Los jardines del palacio de Karakorum seguían siendo jóvenes. Los jardineros Chin se habían esforzado al máximo, pero algunas de las plantas y árboles tardarían décadas en alcanzar su crecimiento total.
A pesar de no estar completamente desarrollado, era un lugar de gran belleza. Yao Shu escuchó el torrente de agua que recorría la fértil tierra y sonrió para sí, maravillándose de nuevo ante la pura complejidad de las almas. El hecho de que un hijo de Gengis hubiera hecho plantar un jardín así era absolutamente milagroso. Era un derroche de colores sutiles y de diversidad, algo imposible, pero allí estaba. Cada vez que pensaba que entendía a un hombre, descubría en él alguna contradicción. Los hombres perezosos podían trabajar hasta la muerte; los amables podían ser crueles; los crueles podían redimir sus vidas. Cada día podía ser distinto de los anteriores; cada hombre podía ser distinto, no solo de los demás, sino de los pedazos de él mismo que habían ido quedando atrás a lo largo de los años. ¡Y las mujeres! Yao Shu se detuvo a contemplar una alondra que cantaba melodiosamente entre unas ramas. Al pensar en la complejidad de las mujeres, se echó a reír a carcajadas. El pajarillo saltó y desapareció, comunicando su pánico con exaltados trinos.
Las mujeres eran todavía peores. Yao Shu sabía que era un excelente juez del carácter humano, más que muchos otros hombres. ¿Por qué si no le habría confiado Ogedai una autoridad así durante su ausencia? No obstante, hablar con una mujer como Sorhatani era como mirar hacia el interior de un abismo. Cualquier cosa imaginable podía devolverte la mirada desde allí. A veces, era un gatito, juguetón y adorable. En otras ocasiones, era una tigresa, con las fauces y las garras ensangrentadas. La esposa de Tolui poseía la cualidad del azogue. No tenía miedo absolutamente a nada, pero si la hacías reír, sus carcajadas podían ser tan espontáneas e irreprimibles como las de una niña.
Yao Shu frunció el ceño, reflexionando. Sorhatani le había permitido enseñar a sus hijos a leer y escribir, e incluso a compartir su filosofía budista con ellos, a pesar de que ella era cristiana. Aunque su propia fe era otra, mostraba un pragmatismo total respecto a la preparación de sus hijos para el futuro.
Meneó la cabeza mientras ascendía una cuesta del parque. En aquella zona de los jardines, el arquitecto se había permitido un capricho: crear una colina lo suficientemente alta como para poder ver más allá de los muros del jardín. Karakorum se extendía a su alrededor, pero sus pensamientos no tenían relación con la ciudad. Adoptó el aire de un erudito, deambulando a través de los jardines sin interesarse en absoluto por el mundo exterior. Sin embargo, seguía percibiendo hasta el susurro de una hoja y sus atentos ojos no pasaban nada por alto.
Ya había visto a dos de los hijos de Sorhatani. Hulegu estaba subido a un joven ginkgo a su derecha, claramente ignorante del delicado temblor que su aliento imprimía a las hojas en abanico del árbol. Arik-Boke no debería haber vestido prendas rojas en un jardín con escasas flores rojas. Yao Shu le había localizado casi de inmediato. El canciller del khan cruzó los jardines pasando entre los jóvenes cazadores, consciente en todo momento de la posición de ambos mientras se trasladaban para no perderle de vista. Habría disfrutado más del ejercicio si hubiera podido completar el triángulo con Kublai. Él era la auténtica amenaza.
Yao Shu siempre estaba en equilibrio cuando caminaba, aferrando la tierra a través de sus sandalias. Llevaba las manos libres, listas para interceptar cualquier cosa que se presentara ante él. Tal vez deleitarse en sus reflejos no fuera el comportamiento apropiado para un buen budista, pero Yao Shu sabía que también sería una lección para los chicos, un recordatorio de que todavía no lo sabían todo… Si conseguía localizar a Kublai, el único de ellos armado con un arco.
