacer que viera a su ejército reducido a unos pocos hombres. Que entrara de rodillas, mendigando el favor del emperador Sung.

Todas las opciones de Xuan, todos sus planes y estratagemas, habían quedado reducidas a un único curso de acción. Había avanzado con su caballo hasta las líneas Sung. Si se abrían para dejarle entrar, estaría a salvo con los muchos o pocos hombres que quedaran vivos de su ejército. Xuan intentó no imaginar lo que podría suceder si sus malintencionados primos habían decidido eliminarle del equilibrio de poder. No era impensable en ellos que le hubieran llevado deliberadamente hasta aquella posición, para que esperara, esperara, esperara. Podía mantener a su caballo delante de ellos hasta que los mongoles hubieran acabado de aniquilar a su ejército y vinieran a por él. Era posible que Lizong no levantara una mano para salvarle ni siquiera entonces.

El rostro de Xuan se mostraba absolutamente desprovisto de emociones mientras estudiaba a los soldados Sung. Sucediera lo que sucediera era su destino y no debía negarlo. Algún recoveco escondido en su interior estaba gritando de ira, pero nada en su exterior lo revelaba. Con tanta despreocupación como pudo, se volvió a uno de sus generales y le preguntó por el cañón que habían empleado los Sung.

El general sudaba visiblemente, pero respondió como si se encontraran en una inspección militar.

—Es una pieza de campo, majestad imperial, similar a los que nosotros hemos usado en las murallas de las ciudades. Se vierte bronce en un molde que luego se lima y se pule. La pólvora negra arde con gran intensidad, haciendo que la bola salga disparada y siembre el terror entre los enemigos.

Xuan asintió como si la idea le fascinara. Por los espíritus de sus antepasados, ¿cuánto tiempo más tenía que seguir esperando?

—Un cañón tan largo será muy pesado —dijo con fría formalidad—. Debe ser difícil hacer que avance por terrenos abruptos.

El general asintió, complacido de que su amo hubiera entablado conversación con él, aunque sabía tan bien como los demás cuánto estaba en juego.

—Está colocado sobre un carro de madera, majestad imperial. Tiene ruedas, pero sí, son necesarios muchos hombres y bueyes para arrastrarlo hasta su posición. Y hacen falta más hombres para transportar las bolas de piedra, los sacos de pólvora, los escobillones y las mechas. Tal vez tengas la oportunidad de inspeccionar uno más de cerca cuando entremos en territorio Sung.

Xuan miró al general con gesto reprobatorio por su falta de sutileza.

—Tal vez, general. Háblame ahora de los regimientos Sung. No conozco todos esos estandartes.

El soldado, un experto en ese campo como Xuan sabía, empezó a recitar los nombres y sus historias. Ladeó la cabeza para escuchar la monótona letanía, pero ni un solo momento dejó de observar las líneas Sung. El Hijo del Cielo alzó la vista cuando un oficial con un magnífico semental apareció junto a la línea de la frontera. Trató de ocultar las palpitaciones de su corazón.

Era difícil permitir que su general concluyera el recitado de nombres, pero Xuan se obligó a escuchar, haciendo que el oficial Sung esperara por ellos. Su valioso ejército estaba siendo descuartizado mientras asentía ante cada tedioso detalle, pero la expresión de Xuan era de calma e interés.

Por fin, su general tuvo la sensatez de parar y Xuan le dio las gracias por sus explicaciones, fingiendo que veía al oficial Sung por primera vez. El hombre desmontó en cuanto sus ojos se encontraron. Se adelantó y se postró en el polvoriento terreno antes de tocar con la frente el estribo del general. Mientras hablaba no miró a Xuan.

—Traigo un mensaje para el Hijo del Cielo.

—Dame a mí tu mensaje, soldado. Yo se lo transmitiré —contestó el general.

El mensajero se volvió a tirar al suelo y luego se levantó.

—Su majestad imperial os da la bienvenida en sus tierras, Hijo del Cielo, y os desea una vida de más de diez mil años.

Xuan no podía rebajarse a responder a un simple soldado. El mensaje debería haber sido entregado por alguien de rango noble y se preguntó cómo entender ese sutil insulto. Apenas escuchó a su general mientras cumplía con las formalidades. Xuan no se volvió hacia atrás al avanzar con su montura. Bajo la armadura, el sudor resbalaba por su espalda y sus axilas. Sabía que la túnica que llevaba debajo estaría empapada.

