X

La aguda vista de Khasar vislumbró los estandartes de Ogedai Khan. El terreno distaba mucho de ser perfecto, una llanura de hierba con arbolitos y matorrales por todas partes porque durante años no había pastado en ella ningún rebaño. De pie en la silla de montar, se balanceó distraídamente mientras su montura mordisqueaba la hierba.

—Buen chico, este Ogedai —murmuró.

Khasar había tomado posiciones sobre una pequeña colina, fuera del alcance de las flechas, pero suficientemente cerca del enemigo para dirigir los ataques. El ejército del emperador estaba visiblemente maltrecho después de días de rechazar a los jinetes mongoles. Sin embargo, los regimientos Chin eran disciplinados y duros, como Khasar sabía por experiencia propia. Una y otra vez, habían mantenido una sólida línea de piqueros contra sus hombres. El terreno impedía lanzar una carga total con lanzas y tenía que limitarse a ir mermando sus efectivos con oleadas de flechas. A medida que la mañana había ido avanzando, sus arqueros habían matado a docenas de Chin en repetidas acometidas, pero en ningún momento dejaron de desplazarse con paso firme hacia el sur, arrastrando al tumán mongol con ellos. Khasar notó que varias cabezas se giraban con cansancio para mirar a la nueva amenaza y su vista se clavaba en los ondeantes estandartes naranja del khan mongol.

En algún lugar en aquellas relucientes filas Chin, un joven en particular estaría montando en cólera ante la visión de su ejército, pensó Khasar. Cuando era un emperador niño, Xuan se había arrodillado ante Gengis después de que el gran khan le prendiera fuego a su capital. El propio Khasar había logrado atrapar al joven en la ciudad de Kaifeng antes de que le llamaran para regresar al hogar. Saber que el emperador Chin estaba de nuevo ahí, que su vida estaba en sus manos, hacía que Khasar sintiera la cálida sensación de la sangre y la leche en el estómago. Era un final largamente esperado.

Con todo, el emperador estaba muy cerca de llegar al imperio del sur, donde su familia reinaba en espléndido aislamiento. Khasar estaba seguro de que, si Gengis hubiera dispuesto de unos cuantos años más, habría penetrado en aquellas tierras. No sabía nada de los entresijos políticos entre ambas naciones, excepto que, al parecer, los Sung poseían huestes de millones de hombres. Por el momento le bastaba con acabar con el emperador del norte. Le bastaba con cabalgar junto a su tumán. Solo lamentaba que Gengis no hubiera vivido para verlo.

Perdido en nostálgicos recuerdos, Khasar se volvió para dar una orden a Ho Sa y Samuka antes de darse cuenta de que ambos habían muerto, años atrás. Se estremeció ligeramente en el viento. Había habido tantos muertos desde que sus hermanos y él se ocultaran de sus enemigos en una diminuta grieta del terreno, al principio del crudo invierno. De aquellos niños asustados y hambrientos había brotado una nueva fuerza en el mundo, pero solo Kachiun, Temuge y el propio Khasar habían sobrevivido. El coste había sido alto, aunque sabía que Gengis nunca se había arrepentido.

«El mejor de nosotros», susurró Khasar para sí mientras observaba la constante y segura aproximación de las fuerzas de Ogedai. Había visto bastante. Se volvió a sentar en la silla y emitió un agudo silbido. Dos mensajeros se presentaron ante él al galope. Ambos llevaban los brazos desnudos, ennegrecidos por el polvo, y, para ser rápidos y ligeros, su única vestimenta era una túnica de seda y unas calzas.

—Los minghaans del uno al cuatro deben ejercer presión en su flanco occidental —le dijo Khasar al primero sin preámbulos—. Hay que impedir que el enemigo se desvíe del camino del khan.

El mensajero, su joven rostro encendido por la excitación, se alejó a la carrera a través del campo de batalla. El otro aguardó pacientemente mientras Khasar contemplaba el flujo y reflujo de hombres como un viejo halcón vigilando un campo de trigo. Vio varias liebres procedentes de alguna madriguera cercana corriendo hacia él antes de que sus vasallos, encantados, las atravesaran con sus flechas y desmontaran para recogerlas. Era otro signo de que el terreno era agreste y estaba lleno de obstáculos. Cargar era más peligroso todavía cuando un caballo podía partirse una pata en un agujero y matar a su jinete con el impacto.

El rostro de Khasar se crispó al pensarlo. No sería una victoria fácil de conseguir, no ese día. El ejército Chin superaba en número al suyo en una proporción de más de seis a uno. La llegada de Ogedai y Tolui la reduciría solo a dos a uno. Khasar los había hostigado y mermado sus efectivos mientras avanzaban hacia el sur, pero había sido incapaz de obligar al emperador a detenerse y luchar. Había sido el propio Ogedai quien sugirió dibujar un enorme círculo alrededor de las tropas Chin para regresar desde el sur. Con una angustiosa lentitud habían transcurrido tres días, hasta que había empezado a pensar que el emperador alcanzaría la frontera y se pondría a salvo antes de que Ogedai regresara siquiera.

