VIII

Cuando el sol se ocultó tras el horizonte, Ogedai suspiró lentamente. En ocasiones había pensado que no viviría para ver su ciudad ese día. Llevaba el cabello aceitado y recogido en la nuca. Su deel era sencillo, de color azul oscuro, sin ornamentos ni pretensiones. Lo llevaba ceñido con un cinturón, sobre unas calzas y unas suaves botas de pastor hechas con piel de oveja, sujetas con unas correas. Tocó la espada de su padre, que colgaba de su cintura y su tacto le reconfortó.

Al mismo tiempo, sintió un espasmo de irritación al recordar las elecciones que su padre le había dejado como legado. Si Jochi hubiera llegado a ser khan, habría establecido el linaje de los primeros nacidos. En vez de eso, el gran khan había elegido a Ogedai, el tercero de sus cuatro hijos, como heredero. A la sombra de ese hombre, el propio linaje de Ogedai podría decaer. No podía pretender que la nación simplemente aceptara a su hijo mayor Guyuk como khan después de él. Había más de treinta hombres que podían reivindicar sus derechos por vínculo de sangre con Gengis, y Chagatai era solo uno de los más peligrosos. Ogedai temía por su hijo, enredado en una maraña tal de espinas y colmillos. Sin embargo, hasta ahora Guyuk había sobrevivido y quizá esa era la prueba de que el padre cielo le daba su aprobación. Ogedai inspiró una lenta bocanada de aire.

—Estoy listo, Baras’aghur —le dijo a su criado—. Ahora retírate.

Se adentró con amplias zancadas en el agitado océano de ruido, saliendo a un balcón de roble pulido. Sus tambores tronaron anunciando su llegada y los guerreros del tumán de su guardia bramaron y se golpearon las armaduras, produciendo un sonido metálico que se oyó en toda la ciudad. Ogedai sonrió, saludando a la multitud y tomando asiento frente al vasto anfiteatro. Su esposa Torogene se sentó a su lado mientras Baras’aghur se preocupaba de colocar los pliegues de su vestido Chin. A escondidas del atento gentío, Ogedai alargó la mano hacia ella, que la tomó en la suya y la apretó. Habían sobrevivido a dos años de intriga, venenos, intentos de asesinato y, por último, una abierta insurrección. La cara y el cuerpo de Ogedai estaban rígidos y doloridos por sus esfuerzos, pero continuaba de una pieza.

Mientras la muchedumbre aguardaba con paciencia, los luchadores que habían sobrevivido a los dos primeros combates ocuparon su lugar en el centro del terreno que se extendía a los pies de Ogedai. Doscientos cincuenta y seis hombres formaron parejas, listos para la última lucha del día. En las hileras de asientos se intercambiaron las apuestas: desde instrucciones a gritos hasta vales de madera o incluso dinero impreso y monedas Chin. Era posible apostar en cualquier sección de la competición y toda la nación seguía el deporte. Los débiles y lesionados, los de mayor edad y peor suerte, habían sido ya descartados. Los que quedaban eran los más fuertes y veloces de una nación que reverenciaba las habilidades marciales por encima de todo. Era la nación y la creación de su padre, la visión de su padre de un pueblo: caballo y guerrero, espada y arco juntos.

Ogedai se volvió en su asiento cuando Guyuk entró en el balcón. Como siempre que veía a su joven hijo, sintió que su corazón se estremecía de orgullo y tristeza. Guyuk era alto y apuesto, y estaba preparado para comandar a un millar de hombres, quizá incluso un tumán, en época de paz. Más allá de eso, no tenía ni pizca de talento táctico, ni el sutil toque con sus hombres que hubiera hecho que le siguieran hasta el corazón mismo de las llamas. Desde todos los puntos de vista, era un oficial común y corriente y todavía no se había casado ni una sola vez, como si continuar el linaje del propio khan no significará nada para él. El hecho de que sus ojos y rostro se parecieran a los de Gengis solo conseguía que a su padre le costara más tolerar sus debilidades. Había veces en que Ogedai no podía entender a su hijo en absoluto.

