III

Desde la parte inferior, en sombra, Ogedai observaba cómo la rampa ascendía hacia la luz y el aire. El gran óvalo estaba por fin terminado. Un intenso olor a madera, pintura y barniz inundaba el aire a su alrededor e imaginó sin esfuerzo a los atletas de su pueblo saliendo por la rampa bajo los estruendosos vítores de treinta mil hombres y mujeres. Ogedai lo visionó todo en su mente y se dio cuenta de que se encontraba mejor de lo que se había sentido durante días. El sanador Chin había hablado mucho de los peligros del polvo de digital, pero Ogedai solo sabía que aliviaba el dolor constante de su pecho. Dos días antes, un dolor agudo le había postrado de hinojos en sus apartamentos privados. Su rostro se crispó al recordar la presión que había sentido, la sensación de estar atrapado en un lugar pequeño, incapaz de meter aire en los pulmones. Una pizca de ese polvo oscuro mezclado con vino tinto le había producido un gran alivio, como si hubieran cortado las cuerdas invisibles que le oprimían el pecho. La muerte caminaba a su lado, no tenía ninguna duda, pero todavía se encontraba a dos pasos por detrás de él.

Los albañiles estaban abandonando el gran estadio a millares, aunque Ogedai apenas miraba el río de caras exhaustas que pasaba por su lado. Sabía que habían trabajado toda la noche para satisfacer sus deseos, y eso era exactamente lo que esperaba de ellos. Se preguntó cómo se habrían sentido cuando el emperador de los Chin se arrodilló ante su padre. Si Gengis hubiera sido obligado a humillarse de ese modo, Ogedai dudaba de que hubiera estado tan calmado, tan resignado. Gengis le había dicho que los Chin no tenían concepto de nación. La élite gobernante hablaba de imperios y emperadores, pero los campesinos no podían alzar la cabeza lo suficiente como para ver tan lejos y, en vez de eso, se movían por lealtades menores a las ciudades y a los hombres locales. Ogedai asintió para sí. No hacía tanto tiempo que las tribus de su pueblo habían hecho lo mismo. Su padre los había conducido a una nueva era y muchos de ellos todavía no comprendían la amplitud de su visión.

La mayoría de los que pasaban junto a él miraban fijamente al suelo, temerosos de atraer su atención. El corazón de Ogedai empezó a latir más deprisa al notar una reacción diferente en algunos de los que se aproximaban. Sintió la necesidad de salir a la luz desde las sombras y tuvo que contener su urgente impulso. El pecho empezó a dolerle, pero no le invadió la terrible fatiga que solía acosarle por mucho que durmiera. No, sus sentidos estaban muy despiertos. Podía oler y oír todo a su alrededor, desde la comida aderezada con ajo de los trabajadores hasta sus voces en susurros.

El mundo pareció tensarse y luego estallar, dejándole casi aturdido. Frente a él, algunos hombres clavaban en él la mirada para luego desviarla deliberadamente, y esa reacción los identificaba como una bandera izada. Ogedai no distinguió ninguna señal, pero casi como un solo hombre sacaron un puñal de debajo de su ropa: hojas cortas, del tipo de las que los carpinteros utilizaban para recortar maderos. La multitud empezó a arremolinarse a medida que más y más gente se iba dando cuenta de lo que estaba pasando. Se oyeron varios gritos ásperos, pero Ogedai permaneció muy quieto en el centro de la creciente tormenta. No despegó la mirada de los ojos de los atacantes más próximos mientras se abría paso a empujones entre los demás con la espada en ristre. Ogedai vio al hombre aproximarse. Lentamente, extendió los brazos, y luego los abrió aún más, de modo que la muchedumbre, en su huida, golpeaba sus manos extendidas. El atacante gritó algo, un sonido salvaje que se perdió en el clamor. Cuando el hombre recibió un golpe desde un costado, Ogedai enseñó los dientes y vio cómo su cuerpo se desmoronaba ante el guardia con coraza que le había herido.

Mientras su guardia arrollaba y mataba a los hombres reunidos en aquel sombrío túnel, Ogedai bajó las manos poco a poco y observó la escena con frialdad. Dejaron a dos de ellos con vida, como había ordenado, tras golpearles con la empuñadura de la espada hasta convertir sus rostros en máscaras tumefactas. Los demás fueron sacrificados como cabras.

