Khasar esperaba su turno junto a nueve de los mejores arqueros de su tumán. Tuvo que hacer un esfuerzo para hallar la calma que necesitaba y empezó a tomar largas y lentas bocanadas de aire mientras examinaba, sosteniéndola en alto, cada una de las cuatro flechas que le habían entregado. En teoría, eran todas idénticas, fabricadas por el mejor artesano de las tribus. Aun así, Khasar había rechazado las primeras tres que le habían dado. En parte era una cuestión de nervios, pero no había dormido y sabía que el día sería duro a medida que el cansancio fuera haciendo mella. Ya estaba sudando más de lo habitual y su cuerpo protestaba, dolorido. Su único consuelo era que también los demás arqueros habían permanecido toda la noche despiertos. Sin embargo, los rostros de los jóvenes observaban, radiantes y risueños, la gris palidez de los hombres de más edad. Para ellos, era un día con un gran potencial, una oportunidad mejor de lo que habrían esperado de obtener reconocimiento y alguna de las preciadas medallas de oro, plata y bronce de Temuge, todas ellas estampadas con la efigie de Ogedai. Mientras aguardaba, Khasar se preguntó qué habría hecho Chagatai si su plan hubiera tenido éxito. Sin duda, los pesados discos habrían sido retirados con sigilo y se habrían perdido. Khasar sacudió la cabeza para despejar su mente. No, conociendo a Chagatai, los habría utilizado de todos modos. Era un hombre a quien no le preocupaban menudencias así. En eso, al menos, era el verdadero hijo de su padre.
El festival duraría tres días, aunque Ogedai sería jurado khan al anochecer del primero. Khasar ya había visto a Temuge sudando la gota gorda para intentar organizar los eventos de modo que todos los que estaban cualificados para competir pudieran hacerlo. Temuge se había quejado a Khasar sobre las dificultades de su tarea, diciendo algo sobre unos arqueros que también participaban en las carreras de caballos, y corredores que también luchaban. Khasar le había alejado con un gesto de la mano antes de tener que escuchar todos los tediosos detalles. Suponía que era necesario que hubiera alguien que lo organizara todo, pero no le parecía que ese fuera trabajo de un guerrero. Era apropiado para su erudito hermano, que manejaba el arco apenas un poco mejor que un niño.
—El tumán Piel de Oso, un paso adelante —llamó el juez.
Khasar levantó la vista de sus pensamientos para observar la competición. Jebe era un arquero de gran talento. Su propio nombre significaba «flecha» y se lo habían otorgado después de un disparo que derribó al caballo de Gengis. Se decía que sus hombres estarían en la final. Khasar notó que Jebe no parecía afectado por los esfuerzos de la noche, aunque había luchado hasta el amanecer para salvar a Ogedai. Khasar sintió una punzada de envidia, recordando la época en la que él también podía cabalgar toda la noche y seguir luchando el resto del día sin descanso o alimento más allá de un trago de airag, sangre y leche. Con todo, sabía que no había desperdiciado los buenos tiempos. Junto a Gengis, había conquistado naciones y obligado a un emperador Chin a arrodillarse. Nunca se había sentido más orgulloso en toda su vida, pero le habría gustado disfrutar de unos cuantos años más de fuerza despreocupada, sin el doloroso chasquido de su cadera al cabalgar, o el pinchazo en la rodilla, o incluso los pequeños bultos que tenía bajo el hombro, recuerdo del lugar donde la punta de una lanza chocó y se rompió años atrás. Se frotó la cicatriz distraído, mientras Jebe y sus nueve hombres se situaban en la marca, a cien pasos del muro de tiro. Desde esa distancia, los blancos parecían diminutos.
Jebe se rio por algo y palmeó a uno de sus hombres en la espalda. Khasar observó cómo el general se inclinaba y recreaba varias veces con lentitud el gesto de tirar con el arco, calentando los hombros. En torno al grupo se habían congregado miles de guerreros, mujeres y niños expectantes, cada vez más quietos y callados mientras el equipo aguardaba a que se calmara la brisa.