El jardín tenía menos de cinco años y había pocos árboles grandes, todos ellos sauces y álamos, de rápido crecimiento. Uno de ellos se curvaba sobre el sendero que se abría ante él y Yao Shu percibió el peligro de ese punto cuando todavía estaba lejos. No era solo que el lugar fuera ideal para una emboscada; lo envolvía un peculiar silencio, una falta de mariposas y movimiento. Yao Shu sonrió. Los niños se le habían quedado mirando con la boca abierta cuando les sugirió el juego, pero un hombre tenía que moverse para tender y disparar un arco. Para colocarse en posición de tiro, tenían que preparar una emboscada o revelar su presencia al desplazarse. No era tan difícil ser más listo que los hijos de Tolui.
Kublai salió de un salto del arbusto, echando hacia atrás el brazo derecho en el clásico gesto del arquero. Yao Shu se tiró al suelo y se alejó rodando del sendero. Algo no cuadraba, lo supo incluso cuando empezó a moverse. No oyó ninguna flecha, ni el sonido vibrante de la cuerda del arco. En vez de ponerse en pie como en principio había sido su intención, encogió el hombro y giró sobre sí mismo retornando a su posición original. Kublai seguía estando a la vista, cubierto de hojas y con una sonrisa de oreja a oreja. No había ningún arco en sus manos.
Yao Shu acababa de abrir la boca para hablar cuando oyó un suave silbido a sus espaldas. Otro hombre se habría vuelto, pero él volvió a lanzarse al suelo, saliendo del camino y alzándose al instante en una carrera atropellada hacia la fuente del sonido.
Hulegu sonreía al final de la única flecha que Yao Shu les había entregado esa calurosa tarde. El monje budista frenó con un derrape. El chico tenía manos rápidas, lo sabía. Demasiado rápidas, quizá. Con todo, habría un momento.
—Ingenioso —dijo Yao Shu.
Los ojos de Hulegu empezaron a arrugarse cuando su sonrisa se ensanchó. Moviéndose con una fluidez exenta de toda brusquedad, Yao Shu se aproximó a él y quitó la flecha de la cuerda. Hulegu soltó instintivamente y, por un instante, Yao Shu pensó que estaba totalmente a salvo, pero entonces su mano saltó como un resorte, como si le hubiera coceado un caballo, y se alejó del muchacho. La cuerda de cuero entretejido le había golpeado los nudillos y estuvo en un tris de arrancarle la flecha de la mano. Sintió un dolor agudo en los dedos y confió en que ninguno estuviera roto. Ocultó su sufrimiento ante el muchacho mientras le tendía la flecha y Hulegu la tomó con expresión estupefacta. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos, casi demasiado deprisa para la vista humana.
—Ha sido una buena idea decirle a Kublai que te diera el arco —dijo Yao Shu.
—Fue idea suya —respondió Hulegu un poco a la defensiva—. Dijo que estarías buscando su chaqueta verde y pasarías por alto mi ropa azul.
Hulegu sostenía la flecha con cautela, como si no pudiera creer lo que acababa de ver. Kublai apareció junto a ellos y la tocó casi con reverencia.
—La cogiste de la cuerda —dijo Kublai—. Eso es imposible.
Yao Shu frunció el ceño al oírle expresar un pensamiento tan poco riguroso y cruzó las manos a la espalda. Para los chicos era la perfecta imagen de la relajación. El dolor de su mano derecha seguía creciendo. Para entonces estaba prácticamente seguro de que se había fracturado algún hueso, quizá una rotura limpia. En realidad, había sido un movimiento vanidoso. Había cientos de formas en las que podía haber eliminado la amenaza que suponía Hulegu en cuanto estuvo en posición de disparar. Un sencillo bloqueo del nervio del codo le habría hecho soltar el arco. Yao Shu contuvo un suspiro. La vanidad había sido siempre su debilidad.
—La velocidad no lo es todo —aseguró—. Practicamos con lentitud hasta que nos movemos bien, hasta que nuestro cuerpo está entrenado para reaccionar sin pensar, pero entonces, cuando te pones en movimiento, debes hacerlo tan rápido como puedas. Te da fuerza y poder. La velocidad puede derrotar al enemigo más poderoso y todos vosotros sois jóvenes y procedéis de una buena estirpe. Vuestro abuelo era veloz como una serpiente al ataque hasta el día en que murió. Tenéis esa cualidad en vosotros, si os entrenáis en serio.
Hulegu y Kublai se miraron entre sí mientras Arik-Boke se unía al grupo con la cara colorada y alegre. No había visto cómo el canciller del khan arrancaba la flecha de la cuerda de un arco ya tensado y listo.
