Los vasallos de Chagatai permanecieron en el patio. Habrían luchado si se lo hubiera pedido. En vez de eso, palmeó a uno de ellos en el hombro y negó con la cabeza antes de adentrarse con grandes zancadas en el claustro siguiendo a Tsubodai. Chagatai no miró atrás mientras sus hombres eran rodeados por guerreros de Ogedai, reducidos a golpes y arrojados al suelo. Cuando uno de ellos gritó, Chagatai apretó la mandíbula, decepcionado al ver que era incapaz de morir en silencio por el honor de su amo.
Khasar y Kachiun los siguieron sin hablar. Observaron cómo Chagatai le pisaba los talones a Tsubodai, sin que ninguno de ambos se mirara entre sí. En la cámara de audiencias, al ver que había guardias por todas partes, Chagatai se encogió de hombros sin más y entregó su espada.
La puerta estaba hecha de cobre pulido y relucía roja y dorada bajo la luz de la mañana. Chagatai estaba a punto de entrar cuando el oficial de la guardia le dio un golpecito en la armadura y dio un paso atrás, quedándose a la espera. Chagatai hizo una mueca, pero se despojó de sus largas piezas escamadas de torso y muslo, así como de sus pesados guantes y protectores de brazos. Poco después llevaba solo su jubón, sus calzas y sus botas. Otro hombre podría haber perdido prestancia al tener que deshacerse de su coraza, pero Chagatai había estado entrenándose para el festival durante muchos meses, luchando, corriendo y disparando cientos de flechas a diario. Su condición física era magnífica e hizo que la mayoría de los que le rodeaban parecieran más bajos y más débiles de lo que eran.
No así Tsubodai. Ninguno de los guardias osaba aproximarse a ese hombre que lo observaba todo, desafiando en silencio a Chagatai a que se atreviera a protestar. Aunque Tsubodai se mantenía inmóvil, la suya era la inmovilidad de una serpiente, o de un árbol joven que, habiendo sido doblado, aguarda para enderezarse de nuevo de un salto.
Por fin, Chagatai se volvió hacia el oficial de la guardia con una ceja enarcada. Soportó que lo cachearan, pero no llevaba ningún arma escondida y la puerta se abrió de par en par. Entró solo. Cuando se cerró tras él, oyó a Khasar empezar a discutir cuando le impidieron pasar. Chagatai se sintió complacido al ver que Tsubodai y sus tíos no serían testigos. Había apostado y había perdido, pero no había en ello ninguna vergüenza, ninguna humillación. Ogedai había reunido a los hombres que le eran leales a su alrededor, exactamente igual que había hecho él. Los generales de su hermano habían demostrado tener más recursos que los suyos. Como la noche anterior, uno de los hermanos sería khan, ¿y el otro? Chagatai sonrió de repente al distinguir a Ogedai al fondo de la sala, sentado en un trono de piedra blanca con elegantes incrustaciones de oro. Resultaba una imagen impresionante, tal y como se pretendía.
Cuando estuvo más cerca, Chagatai vio que Ogedai tenía el cabello mojado y lo llevaba suelto, cayendo como una cortina negra sobre sus hombros. Una marca púrpura en la mejilla era la única prueba visible de la noche pasada. A pesar de la grandiosidad del trono, su hermano vestía un sencillo deel gris sobre calzas y túnica, sin más adorno que cualquier pastor de las estepas.
—Me alegro de ver que estás bien, hermano —dijo Chagatai.
El cuerpo de Ogedai se tensó mientras contemplaba a Chagatai aproximarse al trono con soltura. Sus pasos resonaron en la amplia estancia.
—Vamos a dejarnos de juegos —contestó—. He sobrevivido a tus ataques. Hoy, cuando se ponga el sol, seré khan.
Chagatai asintió, todavía sonriendo.