Las líneas Sung se fueron retirando a su paso, una onda expansiva que se propagó casi un kilómetro entre sus filas. De esa forma lo que quedaba del ejército Chin podría avanzar entre los soldados Sung y la frontera seguiría estando defendida contra su mutuo enemigo. Xuan y sus generales atravesaron esa línea invisible sin mostrar ninguna emoción a los que los observaban. Las filas Chin comenzaron a seguirlos, como una ampolla que es reabsorbida por la piel.

Ogedai contemplaba la escena encolerizado e incrédulo. Vio que unos pabellones se alzaban entre las filas Sung, amplios cuadrados de seda color melocotón. Los estandartes flotaban en la brisa, identificando los regimientos de arqueros, piqueros o lanceros. Fue la visión de la caballería Sung, frescos y descansados, lo que apagó su furia guerrera. Los regimientos de jinetes formaban mirando hacia la irregular llanura y su rastro de cadáveres. ¿Resistirían los Sung una carga repentina, lanzada en cuanto el emperador Chin estuviera a salvo? Solo el sol poniente los detendría y quizá ni siquiera eso. Los ponis mongoles habían cabalgado durante días. Estaban tan cansados como los propios jinetes y, por una vez, el propio khan estaba en el campo de batalla y se enfrentaba a un ejército muchas veces superior al suyo numéricamente, con todas las ventajas perdidas. Ogedai meneó la cabeza. Había visto la nube de humo que revelaba la presencia de artillería pesada. Era algo sobre lo que meditaría otro día, pero no conseguía discurrir un modo de llevar ese tipo de armas al campo de batalla. Eran demasiado lentas, demasiado pesadas para un ejército cuya principal fortaleza había sido siempre su velocidad y capacidad de maniobra. A lo lejos, vio un pequeño grupo de caballos atravesar las líneas Sung. Unos diez mil marchaban todavía detrás de ellos, pero el emperador Chin había atravesado la red.

Ogedai sintió que una ola de fatiga sustituía la estimulante energía de la lucha. Le costaba creer que hubiera peleado sin miedo. Se había enfrentado a sus enemigos y había sobrevivido indemne. Durante un instante, un latido de su corazón, se llenó de orgullo.

Y, sin embargo, había fracasado. La presión en torno a su cabeza regresó, intensificándose. Imaginó que veía burla en los rostros preocupados de su derredor. Casi podía oír los susurros de sus guerreros. Gengis no habría fallado. De algún modo, su padre hubiera extraído una victoria del desastre.

Ogedai repartió nuevas órdenes y los tres tumanes se retiraron de las filas Chin. Era la orden que los hombres habían estado esperando y los minghaans formaron cuadrados de caballos con presteza y fluidez, de frente a la frontera Sung.

El súbito silencio era como un peso sobre él y Ogedai avanzó lentamente a lo largo de sus propias filas, con el rostro enrojecido y sudoroso. Si los generales Sung deseaban acabar con él con suficiente ansia, ni siquiera esperarían a que el resto de los Chin cruzara la frontera. La mitad del ejército Sung podía lanzar un ataque en ese mismo momento. Ogedai tragó saliva y se pasó la lengua por la boca, que estaba tan seca que pensó que se iba a ahogar. Hizo un gesto a un mensajero y este le trajo un odre de vino tinto. Se humedeció los labios con él y dio un buen trago, chupando con avidez la teta de cuero. Su dolor de cabeza no dejaba de aumentar y se dio cuenta de que se le estaba nublando la vista. Al principio pensó que no era más que sudor cayéndole en los ojos, pero no consiguió que la niebla desapareciera por mucho que se los frotó.

Los tumanes mongoles se pusieron en formación, pero cientos seguían tratando de recobrar el aliento o vendando heridas. Ogedai vio a Tolui, que se dirigía hacia él cruzando el abrupto terreno al trote sobre una yegua. Ambos hermanos intercambiaron una breve mirada de resignación y Tolui giró su montura para observar cómo el emperador Chin escapaba de ellos una vez más.

—Ese hombre tiene mucha suerte —dijo Tolui con calma—. Pero tenemos su tierra y sus ciudades. Le hemos arrebatado sus ejércitos y solo le queda esa morralla desordenada.

