Kachiun atravesó con su poni la extensión de hierba pisoteada que ocupaba el campamento, escuchando los sonidos de la nación a su alrededor. A pesar de que la noche estaba en calma, no cabalgaba solo. Treinta de sus vasallos le acompañaban, alerta ante la posibilidad de un ataque. Ya nadie se desplazaba solo en los campamentos, no con la luna nueva a punto de elevarse sobre ellos. En cada intersección de caminos chisporroteaban varias lámparas y antorchas alimentadas con grasa de cordero revelando a oscuros grupos de guerreros que alzaron la vista hacia él cuando pasó por su lado.
Le costaba creer que se hubiera llegado a ese nivel de desconfianza y tensión en los campamentos. Había sido abordado por los guardias hasta en tres puntos distintos mientras se dirigía a la tienda de Khasar. En la brisa nocturna, dos lámparas arrojaban temblorosas sombras amarillas a sus pies y, mientras Khasar salía de su ger y aparecía en lo alto del carro, Kachiun vislumbró unos cuantos arcos tendidos y apuntando hacia él.
—Tenemos que hablar, hermano —dijo.
Khasar se estiró, gruñendo.
—¿Esta noche?
—Sí, esta noche —repitió Kachiun con brusquedad.
No quería decir nada más con tantos oídos atentos en las proximidades. Por una vez, Khasar captó su estado de ánimo y asintió sin discutir. Kachiun observó a su hermano, que emitió un suave silbido. Varios hombres provistos de armadura completa brotaron de la oscuridad con la mano en la empuñadura de la espada. Pasaron junto a Kachiun ignorándole y se aproximaron a su general, reuniéndose junto a sus pies y levantando la vista hacia él en espera de órdenes.
Khasar se acuclilló y les habló en murmullos.
Kachiun dominó su impaciencia hasta que los hombres hicieron una breve inclinación de cabeza y se retiraron. Uno de ellos regresó con la actual montura de Khasar, un macho castrado de color casi negro que relinchó y coceó mientras le ensillaban.
—Trae a tus vasallos, hermano —le ordenó Kachiun.
Khasar escudriñó su rostro en la tenue luz y vio la tensión de su expresión. Se encogió de hombros y llamó con un gesto a los oficiales, que no estaban lejos. Otros cuarenta guerreros llegaron al trote a su lado, despiertos hacía tiempo al notar la presencia de hombres armados cerca de su amo. Al parecer, incluso Khasar había decidido no arriesgarse en las noches previas a la esperada luna nueva.
Todavía quedaban varias horas para que amaneciera, pero con el campamento en ese estado, el movimiento de tantos hombres fue despertando a todos por donde pasaron. A su alrededor empezaron a oírse voces y, en algún lugar, un niño se echó a llorar. Con expresión adusta y sin hablar, Kachiun llevó a su montura al trote y junto a su hermano pusieron rumbo a Karakorum.
Esa noche las antorchas envolvían las puertas en una tenue luz dorada. Los muros no eran más que pálidas sombras grises en la oscuridad, pero la puerta occidental, de hierro y roble, relucía claramente cerrada. Khasar frunció el ceño, echándose hacia delante en la silla y entrecerrando los ojos para ver mejor.
—Nunca la había visto cerrada —dijo por encima de su hombro. Y, sin pensar, hincó los talones en su caballo y aceleró el paso. Los guerreros que cabalgaban a su alrededor le imitaron con tanta fluidez que podría haber sido una maniobra en el campo de batalla. Los ruidos y las voces del campamento fueron acallados por el estruendo de los cascos, el resollar de los caballos, el tintineo del metal y los arreos. La puerta occidental de Karakorum fue creciendo ante ellos. Khasar distinguió delante de ella varias filas de hombres mirando hacia fuera, como si le desafiaran.
—Esto es por lo que te he despertado —explicó Kachiun.
Ambos hombres eran los hermanos del gran khan, los tíos del siguiente. Eran generales de autoridad probada, todos y cada uno de los guerreros que luchaban por la nación conocían sus nombres. Cuando alcanzaron la puerta, una especie de sacudida fue recorriendo la fila de hombres apostados hasta perderse en la oscuridad. Los vasallos se detuvieron en torno a sus amos, con la mano en el puño de la espada. A ambos lados, los hombres estaban tan tensos como las cuerdas de sus arcos. Kachiun y Khasar intercambiaron una breve mirada, luego desmontaron.