El viento disminuyó hasta casi desaparecer y el calor del sol pareció intensificarse sobre la piel de Khasar. El muro había sido ubicado de tal modo que los arqueros arrojaban largas sombras en el suelo, pero la luz no les molestaba en los ojos y arruinaba su puntería. Era Temuge el que se había preocupado de esos pequeños detalles.
—Listos —dijo Jebe, sin girar la cabeza.
Sus hombres estaban dispuestos a ambos lados de su general, una flecha en la cuerda y tres en el suelo frente a sus pies. No se otorgaban puntos por estilo, solo por precisión, pero Khasar sabía que Jebe haría un disparo tan suave y sedoso como pudiera, por orgullo.
—¡Empezad! —gritó el juez.
Khasar observó atentamente cómo los guerreros del tumán soltaban aire y disparaban todos al mismo tiempo justo antes de volver a inspirar. Diez flechas ascendieron en el aire, diez manchas que se curvaron ligeramente antes de clavarse con un golpe sordo en su blanco respectivo del muro. Varios jueces echaron a correr hacia allá y alzaron banderas para certificar los aciertos. Sus voces se oyeron altas y claras en el silencio, gritando «¡Uukhai!», por cada disparo en el centro del blanco.
Era un buen comienzo. Diez banderas. Jebe miró a sus hombres con una sonrisa de oreja a oreja y dispararon de nuevo en cuanto los jueces se hubieron alejado. Para continuar en la siguiente ronda, tenían que darle solo a treinta y tres escudos con cuarenta flechas. Hicieron que pareciera fácil, consiguiendo treinta blancos perfectos y fallando solo dos al final: una puntuación de treinta y ocho. La multitud los vitoreó y Khasar lanzó una mirada hostil a Jebe mientras pasaba entre los demás competidores para situarse al fondo. El sol era abrasador, pero se sentían vivos.
Khasar no entendía por qué Ogedai había dejado a Chagatai con vida. Esa no habría sido su elección, pero ya no era uno de los miembros del círculo más íntimo que rodeaba al khan, como lo había sido cuando Gengis vivía. Se encogió de hombros al pensarlo. Tsubodai o Kachiun sabrían el motivo, como siempre. Alguien se lo explicaría.
Khasar había visto a Chagatai justo antes de unirse a los arqueros. El joven estaba apoyado en un corral de madera, observando junto a algunos de sus vasallos la preparación de los luchadores. No había percibido ninguna tensión especial en él y solo entonces Khasar había empezado a relajarse. Ogedai parecía haber conseguido acordar algún tipo de paz, al menos por un tiempo. Con una habilidad que poseía hacía años, Khasar alejó ese tipo de pensamientos de su mente. De un modo u otro, aquel iba a ser un buen día.
Junto a las bajas y blancas murallas de Karakorum, cuarenta jinetes esperaban la señal de salida. Los días previos al festival, sus animales habían sido cepillados y sus cascos aceitados. Cada jinete alimentaba a su montura con su propia dieta secreta, preparada por su familia para dotar al caballo de la máxima resistencia en largas distancias.
Batu volvió a pasar los dedos por las crines de su poni: un hábito nervioso que repetía cada pocos instantes. Ogedai estaría observando, estaba casi seguro. Su tío había supervisado todos los aspectos de su entrenamiento con los tumanes, dando mano libre a sus oficiales para que le hicieran trabajar hasta el agotamiento y estudiar cada batalla y táctica de la historia de la nación. Tenía el cuerpo dolorido como lo había tenido casi de manera constante durante más de dos años. El entrenamiento era evidente en los nuevos músculos de sus hombros y en los negros círculos que rodeaban sus ojos. No había sido en vano. En cuanto había llegado a dominar una tarea o un puesto le habían cambiado a otro por orden de Ogedai.