—Volved a vuestros estudios, mis jóvenes señores —dijo Yao Shu—. Os dejaré ahora para escuchar los informes sobre el khan y vuestro padre.
—Y Mongke —dijo Hulegu—. Me ha dicho que va a aplastar a nuestros enemigos.
—Y Mongke —coincidió Yao Shu con una risita. Se sintió complacido al ver que la decepción se pintaba por un instante en sus rostros al darse cuenta de que el tiempo de la lección había concluido.
Durante un momento, Yao Shu contempló a Kublai. Gengis se habría sentido orgulloso de sus nietos. Mongke había crecido fuerte, sin sufrir los estragos de la enfermedad o las heridas. Sería un guerrero digno de confianza, un general al que los hombres seguirían. Sin embargo, era Kublai el que más impresionaba a sus tutores, porque su mente se abalanzaba sobre una idea y la hacía pedazos antes de que pudiera respirar. Por supuesto que había sido Kublai quien sugirió el cambio con el arco. Era un truco sencillo, pero había estado a punto de funcionar.
Yao Shu se inclinó ante los muchachos y dio media vuelta para marcharse. Sonrió mientras los dejaba en los jardines, escuchando los susurros con los que Kublai y Hulegu le describían a su hermano lo que habían visto. El monje se dio cuenta de que la mano había empezado a hincharse. Tendría que sumergirla en agua y vendársela.
Cuando llegó al final de los jardines, Yao Shu reprimió un gruñido al ver a los hombres que le esperaban. Casi una docena de escribas y mensajeros estiraban el cuello tratando de ver llegar al canciller de Ogedai, sudoroso bajo el sol de la mañana. Eran sus hombres de más rango. A su vez, estos estaban al mando de muchos otros, casi otro ejército de tinta y papel. A Yao Shu le divertía pensar en ellos como sus oficiales minghaan. Entre ellos, controlaban la administración de un área vasta y en expansión, desde los impuestos hasta las licencias de importación, ocupándose incluso de obras públicas como los nuevos puentes de peaje. El tío de Ogedai, Temuge, había aspirado a ese puesto, pero el khan se lo había dado al monje budista que había acompañado a Gengis en casi todas sus victorias y entrenado a sus hermanos e hijos, con diversos grados de éxito. A Temuge le había entregado las bibliotecas de Karakorum y sus peticiones de fondos estaban incrementándose cada vez más. Yao Shu sabía que Temuge sería uno de los que intentaría hablar con él ese día. Había seis niveles de hombres entre los peticionarios y el propio canciller, pero, por lo general, el hermano de Gengis lograba hacer que le obedecieran empleando la intimidación.
Yao Shu alcanzó al grupo y empezó a sortear sus preguntas, dando respuestas secas y escuetas y tomando el tipo de decisiones rápidas por las que Ogedai le había elegido. No necesitaba notas o escribas para respaldar su memoria. Había descubierto que era capaz de retener enormes cantidades de información y darles forma tal como necesitara. Gracias a su trabajo las tierras mongolas iban asentándose, aunque utilizaba a estudiosos Chin como burócratas. Poco a poco, pero con firmeza, su civilizadora influencia estaba calando en la corte de los mongoles. Gengis habría odiado ese influjo, pero también habría detestado la idea misma de Karakorum. Yao Shu sonrió para sus adentros cuando se acabaron las preguntas y el grupo se alejó con premura para regresar a sus labores. Gengis había conquistado el mundo desde un caballo, pero un khan no podía gobernar desde un caballo. Ogedai parecía haberlo entendido mejor de lo que su padre lo entendió jamás.
Yao Shu entró solo en el palacio, dirigiéndose hacia sus oficinas. Allí le aguardaban decisiones más importantes. El tesoro estaba suministrando armaduras, armas, alimento y vestido a tres ejércitos y disminuía día tras día debido a esa sangría. Ni siquiera las inmensas sumas que Gengis había amasado durarían eternamente, aunque disponía aún de un año o dos antes de que el oro y la plata del tesoro se agotaran. Para entonces, sin embargo, seguramente los impuestos habrían pasado de ser un mero hilillo para convertirse en un río de considerable caudal.