—Sin juegos, de acuerdo, pero ¿sabes qué?, lo más raro es que estoy diciendo la verdad. Parte de mí estaba horrorizado ante la idea de encontrarte muerto. Ridículo, ¿verdad? —Se rio entre dientes, divertido por la complejidad de sus propios sentimientos. La familia era algo extraño—. Con todo, hice lo que consideré que era lo mejor. No me arrepiento ni pienso disculparme. Creo que padre habría apreciado los riesgos que he corrido. —Inclinó la cabeza—. Me perdonarás si no te felicito por tu triunfo.
Ogedai se relajó sutilmente. Había pasado años pensando que Chagatai era un idiota arrogante; Ogedai se había perdido el momento en que se había convertido en un hombre habituado a la responsabilidad y al poder. Cuando Chagatai llegó hasta él, los guardias de Ogedai avanzaron unos pasos y le ordenaron que se arrodillara, pero su hermano hizo caso omiso de ellos y continuó de pie, recorriendo la estancia con la vista con expresión de interés. Era un espacio enorme para un guerrero más acostumbrado a las gers de las llanuras. La luz matutina entraba a raudales a través de la ventana que daba a la ciudad.
Uno de los guardias se giró hacia Ogedai para pedir su permiso y Chagatai esbozó una pequeña sonrisa. Con cualquier otro prisionero, el guerrero le habría derribado de un golpe, o incluso le habría cortado el tendón de la corva para hacerle arrodillarse. La vacilación reafirmó el poder de Chagatai justo cuando intentaban humillarle.
Ogedai experimentó algo próximo a la admiración ante el despreocupado valor de su hermano. No, realmente era admiración, aun después de una noche como la anterior. La sombra de Gengis se cernía sobre ambos y tal vez siempre lo haría. Ni ellos ni Tolui podrían igualar nunca los logros de su padre. Desde todos los puntos de vista, eran hombres inferiores a él y lo habían sido desde el momento en que nacieron. Y, sin embargo, habían tenido que vivir y crecer y convertirse en hombres, hábiles en sus oficios. Habían tenido que prosperar bajo esa sombra… o dejar que los asfixiara.
Nadie comprendía la vida de Ogedai como Chagatai, ni siquiera el hermano de ambos, Tolui. Se preguntó de nuevo si estaba tomando la decisión adecuada, pero también en eso tenía que ser fuerte. Se dijo que un hombre podía desperdiciar su vida con preocupaciones… algo que, por desgracia, sabía perfectamente. En ocasiones, era necesario simplemente elegir y encogerse de hombros pasase lo que pasase, sabiendo que no podías haber hecho más con las tabas que te habían tocado.
Ogedai se enfrentó a su hermano y deseó una última vez saber cuánto tiempo le quedaba de vida. Todo dependía de eso. Su hijo no poseía la implacable voluntad de heredar el imperio. Si Ogedai moría ese mismo día, Guyuk no continuaría el linaje de su padre, el linaje de Gengis. La nación pasaría al hombre que tenía delante. Ogedai se esforzó en calmarse, pese a que su corazón batía y golpeteaba en su pecho, propagando un dolor constante, hasta convertirse en un filo agitándose entre sus costillas. No había dormido y sabía que se arriesgaba a sufrir un colapso al tratar con Chagatai aquella mañana. Había bebido una jarra de vino tinto para tranquilizar sus nervios y tomado una pizca de polvo de digital. Todavía sentía la amargura en su lengua y la cabeza le dolía como si se la estuvieran aplastando poco a poco.
Por cuanto sabía, podría gobernar como khan durante unos pocos días antes de que su corazón fallara y estallara en su pecho. Si ese era su destino y matara a Chagatai, a su muerte estallaría una guerra civil que destrozaría la nación. Lo que es más, Chagatai era el heredero que Gengis habría elegido si su hermano Jochi nunca hubiera nacido. Ogedai sintió que le picaba el pelo mojado y se rascó sin darse cuenta. Los guardias seguían mirándole esperando órdenes, pero no permitiría que obligaran a Chagatai a arrodillarse a golpes, no ese día, aunque parte de él ansiaba verlo.
