—¡Agáchate, Huran! —exclamó Tsubodai.
Colocó una flecha en la cuerda mientras corría. Huran se tiró al suelo despejando el hueco de la puerta y Tsubodai envió la saeta silbando a través del agujero hacia la oscuridad del otro lado. Mientras tensaba y lanzaba de nuevo, su disparo se vio recompensado por un grito entrecortado. La distancia no superaba los diez pasos. Cualquier guerrero de las tribus habría logrado introducir el proyectil por el hueco, incluso bajo presión. Tan pronto como Tsubodai disparó la segunda flecha, se dejó caer sobre una rodilla y se retiró rodando. Antes de que su cuerpo se hubiera detenido, un proyectil penetró zumbando en la estancia, tan veloz que era casi invisible. Se clavó con un sonoro impacto en el espacio que había ocupado Tsubodai y quedó temblando en el suelo de madera.
Huran había tomado posiciones: con la espalda contra la puerta, giró la cabeza hacia el agujero. Al poco una mano penetró por el hueco y sus dedos empezaron a palpar buscando el cerrojo. Huran le asestó un golpe horizontal con la espada, cercenando la carne y los huesos, con tanta fuerza que la hoja estuvo a punto de quedar atascada en la madera. La mano y parte del antebrazo cayeron al suelo y un aullido espantoso resonó en la habitación durante un momento. Luego cesó: quizá los otros guerreros se lo hubieran llevado aparte para atenderle o bien le hubieran matado ellos mismos.
Cuando las miradas de Tsubodai y Huran se encontraron, el general reconoció su destreza con un asentimiento de cabeza. Independientemente del rango, ambos eran los guerreros más hábiles que había en la habitación, capaces de mantener la calma y pensar, a pesar del penetrante olor de la sangre.
Tsubodai se volvió hacia Ogedai.
—Necesitamos una segunda posición, señor.
El hombre que sería khan había desenfundado la espada con cabeza de lobo de su padre, pero respiraba entrecortadamente y su rostro estaba más pálido de lo que Tsubodai lo hubiera visto jamás. Tsubodai frunció el ceño para sí cuando Ogedai no contestó. Habló más alto, utilizando su voz para sacar al joven del trance.
—Si la puerta cede, nos arrollarán, Ogedai. ¿Lo comprendes? Necesitamos otra posición, una línea de retirada. Huran y yo nos quedaremos junto a esta puerta, pero tú debes llevarte a los niños y las mujeres a las habitaciones de dentro y bloquear la puerta lo mejor que puedas.
Ogedai volvió la cabeza con lentitud, separando con esfuerzo la vista del oscuro agujero que parecía vomitar el odio de los que se agolpaban tras la puerta.
—¿Esperas que me cobije de nuevo en mi madriguera para ganar unos cuantos instantes más de vida? ¿Mientras mis propios hijos son perseguidos en algún lugar ahí fuera? Preferiría morir aquí, de pie y frente a mis enemigos.
Tsubodai pudo ver que lo decía en serio, pero Ogedai recorrió con la vista el trío formado por Sorhatani y sus dos hijos. Durante un momento, su hermano menor Tolui y él se miraron fijamente.
Ogedai languideció ante los ojos de su familia.
—Muy bien, Tsubodai, pero luego volveré aquí. Tolui, trae a tu mujer y a tus hijos y ayúdame a bloquear la puerta interior.
—Llévate el arco —dijo Tsubodai, quitándose la aljaba de los hombros y arrojándosela a Ogedai.
Las cinco figuras retrocedieron con cuidado, conscientes en todo momento de que no debían ponerse en la línea de visión del arquero del pasillo exterior. Sabían que había uno aguardando en la oscuridad y sabían de la paciencia de su pueblo, empleada para cazar marmotas en las estepas. El campo de visión del arquero formaba un cono que atravesaba la estancia exterior por el centro.