Hacía mucho que el ir y venir a través de la puerta había eliminado la hierba y el terreno estaba lleno de polvo. Ambos hermanos sintieron la hosca mirada de los hombres que tenían delante. Ninguno llevaba marcas de rango, ni banderas o estandartes que los identificaran. Para Kachiun y Khasar, fue como encontrarse con los jinetes de las tribus de su juventud, que vivían de las razias, sin ninguna alianza con la nación.
—Me conocéis —rugió Khasar de repente por encima de sus cabezas—. ¿Quién se atreve a interponerse en mi camino?
Los hombres más próximos a él dieron un respingo ante una voz que podía atravesar un campo de batalla, pero no respondieron ni se movieron.
—No veo ningún distintivo de tumán o minghaan alguno en vuestras filas. No veo banderas, sino solo despreciables vagabundos sin amo. —Hizo una pausa y los fulminó con la mirada—. Soy el general Khasar Borjigin, de los Lobos, de la nación del gran khan. Esta noche responderéis ante mí.
Algunos hombres se removieron nerviosos bajo la luz de las antorchas, pero no retrocedieron bajo su mirada. Khasar calculó que los hombres que habían sido enviados a defender la entrada eran más de trescientos y sin duda un contingente igual guardaba los otros cuatro muros que circundaban Karakorum. Los vasallos que gruñían a sus espaldas estaban en inferioridad numérica, pero eran los mejores espadachines y arqueros que Kachiun y él podían pedir. Una sola palabra de cualquiera de los dos hermanos bastaría para que se lanzaran al ataque.
Khasar miró a Kachiun una vez más, controlando su cólera ante la muda insolencia de los guerreros que les cerraban el paso. Su mano se posó en la empuñadura de su espada en un gesto inconfundible. Kachiun sostuvo su mirada un instante y, en ambos bandos, los guerreros se pusieron tensos, preparándose para el derramamiento de sangre. Con un movimiento casi imperceptible, Kachiun meneó la cabeza a izquierda y derecha. Khasar arrugó el ceño, enseñando los dientes durante un momento con expresión frustrada. Se echó hacia delante y, echándole el aliento a la cara al guerrero más próximo de la barrera, dijo:
—No sois más que vagabundos sin tribu ni marcas de rango o de sangre —bramó Khasar—. No abandonéis vuestros puestos cuando me vaya porque volveré y entraré en la ciudad cabalgando sobre vuestros cadáveres.
El sudor cubrió la cara del soldado, que parpadeó mientras soportaba la ronca voz de Khasar pegada a su oreja.
El general se incorporó y Kachiun y él se alejaron del foco de luz y su promesa de muerte. En cuanto dejaron atrás la puerta, Kachiun arrimó su montura a su hermano y le dio unas palmadas en el hombro.
—Tiene que ser la Lanza Rota. Ogedai está en la ciudad y hay alguien que no quiere que vengamos en su ayuda esta noche.
Khasar asintió, notando todavía el fuerte batir de su corazón. Hacía muchos años que no había visto una muestra de rebelión así entre los guerreros de su pueblo. Estaba furioso, rojo de ira.
—Mis diez mil responderán al insulto —respondió con brusquedad—. ¿Dónde está Tsubodai?
—No le he visto desde que salió para ver a Ogedai esta mañana —contestó Kachiun.
—Tú eres el oficial de más rango. Envía unos corredores a su tumán y al de Jebe. Con ellos o sin ellos, voy a entrar en esa ciudad, Kachiun.
Los hermanos y sus vasallos se separaron, tomando distintos caminos para regresar con cuarenta mil hombres a las puertas de Karakorum.
Durante un tiempo, los sonidos al otro lado de la puerta disminuyeron hasta casi desaparecer. Con cuidado de no hacer ruido, Tsubodai y Tolui levantaron en vilo un pesado sofá, gruñendo por el esfuerzo. Fue necesaria la fuerza de ambos hombres para empujarlo hasta la entrada.
—¿Hay alguna otra forma de entrar aquí? —murmuró Tsubodai.
Ogedai negó con la cabeza y luego vaciló.
—En mi alcoba hay ventanas, pero dan a un simple muro.
Tsubodai maldijo entre dientes. La primera regla de una batalla era elegir el terreno. La segunda era conocerlo. Ambas ventajas le habían sido arrebatadas. Recorrió con la vista al sombrío grupo que le rodeaba, juzgando su estado de ánimo. Mongke y Kublai tenían los ojos abiertos como platos y estaban encantados de participar en una aventura. Ninguno de ellos era consciente del peligro que corrían. Sorhatani le sostuvo firmemente la mirada. Bajo esa mirada silenciosa, Tsubodai se sacó un largo cuchillo de la bota y se lo puso en las manos.