—Basta —espetó Ogedai, frotándose las sienes—. No tienes por qué suavizar el fracaso. Ahora debo entrar con un ejército en las tierras Sung. Han brindado refugio a mis enemigos y saben que debo reaccionar. —Hizo una mueca y volvió a darle un trago al odre de vino—. Habrá otros días para vengar a los muertos. Haz que los hombres formen para regresar al norte, que se muevan con rapidez pero sin que sea evidente, ¿entiendes?

Tolui sonrió. A ningún comandante le gustaba que le vieran batiéndose en retirada, pero los hombres lo comprenderían mucho mejor de lo que Ogedai pensaba. Podían ver el muro de soldados Sung tan bien como cualquiera. Ninguno de los guerreros mongoles estaba clamando por ser el primero en lanzarse contra esa sólida frontera.

Cuando Tolui dio media vuelta, un único estallido resonó en la distancia. Se volvió con un respingo y vio la bocanada de humo elevándose de la hilera de cañones Sung. Solo uno había disparado y ambos hermanos vieron un objeto surcar el aire para luego caer y rebotar en la hierba.

Se detuvo a unos trescientos pasos del khan y su hermano. Durante un momento, nadie se movió, luego Tolui se encogió de hombros y cabalgó hacia allí. Se mantuvo muy erguido mientras avanzaba, sabiendo que había más hombres observándole que en el festival de Karakorum.

Para cuando regresó hasta Ogedai con un bulto de tela, Khasar había atravesado los tumanes al galope para ver qué estaba sucediendo. Saludó a sus sobrinos con una inclinación de cabeza y alargó la mano hacia el fardo. Tolui negó de manera casi imperceptible antes de tendérselo a Ogedai.

El khan se quedó mirándolo mientras parpadeaba, viendo doble. Tolui aguardó una orden, pero al no recibir ninguna, cortó él mismo la cuerda que rodeaba la bolsa y resopló con asco mientras sacaba por el pelo una sucia cabeza, con los ojos en blanco.

Tanto Khasar como Tolui se quedaron mirándola, desconcertados, mientras la cabeza oscilaba y empezaba a girar muy despacio. Ogedai entornó los ojos, frunciendo el ceño al reconocer al administrador que había conocido en su visita matutina. ¿Había sucedido todo ese mismo día? Parecía imposible. Entonces no había habido ningún ejército en las tierras Sung, aunque seguramente debían estar en camino casi pisándole los talones. El mensaje era tan claro como las silenciosas filas de soldados que mantenían la formación, sin moverse ni un milímetro de la frontera. No debía entrar en tierras Sung, fuera cual fuera su propósito.

Ogedai abrió la boca para hablar y un dolor repentino estalló en su cabeza, un dolor peor que nada que hubiera conocido nunca.

Emitió un sonido sordo con la garganta, impotente. Tolui percibió su angustia y arrojó al suelo el sangriento objeto, acercándose con su caballo y tomando a su hermano del brazo.

—¿Te sientes mal? —musitó Tolui.

Su hermano se balanceó en la silla y Tolui temió que se desplomara delante de los tumanes. El khan nunca se recuperaría de ese mal augurio, no a la vista del enemigo. Tolui pegó su montura a la de su hermano y mantuvo la mano sobre el hombro de Ogedai para sujetarle. Khasar se unió por el otro lado, moviéndose con torpeza debido a la preocupación. Paso a paso, obligaron a su poni a penetrar en las líneas mongolas y desmontaron en cuanto estuvieron rodeados de sus propios guerreros, cuya mirada no se despegaba del pequeño grupo.

Ogedai había conseguido aguantar y sus manos se aferraban al pomo de la silla como si le fuera la vida en ello. De algún modo, su rostro estaba desfigurado y su ojo izquierdo no dejaba de llorar, mientras que el otro, muy abierto y claro, revelaba su agonía. Pero no se soltó hasta que Tolui empezó a tirar de sus dedos uno a uno.

Entonces se desplomó y resbaló en brazos de su hermano, con el cuerpo tan lacio como el de un niño dormido.

Horrorizado, Tolui miraba fijamente el pálido rostro de su hermano. De pronto, alzó la vista hacia Khasar, viendo en su expresión el reflejo de su propio terror.

—Tengo un buen chamán en el campamento —dijo Tolui—. Envía también al tuyo, junto con cualquier sanador Chin o musulmán, los mejores que conozcas.