Sin previo aviso, Ogedai cruzó el espacio como un rayo y Sorhatani le imitó rodando, levantándose suavemente al otro lado, como una bailarina. Nadie disparó mientras alcanzaban una posición segura y se volvían hacia los demás.
Tolui estaba aún al otro lado. Se había refugiado bajo una pesada viga con sus hijos y su tensa expresión revelaba cuánto temía por ellos.
—Yo iré en último lugar, ¿entendido, chicos? —les dijo.
Mongke asintió de inmediato, pero Kublai negó con la cabeza.
—Eres el más grande y el más lento —dijo, con voz temblorosa—. Deja que yo sea el último.
Tolui consideró sus palabras. Si el arquero estaba esperando con una flecha en la cuerda y el arco semitendido, podría disparar en un parpadeo, casi sin apuntar. Cualquiera de los presentes habría apostado por el arquero antes que por ellos. Los golpes contra la puerta habían cesado, como si los hombres del exterior estuvieran esperando. Puede que así fuera. Por el rabillo del ojo, vio a la mujer de Ogedai, Torogene, haciéndole señas.
El espacio que tenía que atravesar era de poco más de un metro, pero se había convertido en un abismo. Tolui respiró lenta y hondamente, calmándose y pensando en su padre. Gengis le había hablado de la respiración, de cómo los hombres la aguantaban cuando estaban asustados, o tomaban aire bruscamente antes de lanzarse al ataque. Era una señal que había que estudiar en el enemigo. En uno mismo, era una herramienta para controlar el miedo. Volvió a inspirar con lentitud y los latidos se suavizaron ligeramente en su pecho. Tolui sonrió ante el nervioso desafío de Kublai.
—Haz lo que te dicen, chico. Soy más rápido de lo que crees. —Apoyó una mano en el hombro de cada uno de sus hijos y susurró—. Id juntos. ¿Listos? ¡Ahora!
Los dos chicos atravesaron a toda velocidad ese espacio de aspecto inocente. Una flecha entró por el hueco, casi rozando la espalda de Kublai, que cayó despatarrado y fue recogido por Sorhatani, que le arrastró hacia sí y le abrazó con una mezcla de alivio y desesperación. Se volvió con sus hijos hacia Tolui, que los saludó con una inclinación de cabeza, la frente perlada por el sudor. Se había casado con una mujer de una belleza abrumadora y, cuando la miró, esbozó una sonrisa al ver su expresión feroz, la de una loba con sus cachorros. Era evidente que el arquero estaba preparado y que habían tenido suerte. Se maldijo por no haberse lanzado inmediatamente después de ellos, antes de que pudiera colocar otra flecha. Había perdido ese momento y quizá, en consecuencia, su vida. Buscó a su alrededor con la mirada algún tipo de escudo una mesa o incluso una tela gruesa para hacer que el guerrero fallara. El pasillo continuaba en silencio: los atacantes dejaban trabajar a su arquero. Tolui volvió a tomar aire con lentitud, preparando sus músculos para cruzar el hueco de un salto, horrorizado al imaginar que la flecha le atravesaba, derribándole delante de su familia.
—¡Tsubodai! —gritó Sorhatani.
El general se volvió hacia ella, captando su mirada implorante y comprendiendo. No tenía nada con lo que bloquear el agujero durante el tiempo que necesitaban. Su mirada se posó en la única lámpara. Odiaba la idea de dejar la habitación a oscuras otra vez, pero no había nada más. La levantó y la arrojó a través del hueco desde un lado de la puerta. Tolui había aprovechado el golpe para reunirse al otro lado sano y salvo con su familia y Tsubodai oyó cómo una flecha se clavaba en la propia puerta. Habían frustrado el disparo. Kublai empezó a celebrar la acción a gritos y Mongke se unió a él.
Durante unos instantes, la habitación siguió iluminada por el aceite que ardía al otro lado, pero enseguida apagaron las llamas y la oscuridad retornó, una oscuridad mucho más profunda que antes. Todavía no había ni rastro del amanecer. Los furiosos golpes se reanudaron y empezaron a saltar algunas astillas mientras la puerta gruñía en sus goznes.