Vio a Sorhatani, caminando junto a dos de sus sirvientas y tuvo un momento para contemplarla antes de que ella le viera. Su porte la distinguía: una mujer que caminaba como una emperatriz y siempre lo haría. La hacía parecer mucho más alta de lo que realmente era. Había dado a luz a cuatro hijos pero seguía moviéndose con la misma agilidad y su piel aceitada relucía rebosante de salud. Mientras la observaba, las mujeres se rieron de algo y sus voces resonaron ligeras en los frescos pasillos. Su marido y su hijo mayor estaban en campaña junto al khan, a miles de kilómetros al este. A decir de todos, les estaba yendo muy bien. Yao Shu pensó en un informe que había leído por la mañana que alardeaba de enemigos apilados como leña podrida. Suspiró para sí ante la idea. Los informes mongoles tendían a carecer de todo sentido de la mesura.
Sorhatani le vio y Yao Shu hizo una profunda reverencia, mientras soportaba que ella cogiera sus manos en las suyas, como insistía en hacer siempre que se encontraban. No se dio cuenta del calor que desprendía el dedo roto.
—¿Han trabajado con ahínco mis chicos, canciller? —preguntó.
Le soltó las manos y el monje esbozó una breve sonrisa. Seguía siendo suficientemente joven para sentir la fuerza de su belleza y se resistía lo mejor que podía.
—Son alumnos satisfactorios, mi señora —dijo formalmente—. Los he llevado a los jardines a ejercitarse. Veo que te dispones a abandonar la ciudad.
—Debo ver las tierras que ha recibido mi esposo. Apenas puedo recordarlas de mi infancia. —En su rostro se dibujó una sonrisa lejana—. Me gustaría ver por dónde corrían Gengis y sus hermanos cuando eran niños.
—Es una hermosa tierra —admitió Yao Shu—, aunque dura. Habrás olvidado sus inviernos.
Sorhatani se estremeció sutilmente.
—No, el frío es lo único que sí recuerdo. Reza para que haga buen tiempo, canciller. ¿Y qué sabes de mi marido? ¿Y mi hijo? ¿Tienes noticias suyas?
Yao Shu respondió con más cuidado a aquella pregunta aparentemente inocente.
—No he tenido noticia de ningún infortunio, señora. Los tumanes del khan han conquistado una extensión de tierra, situada casi en la frontera del territorio Sung en el sur. Creo que regresarán dentro de un año, quizá dos.
—Me alegra oírlo, Yao Shu. Rezo por la seguridad del khan.
Yao Shu contestó, aunque sabía que la joven se divertía incordiándole con el asunto de sus religiones.
—Su seguridad no se verá afectada por unas oraciones, Sorhatani, como estoy seguro de que sabes.
—¿Tú no rezas, canciller? —preguntó ella fingiendo asombrarse.
Yao Shu suspiró. De algún modo, Sorhatani le hacía sentirse viejo cuando estaba en esa vena.
—No pido nada, excepto mayor comprensión, Sorhatani. En la meditación, me limito a escuchar.
—Y Dios, ¿qué te dice cuando le escuchas?
—El Buda dijo: «Presa del terror, los hombres se dirigen a las sagradas montañas y a los sagrados bosques, a sagrados árboles y santuarios». Yo no temo a la muerte, señora. No necesito que ningún dios me conforte en mi temor.
—Entonces rezaré por ti también, canciller, para que encuentres la paz.
El monje levantó la vista, pero volvió a bajar la cabeza ante ella, consciente de que sus criadas estaban observando con divertido interés.
—Eres muy amable —murmuró.
Yao Shu notó que los ojos de Sorhatani centelleaban. Su día estaría lleno de un millar de detalles. Tenía que proveer a un ejército del khan situado en tierras Chin, a otro en Corasmia comandado por Chagatai y a un tercero al mando de Tsubodai, todos ellos listos para adentrarse más en el norte y el oeste de lo que la nación mongola se había aventurado jamás. Con todo, sabía que pasaría gran parte del día pensando en las diez cosas que debería haberle dicho a Sorhatani. Era exasperante.
Ogedai no había llevado la guerra a Suzhou. La ciudad se extendía al otro lado de la frontera Sung, en las orillas del río Yangtze. Aunque no hubiera estado en territorio Sung, era un lugar de extraordinaria belleza y no soportaba la idea de verlo destruido. Dos tumanes descansaban junto a las murallas de la ciudad, mientras que sólo un jagun de cien acompañaba al khan.