—Estás a salvo aquí, hermano —dijo—. He dado mi palabra.
—Y nunca faltas a tu palabra —murmuró Chagatai, de forma casi automática.
Ambos recordaban las creencias de su padre y las honraban. La sombra del gran khan los cubría como una capa. Los recuerdos compartidos hicieron que Chagatai levantara la vista con el ceno fruncido, súbitamente desorientado. Había esperado que le dieran muerte, pero el ánimo de Ogedai parecía inquieto más que triunfante o siquiera vengativo. Le observó con interés mientras se volvía hacia el oficial de la guardia.
—Vacía la sala. Lo que tengo que decir es solo para mi hermano.
El soldado se puso en movimiento, pero Ogedai le detuvo alzando la mano.
—No, haz que venga Orlok Tsubodai también.
En unos momentos, los guardias que se alineaban junto a las paredes estaban saliendo por las grandes puertas de cobre. Tsubodai acudió a su llamada. En el exterior, todavía se oía la voz de Khasar discutiendo con los oficiales antes de que la puerta se cerrara, dejando a los tres hombres solos en el espacio poblado de ecos.
Ogedai se levantó del trono y descendió hasta situarse al nivel de Chagatai. Cruzó la estancia hacia una pequeña mesa y se sirvió un tazón de airag de una jarra, bebiendo un largo trago y torciendo el gesto al notar el escozor de las úlceras de su boca.
Chagatai volvió un momento la vista hacia Tsubodai para descubrir que el general le miraba con hostilidad, como a un enemigo. Le guiñó el ojo y retiró la vista.
Ogedai tomó una lenta bocanada de aire y, cuando habló, su voz tembló por el esfuerzo de contar por fin lo que había mantenido tanto tiempo en secreto.
—Soy el heredero de mi padre, Chagatai. No tú, ni Tolui, ni Kachiun, ni el hijo de Jochi, ni ninguno de los generales. Cuando el sol se ponga hoy, aceptaré el juramento de la nación. —Hizo una pausa, pero ni Chagatai ni Tsubodai le interrumpieron mientras el silencio se prolongaba. Ogedai miró al exterior a través de la alta ventana, disfrutando de la vista de la ciudad, a pesar de que, tras una noche así, permanecía callada y asustada—. Hay un mundo fuera del que nosotros conocemos —dijo con suavidad—, con culturas y razas y ejércitos que nunca han oído hablar de nosotros. Sí, y ciudades más grandes que Yenking y Karakorum. Para sobrevivir, para crecer, debemos mantenernos fuertes. Debemos conquistar nuevas tierras, para que nuestro ejército siempre esté alimentado y siempre esté en marcha. Detenerse es morir, Chagatai.
—Lo sé —contestó Chagatai—. No soy ningún tonto.
Ogedai sonrió con cansancio.
—No. Si fueras tonto, te habría hecho matar en el patio junto con tus vasallos.
—Entonces, ¿por qué sigo con vida? —preguntó Chagatai.
Trató de mantener su tono despreocupado, pero aquella era una pregunta que había estado ardiendo en su interior desde el mismo momento en que vio a Tsubodai en el patio del palacio.
—Porque puede que yo no viva suficiente para ver a la nación crecer, Chagatai —dijo Ogedai por fin—. Porque mi corazón es débil y podría morir en cualquier momento.
Los dos hombres que tenía enfrente le miraron atónitos, como paralizados. Ogedai no podía soportar esperar sus preguntas. Casi con alivio, continuó, y las palabras fluyeron de su boca.
—Me mantengo con vida gracias a la ayuda de unos amargos polvos Chin, pero no tengo modo de saber cuánto tiempo me queda. Solo quería ver la ciudad terminada y ser khan. Aquí estoy, todavía con vida, aunque vivo en perpetuo dolor.
—¿Por qué no me lo has hecho saber antes? —inquirió Chagatai lentamente, anonadado por las implicaciones. Conocía la respuesta antes de que Ogedai contestara y asintió mientras su hermano hablaba.