Tolui trabajó con rapidez en la entrada de la estancia interior.
Esa puerta carecía de la resistencia de la que daba al pasillo. No retrasaría a los atacantes más de unos momentos, de modo que Tolui decidió romper las delicadas bisagras para sacarla y empezar a construir una barricada para bloquear el paso. Mientras trabajaba, agarró a sus hijos del cuello en un rápido gesto de afecto y luego los mandó ir corriendo a la alcoba de Ogedai a recoger cualquier cosa que pudieran cargar. Vio que Torogene les murmuraba unas palabras y los niños se relajaron bajo sus instrucciones. Ambos chicos estaban habituados a las órdenes de su madre y Torogene era una mujer alta, de aspecto maternal y maneras enérgicas.
Había otra pequeña lámpara en el dormitorio. Torogene se la pasó a Sorhatani, que la situó de forma que parte de su luz iluminara a Tsubodai. La lámpara creó sombras enormes en las habitaciones, grandes figuras oscuras que saltaban y danzaban, haciendo que todos ellos parecieran niños.
Trabajaban serios y concentrados. Tsubodai y Huran sabían que apenas tendrían unos momentos para retirarse cuando la puerta cayera. El sofá que habían apoyado contra ella no sería más que un estorbo para los atacantes cuando entraran en tropel en las habitaciones. A sus espaldas, Sorhatani y Tolui levantaban su barricada sin hablar, temblando por el miedo y la falta de sueño. Los niños les llevaron paneles de madera, ropas de cama, incluso un pesado pedestal que tuvieron que arrastrar y que dejó una honda cicatriz en el suelo. No resistiría ante hombres decididos. Incluso el joven Kublai lo entendía y lo veía en las sombrías expresiones de sus padres. Cuando su pobre montón de escombros estuvo en pie, se situaron detrás con Ogedai y Torogene, jadeando y esperando.
Sorhatani apoyó una mano en el hombro de Kublai, sosteniendo el largo cuchillo de Tsubodai en la otra. Deseó desesperadamente que hubiera más luz, aterrorizada ante la perspectiva de ser asesinada en la penumbra, rodeada de cuerpos que luchaban ensangrentados. No podía siquiera considerar la idea de perder a Kublai y Mongke. Era como si estuviera asomada al borde de un alto precipicio y mirarlos a ellos hubiera significado avanzar y caer. Oyó las largas y lentas inspiraciones de Tolui y lo imitó, respirando por la nariz. Notó que la ayudaba un poco a tranquilizarse, cuando, de repente, la puerta exterior crujió y una enorme grieta se abrió a todo lo largo en uno de los paneles: del pasillo llegaron gruñidos y gritos de satisfacción.
Tanto Tsubodai como Huran vigilaban con cautela al arquero del otro lado. Tenían que calcular el momento en que los martillazos contra la madera, que estaba astillándose a toda velocidad, obstruían la visión del enemigo en su escondite, y entonces lanzaban un espadazo contra los rostros que aguardaban en la oscuridad. Los atacantes presionaban, sabiendo que estaban cerca de conseguir entrar por fin. Más de uno se desplomó hacia atrás con un grito, herido por la hoja de sus espadas, que mordían como un colmillo para luego retirarse antes de que el arquero pudiera ver a través de sus propios hombres. Alguno de los de fuera estaba agonizando ruidosamente y Huran, agotado, jadeaba. Admiró la entereza del general de hielo que luchaba a su lado. A juzgar por las emociones que traslucía su rostro, Tsubodai podría estar en un mero entrenamiento.
Y, sin embargo, no era posible defender la puerta. Ambos se pusieron tensos cuando uno de los paneles inferiores se hizo mil pedazos. La mitad de la puerta se sostenía en pie, llena de grietas y sin solidez alguna. Varios hombres en cuclillas metieron la cabeza y forcejearon con el cerrojo y tanto Huran como Tsubodai mantuvieron la posición, hundiendo sus hojas en las nucas expuestas. La sangre los salpicó a ambos, que se negaban a retroceder, aunque el arquero se había movido y disparó una flecha que hizo que Huran se desplomara girando, sin aliento.