Khasar se descubrió a sí mismo deseando que fuera Gengis el que llegara desde el sur. Con solo imaginarlo sintió que se le partía el corazón y sacudió la cabeza para despejarla de esas fantasías de viejo. Tenía trabajo que hacer.

—Lleva esta orden a Yusep —le dijo al mensajero—. Debe atacar el ala este y obligarles a dirigirse hacia el khan. Que utilice todas las flechas si es necesario. Que se lleve a los minghaans del cinco al ocho. Yo me quedo con dos mil como reserva. Repite tus órdenes. —Khasar esperó con impaciencia a que el explorador acabara de repetirlas y luego lo despidió, viendo cómo se alejaba al galope.

Con la mirada clavada en la llanura abierta, Khasar se preguntó en qué tipo de hombre se habría convertido el emperador Chin. Ya no sería un niño orgulloso, sino un joven en la flor de la vida, pero a quien se le había negado lo que era suyo por derecho de nacimiento. Las tierras que había conocido eran gobernadas por príncipes mongoles. Los vastos ejércitos de su padre habían sido aniquilados. Solo le quedaban aquellos que tenían ante sí. Tal vez ese fuera el motivo por el que luchaban con tanto denuedo, pensó. Eran la última esperanza de su emperador y lo sabían. La cercanía de la frontera Sung funcionaba como un potente estímulo y seguían siendo fuertes, seguían siendo muchos, semejantes a un enjambre de avispas multicolores.

Khasar retornó con su montura hasta su contingente de reserva, cuyos miembros observaban al enemigo, sentados tranquilamente sobre sus caballos, con los codos apoyados en los pomos de la silla. Cuando Khasar se les unió se enderezaron, sabiendo que su general percibiría hasta el más mínimo detalle.

Frente a ellos, las filas Chin cambiaron su formación para responder a la nueva amenaza, convirtiéndose en un erizo armado de picas y lanzas. Como Khasar había previsto, empezaron a maniobrar para alejarse de la ruta directa hacia el sur. No le habría importado si no fuera porque era allí donde estaba Ogedai. El emperador Chin quería alcanzar la frontera Sung. Si pudiera obligarle a desplazarse por los límites de la frontera sin cruzarla, su ejército finalmente se cansaría y los tumanes mongoles le arrancarían tajos de los flancos. Todavía faltaba un poco para que cayera el sol y la infantería del emperador se debilitaría antes que los jinetes mongoles. La caballería Chin había sido el primer objetivo de Khasar: los había alejado de aquellos a quienes protegían y los había aplastado tras días de sangre y flechas. Los supervivientes se habían situado en el centro, humillados y vencidos.

Cuando Ogedai alcanzara las huestes Chin, estarían atrapadas entre dos enemigos. Khasar tarareó para sí, disfrutando de la perspectiva. Nada socavaba tanto la moral de las tropas como el miedo a ser atacados desde atrás.

Observó cómo sus primeros cuatro mil guerreros cabalgaban lentamente a través de una avalancha de proyectiles, agachados sobre sus sillas de montar y confiando en sus armaduras. Algunos cayeron, pero el resto fue abriéndose paso y acercándose más y más. Los arbolillos les golpeaban como látigos al pasar y Khasar vio que algunos animales tropezaban. Un poni cayó de rodillas cuando el terreno se hundió bajo su peso, pero el jinete, con un violento esfuerzo, consiguió que el animal se alzara y continuara avanzando. Khasar observaba la escena apretando las riendas como ellos, con los nudillos blancos.

A cincuenta pasos, el aire estaba plagado de saetas que pasaban silbando, mientras las filas más próximas de los Chin arrojaban sus lanzas, aunque la mayoría se quedaban cortas o se clavaban en la hierba. Las líneas mongolas se habían deshecho en el difícil terreno, pero sus arcos se tendían como uno solo. Los soldados del emperador retrocedieron instintivamente, a pesar de los bramidos de sus oficiales. Se habían enfrentado a la misma tormenta demasiadas veces y estaban desesperados. Desde una distancia cada vez menor, los arcos mongoles podían atravesar casi cualquier cosa. Los músculos de los hombros de los arqueros de Khasar se hinchaban y retorcían cuando tensaban las cuerdas, sujetándolas con los anillos de hueso que llevaban en los pulgares. Ningún otro arco era tan potente y ningún otro arquero era tan poderoso como los mongoles.