—Un muro no los detendrá esta noche —le dijo a Ogedai, apoyando el oído contra la puerta.
Guardaron silencio mientras se esforzaba en oír algo y, de repente, dieron un respingo ante un estrépito que hizo que Tsubodai diera un salto hacia atrás. Un fino hilo de polvo de escayola cayó del techo y, al verlo, el rostro de Ogedai se crispó.
—Ese pasillo es estrecho —musitó, casi para sí mismo—. No tienen espacio suficiente para tomar carrera.
—Eso está bien. ¿Hay algún arma aquí? —preguntó Tsubodai.
Ogedai asintió. Era el hijo de su padre.
—Te las enseñaré —le dijo, haciéndole señas para que le siguiera.
Tsubodai se volvió hacia Huran y vio que se había situado junto a la puerta, dispuesto a la lucha. Se oyó otro golpe y, en el exterior, resonaron unas voces airadas.
—Encended una lámpara —ordenó Tsubodai—. No tenemos por qué estar a oscuras.
Sorhatani se hizo cargo de la tarea mientras Tsubodai se dirigía a grandes zancadas hacia las habitaciones interiores. Saludó con una reverencia formal a la esposa de Ogedai, Torogene, que había perdido su aspecto soñoliento y se estaba mesando los cabellos con agua de la palangana que empleaban para lavarse por las mañanas.
Tsubodai constató complacido que ni ella ni Sorhatani se habían dejado llevar por el pánico.
—Por aquí —dijo Ogedai unos pasos por delante de él.
Tsubodai entró en la alcoba y asintió con gesto apreciativo. A la luz de una pequeña lámpara que había quedado encendida, vio la espada con cabeza de lobo de Gengis colgada de la pared sobre la cama. En la pared de enfrente, relucía un arco en el que cada capa de cuerno, tendón animal y madera de abedul había sido pulido hasta proporcionarle un color brillante e intenso.
—¿Tienes flechas para el arco? —inquirió Tsubodai, abriendo con los pulgares los ganchos que lo sujetaban y sopesándolo. Ogedai sonrió ante la obvia satisfacción del general.
—No es un elemento decorativo, general. Por supuesto que tengo flechas —respondió. Extrajo de un arcón un carcaj de treinta flechas, cada una de las cuales era la obra maestra de un experto artesano y todavía estaba cubierta por una reluciente capa de aceite. Se lo lanzó a Tsubodai.
Afuera, el estruendo continuó. Fuera quien fuera, había mandado traer martillos para la tarea y ahora incluso el suelo temblaba con cada golpe. Tsubodai cruzó la habitación en dirección a las altas ventanas abiertas en el muro exterior. Como las de la habitación que daba hacia fuera, tenían rejas de hierro. De forma espontánea, Tsubodai se puso a pensar cómo entraría él, si estuviera atacando las estancias. Aunque eran bastante sólidas, no habían sido diseñadas para resistir a un enemigo con determinación. Se suponía que ese enemigo nunca se acercaría lo suficiente, ni tendría tiempo para destrozar las rejas a martillazos antes de que los guardias de Ogedai lo redujeran a pedazos.
—Cubre la lámpara un momento —indicó Tsubodai—. No quiero ser visible para un arquero apostado fuera. —Arrastró un arcón de madera hasta la ventana y se acuclilló sobre él, luego se puso en pie de repente, para agacharse tan rápido como se había levantado.
—No hay nadie a la vista, señor, pero el muro que da al patio de ahí abajo tiene apenas la altura de dos hombres. Vendrán por aquí, si lo descubren.
—Pero antes intentarán entrar por la puerta —dijo Ogedai, en tono sombrío.
Tsubodai asintió.
—Tal vez puedas decirle a tu esposa que se quede aquí y que nos avise si oye algo. —Tsubodai estaba intentando deferir a la autoridad de Ogedai, pero su impaciencia brotaba con cada nuevo golpe del pasillo.
—Muy bien, general.
Ogedai vaciló: el miedo y la ira se mezclaban y crecían en su interior. No había construido su ciudad para tener que morir rogando a gritos por su vida. Había vivido con la muerte durante tanto tiempo que fue casi un shock sentir un deseo tan poderoso de vivir, de vengarse. No se atrevió a preguntarle a Tsubodai si podrían defender las habitaciones. Podía leer la respuesta en sus ojos.
—Es extraño que estés presente en la muerte de otro de los hijos de Gengis, ¿no crees? —dijo.
Tsubodai se puso rígido. Se volvió y Ogedai vio que no había ni sombra de debilidad en su negra mirada.