Sabía que le había roto las costillas. Cada vez que respiraba sentía un dolor insoportable, como si sus pulmones se inflaran contra un fragmento de vidrio, pero no podía ni siquiera mirarse la herida para comprobar si su armadura le había salvado. Había hombres dándole patadas a la pesada barra de hierro que candaba la puerta, soltando los pernos que la sujetaban a la pared. Cuando finalmente cedieran, los dos guerreros serían tragados por la oleada enemiga.
Huran respiraba con roncos jadeos mientras continuaba golpeando, buscando cuellos y brazos desnudos al otro lado del agujero. Veía espadas que se abalanzaban contra él y sentía porrazos en hombros y piernas. Notaba el amargo sabor a hierro en la boca, cada nueva inspiración le abrasaba y sus brazos se iban moviendo más y más despacio en cada golpe.
Entonces se cayó y pensó que probablemente habría resbalado en la sangre de alguien. Desde el suelo vio que la barra de hierro saltaba de sus goznes. De algún modo la habitación pareció más clara, como si el amanecer hubiera llegado al fin. Huran emitió un grito ahogado cuando alguien pisoteó su mano extendida, rompiéndole algunos huesos, pero el dolor fue fugaz. Estaba muerto antes de que Tsubodai, acorralado, se girara hacia los hombres que entraban rugiendo en la habitación con la energía salvaje de una fiera liberada, deseosos de cumplir su misión.
La situación de «tablas» a la que se había llegado en las puertas se había convertido en el triunfo de Chagatai. El hijo de Gengis había disfrutado enormemente al ver las expresiones de sus tíos cuando Jelme trasladó todo un tumán hasta su lado. El tumán de Tolui, cuyos hombres bullían inquietos desde que sabían que su señor y su familia estaban atrapados en la ciudad y quizá ya muertos, le había imitado por el otro costado.
Uno a uno, todos los generales de la nación habían llevado sus hombres hasta las murallas de la ciudad, y los ejércitos se extendían inmensos en la oscuridad. Más de cien mil guerreros aguardaban, listos para luchar si era necesario pero, mientras sus comandantes se miraban fríamente entre sí, no latía en su pecho el ánimo encendido de la batalla.
El hijo de Jochi, Batu, se había puesto del lado de Kachiun y de Khasar. Apenas había cumplido los diecisiete años, pero sus mil hombres le siguieron sin vacilar y avanzó con la cabeza alta. Era un príncipe de la nación a pesar de su juventud y del destino de su padre. Ogedai se había ocupado de que así fuera, ascendiéndole como Gengis nunca habría hecho. Aun así, Batu había elegido alinearse contra el hombre más poderoso de las tribus. Kachiun envió a un corredor hasta él para agradecerle el gesto. En ausencia de Tsubodai, la mente de Kachiun estaba moviéndose más deprisa de lo que su apacible expresión dejaba traslucir. Se dijo que Jelme seguía siendo fiel a Ogedai, aunque Chagatai le había aceptado. No era una baza despreciable contar con aproximadamente un sexto del ejército del enemigo dispuesto a volverse contra él en un momento crucial. Sin embargo, los bandos estaban demasiado igualados. Kachiun tuvo una visión del ejército mongol luchando contra sí mismo hasta que solo quedaran cientos de hombres vivos, luego docenas y luego solo uno o dos. ¿Qué pasaría entonces con el gran sueño que Gengis les había entregado? Él, al menos, nunca habría tolerado ese desperdicio de vidas y energía… no entre los de su propio pueblo.