En un abrir y cerrar de ojos, su primer oficial estaba ante él, con el pecho palpitante y la pálida cara salpicada de inmundicia.

—Señor, ¿estás bien? —preguntó, la viva imagen de la confusión.

Ogedai retiró la vista de los soldados que seguían machacando la carne muerta de aquellos hombres que se habían atrevido a atacar a su amo.

—¿Por qué no habría de estarlo, Huran? No me han herido. Has cumplido con tu trabajo.

Huran inclinó la cabeza y estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, pero no pudo hacerlo.

—Mi señor, esto no era necesario. Llevamos siguiendo a estos hombres dos días. Yo mismo he registrado su alojamiento y no ha habido un solo instante en que no los tuviera vigilados mientras estaban en Karakorum. Podríamos haberlos eliminado sin que hubieras corrido ningún tipo de riesgo.

Era evidente que estaba haciendo un esfuerzo para encontrar las palabras apropiadas, pero hacía mucho que Ogedai no se sentía tan ligero y tan fuerte. Cuando respondió, lo hizo con afabilidad.

—Di lo que tengas que decir, Huran. No me ofenderás. —Le había liberado de la necesidad de medir sus palabras y enseguida notó cómo la tensión y la rigidez desaparecían.

—Vivo, trabajo, para protegerte, señor —dijo Huran—. El día que mueras, yo moriré, lo he jurado. Pero no puedo protegerte si estás… si estás enamorado de la muerte, señor, si deseas morir… —Bajo la fría mirada de Ogedai, Huran pronunció las últimas palabras como un balbuceo y se quedó en silencio.

—Olvida tus temores, Huran. Me has servido desde que era un niño. Entonces me arriesgaba, ¿no? Como cualquier otro chico que cree que vivirá para siempre…

Huran asintió.

—Sí, pero entonces no habrías abierto los brazos de par en par con un asesino corriendo hacia ti. Lo vi, señor, pero no pude comprenderlo.

Ogedai sonrió, como si instruyera a un niño. Puede que fuera por su proximidad a la eternidad en aquellos momentos, pero se sentía casi exaltado.

—No quiero morir, te lo prometo, Huran. Pero no tengo miedo a la muerte, en absoluto. Abrí los brazos porque, en ese momento, no me importaba si moría o no. ¿Puedes entenderlo?

—No, señor —contestó Huran.

Ogedai suspiró, arrugando la nariz al percibir el olor a sangre y excrementos del túnel.

—Flota un olor hediondo en este aire —dijo—. Sal conmigo.

Caminó junto a los montones de cadáveres. Muchos, simples obreros que intentaban salir de la oscuridad, habían muerto por accidente en la refriega. Pensó que ordenaría que enviaran dinero a las familias.

Huran se mantuvo a su lado mientras la luz iba intensificándose y la mirada de Ogedai recorría el estadio concluido. Su humor mejoró aún más al ver los asientos en gradas, miles y miles de bancos que se perdían en la distancia. Tras el derramamiento de sangre de la entrada, se había vaciado a una velocidad pasmosa, y Ogedai pudo oír el trino de un ave a lo lejos, claro y melodioso. Se sintió tentado de dar un grito a través de aquel enorme espacio para ver si el eco le devolvía su voz. Treinta mil miembros de su pueblo podrían sentarse y ver carreras y luchas y tiro con arco. Sería glorioso.

Notó que le picaba la cara en un punto y se rascó: alzó ante sus ojos un dedo enrojecido. Era la sangre de otro.

—Aquí, Huran, en este sitio, me convertiré en khan. Aceptaré el juramento de mi pueblo.

Huran asintió con rígida formalidad y Ogedai le sonrió, sabiendo que su lealtad era absoluta. Sin embargo, no mencionó que su corazón estaba afectado por una debilidad que podía matarle en cualquier momento. Ni tampoco le contó a Huran que todas las mañanas se despertaba aliviado al comprobar que había sobrevivido a la noche para ver un nuevo amanecer, ni que se mantenía despierto cada vez más tarde por las noches temiendo que aquel día fuera el último. El vino y el polvo de digital le habían proporcionado alivio, pero sabía que cada día, cada aliento que inspiraba, era una bendición. ¿Cómo podía temer a un asesino cuando la sombra de la muerte se cernía perpetuamente sobre él? Era divertido y se rio entre dientes hasta que volvió a sentir el dolor en el pecho. Consideró ponerse un pellizco de polvo bajo la lengua. Huran no se atrevería a preguntarle nada al respecto.