Dispararon otra vez con un fuerte chasquido que llegó hasta la posición desde la que Khasar, vigilante, observaba la contienda. La descarga abrió una enorme brecha en las líneas enemigas, derribando a varios hombres cuyas picas y ballestas se elevaron como un reguero en las filas Chin. Khasar asintió con gesto firme. Ni él ni Jebe habían obtenido el oro en el festival. Ese honor había correspondido a los arqueros de Tsubodai. Con todo, la dirección de los arqueros era un arte que dominaba.

Los cuerpos caían al suelo con varias saetas clavadas y los gritos viajaban en la brisa hasta Khasar. Esbozó una ancha sonrisa. Habían logrado rasgar la piel del ejército Chin. Estaba deseando dar la orden de sacar las hachas y las lanzas y adentrarse en el corazón de sus filas. Había visto ejércitos hechos pedazos de esa manera, por muchos soldados y tambores y coloridos estandartes que poseyeran.

La disciplina mongola se mantenía firme. Era algo que los guerreros habían aprendido a lo largo de muchas batallas por todo el mundo. Sus hombres disparaban flecha tras flecha, eligiendo como blancos a aquellos que estuvieran intentando huir de la destrucción o esconderse detrás de sus escudos. Las filas más externas de los Chin se enfrentaban a sus espadas y más hombres cayeron a ambos lados antes de que los oficiales minghaan hicieran sonar una nota larga y grave para ordenar la retirada de los exultantes guerreros.

Desde atrás llegaron los vítores disonantes de algunas filas intactas de los Chin, pero en ese momento los hombres de Khasar dieron media vuelta en sus monturas y lanzaron una última flecha, justo cuando los enemigos se habían crecido de nuevo. El clamor se cortó en seco y los minghaans gritaron regocijados mientras efectuaban una conversión y se preparaban para atacar una vez más. El avance del contingente Chin se había ralentizado durante casi un kilómetro y los heridos quedaron atrás, montones humanos que gemían y se retorcían.

—Aquí llegan —murmuró Khasar—. El khan está haciendo su entrada en el campo de batalla.

Distinguió los estandartes de Ogedai en el ejército que cruzaba al trote el abrupto terreno. Las filas Chin se prepararon para enfrentarse a ellos, bajando los escudos y las picas, que podían destripar a un caballo a la carga. Cuando los guerreros mongoles estuvieron a doscientos pasos, sus flechas empezaron a llegar en negras oleadas. El chasquido de miles de arcos disparando era como el crepitar de una furiosa fogata, un sonido que Khasar conocía a la perfección. De repente lo supo: ya eran suyos. El emperador no alcanzaría la seguridad ese día.

Entonces se oyó otro sonido, mucho más potente que el temblor de la cuerda de los arcos que había escuchado desde la infancia. Bramó como un trueno y fue seguido por un sonoro suspiro que recorrió las filas de sus hombres. Khasar miró fijamente la nube de humo que se elevó en el aire cubriendo parte de las líneas donde Ogedai y los Chin se habían encontrado.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Uno de sus vasallos respondió al instante:

—Pólvora, mi señor. Tienen ollas de fuego.

—¿En el campo de batalla? —preguntó Khasar. Maldijo en voz alta. Había visto esas armas utilizadas contra los muros de una ciudad y conocía su efecto. Esos recipientes de hierro llenos de pólvora negra podían arrojar esquirlas de metal candente contra las apretadas filas de sus hombres. Tenían que ser arrojados lo suficientemente lejos para que los propios defensores no quedaran hechos pedazos. No lograba imaginar cómo estaban empleándolos los Chin sin matar a su propio pueblo.

Antes de poder poner en orden sus atónitos pensamientos, se oyó otro gran estruendo. El sonido llegó amortiguado por la distancia, pero vio a varios hombres y caballos salir volando por los aires a causa de la explosión y aterrizar destrozados en la hierba. Entonces percibió el olor, acre y amargo. Algunos de sus hombres tosieron en la brisa. Los Chin vitorearon con más energía y el rostro de Khasar adoptó una expresión feroz.

Todos sus instintos le impulsaban a partir al galope hacia el enemigo antes de que pudieran sacarle partido a la pequeña ventaja que habían obtenido. El avance de Ogedai había perdido su empuje inicial y solo los bordes de los dos ejércitos estaban en contacto, como insectos que pelearan a distancia. Khasar se obligó a sí mismo a controlarse. Aquello no era una razia contra una tribu. Los Chin poseían suficientes efectivos y sangre fría para perder a la mitad de sus hombres solo con tal de acabar con el khan de los mongoles. El padre cielo sabía que el emperador Chin albergaba ese deseo. Khasar notó las miradas de sus hombres posadas sobre él, esperando sus órdenes.

Apretó la mandíbula, rechinando los dientes.