Los primeros rayos del amanecer aparecieron por el este, envolviendo la tierra en un tenue gris antes de que el sol se elevara sobre el horizonte. La luz se extendió sobre las huestes congregadas junto a Karakorum, iluminando los rostros de los generales y sus hombres, haciendo superfluas las antorchas. Ni siquiera entonces hubo ningún movimiento entre ellos y Chagatai siguió sentado en su caballo, charlando con sus vasallos, riéndose a carcajadas mientras se deleitaba en la llegada del nuevo día y todo lo que traería consigo.
Cuando la primera línea de oro surgió en el este, el lugarteniente de Chagatai le dio unas palmadas en la espalda y los hombres que le rodeaban lo vitorearon. Pronto, los tumanes que estaban a su lado los imitaron, mientras los que estaban con Khasar y Kachiun guardaban un sombrío y pensativo silencio. No hacía falta ser tan listo como Tsubodai para interpretar el placer de Chagatai. Kachiun observó con los ojos entornados cómo los hombres de Chagatai empezaban a desmontar para poder arrodillarse ante él como khan. Frunció la boca, sintiendo una furia creciente en su interior. Tenía que detenerlos, antes de que se contagiara como una ola por todos los tumanes y Chagatai fuera nombrado khan en una avalancha de juramentos, antes de que se supiera siquiera cuál había sido el destino de Ogedai.
Kachiun hizo avanzar a su montura, levantando una mano hacia sus hombres, que le hubieran seguido. Khasar también se adelantó, y ambos cabalgaron solos a través de las filas de hombres en dirección a Chagatai.
Su sobrino estaba preparado desde el primer paso que dieron hacia él, como lo había estado toda la noche. Chagatai desenfundó su espada en un gesto inconfundible de amenaza, pero siguió sonriendo mientras hacía señas a sus hombres para que los dejaran pasar. El sol naciente iluminó a los ejércitos de guerreros. Sus armaduras resplandecieron como un mar de peces de hierro, cubiertos de escamas, y peligrosos.
—Hoy es un nuevo día, Chagatai —dijo Kachiun—. Veré a tu hermano Ogedai ahora. Abre la ciudad.
Chagatai miró una vez más hacia el amanecer y asintió para sí.
—He cumplido con mi deber, tío. He protegido su ciudad de aquellos que podrían haber causado disturbios en el interior la víspera del juramento. Vamos, cabalga conmigo hacia el palacio de mi hermano. Tengo que asegurarme de que está a salvo. —Mientras pronunciaba las últimas palabras, su boca esbozó una ancha sonrisa y Kachiun tuvo que retirar la vista para no verla. Observó que las puertas empezaban a abrirse dejándoles vía franca hacia las calles vacías de Karakorum.
Tsubodai ya no era ningún muchacho, pero contaba con la protección de la armadura completa y había sido soldado durante más años de los que la mayoría de los atacantes había vivido. Cuando entraron, en un maremágnum de miembros y espadas, retrocedió como una flecha, alejándose seis pasos de la puerta. Sin previo aviso, giró y atacó, atravesando la garganta del hombre más próximo. Dos más reaccionaron bajando sus aceros en ristre y golpearon con furia su coraza, dejando marcas brillantes en el deslustrado metal. La mente de Tsubodai estaba perfectamente clara y se movía más deprisa que su cuerpo. Había esperado retirarse de inmediato, pero aquellos golpes precipitados le revelaron el cansancio y desesperación de sus rivales. Volvió a atacar, girando su acero para realizar el corte al retirar la espada y abrió un tajo en la frente de un hombre que quedó cegado por un chorro de sangre. Fue un error. Dos hombres agarraron el brazo derecho de Tsubodai. Otro empezó a propinarle patadas en las piernas hasta que estas fallaron y el general cayó con gran estrépito.
En el suelo, Tsubodai entró en un frenesí de violencia. Arremetió en todas direcciones, empleando su armadura como arma y moviéndose sin cesar para que golpearle fuera más difícil. Las placas metálicas de sus piernas abrieron una herida en el muslo de un hombre, al que oyó aullar mientras más y más guerreros entraban en la habitación, más de los que el lugar podía contener. Tsubodai se debatió con desesperación, sabiendo que le habían derrotado y que Ogedai había perdido. Chagatai sería khan. Percibió el sabor de su propia sangre al fondo de la garganta, tan amarga como su rabia.