Ese día, la carrera era una especie de descanso de su entrenamiento. Batu se había sujetado atrás el cabello en una coleta para evitar que le golpeara la cara y le molestara durante la carrera. Tenía una oportunidad, lo sabía. Era mayor que los otros muchachos, un hombre ya, a pesar de poseer la constitución de su padre, esbelta como un junco. El peso extra sería un factor en su contra en esa distancia, pero su poni era realmente fuerte. Había demostrado su velocidad y resistencia cuando era un potro y, con dos años de edad, estaba rebosante de energía, tan en forma y dispuesto para la carrera como su jinete.
Se volvió hacia su lugarteniente, que estaba haciendo que su pálida yegua diera una vuelta en el sitio. Sus miradas se encontraron durante un segundo y el chico asintió. El ojo blanco de Zan destelló, reflejando su estado de exaltación. Zan había sido amigo de Batu cuando solo su madre conocía la vergüenza de su nacimiento, cuando su madre todavía escondía la desgracia de su nombre. Zan también había crecido rodeado de un despiadado rechazo, sufriendo palizas y tormentos de los niños que no eran mestizos y se burlaban de su piel dorada y sus delicados rasgos Chin. Para él, Zan era casi un hermano: delgado y feroz, con suficiente odio para los dos.
Algunos de los tumanes participaban con equipos de jinetes. Batu esperaba que Zan, por sí solo, bastara para marcar la diferencia. Si había aprendido algo del destino de su padre era que debías ganar, independientemente de cómo lo consiguieras. No importaba que alguien resultara herido o muriera: si ganabas, se te perdonaría todo. Podían sacarte de una ger maloliente e introducirte a la fuerza en las filas de guerreros hasta que mil hombres obedecían tus órdenes como si provinieran del mismo khan. Sangre y talento. La nación había sido construida sobre ambos.
Mientras el juez se dirigía a la marca, otro jinete cruzó la línea de Batu, como si tuviera problemas para controlar a su montura. Al instante, Batu hincó los talones en la suya, haciéndola avanzar y utilizando su fuerza para alejar al muchacho de un empujón. Era Settan de los uriankhai, por supuesto. La antigua tribu de Tsubodai había sido una espina en el costado de Batu desde que su valiente general regresó junto a Gengis con la cabeza de su padre metida en un saco. Batu se había topado con su mudo rechazo cientos de veces desde que Ogedai le ascendió. No es que mostraran su desdén o su evidente lealtad a los de su propia sangre… Gengis había prohibido los vínculos tribales en su nueva nación, pero Batu no podía evitar sonreír al pensar en la arrogancia de su abuelo. Como si hubiera algo más importante que la sangre. Quizá eso fuera lo que su padre, Jochi, había olvidado cuando se rebeló, arrebatándole así a Batu sus derechos de nacimiento.
Era irónico que los uriankhai siguieran insistiendo en recordar los pecados del padre en su hijo. Jochi nunca llegó a saber que su revolcón con una virgen había producido un niño. Su propia familia la había despreciado, obligándola a vivir en la marginalidad. La joven se había regocijado cuando Jochi se convirtió en un paria, el general traidor, y se ordenó que le dieran caza y lo mataran. Después había oído que el gran khan había decretado que todos los hijos bastardos fueran declarados legítimos. Batu todavía recordaba la noche en que su madre, tras darse cuenta de todo lo que había perdido, se emborrachó hasta la estupefacción para luego, casi desfallecida, abrirse un tajo en las muñecas con un cuchillo de cocina. Batu mismo le había lavado y vendado las heridas.
Nadie en el mundo odiaba la memoria de Jochi como su hijo. En comparación con ese rabioso fuego blanco, los uriankhai eran meras polillas y esa llama los abrasaría.