Guyuk hizo una elegante reverencia ante sus padres y se sentó, fijando la vista con admiración en las ingentes masas. Apenas se había enterado de la refriega de palacio. Se había atrincherado en una habitación detrás de unas barricadas con dos amigos y algunos sirvientes, pero nadie había llegado hasta aquella zona de palacio. Por lo visto, habían bebido hasta quedar sumidos en un sopor etílico. A pesar del alivio que sintió Ogedai al verle con vida, aquello representaba un resumen de su hijo: nadie había considerado que matarle mereciera la pena.

Temuge pasó a toda prisa por detrás del balcón, prácticamente oculto por el enjambre de sus corredores y escribas. Ogedai le oyó repartir órdenes con su cáustico tono y se permitió sonreír al recordar la conversación que había mantenido con su tío semanas atrás. Pese a los miedos de aquel viejo tonto, Ogedai había salido adelante. Se recordó ofrecerle las bibliotecas de Karakorum a Temuge una vez más en cuanto concluyera el festival.

En el gran óvalo, el crepúsculo inició el lento paso estival hacia el gris. Gracias a la escasa altura de los muros de la ciudad, la inmensa estructura podía verse desde el mar de hierba del exterior. No pasaría mucho tiempo antes de que miles de antorchas fueran encendidas, creando una figura resplandeciente que toda la nación podría ver desde las llanuras. Ogedai estaba deseando que llegara el momento, la señal visible de que era khan, que significaría asimismo que Karakorum estaba por fin terminada, cancelando las manchas de sangre que aguardaban la lluvia. Tal vez eso también fuera lo apropiado.

Abajo, muy lejos, Temuge hizo una señal a los jueces de la lucha. Después de una breve canción a la madre tierra, los jueces soplaron sus cuernos y los hombres se lanzaron unos contra otros, moviendo las manos y las piernas con presteza para agarrar o soltar a sus rivales. Para algunos, todo acabó en un abrir y cerrar de ojos, como en el caso del oponente de Baabgai. Para otros, el combate se convertía en una prueba de resistencia mientras ambos contendientes jadeaban y sudaban y largas marcas rojas iban apareciendo en su piel.

Ogedai observó el campo de juego destinado a los atletas. Sabía que Temuge había planeado los acontecimientos deportivos hasta el último detalle. Se preguntó abstraídamente si su tío lograría que todo el festival discurriera sin fallos. El suyo era un pueblo formado del primero al último por guerreros y pastores, tanto hombres como mujeres. No eran corderos, nunca serían corderos. Aun así, era un espectáculo interesante.

La última pareja se desplomó agitando las piernas y la multitud respondió rugiendo y aullando. Ciento veintiocho hombres se habían hecho con la victoria y se presentaron, colorados y complacidos, ante la nación. Hicieron una reverencia ante Ogedai, que se puso en pie en su balcón y alzó la mano de la espada hacia ellos, mostrándoles su satisfacción.

Nuevamente se oyó el sonido vibrante de los cuernos, grandes tubos de bronce y latón fabricados por los Chin que desgranaron sus notas por todo el campo de juego. Los luchadores se retiraron al trote y la pesada puerta se abrió de par en par, revelando la calle principal de la ciudad que guardaba. Ogedai entornó los ojos para distinguir mejor y, como él, otros treinta mil se esforzaron para ver la escena.

A lo lejos apareció un grupo de corredores, con el torso desnudo bajo el calor estival. Habían dado tres vueltas a la ciudad, unos treinta y nueve kilómetros, antes de entrar por la puerta occidental y dirigirse al campo central. Ogedai se inclinó cuanto pudo para verlos y, por una vez, incluso Guyuk se interesó y la excitación iluminó su rostro. Ogedai le miró un instante y se preguntó si habría apostado una gran suma.

Por lo general, los mongoles no eran corredores de larga distancia. Poseían resistencia pero no la constitución apropiada, como Temuge había explicado. Algunos de ellos cojeaban visiblemente al entrar en el campo, pero se esforzaron por ocultar su debilidad cuando el griterío de su pueblo los envolvió como una ola.