—Quedan tres días hasta la luna nueva, Huran. Me has mantenido vivo hasta ahora, ¿no? ¿Cuántos ataques has frustrado?

—Siete, señor —dijo Huran en voz baja.

Ogedai le miró de repente.

—Solo sé de cinco, incluyendo el de hoy. ¿De dónde te salen a ti siete?

—El hombre que había apostado en las cocinas evitó un envenenamiento esta mañana, señor, y he hecho que mataran a tres guerreros de tu hermano en una reyerta.

—¿No estabas seguro de que estuvieran aquí para matarme?

—No, señor, no estaba seguro —admitió Huran. Había dejado a uno de ellos vivo y había estado intentando hacerle confesar durante parte de la mañana, pero no había obtenido nada más que gritos e insultos a cambio de sus desvelos.

—Te has precipitado, Huran —dijo Ogedai, pero sin arrepentimiento en la voz—. Hemos tomado medidas para prever ese tipo de ataques. Alguien prueba mi comida antes que yo, mis criados son elegidos uno por uno. Mi ciudad está sitiada por un enorme número de espías y guerreros que fingen ser simples pintores y carpinteros. Sin embargo, he abierto Karakorum y la gente sigue entrando en masa. Hay tres señores Chin en mi propio palacio y dos monjes cristianos que han hecho un voto de pobreza, así que duermen entre la paja de mis establos reales. La ceremonia de juramento será… un momento interesante, Huran. —Suspiró al ver la adusta preocupación del soldado—. Si todo lo que hemos hecho no es suficiente, entonces quizá mi destino no sea sobrevivir. Al padre cielo le gusta jugar, Huran. Quizá me pierdas, pese a todos tus esfuerzos.

—No mientras yo viva, señor. Te llamaré khan.

Huran habló con tanta seguridad que Ogedai sonrió y le palmeó el hombro.

—Entonces escóltame de vuelta al palacio. Tengo que retornar a mis deberes después de esta pequeña distracción. Creo que he hecho esperar demasiado tiempo a Orlok Tsubodai.

Tsubodai había dejado su armadura en una de las habitaciones que le habían asignado en el palacio. Todos los guerreros de las tribus sabían que, en una ocasión, Gengis se había acercado sin armas a un enemigo y, a continuación, había utilizado una de las escamas metálicas para degollarle. En vez de la coraza, Tsubodai vestía una ligera túnica sobre unos leotardos y se había calzado unas sandalias. Habían dejado las prendas dispuestas para él en su estancia, limpias y nuevas, confeccionadas con los mejores materiales. ¡Qué lujo había en esas habitaciones! Ogedai había tomado algo prestado de cada una de las culturas que habían conocido durante sus conquistas. A Tsubodai aquel lujo le hacía sentirse incómodo, aunque no habría sabido explicar el motivo de su incomodidad. Peores eran la prisa y el ajetreo que reinaba en los pasillos del palacio, atestados de personas que se dirigían abstraídas a cumplir con recados o trabajos que no comprendía. No se había dado cuenta de que la ceremonia del juramento implicaría a tantos. Había guardias en cada esquina y alcoba, pero, ante tantos rostros desconocidos, Tsubodai no podía deshacerse ni por un momento de la sensación de que debía estar alerta. Prefería los espacios abiertos.

La mitad del día había transcurrido cuando agarró por el brazo a un criado que pasaba corriendo por su lado, haciéndole lanzar un grito de sorpresa. Al parecer, a Ogedai le había retenido un asunto en la ciudad, pero sabía que Tsubodai estaba esperando.

Tsubodai no podía marcharse sin ofender al hijo de Gengis, así que entró en una silenciosa sala de audiencias y continuó aguardando, luchando contra su creciente impaciencia, más difícil de disimular a medida que pasaban las horas.