Batu observó por el rabillo del ojo cómo el juez empezaba a desplegar la larga bandera de seda amarilla. Los hombres de su padre habían dejado esposas y niños en el campamento de Gengis. Zan había sido uno de esos niños abandonados. Algunos habían regresado con Tsubodai, pero el padre de Zan había muerto en algún lugar lejano y su cadáver había quedado perdido en tierra extraña. Era una cosa más por la que Batu no podía perdonar a su padre. Asintió para sí. Se alegraba de tener enemigos en el grupo de jinetes. Se crecía con su aversión, que acentuó aún más mentalmente para extraer fuerza de sus pullas y provocaciones, de sus golpes disimulados y sus bromas pesadas. Volvió a pensar en los excrementos humanos que se había encontrado en su morral ese mismo amanecer y el recuerdo funcionó como un trago de airag negro en su sangre. Por eso ganaría la carrera. Cabalgaba con odio y el odio le daba un poder que ellos solo podían imaginar.
El juez levantó la bandera. Batu sintió cómo las ancas de su poni se agrupaban cuando se echó hacia atrás, listo para salir como un rayo hacia delante. La bandera cayó restallando: una cinta de oro en el sol matutino. Batu clavó los talones y al instante estaba galopando. No se puso en primera posición, aunque estaba casi seguro de que podría haberles obligado a mirar su espalda durante todo el recorrido en torno a la ciudad. En vez de eso, adoptando un ritmo constante, se situó en la mitad del grupo. Seis veces alrededor de Karakorum eran setenta y siete kilómetros: no era una carrera de sprint, sino una prueba de resistencia. Los caballos habían sido criados para eso y aguantarían la distancia. La destreza se demostraría en las maniobras de los chicos y hombres sobre sus lomos. Batu sintió que su confianza aumentaba. Era un oficial minghaan. Tenía diecisiete años y estaba listo para cabalgar durante todo el día.
Mil veinticuatro hombres de la nación levantaron el brazo derecho ante la multitud mientras se preparaban para la primera, inmensa, ronda de lucha. El primer día serviría de criba para descartar a los lesionados y a los hombres de más edad o, simplemente, a los que tuvieran mala suerte. No había segundas oportunidades y, con diez rondas que superar, los últimos dos días dependerían en parte de los que consiguieran llegar al final del primer día con menos lesiones.
Los guerreros tenían sus favoritos y durante días había habido un flujo continuo de hombres recorriendo los campos de entrenamiento para evaluar virtudes y defectos e identificar a los luchadores por los que merecía la pena apostar y aquellos que no resistirían hasta el final de esa durísima prueba.
Ninguno de los generales se había inscrito en esa parte del festival. Su dignidad era demasiado grande para permitirse que un hombre más joven los arrojase al suelo derrotados. Aun así, el primer combate de lucha se había retrasado para que Khasar y Jebe pudieran participar en el concurso de tiro con arco. Khasar era un apasionado de la lucha y apoyaba a un hombre contra el que ningún guerrero quería tener que enfrentarse en la primera ronda. Baabgai, el Oso, era de ascendencia Chin, aunque poseía la compacta constitución de los luchadores mongoles. Dirigió una ancha sonrisa desdentada a la muchedumbre y los hombres y mujeres reunidos vitorearon su nombre. Las apuestas a su favor ascendían a manadas enteras de ponis, pero diez rondas o una lesión podían acabar con él. Hasta una piedra podía resquebrajarse si la golpeabas el número suficiente de veces.
Tanto Khasar como Jebe superaron su primera ronda y, a continuación, ellos y sus equipos atravesaron la hierba estival al trote hasta donde los luchadores aguardaban pacientemente al sol. El aire sabía a metal y olía a aceite y sudor. Los enfrentamientos y el derramamiento de sangre de la noche anterior fueron deliberadamente olvidados.
Los arqueros se arrodillaron sobre alfombrillas de fieltro blanco y, con el máximo cuidado, apoyaron a su lado sus preciados arcos, ya desmontados y envueltos en lana y cuero.