—¿Me habrías dado dos años para construir una ciudad, un mausoleo? No, te habrías opuesto en cuanto te hubieras enterado. Así, he podido erigir Karakorum y seré khan. Creo que padre habría apreciado los riesgos que he corrido yo, hermano.
Chagatai meneó la cabeza al ver cómo las piezas que había ido encajando empezaban a desmoronarse.
—Entonces, ¿por qué…? —empezó a decir.
—Has dicho que no eras ningún tonto, Chagatai. Piénsalo despacio, como he hecho yo un centenar de veces. Soy el heredero de mi padre, pero tengo un corazón débil y podría caer en cualquier momento. ¿Quién lideraría la nación entonces?
—Yo —dijo Chagatai con suavidad.
Era una verdad dura que el hijo de Ogedai no viviría para heredar, pero ninguno de los dos retiró la mirada. Chagatai empezó a comprender en parte lo que Ogedai había pasado durante los años transcurridos desde la muerte de su padre.
—¿Cuánto hace que sabes que tienes esa debilidad? —preguntó.
Ogedai se encogió de hombros.
—He sentido punzadas desde que puedo recordar, pero han empeorado en estos últimos años. Recientemente he sentido… dolores más serios. Sin los polvos Chin, no creo que me quedara demasiado tiempo.
—Espera —dijo Chagatai, arrugando el ceño—. ¿Dices que estoy a salvo? ¿Me dejaras marchar con esta información? No lo entiendo.
El que respondió fue Tsubodai y él también miraba fijamente a Ogedai como si le viera por primera vez.
—Si murieras, Chagatai, si te dieran muerte como mereces por los ataques de anoche, ¿quién mantendría a la nación unida cuando el khan muera? —El rostro de Tsubodai se torció en una mueca de furia—. Parece que serás recompensado por tus fracasos, mi señor.
—Ese es el motivo por el que tú también tenías que oír esto, Tsubodai —dijo Ogedai—. Debes dejar a un lado tu ira. Mi hermano será khan después de mí y tú serás su primer general. También él es hijo de Gengis, sangre de la sangre del hombre a quien juraste servir.
Chagatai estaba haciendo grandes esfuerzos para asimilar lo que había oído.
—Entonces, ¿esperas que aguarde, que me quede callado y tranquilo mientras espero a que te mueras? ¿Cómo sé que esto no es algún tipo de artimaña, algo inventado por Tsubodai?
—Porque podría matarte ahora —espetó Ogedai, que estaba empezando a irritarse visiblemente—. Todavía podría, Chagatai. ¿Por qué si no te ofrecería tu vida, después de esta noche? Hablo desde una posición de fuerza, hermano, no de fracaso. Así es como deberías juzgar mis palabras.
A regañadientes, Chagatai asintió. Necesitaba tiempo para pensar y sabía que no le iban a dar ese lujo.
—He prometido cosas a los que me han apoyado —dijo—. No puedo simplemente vivir la vida de un pastor mientras espero. Sería una muerte en vida, indigna de un guerrero. —Se detuvo un momento, pensando con rapidez—. A menos que me nombres tu heredero, públicamente. Así tendré el respeto de mis generales.
—No voy a hacer eso —replicó Ogedai de inmediato—. Si muero en los próximos meses, serás khan tanto si te nombro heredero como si no. Si vivo más tiempo, no le negaré esa oportunidad a mi hijo. Tendrás que medirte con él, como él contigo.
—Entonces, ¡no me estás ofreciendo nada! —exclamó Chagatai, subiendo la voz hasta que fue casi un grito—. ¿Qué tipo de trato es este, basado en promesas vacías? ¿Por qué me lo has dicho siquiera? Si mueres pronto, sí, seré khan, pero no pasaré mi vida esperando a un mensajero que tal vez no llegue nunca. Ningún hombre lo haría.