—Quietos. Esperad —ordenó, observando la batalla. Sus dos mil guerreros podían marcar la diferencia entre la victoria y la derrota o simplemente desaparecer en la masa. La elección, la decisión, estaba en sus manos.

Ogedai nunca había oído un estruendo así. Se encontraba cerca de las últimas filas cuando los ejércitos se encontraron. Había gritado la orden de disparar las flechas, mil a la vez, una y otra vez antes de que sus guerreros desenfundaran sus espadas y arremetieran contra los Chin. A su alrededor, todos los hombres se habían lanzado hacia delante, deseosos de mostrar su coraje y hacerse con la aprobación del khan. Para ellos era una rara oportunidad estar a la vista del hombre que gobernaba la nación. Ninguno quería desperdiciarla y se dispusieron a luchar como locos, sin dejar traslucir dolor o debilidad.

Y entonces, cuando avanzaron, una ensordecedora explosión arrojó a varios hombres hacia atrás y dejó un pitido en los oídos de Ogedai. Descubrió que estaba cubierto de tierra mientras intentaba comprender, aturdido, qué había sucedido. Vio a un hombre de pie, sin caballo, con la sangre empapándole el rostro. Un pequeño grupo de guerreros yacían muertos, mientras que muchos otros se retorcían y se arrancaban fragmentos de metal de la carne. La explosión había ensordecido y atontado a los que estaban más cerca. Mientras las filas seguían avanzando, Ogedai vio a un hombre sin montura interponerse en el camino de un jinete y perecer bajo los cascos del caballo.

Ogedai meneó la cabeza para librarse de ese sonido de aire susurrante, ese vacío. Sentía el corazón latirle en las orejas y una amplia franja de presión le rodeaba la cabeza. Pensó en un hombre que había visto siendo torturado una vez, una imagen fugaz de unas correas de cuero atadas a la cabeza que los torturadores iban apretando con la ayuda de un palo. Era un mecanismo sencillo, pero producía un dolor espantoso mientras el cráneo iba descolocándose hasta romperse. Esa era la sensación que tenía Ogedai en la cabeza, como si la franja fuera apretándose poco a poco.

Otra retumbante explosión pareció hacer que el suelo se levantara bajo sus pies. Los caballos relincharon y retrocedieron con ojos desorbitados mientras los guerreros hacían cuanto podían por controlarlos. Ogedai vio que desde las filas Chin se elevaban en el aire unas motas negras, pero no sabía qué eran ni qué hacer contra ellas. Con un súbito estupor, que redujo su borrachera, se dio cuenta de que podía morir en aquella llanura pedregosa. No era una cuestión de valor, ni siquiera de resistencia, sino de pura suerte. Volvió a sacudir la cabeza para despejarla y sus ojos brillaron. Su cuerpo era débil, al igual que su corazón, pero, por encima de todo, tenía suerte.

Otro estallido atravesó el campo de batalla, seguido por otros dos. Los hombres de Ogedai estaban empezando a vacilar, inmovilizados por la impresión. A su derecha, el tumán de Tolui había llegado más lejos, pero ellos también se habían quedado anonadados por las tremendas explosiones que mataban hombres a ambos lados.

Ogedai desenvainó la espada de su padre con un solo gesto y lanzó un grito desafiante mientras la levantaba en el aire. Sus vasallos vieron su temeridad y les encendió la sangre. Se unieron a él cuando espoleó a su montura, sonriendo de oreja a oreja al loco khan que cargaba contra el enemigo él solo. Todos ellos eran hombres jóvenes. Cabalgaban con el hijo predilecto de Gengis, marcado por el padre cielo, el khan de la nación. Sus vidas no valían tanto como la suya y se desprendían de ellas con tanta despreocupación como harían con unas riendas rotas.

Las explosiones se sucedieron a más velocidad: más bolas negras eran arrojadas chisporroteando al aire para caer entre los pies de los mongoles. Mientras galopaba, Ogedai vio que uno de los guerreros sin montura recogía una del suelo. El khan gritó, pero el hombre ya no era más que un amasijo sanguinolento. De repente, el aire se llenó de moscas silbantes. Hombres y caballos gritaron cuando unas delgadas agujas de hierro se les clavaron por todos lados.

Los vasallos de Ogedai se incorporaron a la refriega, protegiendo a su khan en el centro. Las picas bajadas detuvieron a los caballos, pero más y más de sus hombres habían perdido a sus monturas y mataron a los piqueros con cuchillos y espadas, abriendo una brecha mientras los caballos empujaban y sudaban detrás de ellos. Ogedai vio otra bola negra desplomarse casi a sus pies y uno de sus hombres se lanzó sobre ella. El sonido quedó amortiguado, aunque un pequeño cráter rojo apareció en la espalda del guerrero y un trozo de hueso saltó por los aires, casi hasta la altura de un hombre. Los que rodeaban a Ogedai se estremecieron, pero al instante se enderezaron, avergonzados de que el khan pudiera haber sido testigo de su miedo.

