Tumbado boca arriba junto al río, Tolui acarició distraídamente el cabello húmedo de su esposa mientras observaba cómo sus cuatro hijos chapoteaban entre chillidos en las aguas del Orkhon. El sol calentaba sus cuerpos tendidos y solo la presencia de sus guardias en las proximidades impedía que pudieran relajarse por completo. Tolui hizo una mueca al pensarlo. Era imposible estar en paz en el campamento, con todos los hombres preguntándose si era partidario de Chagatai o de Ogedai o de los generales… o quizá un informador de cualquiera de ellos. En ocasiones, deseó que sus dos hermanos mayores arreglaran las cosas en algún lugar tranquilo, para que él pudiera disfrutar de estar vivo en un día así, con una bella mujer entre sus brazos y cuatro hijos sanos rogándole que les permitiera nadar en la catarata. Se lo había prohibido una vez, pero había visto que Kublai había vuelto a retar a Mongke y ambos se estaban acercando más y más a la orilla, desde donde un camino de cabras llevaba al nacimiento del rugiente río. Tolui observó con los ojos entrecerrados a los dos chicos, que lanzaron una mirada culpable a sus padres confiando en que estuvieran dormidos bajo el cálido sol. Arik-Boke y Hulegu estaban en el ajo, por supuesto, y sus huesudos cuerpecillos casi temblaban de la emoción.
—¿Los estás viendo? —murmuró Sorhatani.
Tolui sonrió.
—Me siento tentado de dejarles probar. Nadan como nutrias, los dos.
La natación seguía siendo una habilidad nueva para tribus que habían crecido en llanuras de hierba. Para un pueblo que aprendía a montar antes de saber hablar, los ríos eran la fuente de vida para sus rebaños o un obstáculo cuando se desbordaban e inundaban las tierras. Hacía muy poco tiempo que también se habían convertido en una fuente de placer para los niños de la tribu.
—No serás tú quien tenga que aliviar el dolor de sus heridas cuando se arranquen la piel de la espalda —dijo Sorhatani, recostándose con actitud distendida sobre Tolui— o se rompan los huesos. Pero no dijo nada cuando Mongke, desnudo y reluciente, salió de repente corriendo por el camino. Kublai lanzó una última mirada fugaz a sus padres y, al ver que ninguno de los dos se movía, echó a correr también.
Tolui y Sorhatani se incorporaron en cuanto los chicos hubieron desaparecido. Intercambiaron una mirada cómplice de diversión al ver a Arik-Boke y Hulegu alargar el cuello para vigilar la parte alta de la catarata.
—No sé quién es peor, si Mongke o Kublai —dijo Sorhatani, arrancando una hierba y masticando el extremo del tallo.
Tolui se rio entre dientes y ambos dijeron a la vez «Kublai».
—Mongke me recuerda a mi padre —dijo Tolui con cierta nostalgia—. No tiene miedo de nada.
Sorhatani soltó un suave bufido.
—Entonces te acordarás de lo que dijo una vez tu padre cuando tuvo que elegir entre dos hombres para liderar a mil.
—Estaba allí, mujer —contestó Tolui, adivinando a qué se refería—. Dijo que Ussutai no le tenía miedo a nada y no tenía hambre ni sed. Y por eso no era apropiado para el mando.
—Tu padre era sabio. Un hombre necesita un poco de miedo, Tolui, aunque solo sea para poder enorgullecerse de vencerlo.
Un aullido salvaje hizo que ambos levantaran la vista justo cuando Mongke se lanzaba sin estilo alguno, chillando excitado mientras caía hasta zambullirse en la poza que había a los pies de la catarata. La cascada medía apenas algo más de tres metros, pero para un niño de once años la impresión tenía que ser terrorífica. Tolui se relajó y se rio al ver a su hijo mayor reaparecer en la superficie, resoplando y jadeando, enseñando unos dientes muy blancos en su bronceada cara. Arik-Boke y Hulegu le vitorearon con sus agudas voces y volvieron a alzar la vista esperando el salto de su otro hermano.