La estancia estaba vacía, aunque Tsubodai sintió que varios ojos sigilosos le vigilaban cuando caminó hacia la ventana y contempló la nueva ciudad y, más allá, los tumanes situados en las estepas. El sol se estaba poniendo y dibujaba largas líneas de oro y sombra en el terreno y las calles que se extendían a los pies del palacio. Ogedai había elegido bien la ubicación de la ciudad, con las montañas al sur y un ancho y caudaloso río a poca distancia. Tsubodai había cabalgado a lo largo del canal que Ogedai había construido para llevar el agua a la ciudad. Era asombroso, hasta que pensabas que un millón de personas habían trabajado allí durante casi dos años. Todo era posible si poseías suficiente oro y plata. Tsubodai se preguntó si Ogedai sobreviviría para disfrutarlo.

Había perdido la noción del tiempo cuando oyó voces que se aproximaban. Tsubodai observó con atención cómo los guardias de Ogedai entraban y tomaban posiciones. Notó sus miradas registrándole y después fijándose en él tras identificarle como la única amenaza posible de la sala. Ogedai llegó el último, con la cara más hinchada y pálida de lo que Tsubodai recordaba. Era difícil no recordar a Gengis en aquellos ojos ambarinos y Tsubodai se inclinó en una profunda reverencia ante él.

Ogedai le imitó y, a continuación, tomó asiento en un banco de madera junto a la ventana. La dorada madera estaba pulida y dejó que sus manos se deleitaran con su suave tacto mientras dirigía su mirada hacia fuera, hacia Karakorum. Cerró un instante los ojos cuando el sol poniente lanzó un último rayo de oro hacia la elevada estancia.

No sentía ningún afecto por Tsubodai, por mucho que lo necesitara. Si el general hubiera rechazado la más brutal orden de Gengis, su hermano mayor, Jochi, llevaría mucho tiempo siendo el khan. Si Tsubodai hubiera detenido su mano, si hubiera desobedecido siquiera una vez, no se encontrarían ante esa crisis de liderazgo que amenazaba con destruirlos a todos.

—Gracias por esperar. Espero que mis sirvientes te hayan agasajado debidamente —dijo por fin.

Tsubodai frunció el ceño ante sus palabras. Había contado con ese intercambio de cortesías rituales propias de las gers, pero el rostro de Ogedai reflejaba claramente su cansancio.

—Por supuesto, señor. Necesito muy poco.

Se detuvo al oír unos pasos al otro lado de las puertas de la sala y Ogedai se puso en pie mientras entraban más guardias, seguidos por Tolui y su esposa Sorhatani.

—Te doy la bienvenida a mi hogar, hermano —saludó Ogedai—, pero no esperaba la asistencia de tu hermosa esposa. —Se volvió hacia ella con delicadeza—. ¿Tus hijos están bien?

—Sí, mi señor. Solo he traído a Mongke y a Kublai. No tengo ninguna duda de que en este mismo momento están causándoles algún problema a tus hombres.

Ogedai frunció levemente el ceño. Le había pedido a Tolui que se alojara en el palacio por su propia seguridad. Sabía al menos de dos conspiraciones que planeaban acabar con la vida de su hermano menor, pero había previsto informarle en privado. Lanzó una breve mirada a Tolui y vio cómo sus ojos se encontraban con los suyos un segundo para luego retirarse. No era fácil disuadir de nada a Sorhatani.

—¿Y tus otros hijos? ¿No están contigo? —preguntó Ogedai a su hermano.

—Los he enviado a pasar un tiempo con un primo. Se va al oeste a pescar durante unos meses. Se perderán la ceremonia del juramento, pero ya haré que arreglen eso cuando vuelvan.

—Ah —dijo Ogedai, comprendiendo. Dos de sus hijos sobrevivirían, pasara lo que pasara. Se preguntó si había sido Sorhatani quien había incluido ese cambio en su orden de que toda la familia se presentara en palacio. Quizá tuviera razón siendo desconfiada en tiempos tan sombríos—. No me cabe ninguna duda de que el general Tsubodai estará deseando informarnos y advertirnos sobre la gravedad de la situación, hermano —prosiguió Ogedai—. Puedes regresar a tus habitaciones, Sorhatani. Gracias por tomarte un momento para venir a visitarme.

Negarse a marchar era imposible y la joven hizo una rígida reverencia. Ogedai notó la furiosa mirada que le lanzaba a Tolui mientras se volvía para salir. Las puertas se abrieron de nuevo y los tres hombres se quedaron solos, con una hilera de ocho guardias junto a la pared.