Ogedai se dio cuenta de que lo que había presenciado era una especie de respuesta ante esas armas. Elevó la voz para que llegara hasta las filas más lejanas.

—Lanzaos sobre ellas cuando aterricen, por vuestro khan —gritó.

La orden fue repetida a lo largo de las líneas mientras la siguiente oleada de misiles atravesaba el cielo. Seis de esas bolas de hierro sobrevolaron a su ejército silbando, todas ellas provistas de mechas muy cortas. Ogedai observó con orgullo como los guerreros se esforzaban por llegar a ellas y sofocar la amenaza para salvar a sus amigos. Se volvió hacia el enemigo y descubrió el terror en las caras de los Chin. En la suya solo había una furia llena de ansias de venganza.

—¡Arcos! —bramó—. Abrid un camino y traed lanzas. ¡Lanzas, aquí!

Tenía lágrimas en los ojos, pero no por aquellos que habían entregado sus vidas. Cada momento de vigilia, cada vez que respiraba, experimentaba un enorme gozo. Sintió el aire frío y amargo en la garganta, cargado del extraño olor de ese ardiente polvo. Inspiró hondo, llenándose con él los pulmones, y, durante un momento, la franja de presión del rostro y las sienes pareció remitir mientras sus hombres abrían un profundo hueco en las filas Chin.

Khasar, observando las maniobras de Ogedai, golpeó su armadura con el puño en un gesto inconsciente de aprobación. Las explosiones habían echado para atrás a los dos tumanes mongoles, que se habían alejado instintivamente de los focos de esos sonidos y estallidos de luz. Khasar había visto a los propios vasallos del khan superar el terror y penetrar violentamente en las líneas Chin. Los estruendos de las explosiones se apagaron de repente y dejó de ver la lluvia de piedras y tierra que volaba por los aires cada vez que estallaba una de las bolas. Era como si tras caer dentro del ejército mongol fueran tragadas por él. Esbozó una enorme sonrisa al pensarlo.

—Creo que el khan se está comiendo esas bolas de hierro —le dijo a sus hombres—. Mirad, todavía tiene hambre. Quiere unas cuantas más para llenarse el estómago. —Ocultó su miedo ante la imprudente carga de Ogedai. Si moría ese día, Chagatai gobernaría la nación y toda su lucha habría sido en vano.

Su experimentado ojo recorrió el campo de batalla mientras trotaba con su montura hacia el sur, manteniendo a sus rivales a tiro. Al menos en eso, el emperador Chin no había flaqueado. Sus hombres avanzaban tan deprisa como podían, marchando con dificultad por encima de los muertos. No era fácil frenar un ejército así con un contingente que era la mitad que el suyo. Era un problema táctico y Khasar no dejaba de darle vueltas. Si ordenaba una formación en líneas más delgadas que se extendieran como una red, los Chin podrían atravesarlas con una carga con lanzas. Si mantenía el número de hombres por línea, podían ser superados por los flancos en el obstinado empeño del emperador de dirigirse hacia la frontera. Debía ser una agonía para él, se dijo Khasar, estar tan cerca y, sin embargo, tener a un enemigo bullendo a su alrededor.

Sus propios minghaans estaban eliminando soldados a placer en la retaguardia del enemigo, dejando un rastro de cadáveres en la abrupta llanura. Tal era la concentración en la tarea de llegar a la frontera que los Chin no se giraban. Mientras cabalgaba hacia el sur detrás de ellos, Khasar se topó con un soldado colgando de las ramas de un arbusto espinoso. Le echó una ojeada y vio su rostro crispado y sus ojos abiertos en ciega agonía. Khasar sacó su espada y pasó la punta por su garganta. No era compasión. No había matado ese día y estaba deseando participar en la batalla.

La acción le arrebató parte del control sobre sí mismo y gritó una orden a los dos mil guerreros que estaban a su mando.

—Avanzad, conmigo. Aquí no servimos para nada y el khan está en el campo de batalla.

Se puso a medio galope hasta situarse a solo cien pasos por detrás del enemigo, buscando el mejor lugar y oportunidad para atacar. Se estiró cuanto pudo en la silla y observó a lo lejos con la esperanza de ver a los portaestandartes del emperador. Estarían en algún punto próximo al corazón de las nutridas filas, estaba seguro, formando una barrera de hombres, caballos y metal destinada a poner a salvo a un único gobernante desesperado. Khasar limpió su espada con un jirón de tela antes de enfundarla. Sus hombres eligieron sus blancos y dispararon una ráfaga de flechas hacia los soldados Chin con implacable precisión. Le costaba contenerse y su capacidad de autocontrol estaba agotándose.