Kublai apareció de espaldas, hecho un revoltijo de miembros y corriendo tan deprisa que salió del torrente de agua y cayó por el aire. Tolui hizo una mueca al oír el sonido de su cuerpo al chocar, en plano, contra el río, transmitido con claridad por el agua. Se quedó mirando la superficie un momento mientras los otros tres niños volvían la cabeza hacia él y gritaban y se señalaban unos a otros. Sorhatani sintió cómo se tensaban los brazos de su marido, que se preparaba para saltar, pero entonces Kublai reapareció, gritando. Tenía todo el cuerpo enrojecido por un costado y salió del agua cojeando, pero sus padres vieron que jadeaba lleno de júbilo.
—Voy a tener que darles una tunda para que aprendan un poco de sensatez —dijo Tolui.
—Voy a vestirles y luego te los mando —respondió su esposa encogiéndose de hombros.
Tolui asintió, dándose cuenta solo a medias de que había esperado a que ella le diera su aprobación para castigar a los niños. Sorhatani le sonrió mientras se alejaba, pensando que su marido era un buen hombre. Tal vez no fuera el más fuerte de los hermanos, ni el más implacable, pero en todo lo demás era el mejor de los hijos de Gengis.
Mientras recogía la ropa que sus hijos habían dejado desperdigada por todos los arbustos de los alrededores, se acordó del único hombre al que había temido en su vida. Guardaba con aprecio en su memoria el momento en que Gengis la había mirado como a una mujer, más que solo como la esposa de uno de sus hijos. Había sido en la orilla de un lago, a miles de kilómetros de allí, en otro país. Había notado cómo los ojos del khan se encendían ante su juventud y su belleza, solo durante un instante. Entonces, aterrorizada y con un respeto reverencial, ella le había sonreído.
—Sí, ese era un hombre de verdad —murmuró para sí, meneando la cabeza con una sonrisa.
De pie sobre la base de madera del carro, Khasar esperaba reclinado sobre el fieltro blanco de la ger del khan. Era el doble de ancha y la mitad de alta que los hogares de su pueblo, y Gengis la había utilizado para reunirse con sus generales. Ogedai nunca había reclamado esa enorme construcción, tan pesada que eran necesarios seis bueyes para tirar del carro. Tras la muerte del gran khan, había permanecido vacía durante meses antes de que Khasar se la apropiara. Por el momento, nadie se había atrevido a disputarle su derecho a hacerla suya.
Khasar olió la carne de marmota frita que Kachiun había traído para la comida.
—Comamos fuera. Hace un día demasiado bueno para meternos ahí y comer en la penumbra —dijo.
Además de la humeante bandeja, Kachiun llevaba un odre rebosante de airag que le lanzó a su hermano.
—¿Dónde están los demás? —preguntó, colocando la bandeja en el borde del carro y sentándose con las piernas colgando.
Khasar se encogió de hombros.
—Jebe dijo que vendría. Le he mandado un mensajero a Jelme y a Tsubodai. Que vengan o no vengan es cosa suya.
Kachiun resopló irritado. Debería haberse ocupado de los mensajes él mismo, para asegurarse de que su hermano no se olvidaba o empleaba palabras inapropiadas. No tenía ningún sentido reprender al hombre que estaba metiendo los dedos en el montón de carne humeante. Khasar nunca cambiaría y eso era a la vez exasperante y tranquilizador.
—Casi ha acabado esa ciudad suya —dijo Khasar, con la boca llena—. Tiene un aspecto raro, con esos muros tan bajos. Podría saltarlos con mi caballo.
—Creo que por eso los ha hecho así —contestó Kachiun. Cogió un bolsillo de pan ácimo de otra olla, agitando la mano para retirar el vapor mientras lo llenaba de carne. En el rostro de Khasar se dibujó una expresión de perplejidad y Kachiun suspiró—. Nosotros somos los muros, hermano. Quiere que el pueblo vea que no tiene que esconderse detrás de las piedras como los Chin. ¿Entiendes? Los tumanes de nuestro ejército son las murallas.
—Muy agudo —dijo Khasar—, pero con el tiempo acabará construyendo unos muros, ya verás. Dale un año o dos y estará añadiendo piedras. Las ciudades hacen que tengas miedo.
Kachiun miró con fijeza a su hermano, preguntándose si lo que había dicho no sería una gran verdad. Khasar captó su repentino interés y sonrió de oreja a oreja.
—Ya lo has visto. Si un hombre tiene oro, vive temiendo que venga alguien a quitárselo, así que construye una muralla alrededor de su fortuna. Así todo el mundo sabe dónde está el oro y vienen y se lo llevan. Así es como funcionan las cosas, hermano. Los tontos y el oro van juntos.