Al recorrer un recinto de estanques y árboles junto a dos guardias, Ogedai se sintió en paz. Se preguntó si los jardines de Karakorum igualarían algún día ese verdor tan bellamente diseñado. Intentó ocultar su soñadora envidia al administrador Sung que trotaba nervioso a su lado.
Ogedai había pensado que Karakorum sería un modelo para el nuevo mundo, pero la posición de Suzhou junto a un gran lago, sus antiguas calles y edificios hacían que su propia capital pareciera basta, sin el acabado del paso de los siglos. Sonrió al pensar en cuál habría sido la reacción de su padre ante tal desigualdad. A Gengis le habría divertido conquistar la creación de sus enemigos y, como comentario personal sobre las vanidades del hombre, abandonarla convertida en un montón de escombros humeantes.
Ogedai se preguntó si Yao Shu habría nacido en un lugar como Suzhou. Nunca le había interrogado al respecto, pero era fácil imaginar a hombres como él recorriendo las calles perfectamente limpias. Tolui y Mongke habían ido a la plaza del mercado a buscar regalos para Sorhatani. Llevaban solo una docena de guerreros con ellos, pero en la ciudad no se percibía ningún tipo de amenaza. Ogedai había informado a sus hombres de que no habría violación o destrucción. La pena por desobedecer su edicto era clara y Suzhou seguía estando aterrorizada, pero intacta.
La mañana del khan había estado repleta de maravillas, desde el almacén municipal de pólvora negra, donde todos los trabajadores vestían unas suaves sandalias, hasta el asombro de un molino de agua y unos enormes telares. Sin embargo, esas maravillas no eran el motivo por el que se había internado con sus tumanes en territorio Sung. La pequeña ciudad contaba con almacenes de seda y todos sus guerreros llevaban una camisa de ese tejido. Era el único capaz de atrapar una flecha cuando se clavaba en la carne. A su manera, era más valiosa que la armadura. Ogedai no podía adivinar cuántas vidas había salvado. Por desgracia, sus hombres conocían su valor y pocos entre ellos se quitaban las camisas de seda para lavarlas. El olor a seda podrida era parte de la miasma que envolvía los tumanes, y cuando a la tela se le formaba una capa de sal y sudor, perdía su maleabilidad. Necesitaba toda la producción de Suzhou y de otros lugares como ese. Destruir los campos de las antiguas moreras blancas con las que se alimentaban los gusanos supondría el final definitivo de la producción. Tal vez su padre los habría quemado. Ogedai no lo haría. Había dedicado parte de la mañana a observar las cubas donde se hervían los gusanos en sus capullos antes de desenrollar el hilo de seda. Ese tipo de cosas eran auténticamente fascinantes. Los trabajadores no se habían detenido mientras pasaban y solo pararon para masticar el último gusano tras sacarlo de la pupa. Nadie pasaba hambre en las naves de la seda de Suzhou.
El khan no se había molestado en aprender el nombre del hombrecillo que hacía reverencias y sudaba a su lado, esforzándose por mantener el paso de Ogedai mientras recorrían los jardines acuáticos. Cuando le hacía alguna pregunta, el administrador Sung parloteaba como un pájaro asustado. Al menos podían comunicarse. Ogedai se lo debía a Yao Shu, y a los años dedicados a estudiar la lengua.
El tiempo que podía pasar en los jardines de agua sería breve, lo sabía. Los tumanes se sentían inquietos rodeados de tanta prosperidad. A pesar de la impecable disciplina, habría problemas si los mantenía cerca de la ciudad durante mucho tiempo. Se había percatado de que los hombres de Suzhou habían tenido la sensatez de esconder a sus mujeres, pero siempre había tentaciones.
—Mil rollos de seda al año —dijo Ogedai—. Suzhou puede producir esa cantidad, ¿verdad?
—Sí, señor. Mucho peso, buen color y buen lustre. Una seda bien teñida, sin manchas o hilos enmarañados.
El administrador asentía con aire abatido mientras hablaba. Pasara lo que pasara, sospechaba que estaba arruinado. Los ejércitos mongoles se marcharían y los soldados del emperador llegarían a preguntarle por qué había cerrado tratos comerciales con un enemigo de su amo. No había nada que deseara más que hallar un lugar apacible en los jardines, escribir su último poema y abrirse una vena.