Ogedai señaló una mesa con un gesto y se sentaron, todos ellos con más recelo de lo que nunca habrían creído posible. Perdiendo la paciencia de repente, Ogedai reunió frente a sí tres copas que entrechocaron con un tintineo, y las fue llenando y empujando hacia sus invitados. Alargaron la mano para cogerlas al mismo tiempo, sabiendo que si vacilaban sería como si temieran ser envenenados. Ogedai no les dio demasiada ocasión para titubear, vaciando su propia copa en tres rápidos tragos.

—En vosotros dos confío —dijo sin rodeos, tras chuparse los labios—. Tolui, he abortado un intento de asesinato contra ti, o contra tus hijos. —Tolui entornó los ojos durante una fracción de segundo, poniéndose tenso—. Mis espías han oído que se fraguaba otro, pero no sé quién lo organizaba y se me acaba el tiempo. Puedo enfrentarme con los que buscan mi muerte, pero debo pedirte que permanezcas en el palacio. Si no, no puedo protegerte, hasta que sea el khan.

—¿Tan mal están las cosas, entonces? —preguntó Tolui, asombrado. Sabía que había una gran agitación en el campamento, pero oír hablar de ataques tan directos le había impresionado. Deseó que Sorhatani estuviera allí, escuchando. De todos modos tendría que repetírselo todo más tarde.

Ogedai se volvió hacia Tsubodai. El general llevaba puestas unas prendas muy sencillas, pero irradiaba autoridad. Ogedai se preguntó por un momento si se trataba de mera reputación. Era difícil no mirar a Tsubodai con respeto y admiración si sabías los logros que había acumulado a lo largo de su vida. El ejército le debía su éxito a él tanto como a Gengis. Sin embargo, a Ogedai le costaba no mirarle con odio. Pero apartó ese sentimiento en su interior, como había hecho durante más de dos años. Seguía necesitándole.

—Eres leal, Tsubodai —dijo con suavidad—, al menos a la voluntad de mi padre. Gracias a ti, soy informado sobre ese «Lanza Rota» todos los días. —Vaciló, haciendo un esfuerzo para calmarse. Parte de él quería dejar a Tsubodai fuera de Karakorum, en las llanuras, ignorar al estratega que su padre había valorado más que a ningún otro hombre. Pero solo un necio despreciaría un talento así. Ni siquiera ahora, después de que le abordara abiertamente al respecto, había confirmado que fuera él la fuente de los mensajeros que se presentaban en el palacio a informar, aunque Ogedai estaba casi seguro de que no se equivocaba.

—Soy un vasallo, señor —contestó Tsubodai—. Di mi juramento de serte leal como heredero. Y mi lealtad sigue siendo firme.

Por un instante, la ira de Ogedai ofuscó su mente, embargándole como una blanca espuma. Ese que estaba allí sentado, hablando de su juramento, era el hombre que había degollado a Jochi en la nieve. Ogedai respiró hondo. Tsubodai era demasiado valioso como para desperdiciarlo. Tenía que conseguir dominarlo, pillarle desprevenido.

—Mi hermano Jochi creyó en tus promesas, ¿no es verdad? —dijo en voz baja. Complacido, observó cómo el rostro del general se quedaba pálido.

Tsubodai recordaba todos y cada uno de los detalles de su encuentro con Jochi en las nevadas regiones del norte. El hijo de Gengis había entregado su vida a cambio de la de sus hombres y sus familias. Jochi sabía que iba a morir, pero había confiado en tener la oportunidad de hablar una última vez con su padre. Tsubodai era demasiado hombre para discutir los posibles beneficios o perjuicios de su misión. Había sentido que le traicionaba entonces y aún seguía sintiendo lo mismo. Asintió, y habló con voz entrecortada.

—Le maté, señor. Estuvo mal y tengo que vivir con ello.

—¿Rompiste tu palabra, Tsubodai? —continuó presionando Ogedai, inclinándose sobre la mesa.

Su copa cayó con un sonido metálico y Tsubodai alargó la mano y la enderezó. No asumiría ni un ápice menos de la culpa que le correspondía; no podía.

—Sí —contestó Tsubodai, con los ojos centelleantes de ira o vergüenza.

—¡Entonces redime tu honor! —rugió Ogedai, golpeando la mesa con los puños.

Las tres copas cayeron con estrépito, derramando una roja ola de vino sobre la mesa. Los guardias sacaron las espadas y Tsubodai se puso en pie de un salto, pensando que iban a atacarle. Se encontró de pie, mirando a Ogedai todavía sentado. El general se arrodilló tan rápido como se había levantado.