La carga de Ogedai le había llevado al otro lado de las filas exteriores de piqueros. Los regimientos Chin eran disciplinados, pero, por sí sola, la disciplina no ganaría la batalla. Aunque no se hundían, sus números estaban siendo mermados por el ataque de los jinetes. Sus líneas se rompieron, o retrocedieron o quedaron reducidas a núcleos y grupos de hombres que se esforzaban en evitar ser ensartados por las flechas rivales.

Los cuernos resonaron en las filas Chin y diez mil espadas sacaron sus hojas y cargaron, gritando un desafío. Se abalanzaron hacia un aluvión de flechas, disparadas a corta distancia. Las líneas del frente fueron avasalladas y pisoteadas. Avanzaron como una masa, luego cada una de las filas se dividió en parejas, en tríos y en solitarias docenas, enfrentándose a las espadas de los jinetes. Advirtiendo la masacre que estaba teniendo lugar, los que estaban detrás titubearon al ver que los mongoles arremetían en una línea. En apenas unos instantes, se pusieron a galope tendido y atacaron con limpieza, imparables. Las líneas Chin retrocedieron aún un poco más.

Tolui vio que su hermano se había adentrado mucho en las formaciones enemigas y que la cuña de vasallos del khan devoraba a sus rivales como si pensaran atravesar a base de golpes hasta el otro lado. Sintió una inmensa admiración ante Ogedai. No había esperado verle volviéndose loco en el campo de batalla, pero nada podía detenerle y a sus vasallos les resultaba difícil mantener su ritmo. Ogedai cabalgaba como si fuera inmortal y, a pesar de que el aire estaba cargado de muerte y humo, nada le tocaba.

Era la primera vez que Tolui veía humo en un campo de batalla. Era un elemento nuevo y sus hombres odiaban ver cómo se desplazaba lentamente hacia ellos. Se estaba acostumbrando a su extraño olor, pero la sucesión de estruendosos estallidos había creado algunos de los momentos más terroríficos que había vivido jamás. No podía quedarse atrás, no con Ogedai avanzando en la masa de enemigos. La frustración de no poder evitar el avance hacia el sur era evidente en todos ellos. La batalla estaba a punto de transformarse en una caótica reyerta, en la que las ventajas mongolas de velocidad y precisión quedarían sacrificadas ante la furia vengativa.

Tolui ordenó a sus oficiales minghaan que protegieran al khan, moviéndose con rapidez para reforzar los flancos de Ogedai y ampliar la cuña que estaba introduciendo en el ejército Chin. Sintió una oleada de orgullo cuando su hijo Mongke pasó la orden a sus mil hombres y estos le siguieron sin vacilar. Gengis había salido a la guerra con sus hijos en escasas ocasiones. Pese al miedo por la seguridad de Mongke, Tolui sonrió lleno de placer al ver la fuerza de su joven hijo. Sorhatani estaría orgullosa cuando se lo contara.

El humo volvió a despejarse y Tolui esperó la siguiente descarga de truenos. Ahora estaba más cerca y el ejército Chin estaba rodeando en espiral a sus hombres para dirigirse al sur, siempre al sur. Cuando un soldado Chin pasó casi por debajo de la cabeza de su caballo en un impulso ciego por seguir la fila de marcha, Tolui los maldijo y lo mató con una breve estocada desde arriba, eligiendo un punto en el cuello donde la armadura no le protegía.

Alzó la vista y descubrió a cientos de Chin más que marchaban a toda velocidad hacia su posición. Llevaban la misma armadura de un soldado común, pero cada uno de ellos portaba un tubo negro de hierro. Vio que el peso dificultaba su avance, pero se aproximaban a él con zancadas llenas de una extraña confianza. Sus oficiales ladraron la orden de cargar y preparar. Tolui supo por instinto que no debía darles tiempo a hacerlo.

Con la voz ya ronca, Tolui bramó sus propias órdenes. Un millar de sus hombres se volvieron para cargar contra la nueva amenaza, dejando que la cuña de Ogedai prosiguiera su avance sin ellos. Siguieron a su general sin titubeos, disparando flechas y asestando tajos con la espada a todo lo que encontraban en su camino.

Los soldados Chin fueron despedazados mientras se apuraban tratando de preparar las mechas y los tubos de hierro. Algunos fueron aplastados por caballos y otros murieron mientras colocaban una mecha crepitante en sus armas. Muchos de los tubos cayeron al suelo y, como respuesta, los guerreros mongoles tiraron de las riendas de sus monturas, alejándolas, o incluso se arrojaron sobre ellos con los ojos fuertemente cerrados.