Ogedai notó que los ojos del hombre se ponían vidriosos y asumió que estaba aterrado. Hizo un gesto con la mano y su guardia avanzó un paso y cogió al administrador por la garganta. La húmeda mirada desapareció, pero Ogedai continuó hablando como si nada hubiera pasado.
—Suéltale. ¿Me escuchas ahora? Tus amos, tu emperador no deben preocuparte. Controlo en norte y, con el tiempo, ellos también comerciarán conmigo.
Le dolía el pecho y caminaba con una copa de vino tinto en la mano, rellenada constantemente. Unido al polvo de digital, aliviaba el dolor, aunque sus sentidos se volvían confusos. Apuró la copa y la volvió a tender. El segundo guardia avanzó al instante con un odre de vino medio lleno. Ogedai lanzó una maldición cuando derramó un poco del oscuro líquido en el puño de su manga.
—Enviaré a mis escribas a tu casa a mediodía —dijo. Tenía que hablar despacio y con firmeza para no arrastrar las palabras, pero el hombrecillo no parecía darse cuenta—. Ellos se encargarán de los detalles. Pagaré en buena plata, ¿comprendes? A mediodía… No a medianoche, ni dentro de unos días.
El administrador asintió. A mediodía estaría muerto; no le importaba lo que acordara con aquel hombre extraño y su fea manera de hablar. Solo el hedor de los mongoles le dejaba sin habla. No era únicamente el olor a seda putrefacta y grasa de cordero, sino el penetrante olor de hombres que, viviendo en las zonas más al norte, donde el aire era seco, nunca se habían acostumbrado a lavarse la piel. En el sur, sudaban y hedían. Al administrador no le sorprendía que su khan disfrutara de los jardines. Con los estanques y el arroyo, era uno de los lugares más frescos de Suzhou.
Algo en las maneras de aquel hombre llamó la atención de Ogedai y se detuvo en un puente de piedra sobre un arroyo. Flotando serenamente en la superficie, había nenúfares que hundían sus raíces en el agua negra.
—Llevo años comerciando con señores y mercaderes Chin —dijo Ogedai, sosteniendo su copa sobre el agua y contemplando su reflejo allí abajo. Su alma especular le devolvió la mirada, afín al alma de sombra que seguía sus pasos a la luz del día. Se dio cuenta de que tenía el rostro abotargado, pero acabó la copa de todos modos y volvió a tenderla en un gesto que se había hecho tan natural para él como respirar. El dolor de su pecho menguó de nuevo y se frotó distraídamente un punto en el esternón—. ¿Comprendes? Me mienten y se retrasan y hacen listas, pero no actúan. Se les dan muy bien los retrasos. A mí se me da muy bien conseguir lo que deseo. ¿Debo decirte qué te pasará si mis contratos no están listos hoy mismo?
—Comprendo, amo —contestó el hombre.
Allí estaba otra vez, ese brillo en los ojos que hacía que Ogedai dudara. De algún modo, el hombrecillo había entrado en un estado un paso más allá del miedo. Su mirada se estaba tornando opaca, como si nada le importara. Ogedai también había visto eso antes y empezó a levantar la mano para ordenar que le dieran una bofetada y le espabilaran. El administrador retrocedió con un respingo y Ogedai se rio, derramando más vino. Parte del líquido cayó al estanque y se diluyó en el agua como gotas de sangre.
—No puedes escapar de mí, ni siquiera con la muerte. —Sabía que estaba arrastrando las palabras, pero se sentía bien y su corazón no era más que una presión que golpeaba a lo lejos—. Si te quitas la vida antes de que cerremos los acuerdos, ordenaré que destruyan Suzhou, que la deshagan piedra por piedra y luego la arrasen con un incendio. Todo lo que no sea agua arderá, administrador, ¿entiendes? ¿Eh? Todo lo que no sea agua arderá.
Vio cómo se apagaba la chispa de resistencia de la mirada de su interlocutor y era sustituida por el fatalismo. Ogedai asintió. Era difícil gobernar un pueblo que podía elegir tranquilamente la muerte como respuesta a la agresión. Era una de las muchas cosas que admiraba de ellos, pero ese día no tenía paciencia para apreciarla. Por experiencia, sabía que tenía que hacer que la elección de morir provocara un dolor tan hondo que su única opción fuera vivir y continuar sirviéndole.