En la barricada, Ogedai y Tolui esperaban hombro con hombro. Sorhatani apuntaba con el arco, incapaz de disparar mientras Tsubodai siguiera con vida. Cuando cayó, disparó dos flechas que pasaron entre su marido y su hermano. Sus brazos no eran en absoluto lo suficientemente fuertes para tensar el arco por completo, pero una de las flechas frenó la carrera de un hombre, mientras la otra rebotaba en el techo. Ogedai se puso delante de ella mientras se esforzaba por colocar la tercera con dedos temblorosos. La vista al otro lado de la barricada estaba bloqueada por un amasijo de manos y espadas y caras ensangrentadas. Al principio no entendió qué estaba pasando. Se estremeció al oír el rugido de un nuevo grupo de hombres entrando en la habitación exterior. Algunos de los que estaban luchando con Ogedai y Tolui se giraron distraídos por el ruido y, a continuación, algo tiró de ellos hacia atrás. Sorhatani vio la punta de una espada aparecer por la garganta del hombre que tenía ante sí, como si de su boca hubiera brotado una larga y sangrienta lengua. Cayó con una sacudida y, de pronto, su visión quedó despejada.
Ogedai y Tolui jadeaban como perros al sol. En la otra estancia, un grupo de hombres armados estaban eliminando a los atacantes con golpes rápidos y eficientes.
Jebe se erguía en el centro y, al principio, hizo caso omiso de los supervivientes, incluso de Ogedai. Había visto a Tsubodai tendido en el suelo y se había arrodillado a su lado mientras el general se esforzaba por ponerse de rodillas. Tsubodai sacudió la cabeza: aturdido y con un tajo profundo, pero vivo.
Jebe se puso en pie y saludó a Ogedai con su espada.
—Me complace verte bien, mi señor —dijo, sonriendo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —espetó Ogedai, todavía lleno de ira y miedo.
—Tus tíos me enviaron, señor, con cuarenta vasallos. Hemos tenido que matar a muchos hombres para llegar hasta ti.
Tolui, encantado, dio unas palmadas en la espalda de su hermano antes de dar media vuelta y abrazar a Sorhatani. Kublai y Mongke se dieron puñetazos en el hombro e iniciaron una pelea de broma que acabó con Kublai atrapado por la llave de cabeza de Mongke.
—¿Tsubodai? ¿General? —llamó Ogedai.
Observó cómo la mirada turbia de Tsubodai se iba aclarando. Un guerrero alargó la mano para ayudar al general a levantarse y Tsubodai la alejó con un golpe, irritado y todavía impresionado por la cercanía de la muerte a los pies de los atacantes. Cuando Tsubodai se puso en pie, Jebe se volvió hacia él, dándole un informe de la situación.
—La Lanza Rota cerró las puertas de la ciudad. Todos los tumanes están fuera, en las llanuras. Todavía es posible que estalle la guerra.
—Entonces, ¿cómo has entrado tú en mi ciudad? —exigió saber Ogedai. Buscó a Huran con la mirada y recordó con una punzada de dolor al hombre que había entregado su vida por él junto a la primera puerta.
—Escalamos las murallas, mi señor —dijo Jebe—. El general Kachiun nos lo ordenó antes de cabalgar hacia las puertas y tratar de abrirse paso a la fuerza. —Notó la mirada sorprendida de Ogedai y se encogió de hombros—. No son tan altas, mi señor.
Había luz en las habitaciones, notó de pronto Ogedai. El amanecer había llegado a Karakorum y el día prometía ser espléndido. Con un sobresalto, recordó que era el día de la ceremonia de juramento. Parpadeó, intentando poner sus pensamientos en algún tipo de orden, encontrar algún tipo de opción viable después de una noche así. El mero hecho de que tuviera un «después» era más de lo que había esperado en los últimos momentos. Se sentía aturdido, abrumado por acontecimientos que escapaban a su control.