Ogedai asintió para sí cuando vio que Chagatai iba en primera posición. Su hermano, una cabeza más alto que cualquiera de los otros, corría con movimientos fáciles y suaves. Era cierto que Ogedai le temía, que incluso odiaba su arrogancia, pero no pudo disimular su orgullo al ver a su propio hermano liderando la entrada en el anfiteatro, levantando con sus firmes zancadas el polvo de la pista que llevaba hacia el centro. Chagatai empezó incluso a distanciarse del resto, pero entonces un guerrero menudo y nervudo avanzó para desafiarle, aumentando la velocidad cuando apenas quedaban unos metros para la meta.

Cuando se pusieron hombro con hombro, Ogedai sintió que el corazón le palpitaba con fuerza y su respiración se aceleraba.

—Vamos, hermano —susurró.

A su lado, Torogene frunció el ceño y sus dedos aferraron con fuerza la barandilla de roble. No le interesaba en absoluto aquel hombre que había estado a punto de matar a su marido. Podría presenciar con mucho gusto cómo a Chagatai le estallaba el corazón delante de la muchedumbre. Pero había notado la emoción de su esposo y amaba a Ogedai más que a nada en el mundo.

Chagatai se precipitó hacia delante en el último momento, cruzando la línea con menos de una cabeza de ventaja respecto a su rival. Ambos hombres estaban a punto de derrumbarse y se notaba que a Chagatai, cuyo pecho subía y bajaba agitadamente, le costaba respirar. No apoyó las manos en las rodillas y Ogedai recordó con una punzada de nostalgia las palabras de su padre al respecto: «Si un oponente ve que te apoyas sobre las rodillas, pensará que estás derrotado». Era difícil escapar de esa voz, a pesar de que los años siguieran transcurriendo, dejando a Gengis atrás.

Por un cierto sentido de la decencia, Guyuk no podía vitorear a su tío, pero tenía la piel perlada de una leve sudoración. Ogedai lo miró con una ancha sonrisa en el rostro, complacido al ver a su hijo exaltado por una vez. Deseó que hubiera ganado su apuesta, al menos.

Ogedai permaneció en pie mientras los cuernos sonaban una vez más, derramando su nota sobre las decenas de miles presentes. Cerró los ojos un instante, respirando con bocanadas largas y lentas.

La multitud guardó silencio.

Ogedai levantó la cabeza mientras la sonora voz de su heraldo pronunciaba por fin las palabras.

—Estáis aquí para confirmar a Ogedai, hijo de Temujin llamado Gengis, como khan de la nación. Se presenta ante vosotros como el heredero elegido por el gran khan. ¿Hay algún otro que desafíe su derecho a liderar la nación?

Si antes ya había reinado el silencio, lo que se percibió ahora fue la quietud de la muerte. Todos los hombres y mujeres de la nación se quedaron callados e inmóviles, sin atreverse siquiera a respirar. Guyuk, a la espalda de Ogedai, alzó la mano por un momento para tocar su hombro, pero la dejó caer sin que su padre hubiera llegado a ver su gesto.

Miles de ojos se volvieron hacia Chagatai que, cubierto de sudor, seguía respirando con dificultad en el polvoriento terreno. Él también levantó la vista para mirar a Ogedai en el balcón de roble y su rostro adoptó una expresión extrañamente orgullosa.

El momento pasó y cuando el gentío respiró por fin su aliento fue como una brisa de verano, seguida por una oleada de risas con las que el pueblo mongol se burló de su propia tensión y nerviosismo.

Ogedai dio un paso adelante para que todos pudieran verle. El anfiteatro había sido decorado con dibujos realizados por monjes cristianos de Roma que se habían desplazado a Karakorum para llevar a cabo el encargo. Como habían prometido, parecía magnificar el sonido y su voz alcanzó todos los oídos. Desenvainó la espada con cabeza de lobo y la sostuvo en alto.