—Mis pecados han sido muchos, señor —contestó Tsubodai—. Pero este no es el momento de hablar de antiguos crímenes. Si sobrevivimos, podrás preguntarme lo que necesites saber.
Ogedai empezó a responder, lleno de resentimiento, pero un nuevo sonido hizo que ambos se giraran como un rayo y echaran a correr. Una de las bisagras de hierro había cedido y la madera de la puerta se había astillado: se abrió un panel. La luz de la habitación se filtró hacia la oscuridad del corredor, iluminando unos rostros sudorosos. En la puerta, Huran los atravesó con su hoja, y al menos uno de ellos cayó con un grito de dolor.
Las estrellas habían completado parte de su recorrido celeste cuando Khasar enardeció a su tumán. Cabalgó hasta la cabeza vestido con armadura completa, manteniendo la espada desenvainada apuntando hacia abajo junto a su muslo derecho. A sus espaldas, en formación, había diez grupos de mil hombres, cada uno de ellos con su respectivo oficial minghaan. Cada millar contaba con sus jaguns de cien hombres, liderados por oficiales que portaban una placa de plata. Incluso ellos tenían su estructura: diez grupos de diez con equipamiento para levantar una ger y comida y herramientas para sobrevivir y luchar. Gengis y Tsubodai habían creado el sistema, y Khasar no pensó en él ni un instante cuando dio una sola orden a su quiriltai, su intendente. El tumán de diez mil había formado en la llanura: los hombres salieron corriendo hacia sus caballos en lo que parecía un gran caos antes de que las filas se unieran y estuvieran listos. Frente a ellos estaba Karakorum.
Los escoltas de Khasar informaron de que había otros tumanes en marcha a su alrededor. Nadie de la nación dormía ahora. Todos, incluso el niño más pequeño, sabían que esa era la tan temida noche de la crisis.
Khasar ordenó a sus tambores que tocaran un ritmo de guerra: docenas de muchachos desarmados montados en camellos cuya sola tarea era inspirar temor en el enemigo con el estrépito ensordecedor de sus naccara. Oyó cómo les respondían adelante y a la izquierda, a medida que otros tumanes empezaron a hacer resonar su propia advertencia y desafío. Khasar tragó saliva, buscando a los hombres de Kachiun frente a él. Tenía la sensación de que los acontecimientos estaban escapando a su control, pero no había alternativa. Su camino había quedado marcado cuando los hombres de la puerta habían osado ignorar la orden de un general de la nación. Sabía que eran hombres de Chagatai, pero el arrogante príncipe les había enviado a cumplir su misión sin los distintivos de su unidad, como mercenarios en la noche. Khasar no podía pasar por alto una amenaza así a su autoridad: a todos los niveles de autoridad que representaba, incluido el tamborcillo más joven que se balanceaba sobre la joroba de una bestia sudorosa. No se atrevió a pensar en su sobrino Ogedai atrapado en su propia ciudad. Solo podía reaccionar y abrirse paso a la fuerza, confiando en que todavía hubiera alguien con vida a quien salvar.
Kachiun se unió a él, con el tumán de Jebe, los Pieles de Oso, y los diez mil de Tsubodai. Khasar respiró aliviado al ver sus estandartes desplegándose en la oscuridad: un océano de caballos y banderas. Los guerreros de Tsubodai sabían que su general estaba en la ciudad. No habían cuestionado la autoridad de Kachiun para comandarles en su lugar.
Como una montaña que se desmorona con lentitud, la vasta formación de cuatro tumanes se aproximó a la entrada occidental de Karakorum. Khasar y Kachiun avanzaron con sus monturas, ocultando su impaciencia. No había necesidad de que se produjera un derramamiento de sangre, a pesar de todo.
Los hombres de la puerta permanecieron quietos, con las armas enfundadas. Fueran cuales fueran sus órdenes, sabían que desenvainar una espada equivalía a dar la venia a la destrucción instantánea. Ningún hombre quería ser el primero.
La escena se mantuvo inmóvil, alterada solo por el resoplar de los caballos y el ondear de las banderas. Entonces, de la oscuridad surgió un nuevo grupo de hombres: los portaestandartes iluminaban su avance con llameantes antorchas, de modo que, en un instante, todos los presentes supieron que Chagatai había llegado.
Kachiun podría haber ordenado a Khasar que bloqueara al hijo de Gengis y haber avanzado con sus propios tumanes para obtener acceso a la ciudad. Sintió que el peso de la decisión descansaba sobre él y el tiempo pasó lentamente mientras su pulso se aceleraba. No era un hombre propenso a las vacilaciones, pero no estaba en guerra. Ese no era el desierto de Corasmia o las murallas de una ciudad Chin. Dejó que el momento pasara y, al instante, trató de aferrarlo desesperadamente, y estuvo a punto de abalanzarse y perder la vida cuando ya era demasiado tarde.