—¡Eh, Baabgai! —gritó Khasar, sonriendo al gigantesco hombre que había descubierto y entrenado. Baabgai poseía la estólida fuerza de un buey y parecía no sentir el dolor. En ninguno de sus combates hasta la fecha había mostrado la menor molestia y era esa cualidad imperturbable lo que más intimidaba a sus oponentes. No conseguían hallar la manera de hacerle daño a ese tonto. Khasar sabía que algunos de los luchadores le llamaban «el vacío», por su escasa inteligencia, pero a Baabgai nada le ofendía. Él simplemente sonreía y los lanzaba hacia el horizonte.
Khasar esperó con paciencia a que concluyera la canción inaugural. Las ásperas voces de los luchadores se alzaron para jurar mantenerse firmes sobre la tierra y seguir siendo amigos tanto si vencían como si eran derrotados. Habría otras canciones en posteriores rondas que a Khasar le gustaban más y su mente empezó a vagar mientras su mirada recorría las vastas estepas.
Ogedai estaba en Karakorum, sin duda siendo lavado, aceitado y acícalado. La nación llevaba ya mucho tiempo bebiendo y, si no hubiera participado en las rondas de tiro con arco, Khasar se habría unido a ellos.
Observó a Baabgai ejecutar su primera llave. La velocidad del gigante no era excesiva, pero una vez que su oponente se ponía al alcance de sus manos, una vez que lo tenía sujeto, todo había terminado. Los dedos de Baabgai eran cortos y rollizos, daba la sensación de que tenía una horrible hinchazón en las manos, pero Khasar había sentido su fuerza e hizo una apuesta potente por él.
El primer combate de Baabgai terminó cuando le dislocó el hombro a su contrincante, agarrándole la muñeca para luego arrojar todo el peso de su cuerpo contra el brazo. La multitud vitoreó y golpeó apreciativamente tambores y gongs. Baabgai les sonrió, desdentado como un gigantesco bebé. Khasar no pudo evitar reírse entre dientes ante el simple placer del luchador. Aquel iba a ser un gran día.
Batu no gritó cuando un látigo le azotó la mejilla. Notó cómo se le inflamaba el alargado golpe y su piel se calentó e irritó tanto como él mismo. La carrera había comenzado bastante bien y, en la segunda vuelta a la ciudad, se había colocado entre los seis primeros. El suelo estaba más duro y seco de lo que esperaba, lo que daba ventaja a algunos caballos respecto a otros. Cuando tomaron el mismo camino para la tercera vuelta, el polvo les había cubierto de blanco la tez y había convertido su saliva en una pasta arenosa. Bajo el sol, la sed iba creciendo poco a poco, hasta que los más débiles jadeaban como pájaros.
Batu se agachó cuando el látigo, una tira de cuero aceitado, cayó de nuevo sobre él. Vio que pertenecía a uno de los uriankhai, situado a su derecha: un muchacho polvoriento, bajo y ligero, que cabalgaba un poderoso semental. Con los ojos llenos de arena, Batu vio que el animal era fuerte y que el chico, con un placer malévolo, echaba el brazo hacia atrás para golpearle una vez más. A pesar del estruendo del apretado tropel de cascos, Batu oyó reírse a uno de los otros y le invadió una oleada de furia. No comandaban a otros hombres, como él. ¿Qué le importaba la sangre que unía entre sí a los uriankhai, excepto para ver ese rojo líquido salpicando el polvo? Miró a Zan, que corría a poca distancia de él. Su amigo estaba dispuesto a ayudarle, pero Batu negó con la cabeza, sin dejar de observar ni un instante al muchacho uriankhai.
Cuando el látigo volvió a descender, Batu simplemente levantó el brazo, haciendo que la tralla se enrollara en su muñeca y, a continuación, aferró con decisión en su mano la tira de cuero. El chico lo miró boquiabierto, pero ya era demasiado tarde. Batu dio un violento tirón, empleando todo su peso y su fuerza y separando bruscamente a su montura al mismo tiempo.