—Haré mi propio juramento ante vosotros. Como khan, protegeré a mi pueblo para que crezca fuerte. Hemos tenido demasiados años de paz. Hagamos que el mundo se atemorice ante lo que está por llegar.

La multitud aclamó sus palabras y, en el recinto ovalado, el sonido retumbó con una fuerza inmensa que casi hizo tambalearse a Ogedai. Sintió sus voces en la piel como si fueran una potencia física. Levantó la espada de nuevo y, poco a poco, a regañadientes, fueron quedándose callados. Abajo, en el campo, creyó ver que su hermano lo saludaba con una inclinación de cabeza. Realmente, la familia era algo muy extraño.

—Ahora, aceptaré vuestro juramento —gritó a su pueblo.

El heraldo inició el cántico:

—Bajo un khan somos una nación.

Las palabras retornaron como una poderosa ola hacia Ogedai y agarró con más fuerza la espada, preguntándose si la presión que sentía ciñéndole la cabeza era el espíritu de su padre. Su corazón empezó a batir más y más despacio, hasta que pensó que podía notar cada uno de sus latidos.

El heraldo repitió la frase para completar el juramento y el pueblo respondió: «Te ofrezco gers, caballos, sal y sangre, con todos los honores».

Ogedai cerró los ojos. Le palpitaba el pecho y sentía la cabeza como una excrecencia hinchada y ajena. Un agudo dolor estuvo a punto de derribarle y el brazo derecho le falló, repentinamente debilitado. Parte de él pensó que todo terminaría en aquel momento.

Cuando abrió los ojos, seguía con vida. Más que eso, era el khan de la nación, el sucesor del linaje de Gengis. Su visión se aclaró poco a poco y aspiró una honda bocanada de aire estival, notando cómo su cuerpo reaccionaba con un temblor. Sintió las treinta mil caras giradas hacia él y, recobrando la fuerza, alzó súbitamente los brazos, rebosante de gozo.

El estruendo con el que su pueblo respondió casi le ensordeció. Como un eco, llegó hasta él el grito del resto de la nación, que esperaba en las afueras de la ciudad. Oían y respondían, con la vista clavada en las antorchas que se encendían en honor del nuevo khan.

Esa noche, Ogedai atravesó los pasillos de palacio con Guyuk caminando a su lado. Después de las emociones del día, nadie conseguía conciliar el sueño. Ogedai se había encontrado a su hijo lanzando tabas con sus guardias y le había hecho llamar para que le acompañara. Era un raro gesto en el padre hacia su hijo, pero esa noche Ogedai estaba en paz con el mundo. De algún modo, la fatiga no podía tocarle, aunque apenas lograba recordar cuándo fue la última vez que había dormido. El cardenal de su cara había adquirido un color más vivo. Se lo habían tapado con unos polvos claros para la ceremonia de juramento, pero Ogedai no sabía que el maquillaje se le había corrido al rascarse.

Los corredores se convirtieron en los claustros que daban a los jardines de palacio, tranquilos y silenciosos. La luna brillaba tenue detrás de las nubes y lo único que veían eran los senderos entre la vegetación, como si recorrieran unos pálidos hilos a través de la oscuridad.

—Preferiría ir contigo, padre, a las tierras Chin —dijo Guyuk.

Ogedai negó con la cabeza.

—Ese es el mundo antiguo, Guyuk, una empresa que iniciamos antes de que tú nacieras. Saldrás con Tsubodai. Verás nuevas tierras a su lado. Harás que me enorgullezca de ti, no tengo ninguna duda.

—¿Es que ahora no estás orgulloso? —preguntó Guyuk. No había pretendido hacer esa pregunta, pero estar con su padre a solas le resultaba extraño y estaba pronunciando sus pensamientos en voz alta. Para su inquietud, Ogedai no respondió inmediatamente.

—… Por supuesto, pero ese es el orgullo de un padre, Guyuk. Si tu intención es ser khan después de mí, debes liderar guerreros en batalla. Debes hacer que vean que no eres como ellos… ¿Entiendes?