No lograron atraparlos a todos. Se oyó un traqueteo de estallidos menos potentes recorriendo las líneas como una ola. Tolui vio a un hombre desaparecer de su lado, arrancado de la silla antes de que pudiera siquiera gritar. Otro caballo se desplomó de rodillas con el pecho ensangrentado. El sonido era espantoso y, a continuación, los envolvió una nube de humo gris que los dejó ciegos. Empezó a dar mandobles a diestro y siniestro hasta que la espada chocó contra algo y Tolui se quedó mirando la empuñadura con incredulidad. Algo cayó sobre él, pero si era un enemigo o uno de sus hombres no lo sabía. Notó que la vida abandonaba a su montura y desmontó tambaleándose antes de que pudiera aplastarle. Sacó un largo cuchillo de la bota y lo sostuvo en el aire mientras avanzaba cojeando a través del humo. A su alrededor resonaron nuevos estallidos: algunos tubos expulsaron su carga de piedras y hierro, mientras que algunos quedaron girando inútilmente en el suelo junto a sus muertos propietarios.

Tolui no sabía cuánto tiempo llevaban luchando. Perdido en la densa humareda, sintió que un miedo insoportable amenazaba con atenazarle. Se calmó efectuando algunos cálculos, obligando a su mente a trabajar en medio del ruido y del caos. El ejército Chin podría haber alcanzado la frontera cuando se pusiera el sol. Para entonces, se encontraba a solo unos cuantos kilómetros al sur, aunque los soldados habían sufrido y perecido por cada paso que daban. Cuando el humo desapareció, Tolui lanzó una ojeada al sol y vio que estaba más cerca del horizonte, como si se hubiera caído mientras él estaba envuelto en humo. No se lo podía creer. Cogió un caballo sin jinete y sostuvo las riendas mientras buscaba una buena espada por el suelo. Bajo sus pies, la hierba estaba resbaladiza y sangrienta. El hedor a tripas y muerte mezclado con el olor a pólvora quemada le produjo arcadas: era una amarga combinación con la que no quería volver a toparse jamás.

El derramamiento de sangre no había tocado a Xuan, el Hijo del Cielo, aunque sí percibía el olor a pólvora que flotaba en el aire vespertino. A su alrededor, los tumanes mongoles desgarraban y aullaban ante sus nobles soldados, atacándoles con fauces y hierro. El rostro de Xuan permanecía impasible y miraba fijamente al sur por encima de sus cabezas. Podía ver la frontera, pero suponía que los mongoles no se detendrían cuando pasara el simple templo de piedra que marcaba los límites entre ambas naciones. Por casualidad, la trayectoria del ejército Chin había girado hasta regresar al camino principal. El edificio de piedra blanca era una mancha lejana, un oasis de paz hacia el que convergían dos ejércitos en lucha.

Xuan empezó a sudar dentro de su armadura, se avergonzó al encontrarse pensando que podría echar a correr solo con su montura por ese camino. Su caballo era un excelente semental castrado, pero Xuan no era ningún tonto. No podía entrar en las tierras Sung como un mendigo. Su ejército protegía su cuerpo, pero también las últimas riquezas de los reinos Chin, transportadas en miles de sacas y bolsas. Sus esposas e hijos estaban allí también, escondidos por los muros de hierro y hombres leales. No podía abandonarlos a merced del khan mongol.

Con su fortuna, su primo le daría la bienvenida. Con un ejército, tendría el respeto del emperador Sung. Tendría un lugar a la mesa de los nobles mientras planeaban una campaña para recuperar sus tierras ancestrales.

Xuan hizo una mueca al pensar en ello. En la corte Sung no sentían demasiado afecto hacia su linaje. El emperador, Lizong, era un hombre de la generación de su padre que consideraba el territorio Chin como propio, alegando que el hecho de que no fuera aún suyo por derecho era un mero error histórico. Existía la posibilidad de que Xuan estuviera metiendo la mano en un nido de ratas al ponerse en manos de los Sung. Pero no tenía elección. Esos cabreros mongoles paseaban por sus tierras como si fueran suyas, entrando a espiar en todos los almacenes, calculando la riqueza de todos los pueblos para exigir el pago de unos impuestos que nunca sabrían cómo gastar. Experimentar una vergüenza así tendría que haberle resultado intolerable, pero Xuan nunca había conocido la paz. Se había acostumbrado a la humillación de perder su reino pedazo a pedazo frente a ese ejército de langostas y ver cómo ardía la capital de su padre. Confiaba en que su primo Sung no subestimara la amenaza mongola. Sin embargo, ya habían salido de conquista en el pasado, líderes tribales que reunían un ejército y luego morían. Sus imperios siempre se desmoronaban, hundidos por la arrogancia y la debilidad de hombres inferiores. Xuan sabía que el emperador Lizong estaría tentado de hacer caso omiso de ellos y simplemente esperar un siglo o dos. Se limpió el sudor de los ojos, parpadeando al sentir el picor de la sal. El tiempo curaba tantos males en el mundo… Pero no esas malditas tribus. Los mongoles habían perdido a su mayor conquistador en la cumbre de su poder y, sencillamente, habían seguido adelante, como si un solo hombre no importara. Xuan no sabía si eso los hacía más civilizados, o los convertía en una manada de lobos, en la que otro macho pasaba sin más a ser el nuevo líder.