Los estribos estuvieron a punto de salvar al muchacho. Por un instante, una de sus piernas se agitó en el aire mientras trataba de recobrar el equilibrio, pero luego cayó bajo los cascos de su caballo, que relinchó y corcoveó, provocando el grito airado de otro jinete, al que el animal casi tira de la silla. Batu no se volvió. Esperaba que la caída hubiera matado a ese pequeño bastardo. Notó que delante habían dejado de reírse.
Cinco jinetes uriankhai se habían inscrito en la carrera para ponis de dos años. Aunque procedían de dos tumanes distintos, cabalgaban en grupo por instinto. De algún modo, la actitud desafiante de Batu, su desdén, los había unido. Settan de los uriankhai los lideraba. Era alto y ágil, tenía los cabellos recogidos en una coleta que caía sobre su espalda y sus ojos, ahora llorosos por el viento, podían captarlo todo. Sus amigos y él intercambiaron una mirada cuando pasaron junto a la puerta occidental de Karakorum por cuarta vez. Quedaban veintiséis kilómetros y una espuma blanca ribeteaba las bocas de los caballos, cuya piel relucía oscura, recubierta de un sudor como escarcha. Batu y Zan avanzaron para luchar por los primeros puestos.
Batu vio que los jinetes uriankhai se volvían a mirarle y se aseguró de que su rostro permaneciera impasible mientras se iba aproximando más y más. Detrás del grupo de cabeza, otros treinta ponis los seguían como una larga cola, que ya iba quedándose atrás.
Mientras regresaba al muro del tiro con arco, donde los jueces y el gentío le esperaban impacientes, Khasar todavía seguía sonriendo. Hizo caso omiso de las miradas que se clavaban en él mientras se dirigía con grandes zancadas hacia la línea y preparaba su arco. Era el hermano de Gengis y uno de los fundadores de la nación, y la verdad es que le importaba un comino si fastidiaba a los hombres importantes de su pueblo o arruinaba la perfecta organización de Temuge.
Los diez de Jebe ya habían hecho los disparos de la segunda ronda y el general estaba relajado, dejando traslucir su confianza. Khasar frunció el ceño al mirar al general, más joven que él, aunque su actitud no hizo más que provocar la hilaridad de Jebe, que se rio para sí. Khasar se calmó, sabiendo que contagiaría su estado de ánimo a su propio grupo de arqueros. Ninguno de los contendientes de las rondas era débil o torpe. Ni uno solo de aquellos hombres dudaba de que, en el día adecuado, podía erigirse con la victoria. Siempre había un componente de suerte, si la brisa cambiaba justo cuando soltabas o te daba un calambre en un músculo, pero la prueba fundamental eran los nervios. Khasar lo había visto muchas veces. Hombres que podían enfrentarse a una línea de árabes aullantes sin ninguna aprensión descubrían que les sudaban las manos mientras se dirigían en silencio hacia la posición de tiro. De algún modo, no conseguían llenar del todo sus pulmones, como si el pecho se les hubiera hinchado y les bloqueara la garganta.
Ser consciente de ello formaba parte del secreto para superarlo. Khasar tomó lentas y largas bocanadas de aire, olvidándose de la multitud y dejando que sus propios hombres se concentraran y se calmaran. Incluso le pareció que el tamaño de los cuarenta objetivos del muro aumentaba ligeramente: una ilusión que ya había experimentado en anteriores ocasiones. Se giró para mirar a sus hombres y los encontró tensos pero firmes.
—Recordad, muchachos —murmuró—. Todos son como una virgen, dulce y deseosa.
Algunos de sus hombres se rieron y movieron la cabeza a un lado y a otro para eliminar el último resto de tensión de los hombros que pudiera hacerles fallar el tiro.