—No, no lo entiendo —contestó Guyuk—. He hecho todo lo que me has pedido. He liderado a mi tumán durante años. Has visto la piel de oso que traje. La llevé a la ciudad clavada en una lanza y los trabajadores me vitorearon.

Ogedai había oído todos los detalles de esa hazaña. Se esforzó en recordar las palabras de su padre sobre el tema.

—Escúchame. No basta con liderar a un grupo de muchachos en una cacería como si eso fuera un gran triunfo. Los he visto contigo, parecían… perros, cachorros.

—Me dijiste que escogiera a mis oficiales, para ascenderlos yo mismo —replicó Guyuk.

Había un tono de enfurruñamiento en su voz y Ogedai se dio cuenta de que estaba empezando a exasperarse. Había visto a los apuestos jóvenes que Guyuk había elegido. No podía ponerle palabras a su desasosiego, pero los compañeros de su hijo no le impresionaban.

—No liderarás la nación con canciones y juerguistas borrachos, hijo mío.

Guyuk frenó en seco y Ogedai se volvió hacía él.

—¿Tú vas a darme lecciones sobre el alcohol? —dijo Guyuk—. ¿No me dijiste una vez que un oficial debe ser capaz de ser igual a sus hombres, que debería aprender a complacerme en ello?

Ogedai hizo una mueca al recordar sus palabras.

—Entonces no sabía que celebrarías fiestas durante días, alejando a los hombres del entrenamiento. Estaba intentando convertirte en un guerrero, no en un tonto borracho.

—Bueno, entonces tienes que haber fracasado, si eso es lo que soy —soltó Guyuk. Se habría marchado, pero Ogedai lo sujetó por el brazo.

—No he fracasado, Guyuk. ¿Cuándo te he criticado? ¿Me he quejado de que no me hayas dado un heredero? No. No he dicho nada. Eres la viva imagen de mi padre. ¿Acaso te sorprende que busque un rastro de él en ti?

Guyuk se alejó de él adentrándose en la oscuridad y Ogedai oyó que su respiración se entrecortaba.

—Yo soy quien soy —dijo Guyuk por fin—. No soy ninguna rama más débil del linaje de Gengis, o el tuyo. ¿Lo buscas a él en mí? Bien, pues deja de hacerlo. Aquí no lo vas a encontrar.

—Guyuk… —volvió a empezar Ogedai.

—Me marcharé con Tsubodai, porque él se alejará de Karakorum más que nadie —contestó su hijo—. Tal vez cuando regrese, encuentres en mí algo que te guste.

El joven se fue muy ofendido por los relucientes senderos del jardín mientras Ogedai se esforzaba por controlar su cólera. Había tratado de darle un pequeño consejo y, de algún modo, la conversación se le había ido de las manos. En una noche como esa, era un amargo trago antes de irse a la cama.

Hubo dos días más de banquetes y triunfos antes de que Ogedai convocara a sus hombres de más rango al palacio. Se sentaron frente a él con los ojos enrojecidos, la mayoría todavía sudando por haber comido demasiada carne y bebido demasiado airag y vino de arroz. Al verlos, Ogedai pensó que formaban casi un consejo del tipo que tenían los señores Chin para gobernar sus tierras. Sin embargo, entre ellos la última palabra siempre era del khan. No podía ser de otra manera.

Recorrió la mesa con la vista, pasando por Chagatai, Tsubodai y sus tíos, por Batu, que había ganado en las carreras de caballos. Batu todavía estaba radiante por la noticia de que lideraría a diez mil hombres y Ogedai sonrió y le saludó con una inclinación de cabeza. Ogedai había hecho lo que estaba en su mano para honrar el recuerdo de Jochi, para reparar los pecados de Gengis y Tsubodai. En el rostro y los gestos, el muchacho se parecía mucho a Jochi cuando era joven. Por un momento o con una ojeada fugaz, Ogedai casi estaba a punto de olvidar que su hermano había muerto años atrás. Su corazón se entristecía cada vez que eso le sucedía.