—Después de los ataques de anoche, tenía que decírtelo. Si lo dejara pasar, si te mandara de regreso con tu tumán sin más, solo habrías visto debilidad en mi actitud. Y entonces ¿cuánto tiempo pasaría antes de que tú o algún otro desafiara mi poder? Pero no te estoy dejando sin nada, Chagatai. Muy al contrario. Mi tarea es expandir las tierras que hemos conquistado, hacer que la nación pueda prosperar y crecer. A nuestro hermano Tolui le daré nuestra tierra nativa, aunque mantendré para mí la ciudad de Karakorum. —Respiró hondo, viendo cómo la esperanza y la codicia se encendían en los ojos de su hermano—. Tú tendrás Corasmia como centro de tus tierras, con las ciudades de Samarcanda, Bujará y Kabul. Te daré un khanato de más de tres mil kilómetros de ancho, desde el río Amu Daria hasta el macizo de Altai. Tú y tus descendientes gobernaréis allí, aunque me pagarás tributo a mí y a los míos.
—Mi señor… —comenzó a decir Tsubodai, horrorizado.
Chagatai soltó una risita despectiva.
—Déjale hablar, general. Esta es una cuestión de familia, no te atañe.
Ogedai negó con la cabeza.
—Llevo planeando esto casi dos años, Tsubodai. Mi reto es dejar a un lado la furia que siento por los ataques contra mi familia y tomar las decisiones apropiadas, aún ahora.
Levantó la cabeza y fijó la mirada en Chagatai: su hermano percibió el torbellino de emociones que giraba en su interior.
—Mi hijo y mis hijas han sobrevivido, Chagatai. ¿Lo sabías? Si tus guerreros los hubieran matado, en este mismo momento estaría contemplando cómo te asaban a fuego lento y escuchando tus alaridos. Hay algunas cosas que no toleraré ni aun en nombre del imperio de mi padre, de su visión. —Hizo una pausa, pero Chagatai no dijo nada. Ogedai asintió, satisfecho de que por fin hubiera comprendido—. Tienes una posición de fuerza, hermano —prosiguió Ogedai—. Tienes generales que te son leales, mientras que yo tengo un vasto imperio que debe ser administrado y controlado por hombres capaces. Después de hoy, seré el gur-khan, el líder de las naciones. Aceptaré tu juramento de lealtad y honraré el mío ante ti y tus descendientes. Los Chin nos enseñaron cómo gobernar varios territorios a la vez, Chagatai, con un sistema de tributos enviados a la capital.
—¿No has olvidado lo que le pasó a esa capital? —preguntó Chagatai.
Los ojos de Ogedai destellaron peligrosamente.
—No, no lo he olvidado, hermano. No pienses que llegará el día en que entrarás con tus ejércitos en Karakorum. La sangre de nuestro padre corre en mis venas tanto como en las tuyas. Si alguna vez te acercas a mí con una espada en la mano, será contra el khan y la nación responderá. Entonces te destruiré a ti y a tus esposas e hijos, tus criados y tus seguidores. No olvides, Chagatai, que he sobrevivido a esta noche. La suerte de nuestro padre es mía. Su espíritu vela por mí. Sin embargo, te estoy ofreciendo el imperio más grande que existe aparte de las tierras de los Chin.
—Donde me pudriré —dijo Chagatai—. ¿Harás que me encierre en un precioso palacio, rodeado de mujeres y oro… —buscó en su mente algo apropiadamente horrible—… sillas y coronas?
Ogedai esbozó una pequeña sonrisa al ver el horror de su hermano ante tal perspectiva.
—No —dijo—. Formarás un ejército en mi nombre allí, uno al que pueda recurrir en caso de necesidad. Un ejército del Oeste, como Tolui creará un ejército del centro y yo reuniré el ejército del Este. El mundo ha crecido demasiado para que la nación tenga un solo ejército, hermano mío. Cabalgarás hacia donde yo te diga que cabalgues, conquistarás donde yo te diga que conquistes. El mundo es tuyo, si puedes dejar a un lado la parte vil de tu carácter, que te pide que lo gobiernes todo. Eso no lo puedes tener. Ahora dame una respuesta y tu juramento. Sé que no faltas nunca a tu palabra, hermano, y la aceptaré. O si no, puedo matarte ahora mismo.