Khasar esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Cansado o no, viejo o no, iba a hacer que Jebe sudara la gota gorda si quería ganarle, lo presentía.
—Listos —informó a los jueces. Miró el estandarte que se agitaba en lo alto del muro de tiro. El viento había arreciado convirtiéndose en un empuje firme y constante que venía del noreste. Reajustó ligeramente su postura. Cien pasos. Un tiro que había realizado mil veces, cien mil veces. Una inspiración más: larga… lenta…
—Empezad —dijo el juez con sequedad.
Khasar colocó la primera flecha en la cuerda y disparó, lanzándola hacia la línea de escudos que había marcado como suyos. Esperó hasta estar seguro de haber dado en el blanco y luego se volvió y miró fugazmente a Jebe, enarcando las cejas. Jebe se rio ante el desafío y se marchó.
La fila de ponis sudorosos que corrían con enorme estrépito se había ido alargando como un cordel adornado de cuentas y ahora se extendía a lo largo de casi dos kilómetros en torno a las murallas de Karakorum. Tres de los uriankhai seguían liderando la carrera: Settan iba flanqueado por dos muchachos bajos y fornidos que parecían arrearle hasta la meta. Batu y Zan los seguían de cerca y el grupo de cinco había abierto una brecha entre ellos y el resto de jinetes. El resultado se decidiría entre ellos y sus monturas resoplaban, esparciendo mocos y sudor espumoso a su alrededor para despejar bocas y ollares. Al pie de los muros había una línea de guerreros vigilantes y miles de trabajadores Chin. Para ellos, el día también era una celebración: dos años de duro trabajo llegaban a su fin y los abultados monederos les pesaban bajo la ropa.
Batu no tenía ojos para los espectadores, para nada que no fueran Settan y sus dos compañeros. El seco terreno desprendía una nube de polvo bajo los cascos de los caballos, así que sería difícil ver lo que estaba a punto de hacer. Se palpó los bolsillos y sacó dos piedras lisas, notando en su mano la suavidad de los guijarros de río. Zan y él habían hablado de llevar cuchillos o de ponerle púas a su látigo, pero ese tipo de heridas serían públicas. Algunos de los jueces las desaprobarían. Con todo, Zan se había ofrecido a darle un tajo al cuello de Settan. Odiaba a aquel alto uriankhai que tanto se enorgullecía de los logros de Tsubodai. Batu había rechazado la oferta, no quería perder a su amigo por una venganza. Sin embargo, siempre era posible que una piedra saltara desde los veloces cascos de los caballos. Aunque Settan llegara a ver lo que Zan y él estaban haciendo, no se atrevería a quejarse. Parecería que se quejaba como un crío y los guerreros se reirían de él.
Cuando comenzaron la última vuelta, Batu acarició los guijarros. Más allá de los caballos al galope, vio a los luchadores como pájaros de colores posados en la hierba; más allá de ellos se elevaba el muro del tiro con arco. Su pueblo estaba desperdigado por las llanuras y él estaba entre ellos, cabalgando a toda velocidad. Era una buena sensación.
Apretó las rodillas y su poni respondió, aunque estaba casi sin resuello. Batu se adelantó y Zan le siguió a pocos metros. Los uriankhai no estaban dormidos y se movieron para bloquear el camino de Batu hacia el caballo de Settan. Batu sonrió al chico que estaba más cerca y movió los labios como si estuviera gritando algo mientras se iba aproximando más y más a él con su montura.
El chico lo miró de nuevo y Batu sonrió, señalando con gesto vigoroso algo situado delante. Observó encantado cómo, finalmente, el muchacho se inclinaba hacia él para escuchar lo que fuera que Batu estuviera gritando a través del viento y, como un rayo, este levantó el brazo con la piedra para tomar impulso y le golpeó en la sien. El chico se desvaneció casi al instante bajo los cascos, convertido en una mera raya polvorienta que rodaba a sus espaldas.