Frente a Batu estaba Guyuk, mirando fijamente al vacío. Ogedai no había logrado atravesar la fría reserva tras la cual se ocultaba su hijo desde su conversación en el jardín. Ni siquiera en aquel momento, sentados alrededor de una mesa, Ogedai pudo reprimir el deseo de que Guyuk tuviera la mitad de fuego que el chico de Jochi. Tal vez Batu sintiera que tenía que probar su valía, pero estaba allí sentado como un guerrero mongol, callado y vigilante, lleno de orgullo y confianza. Ogedai no notó en su hijo ningún signo de que se sintiera intimidado por la compañía, aun entre renombrados líderes como Chagatai, Tsubodai, Jebe y Jelme. La sangre de Gengis corría por las venas de muchos de aquellos hombres y por las de sus hijos e hijas. Era un linaje fructífero y fuerte. Su hijo aprendería a ser uno de los hombres de la gran marcha, Ogedai estaba seguro. Era un buen comienzo.

—Hemos crecido y ahora somos algo más que las tribus que mi padre conoció, algo más que un solo campamento que se desplaza a través de las llanuras. —Ogedai hizo una pausa y sonrió—. Ahora somos demasiados para pastar en un solo lugar.

Utilizó palabras que los líderes tribales habían empleado durante miles de años en los momentos en que llegaba la hora de seguir adelante. Algunos de ellos asintieron automáticamente y Chagatai golpeó la mesa con el puño mostrando su aprobación.

—No todos los sueños de mi padre se harán realidad, aunque soñó con águilas. Él aprobaría que mi hermano Chagatai gobernara como khan en Corasmia.

Ogedai habría continuado, pero Jelme alargó el brazo y dio unas palmadas en la espalda de Chagatai, desencadenando un coro de voces aprobadoras para el hijo de Gengis. Tsubodai inclinó la cabeza en silencio, pero ni siquiera él se mantuvo aparte de aquello.

Cuando el ruido se extinguió, Ogedai volvió a hablar.

—Aprobaría que dejara la patria sagrada en manos de mi hermano Tolui.

Ahora fue Tsubodai quien alargó la mano y aferró al joven por el hombro, sacudiéndolo levemente para mostrar su complacencia.

Tolui esbozó una sonrisa radiante. Su hermano le había informado de sus planes, pero oír cómo se hacían realidad le llenó de alegría. A él le había asignado las montañas por donde su pueblo había deambulado durante milenios, las estepas cubiertas de hierba donde había nacido su abuelo Yesugei. Sorhatani y sus hijos serían felices allí, creciendo fuertes y a salvo.

—¿Y tú, hermano? —dijo Chagatai—. ¿Dónde reposarás tu cabeza?

—Aquí en Karakorum —respondió Ogedai con soltura—. Esta es mi capital, aunque todavía no me quedaré aquí. Durante dos años he enviado a hombres y mujeres a acumular conocimientos sobre el mundo. He dado la bienvenida a eruditos del islam y a sacerdotes de Cristo. Ahora sé que existen ciudades donde las esclavas caminan con los pechos desnudos y el oro es tan común como la arcilla.

Sonrió para sí ante las imágenes de su mente, pero entonces su expresión se endureció. Sus ojos buscaron a Guyuk y sostuvo su mirada mientras hablaba.

—Aquellos que no pueden conquistar, deben doblar la rodilla. Deben encontrar fuerza o servir a aquellos que la poseen. Sois mis generales. Os repartiré por el mundo: mis perros de caza, mis lobos con colmillos de hierro. Cuando una ciudad cierre sus puertas aterrorizada, la destruiréis. Cuando construyan caminos y muros, los cortaréis, derribaréis las piedras. Cuando un hombre alce una espada o un arco contra vuestros hombres, lo colgaréis de un árbol. Mantened Karakorum en vuestras mentes mientras avanzáis. Esta ciudad blanca es el corazón de la nación, pero vosotros sois su brazo derecho, su marca de hierro candente. Encontrad nuevas tierras para mí, caballeros. Abrid un nuevo camino. Haced que sus mujeres lloren un mar de lágrimas y me lo beberé entero.