Ogedai nunca había llegado a saber hasta qué punto la muerte de su hermano había trastornado a Tsubodai. El general y su padre habían mantenido el asunto entre ellos. Ver la hondura de su dolor era una revelación y necesitaba tiempo para pensar qué significaba. Habló por instinto, utilizando las propias cadenas de Tsubodai para apresarle.

—Redime tu palabra, general, manteniendo vivo a otro hijo de Gengis el tiempo suficiente como para que sea jurado khan. El espíritu de mi hermano no querría ver a su familia rota y abandonada. El espíritu de mi padre tampoco. Haz lo que te digo, Tsubodai, y encuentra la paz. Después de eso, no me importa lo que suceda, pero estarás entre los primeros que presten juramento. Eso sería lo apropiado.

Ogedai sintió el dolor en el pecho y notó cómo un sudor ácido brotaba en sus axilas y frente. Una gran sensación de letargo se extendió por sus hombros a medida que el corazón latía más y más despacio, mareándole y provocando en él un profundo agotamiento. Llevaba semanas sin dormir bien y el temor constante a la muerte le estaba reduciendo a una mera sombra de sí mismo, del que solo perduraba su voluntad. Su súbito estallido de cólera había conmocionado a los presentes, pero había ocasiones en las que apenas era capaz de controlar su temperamento. Había vivido bajo una pesada carga demasiado tiempo y, a veces, sencillamente, no podía mantener la calma. Llegaría a ser khan, aunque solo fuera por un día. Habló arrastrando las palabras y tanto Tsubodai como Tolui le miraron con expresión preocupada.

—Quedaos esta noche aquí, los dos —dijo Ogedai—. No hay lugar más seguro en las llanuras, o en la ciudad.

Tolui, que ya estaba instalado en sus habitaciones, asintió de inmediato. Tsubodai titubeó, incapaz de comprender al hijo de Gengis o lo que le impulsaba. A pesar de estar rodeado por una gran hueste, percibía una sutil tristeza en Ogedai, una íntima soledad.

Tsubodai sabía que podía ser más útil en las llanuras. Cualquier amenaza real provendría de allí, del tumán de Chagatai. No obstante, inclinó la cabeza ante el hombre que sería khan al anochecer del día siguiente.

Ogedai se frotó los ojos un momento, sintiendo cómo el aturdimiento se despejaba. No podía decirles que esperaba que Chagatai fuera khan después de él. Solo los espíritus sabían cuánto tiempo le quedaba de vida, pero había construido su ciudad. Había dejado su huella en las estepas y sería khan.

Ogedai se despertó en la oscuridad. La noche era calurosa y estaba sudando, así que se dio la vuelta en la cama, sintiendo cómo su esposa se agitaba a su lado. Estaba a punto de caer nuevamente en el sueño cuando oyó el golpeteo de unos pasos que corrían a lo lejos. Instantáneamente alerta, levantó la cabeza y escuchó hasta que empezó a dolerle el cuello. ¿Quién podría estar corriendo por el palacio a esas horas…? ¿Algún criado? Volvió a cerrar los ojos y, en ese momento, oyó un sordo golpe en la puerta de entrada a sus estancias. Ogedai juró en voz baja y sacudió suavemente a su mujer tomándola del hombro.

—Vístete, Torogene. Está pasando algo. —En los últimos días, Huran había adoptado el hábito de dormir a la puerta de sus habitaciones, con la espalda apoyada en la madera desde el exterior. El oficial sabía muy bien que no debía molestar a su amo sin una buena razón.

El golpe sonó una vez más mientras Ogedai se ceñía un cinturón sobre su deel. Cerró la doble puerta dejando dentro a su mujer y cruzó la habitación más próxima al pasillo, caminando descalzo junto a las mesas y sofás Chin. No había luna sobre la ciudad y las habitaciones estaban a oscuras. Era fácil imaginarse a mercenarios agazapados en cada sombra y Ogedai tomó una espada que pendía en la pared. En silencio, le quitó la funda y escuchó junto a la puerta.

En algún lugar lejano, oyó un grito distante y retrocedió dando un respingo.

—¿Huran? —dijo.

A través de la gruesa madera de roble, percibió el alivio en la voz de su vasallo.