En el pasillo, se oyeron unos pasos a la carrera. Un mensajero llegó a toda velocidad, frenando de repente con un patinazo, impresionado por los montones de carne muerta y la colección de espadas dirigidas hacia él. En la habitación flotaba un hediondo olor a tripas abiertas y orina, espeso y asfixiante en aquel espacio cerrado.
—Infórmanos —ordenó Jebe, reconociendo al explorador.
El joven controló sus nervios.
—Las puertas vuelven a estar abiertas, general. No he dejado de correr ni un instante, pero hay una fuerza armada de camino hacia aquí.
—Por supuesto que la hay —dijo la grave voz de Tsubodai sobresaltando a todos los presentes. Todos se volvieron hacia él y Ogedai sintió una oleada de alivio por tenerle allí—. Todos los que estaban anoche fuera de los muros entrarán aquí a ver quién sobrevive. —Entonces, se giró hacia Ogedai—. Mi señor, tenemos muy poco tiempo. Debes estar limpio y con ropas nuevas cuando te vean. Esta habitación debe ser sellada. Al menos por hoy.
Ogedai asintió agradecido y Tsubodai repartió con rapidez unas cuantas órdenes. Jebe fue el primero en salir, designando a seis guerreros como guardia del hombre que sería khan. Ogedai y Torogene fueron los siguientes, con Tolui y su familia pegados a ellos. Mientras recorrían con premura un largo pasillo, Ogedai vio que la mano de Tolui se posaba una y otra vez sobre su mujer y sus hijos mientras avanzaba, incapaz de creer todavía que todos siguieran con vida.
—Los niños, Ogedai —dijo Torogene.
La miró un instante y vio que su rostro estaba pálido y demacrado por la preocupación. Le rodeó los hombros con un brazo y ambos se consolaron mutuamente. Mirando por encima de la cabeza de su esposa, Ogedai se percató de que no había nadie entre ellos que conociera bien el palacio. ¿Dónde estaba su criado, Baras’aghur? Se dirigió a Jebe, el que estaba más cerca de él:
—General, debo saber si mi hijo Guyuk ha sobrevivido a esta noche. Y mis hijas. Haz que uno de tus hombres vaya a sus aposentos… que pregunten a un sirviente. Tráeme las noticias tan rápido como puedas. Y busca a mi canciller, Yao Shu… y a Baras’aghur. Que se pongan en marcha. Comprueba quién sigue aún con vida.
—Como desees, mi señor —dijo Jebe enseguida, con una inclinación de cabeza. Ogedai estaba tan agitado que parecía casi frenético, pero resultaba difícil interpretar su estado de ánimo. Era algo más que la excitación que viene después de la batalla, cuando la vida discurre con más fuerza por las venas.
Ogedai apretó la marcha, y su esposa y los guardias tuvieron que esforzarse para no quedarse atrás. En algún punto más adelante, oyó unos pasos que marchaban y se alejó del sonido desviándose como un rayo por otro corredor. Necesitaba ropa limpia y lavarse la sangre y la suciedad del cuerpo. Necesitaba tiempo para pensar.
A medida que se aproximaban al palacio de Ogedai, Kachiun fue palideciendo y le invadió una sensación de frío. Parecía haber cadáveres por todas partes, con charcos de sangre oscura manchando las pulidas alcantarillas. No todos exhibían las marcas de la guardia del tumán de Ogedai. Otros llevaban túnicas negras o armaduras frotadas con hollín, apagadas y grasientas a la luz del alba. La noche había sido sangrienta y Kachiun temía lo que iba a encontrarse en el propio palacio.