Por una vez, Khasar no discutió. Su mirada volvía una y otra vez a su sobrino, que estaba consciente pero seguía totalmente desvalido. Era un destino que hizo estremecer a Khasar.

—Muy bien, general —respondió—. Pero debemos alejar a nuestro ejército del suyo antes de que decidan poner a prueba nuestra fuerza.

—Ponte al mando de los tumanes, tío. Yo me llevaré a mi hermano.

Tolui hizo un gesto y Khasar le ayudó a izar a Ogedai a lomos del poni de Tolui, que bufó al notar el doble peso. Tolui agarró a su hermano por el pecho para sostenerlo. Las piernas de Ogedai colgaban sin fuerza y su cabeza empezó a oscilar cuando Tolui puso el caballo al trote.

Cuando cayó el sol, los guerreros del khan todavía seguían avanzando lentamente a través de la llanura hacia su campamento, a más de ciento cincuenta kilómetros al norte. A sus espaldas, los soldados Sung encendieron antorchas a todo lo largo de sus líneas creando un falso horizonte que, mientras se retiraban, siguió siendo visible durante muchos kilómetros.

Chagatai frenó en lo alto de la colina y alargó la mano para darle una palmadita a su yegua y frotarle las orejas. Detrás de él, dos tumanes se detuvieron y sus hijos y esposas esperaron con paciencia junto a ellos. Había elegido aquel lugar elevado deliberadamente para disfrutar de una vista del khanato que Gengis había conquistado y Ogedai le había cedido. Desde allí, podía divisar muchos kilómetros a la redonda y se quedó sin aliento ante la vastedad de las tierras que ahora poseía. Esa era la única riqueza auténtica.

Muchos años habían pasado desde que los ejércitos de Gengis habían irrumpido en la región. Las marcas de su violento paso tardarían varias generaciones en desaparecer. Sonrió al pensarlo. Su padre había sido un hombre concienzudo. Algunas de las ciudades seguirían en ruinas para siempre, atravesadas por nubes de polvo y habitadas únicamente por fantasmas. Sin embargo, el regalo de Ogedai no era falso. Los ciudadanos de Samarcanda y Bujará habían reconstruido sus muros y mercados. De todos los pueblos, ellos mejor que ningún otro sabían que la sombra del khan era larga y su venganza implacable. Bajo esa ala protectora, habían crecido y apostado por la paz.

Chagatai miró hacia el sol poniente entornando los ojos y vio unas líneas negras en la distancia, caravanas de carros, bueyes y camellos que se extendían al este y al oeste. Se dirigían a Samarcanda, una mancha blanca en el horizonte. A Chagatai le importaban muy poco los comerciantes, pero sabía que los caminos mantenían vivas las ciudades, las fortalecían. Ogedai le había dado un territorio con buenas tierras, ríos y excelentes rebaños. La imagen que se extendía ante él bastaba para hacer que se preguntara acerca de su propia ambición. ¿No era suficiente gobernar una tierra así, con agua y buena hierba? Sonrió. Para el hijo y heredero de Gengis no, no era suficiente.

Un viento caliente sopló a través de la colina cuando el sol empezó a ocultarse y Chagatai cerró los ojos y se volvió hacia él, disfrutando de la brisa que agitaba su largo y oscuro cabello. Construiría un palacio junto al río. Cazaría con flechas y halcones por las colinas. Crearía un hogar en sus nuevas tierras, pero no dormiría o soñaría. Tenía espías e informantes junto a Ogedai, Tsubodai, todos los hombres con poder de la nación. Llegaría un tiempo en el que dejaría a un lado el khanato de leche y miel y volvería a buscar lo que le habían prometido. Ser khan estaba en su sangre, pero ya no era un necio joven. Con un dominio así, podía esperar su momento.

Pensó en las mujeres que ese tipo de ciudades producía, de carne suave y fragante. La vida en las llanuras no eliminaba su belleza y juventud. Quizá ese era el sentido de las ciudades, mantener a las mujeres suaves y gordas en vez de nervudas y duras. Era una razón suficientemente buena para que existieran. Mientras se preparaba para avanzar, se rio al pensar en un lobo entrando en el redil. No les llevaría el fuego la destrucción. El pastor no asustaba a sus propios corderitos.