Chagatai asintió, abrumado por el repentino cambio de su estado de ánimo: de un aturdimiento fatalista a la emoción de nuevas esperanzas y nuevas sospechas.
—¿Qué tipo de juramento aceptarás? —preguntó finalmente, y Ogedai supo que había ganado. Alargó la espada con cabeza de lobo de Gengis.
—Jura poniendo la mano en esta espada. Jura por el espíritu y el honor de nuestro padre que nunca levantarás la mano con ira contra mí. Que me aceptarás como gur-khan y que serás un vasallo leal como khan de tus propias tierras y pueblos. Lo demás es voluntad del padre cielo, pero sobre eso, puedes prestar un juramento que respetaré. Habrá muchos más hoy, Chagatai. Sé tú el primero.
La nación sabía que Chagatai había tratado de hacerse con el estandarte de las colas de caballo lanzando a sus hombres contra la ciudad de Karakorum. Cuando Ogedai y sus oficiales cabalgaron alrededor de la ciudad esa mañana en una exhibición de fuerza, comprendieron que la tentativa había fracasado. Sin embargo, por algún motivo, Chagatai también cabalgaba con orgullo cuando se reunió con su tumán a las afueras de la ciudad. Ordenó a sus vasallos que retiraran los cadáveres y los llevaran lejos de Karakorum, fuera de la vista. Poco después, en las calles solo quedaban unas marcas herrumbrosas: los muertos habían quedado tan ocultos como los planes y estratagemas de los grandes de la nación. Los guerreros se encogieron de hombros y continuaron preparándose para el festival y los magníficos juegos que comenzarían ese día.
Para Kachiun y Khasar, era suficiente por el momento que Ogedai hubiera sobrevivido. Los juegos seguirían adelante y habría tiempo para pensar en el futuro una vez que fuera nombrado khan. Los tumanes que se habían desafiado mutuamente la noche anterior mandaron equipos de arqueros al muro de tiro habilitado en el exterior de Karakorum. Para aquellos hombres, las batallas de los príncipes eran un mundo distinto. Se alegraron al saber que sus propios generales habían sobrevivido; y más aún de que los juegos no se hubieran cancelado.
Decenas de miles se habían congregado para asistir al primer evento del día. Nadie quería perderse las primeras rondas, sobre todo porque la final solo sería vista por treinta mil personas, en el centro de la ciudad. Temuge había organizado el sistema de vales de papel que permitirían el acceso a ese recinto. Habían estado pasando de manos a cambio de caballos y oro durante días antes del inicio de los juegos. Mientras Ogedai luchaba por su vida, las mujeres, los niños y los ancianos aguardaban tranquilamente en la oscuridad para poder admirar las grandes habilidades de su pueblo. Incluso el juego de tronos había ocupado un lugar secundario ante ese deseo.
El muro del tiro con arco se elevaba por encima de la puerta este de Karakorum, resplandeciente bajo el sol naciente. Había sido construido a lo largo de los días previos al festival, una enorme construcción de madera y hierro que podía albergar más de cien pequeños escudos, cada uno de ellos de un tamaño no superior a la cabeza de un hombre. A su alrededor, mil fogones de hierro, donde se cocinaba un festín para los espectadores, llenaban el aire de humo. Un penetrante olor a cordero frito y chalotas inundaba el campamento y el hecho de saber que habían estado tan cerca de la guerra civil la noche anterior no disminuía su apetito ni apagaba las risas mientras los luchadores practicaban llaves con sus amigos sobre la hierba seca. Era un buen día, el sol brillaba con fuerza sobre sus espaldas y la nación se preparaba para celebrar la elevación de un nuevo khan.