Chagatai cabalgaba como un khan, con sus vasallos rodeándole en formación de cuadrado. Algunos de los hombres de la puerta cayeron al suelo despatarrados, empujados por los caballos, pero Chagatai no se volvió. Su mirada estaba clavada con firmeza en los dos generales de más edad, los hermanos de su padre, los únicos hombres que importaban en el campamento esa noche. Él y su caballo estaban protegidos por sendas corazas y el aire era lo suficientemente frío para que Kachiun viera las nubes de vaho brotando tanto del hombre como del animal. Chagatai llevaba un casco de hierro adornado con un penacho de crin de caballo que se agitaba en el aire mientras avanzaba. Ya no era el muchacho que habían conocido y ambos hombres se pusieron tensos bajo su fija mirada.
Khasar dejó salir un sonido sibilante entre los dientes, comunicándole así a su hermano la ira que le embargaba. Sabían que Chagatai estaba allí para impedirles entrar en Karakorum. Todavía no estaban seguros de hasta dónde estaba dispuesto a llegar para mantenerlos fuera de la ciudad.
—Es tarde para salir a entrenar a tus hombres, Chagatai —exclamó Khasar, con voz potente.
Los separaban menos de cincuenta pasos, la distancia más pequeña a la que le habían permitido estar de él en un mes. Khasar sintió unos ardientes deseos de coger su arco, aunque lo más probable era que la armadura salvara la vida de su blanco y el resultado fuera un derramamiento de sangre a una escala nunca vista desde la destrucción de los Xi Xia. El príncipe se encogió de hombros desde lo alto de su caballo, sonriendo con fría confianza.
—No estoy entrenando, tío. Me he presentado aquí para ver quién amenaza la paz del campamento en la oscuridad y descubro que se trata de mis propios tíos, que están desplazando ejércitos enteros durante la noche. ¿Cómo debo entender eso, eh? —Se echó a reír y, a su alrededor, los hombres sonrieron enseñando los dientes, pero sin que sus manos se alejaran ni por un momento de los arcos, espadas y lanzas de los que iban bien provistos.
—Ten cuidado, Chagatai —dijo Khasar.
La expresión del príncipe se endureció al oír sus palabras.
—No, tío. No tendré cuidado mientras haya ejércitos atravesando mis tierras. Vuelve a tu ger, a tus esposas y a tus hijos. Diles a tus hombres que regresen a las suyas. No tienes nada que hacer aquí esta noche.
Khasar tomó aire para rugir una orden y Kachiun gritó antes de que mandara atacar a los tumanes.
—¡No tienes autoridad sobre nosotros, Chagatai! Tus hombres están en inferioridad numérica, pero no es necesario que se derrame sangre. Entraremos en la ciudad esta noche, ¡ahora! Hazte a un lado y no habrá enfrentamiento entre nosotros.
El caballo de Chagatai percibió la exaltación de las emociones de su jinete y este tuvo que hacerle dar una vuelta sobre sí mismo para mantenerse en posición, cortándole la boca con las riendas. Los hermanos leyeron el triunfo en su cara y, en su fuero interno, perdieron las esperanzas de que Ogedai consiguiera salir con vida de la ciudad.
—Me juzgas mal, tío —gritó Chagatai, asegurándose de que le oyera el mayor número de oídos posible—. ¡Sois vosotros los que estáis intentando entrar a la fuerza en Karakorum! Por lo que yo sé, estáis planeando perpetrar un sangriento asesinato en la ciudad, dar un golpe de Estado, con la cabeza de mi hermano como premio. He venido hasta aquí para impediros la entrada, para mantener la paz. —Adoptó un aire despectivo ante sus rostros sorprendidos y aguardó con expresión salvaje a que empezaran a volar las flechas.
Kachiun oyó movimiento a su derecha y se giró bruscamente en la silla para ver que amplias filas de hombres se ponían en posición a su alrededor, con los oficiales iluminados por antorchas. No podía calcular las cifras bajo la luz de las estrellas, pero se le cayó el alma a los pies al ver los estandartes de los hombres leales a Chagatai. Ambos bandos se fulminaron con la mirada, aproximadamente iguales, pero Chagatai había hecho suficiente con sus palabras y lo sabía. Kachiun y Khasar no podían iniciar una guerra civil a la sombra de los muros de Karakorum. Kachiun miró hacia el este buscando los primeros signos del alba, pero el cielo estaba negro y Ogedai estaba solo.