Apretó el puño, encantado al oír la oleada de estallidos de sus artilleros. Contaban con muy pocas, pero eran armas fantásticas, temibles. También eso era algo que les entregaría a los Sung: el conocimiento vital del enemigo además de una forma de destruirlo. Un lobo nunca se levantaría contra un hombre que llevara un hierro de marcar. Xuan sabía que ese hierro podían ser los proyectiles de pólvora, si tenía el tiempo y el espacio necesarios para planificar el ataque.

El grito de sus oficiales le sacó bruscamente de sus ensoñaciones: señalaban al sur y el emperador se protegió los ojos del sol con la mano para mirar a lo lejos.

Un ejército se aproximaba a la frontera, a sólo unos tres kilómetros de distancia. Distinguió las enormes y veloces formaciones en cuadrado derramándose por las colinas. Como avispas, los regimientos Sung estaban reaccionando ante la amenaza, se dijo. O bien estaban respondiendo a la arrogancia de un khan que había osado penetrar en sus tierras. Mientras Xuan observaba, concentrado, comprendió que no se trataba de una fuerza menor, de un gobernador regional. El propio emperador no abandonaría su capital por el sucio negocio de la guerra. Tenía que ser uno de sus hijos, quizá incluso su heredero. Ningún otro podía comandar a tantos. Los cuadrados cubrían el terreno como el dibujo de una tela, cada uno de ellos con al menos cinco mil hombres descansados, bien entrenados y equipados. Xuan trató de contarlos, pero era imposible por el polvo y la distancia. A su alrededor, los hombres mostraron su júbilo, pero él entrecerró los ojos, pensativo, contemplando las fuerzas mongolas que los rodeaban, todavía rugiendo y pisándoles los talones.

Si su primo cerraba la frontera, no sobreviviría. Con gesto irritado, Xuan se rascó un hilo de sudor que le caía por la cara, dejando la marca roja de sus uñas. No se quedarían allí parados mirando cómo le mataban, ¿verdad? No lo sabía. No podía saberlo. La tensión hizo que la bilis le subiera a la garganta desde el estómago mientras su caballo le iba acercando más y más, el calmado ojo de la girante tormenta.

Tras tomar una honda bocanada de aire, Xuan convocó a sus generales y empezó a repartir órdenes. Las instrucciones fueron pasando de hombre a hombre y los bordes de su ejército se reforzaron. Hombres con pesados escudos corrieron a adoptar posiciones, levantando una poderosa defensa que contendría a los mongoles el tiempo suficiente para alcanzar la frontera. Era un plan desesperado, concebido solo para sobrevivir, pero en aquel momento, puede que también sirviera para mantener el mayor número de soldados posible con vida. Llevaba días aplicando una estrategia defensiva en la batalla. Si la frontera estaba cerrada, estaría acorralado y tendría que dar media vuelta y atacar de frente al khan. Todavía contaba con efectivos suficientes y sus hombres estaban deseando devolver los golpes recibidos.

La idea era embriagadora y Xuan se preguntó si debería atacar aun cuando el ejército de la frontera se abriera para dejarle pasar. Todo cuanto deseaba era estar a salvo y conservar un contingente suficiente de hombres para ser una voz poderosa en los consejos que se convocarían a continuación. Pero el khan mongol seguía estando en inferioridad numérica. Ese mugriento pastor mongol se habría quedado pasmado y turbado al ver aparecer tantos y tan impecables regimientos.

Las primeras filas Sung habían alcanzado la frontera y se detuvieron, formando perfectas líneas de colorida armadura entre las que ondeaban los estandartes Sung. Mientras Xuan los contemplaba, vislumbró una bocanada de humo en la primera línea y oyó un estallido: una bola de hierro surcó los aires por encima de la hierba. No hirió a nadie, pero el mensaje no era para él. El príncipe Sung había traído cañones al campo de batalla, unos enormes tubos sobre ruedas que podían borrar una hilera de caballos y jinetes con un solo disparo. A ver cómo digería el khan ese pequeño detalle.

El ejército de Xuan continuó marchando y, mientras se aproximaban a las oscuras líneas Sung, su corazón palpitaba como el de un pájaro.