Chagatai cabalgaba con gesto despreocupado, meneando la cabeza ante tal destrucción hasta hacer que Khasar se planteara cortarle el cuello y borrar esa expresión de su cara. La presencia de tres de los vasallos de Chagatai impidió que su mano aferrara el puño de su espada. Los tres hombres no miraban a los muertos, sino que vigilaban atentamente a los dos hombres que montaban junto a su señor, el hombre que sería khan antes del final del día.
Las calles estaban en silencio. Si algún trabajador había salido de su hogar después de los estrépitos y gritos de la noche, la visión de tantos cadáveres le habría hecho regresar corriendo a su casa y atrancar todas las puertas. Los seis jinetes alcanzaron las escaleras que llevaban a las puertas del palacio. Había muertos despatarrados sobre el pálido mármol, su sangre haciendo dibujos junto a las vetas de la piedra.
Chagatai no desmontó, sino que instó a su poni a que subiera los escalones, chasqueando la lengua mientras el animal pisaba con precaución entre los cuerpos. La puerta principal que daba al primer patio estaba abierta y no había nadie que cuestionara su derecho a entrar. Los cuervos se llamaban entre sí y ya había halcones y buitres sobrevolando el lugar, atraídos por el aroma a muerte que flotaba en la brisa. Kachiun y Khasar se miraron mientras pasaban bajo la franja de sombra y entraban en el patio, sospechando lo peor. El árbol de plata relució en el amanecer, hermoso y sin vida.
Los generales sabían leer los signos de la muerte. No se había producido una batalla clara, en la que filas de hombres hubieran sido derribados a la vez, sino que había cadáveres desperdigados sin orden, matados por detrás o heridos por flechas que no llegaron a ver jamás. Casi podían sentir la sorpresa de los guerreros cuando unos hombres vestidos de sombras aparecieron y empezaron a matar, abriéndose paso entre ellos sin que nadie tuviera ocasión de organizar una defensa. En el silencio, cuando por fin desmontó, Chagatai estaba embelesado. Percibió el ánimo asustadizo de su poni, inquieto por el olor de la sangre y se preocupó de atar firmemente las riendas a un poste.
—Empiezo a temer por mi hermano —dijo Chagatai.
Khasar se puso tenso y uno de los vasallos alzó una mano hacia él, recordándole su presencia. El hombre sonreía de oreja a oreja, disfrutando del teatro de su señor.
—No temas nada —sentenció una voz, sobresaltándolos a todos.
Chagatai se giró como un rayo, sacando la espada de su funda con un solo movimiento. Sus vasallos le imitaron al instante, listos para repeler cualquier ataque.
Tsubodai los miraba desde debajo de un arco esculpido en piedra caliza. No llevaba armadura y la brisa matutina no había secado las manchas de sudor de su túnica de seda. Llevaba una tira de tela atada a su antebrazo izquierdo y Chagatai vio una sombra de sangre filtrándose por el jirón blanco. La cara de Tsubodai traslucía fatiga pero también fuerza y, cuando sus ojos se encontraron con los del responsable de la muerte y la destrucción que los rodeaba, su mirada era terrible.
Chagatai abrió la boca para exigir algún tipo de explicación, pero Tsubodai continuó.
—Mi señor Ogedai te está esperando en la sala de audiencias. Te da la bienvenida a su casa y garantiza tu seguridad. —Pronunció estas últimas palabras como si se le atragantaran en la garganta.
Chagatai retiró la vista de la ira que irradiaba el general. Sus hombros se hundieron durante un instante, al comprender que había sido derrotado. Lo había apostado todo a una sola noche. No alzó la vista cuando, por encima de sus cabezas, se oyó el ligero golpeteo de botas contra la piedra que anunciaba la llegada de los arqueros. Se mordió el labio inferior y asintió para sí. Aun en esas circunstancias, era el hijo de su padre. Se enderezó y envainó la espada con un cuidado ritual. Su rostro no mostró ni rastro de conmoción o decepción al sonreír con ironía a Tsubodai.
—Gracias a los espíritus ha sobrevivido —dijo Chagatai—. Llévame ante él, general.