—Corre a hacer tus preparativos, administrador. Disfrutaré un rato más de este jardín.
Se quedó mirando cómo el hombre se alejaba al trote para satisfacer sus deseos. Sus guardias detendrían a los mensajeros que llegaban sin cesar con noticias para él, al menos hasta que estuviera dispuesto a abandonar aquel lugar. La piedra sobre la que apoyaba sus desnudos antebrazos estaba muy fresca. Apuró la copa una vez más, agarrándola con dedos torpes.
Por la tarde, veinte mil guerreros montaron a las afueras de Suzhou con Ogedai y Tolui. La guardia de élite de Ogedai representaba la mitad de sus fuerzas, hombres cuyos nombres conocía, armados de arco y espada. Siete mil miembros de su tumán montaban caballos negros y llevaban una armadura negra con vistas rojas. Muchos de aquellos entrecanos soldados habían servido con Gengis y merecían la reputación de ferocidad que les precedía. Los otros tres mil eran sus guardias de la Noche y el Día, que montaban caballos pintos o de capa parda y llevaban una armadura más común. Baabgai, el luchador, se había unido a ellos, un regalo personal de Khasar a su khan. Con la única excepción del campeón de lucha, todos ellos eran hombres seleccionados por su inteligencia además de por su fuerza. Fue Gengis quien estableció la norma de que un hombre tenía que servir en la guardia del khan antes de poder ponerse al frente incluso de mil hombres en una batalla. Se decía que el menos hábil de ellos podría comandar un minghaan si quisiera. Los príncipes del linaje gobernaban los tumanes, pero los guardias del khan eran los profesionales que les hacían trabajar.
Cada vez que los miraba, la satisfacción inundaba sin falta a Ogedai. El inmenso poder que podía ejercer a través de ellos era embriagador, excitante. El tumán de Khasar estaba en el norte, con líneas de exploradores manteniéndolos en contacto. No sería difícil encontrarle de nuevo y Ogedai se sentía complacido con el trabajo de la mañana.
Además de los guerreros, había traído consigo a las tierras Chin un ejército de escribas y administradores para llevar la cuenta de todo lo que conseguía. El nuevo khan había aprendido de las conquistas de su padre. Para que un pueblo estuviera en paz, tenía que tener un pie pisándole el cuello. Los impuestos y un montón de leyes menores los mantenían tranquilos, incluso los confortaban de algún modo, aunque a él eso le resultara incomprensible. Ya no bastaba con destruir sus ejércitos y seguir adelante. Tal vez la existencia de Karakorum fuera el acicate, pero Ogedai contaba con hombres en todas y cada una de las ciudades Chin, organizando las cosas en su nombre.
Había acabado con varios odres de vino y airag ese día, más de los que podía recordar. Mientras cabalgaban hacia el norte, Ogedai era consciente de que estaba borracho. Pero no le importaba. Había conseguido sus contratos para comprar seda, sellados por el aterrorizado señor local después de haber sido sacado a rastras de su mansión para presenciar el acuerdo. El emperador Sung o bien los cumpliría o bien le daría a Ogedai una excusa para invadir su territorio.
El roce de la silla de madera seguía dejándole las nalgas en carne viva todos los días y la ropa se le pegaba a los pálidos fluidos que supuraban las llagas de la piel. Ya no podía desvestirse sin sumergirse primero en un baño tibio, pero también eso era una penuria menor. Nunca creyó que viviría tanto tiempo y cada día era un motivo de gozo para él.
Vio las nubes de polvo alzarse ante él tras una breve cabalgada que le había levantado las costras y las había hecho supurar otra vez. Las tierras Sung estaban a quince kilómetros a sus espaldas. Ogedai sabía que no esperarían que llegara desde el sur. Sonrió al imaginarse el pánico que provocaría la aparición de sus tumanes. A lo lejos, Khasar estaba luchando contra el último ejército que los Chin habían conseguido reunir. Frente a unas huestes que les superaban en número, todo cuanto Khasar podía hacer era mantenerse, pero sabía que los tumanes de Ogedai y Tolui estaban de camino. Habría una sangrienta masacre y Ogedai empezó a canturrear para sí pensando en la diversión que le esperaba.