—Mi señor, puedes abrir la puerta sin peligro —respondió Huran.

Ogedai retiró un pesado cerrojo y levantó una barra de hierro que anclaba la puerta a la pared de piedra. En el estado de nerviosismo en el que se encontraba, no se había dado cuenta de que no entraba nada de luz del pasillo a través de las rendijas. Estaba más oscuro que sus estancias, en las que la pálida luz de las estrellas entraba a través de las ventanas.

Huran pasó con rapidez junto a Ogedai y se puso a inspeccionar la habitación. Detrás de él, Tolui hizo entrar a Sorhatani y a sus dos hijos mayores, envueltos en prendas ligeras sobre la ropa de dormir.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó entre dientes Ogedai, encubriendo con ira su creciente pánico.

—Los guardias que vigilaban nuestra puerta se han marchado —dijo Tolui en tono grave—. Si no los hubiera oído alejarse, no sé lo que podría haber pasado.

Ogedai apretó los dedos que rodeaban la espada, reconfortándose al sentir su peso. Se giró al notar un hilo de luz proveniente de la entrada a su alcoba y la silueta de su esposa se dibujó contra la luz de una lámpara.

—Quédate ahí, Torogene, yo me ocupo de esto —le dijo. Para su irritación, su mujer salió de todos modos, ciñéndose el camisón.

—Fui al cuarto de guardia más próximo —continuó Tolui. Lanzó una mirada a sus hijos, que le observaban boquiabiertos por la excitación— y estaban todos muertos, hermano.

Huran hizo una mueca mientras espiaba los pasillos a oscuras.

—Odio tener que encerrarnos, mi señor, pero esta es la puerta más resistente del palacio. Aquí pasaréis a salvo la noche.

Ogedai se debatía entre la indignación y la cautela. Conocía todas y cada una de las piedras que componían el vasto edificio que los rodeaba. Había visto cómo cortaban, pulían y encajaban en su sitio cada una de ellas. Sin embargo, todos sus corredores, todo su poder e influencia quedarían reducidos a unas cuantas habitaciones cuando esa puerta se cerrara.

—Mantenla abierta todo el tiempo que puedas —dijo. Tenía que haber otros soldados de guardia de camino, ¿no? ¿Cómo no había detectado una tentativa así?

En algún lugar en las inmediaciones, oyeron más pasos a la carrera, cuyos ecos resonaban en todas direcciones. Huran apoyó el hombro en la puerta. Del negro pasillo, surgió de improviso una figura y Huran le asestó un golpe con su espada, gruñendo al notar cómo la hoja rebotaba en las escamas de una armadura.

—Aleja la espada, Huran —exclamó una voz y alguien se deslizó en el interior de la estancia.

En la penumbra, Ogedai suspiró aliviado.

—¡Tsubodai! ¿Qué está ocurriendo ahí fuera?

El general guardó silencio. Dejó caer su espada al suelo de piedra y ayudó a Huran a candar la puerta con la pesada barra antes de recoger su acero de nuevo.

—Los pasillos están llenos de hombres; están revisando todas las habitaciones —informó—. Si no fuera por el hecho de que nunca antes habían entrado en tu palacio, ya estarían aquí.

—¿Cómo conseguiste llegar hasta aquí? —exigió saber Huran.

Tsubodai frunció el ceño ante un amargo recuerdo.

—Algunos de ellos me reconocieron, pero los guerreros comunes todavía no habían recibido la orden de matarme. Creen que formo parte del complot.

Los hombros de Ogedai se hundieron cuando miró al pequeño grupo que se había refugiado en sus habitaciones.

—¿Dónde está mi hijo Guyuk? —preguntó—. ¿Y mis hijas?

—No los he visto, señor, pero es muy probable que estén a salvo. Tú eres el objetivo esta noche, nadie más —contestó Tsubodai negando con la cabeza.

El rostro de Tolui se crispó al comprender. Se volvió hacia su esposa.

—Entonces te he traído a ti y a mis hijos al lugar más peligroso del palacio.

Sorhatani alargó la mano y acarició su mejilla.

—No hay ningún lugar seguro esta noche —dijo con suavidad.

Todos ellos podían oír que las voces y los pasos se iban aproximando. En el exterior de la ciudad, los tumanes de la nación seguían durmiendo, ajenos a la amenaza.