Batu ocupó su lugar mientras el caballo sin jinete seguía corriendo. Settan se volvió y se le quedó mirando fijamente al verle tan cerca. Estaban totalmente cubiertos de polvo, sus cabellos y sus pieles habían adquirido un color blanco sucio, pero en los ojos de Settan relucía el miedo. Batu sostuvo su mirada, llenándose de fuerza.
El otro muchacho uriankhai se desvió bruscamente y situó a su montura entre ambos, chocando con su pierna contra Batu, que estuvo a punto de caerse de la silla. Durante unos tensos instantes, Batu tuvo que aferrarse a la crin de su poni: los pies se le habían salido de los estribos. Una oleada de latigazos cayó sobre él y sobre su montura con salvaje frenesí. Instintivamente, Batu lanzó una patada y golpeó al chico en el pecho, lo que le dio un momento para volver a sentarse. Se le había caído una piedra, pero aún tenía otra. Cuando el muchacho uriankhai se giró hacia él, Batu la arrojó con fuerza y gritó al ver cómo se estrellaba contra su nariz, desequilibrándole y bañando con sangre roja y brillante el pálido polvo, como un río desbordándose. El chico se desplomó hacia atrás, y Batu y Zan se quedaron a solas con Settan, con tres kilómetros por delante hasta la meta.
En cuanto se dio cuenta de lo que estaba pasando, Settan decidió ir a por todas y azuzó a su montura para abrir una brecha entre él y sus perseguidores. Era su única oportunidad. Los caballos estaban al límite de su resistencia, y con un grito de rabia, Zan empezó a quedarse atrás. No había nada que pudiera hacer, aunque lanzó sus piedras con una energía llena de furia y logró golpear a la montura de Settan en las ancas con una de ellas, mientras la otra desaparecía en el polvo.
Batu maldijo entre dientes. No podía permitir que Settan le dejara atrás. Hincó los talones en su poni y le pegó con el látigo hasta colocarse a la altura de Settan y, a continuación, lo superó por medio cuerpo. Se sentía fuerte, a pesar de que tenía los pulmones llenos del polvo del camino, que expulsaría tosiendo a lo largo de los próximos días.
La última esquina estaba a la vista y Batu supo que podía ganar. No obstante, desde el principio había sido consciente de que la victoria no sería suficiente para él. Tsubodai estaría observando desde las murallas, Batu estaba seguro. Con uno de sus uriankhai tan cerca de la línea de llegada, no cabía duda de que el general estaría jaleándole para que ganara. Batu se frotó los ojos, limpiándose la arenilla. No amaba el recuerdo de su padre. Pero eso no cambiaba su odio por el general que había cortado la garganta de Jochi. Quizá Ogedai estuviera allí también, observando al joven al que había ascendido.
Batu permitió que Settan se atravesara por detrás mientras avanzaban a toda velocidad hacia la esquina. El borde del muro estaba marcado con un poste de mármol, decorado con un lobo de piedra. Midiéndolo todo con la máxima precisión, Batu dejó que Settan se situara a su lado, casi cabeza con cabeza mientras se acercaban a la meta, y notó cómo una sonrisa se dibujaba en el rostro de Settan cuando presintió la oportunidad de ponerse por delante.
Cuando llegaron a la esquina, Batu tiró de las riendas hacia la derecha y empujó a Settan con violencia contra el poste. El impacto fue colosal. Caballo y jinete frenaron casi en seco: la pierna del chico uriankhai estaba destrozada y aullaba de dolor.
Batu siguió adelante, sonriendo. No se volvió a mirar mientras el agudo sonido se iba perdiendo detrás de él.
Cuando atravesó la línea de meta, deseó que su padre hubiera estado vivo para verle, para enorgullecerse de él. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se las limpió con un gesto brusco, parpadeando furioso y diciéndose a sí mismo que aquello no era más que el viento y el polvo del camino.