—Nunca sé si piensas como un niño o como un sabio —dijo Kachiun, mientras llenaba otro bolsillo de pan y se lo metía en la boca.
Khasar intentó decir «un sabio» mientras masticaba un enorme bocado y se atragantó, obligando a Kachiun a darle unas palmadas en la espalda para ayudarle. Hacía muchos años que eran amigos.
Khasar se enjugó las lágrimas de los ojos, respiró hondo y tomó un trago de airag del hinchado odre.
—Necesitará los muros cuando llegue la luna nueva, yo diría.
Automáticamente, Kachiun miró a izquierda y a derecha para comprobar que no había nadie que pudiera oírles. Estaban rodeados de una vacía extensión de hierba, en la que solo se veían dos ponis pastando. Más lejos, los guerreros seguían entrenándose bajo el sol, preparándose para la gran competición que Ogedai había prometido. Los luchadores y arqueros vencedores, e incluso los que ganaran las carreras pedestres por las llanuras, recibirían caballos grises y armaduras como premio. Miraran donde miraran, había hombres entrenándose en grupo, pero ninguno de ellos estaba demasiado cerca. Kachiun se relajó.
—¿Has oído algo?
—Nada, pero solo un tonto esperaría que el juramento de lealtad no sufriera ningún contratiempo. Ogedai no es ningún tonto y tampoco es un cobarde. Se enfrentó a mí cuando iba corriendo como un salvaje buscando a… —vaciló y su mirada se tornó fría y distante durante un instante—… cuando Gengis murió. —Bebió otro trago del potente licor—. Si hubiera organizado el juramento de inmediato, ni un solo hombre de las tribus se habría atrevido a alzar una mano contra él, pero ¿ahora?
Kachiun asintió con gravedad.
—Ahora Chagatai se ha fortalecido y la mitad de la nación se pregunta por qué no va a ser él el khan.
—Habrá derramamiento de sangre, hermano. Sea como sea —prosiguió Khasar—, espero que Ogedai sepa cuándo mostrarse tolerante y cuándo cortar pescuezos.
—Nos tiene a nosotros —dijo Kachiun—. Por eso quería que nos reuniéramos aquí, para hablar de nuestros planes para conseguir que llegue sano y salvo a ocupar el cargo de khan.
—A mí no me ha llamado para pedirme consejo desde su ciudad blanca, Kachiun, ¿y a ti? No sabes si confía en nosotros más que en cualquier otro. ¿Por qué iba a hacerlo? Tú mismo podrías ser khan si quisieras. Fuiste el heredero de Gengis mientras sus hijos crecían. —Khasar notó la irritación de su hermano. Por todo el campamento había gente comentando eso mismo y ambos hermanos estaban hartos de oírlo, pero Khasar simplemente se encogió de hombros—. Mejor tú que Chagatai, de todos modos. ¿Le has visto por ahí, corriendo con sus vasallos? Tan joven, tan… viril.
Se apoyó en el borde del carro y escupió deliberadamente en el suelo. Kachiun sonrió.
—¿Es envidia eso que noto, hermano?
—De él no, aunque es verdad que a veces echo de menos ser joven. Ahora no hay un solo día en que no me duela algo. Viejas heridas, viejas rodillas, aquella vez que fuiste incapaz de evitar que me clavaran una lanza en el hombro… Todo me duele.
—Es mejor que la alternativa —dijo Kachiun.
Khasar resopló.
Se volvieron a mirar a Jebe, que se estaba acercando a ellos con Tsubodai. Los dos generales de Gengis estaban en la flor de la vida y Kachiun y Khasar intercambiaron por un instante una mirada cómplice cargada de ironía al verles caminar por la hierba estival con amplias y seguras zancadas.
—Hay té en la tetera y carne en la olla —anunció Khasar sin ceremonias mientras subían los escalones hasta la ger del khan—. Estábamos hablando de cómo conseguir que Ogedai siga con vida el tiempo suficiente para llegar a hacerse con las colas blancas.
El símbolo de las tribus unificadas seguía ondeando sobre su cabeza, un estandarte formado por colas de caballo que había exhibido una gran profusión de colores como representación de las distintas tribus hasta que Gengis las había decolorado y las había unido. Nadie había osado retirar de allí ese símbolo de poder, del mismo modo que nadie había cuestionado el uso del carro por parte de Khasar.
Tsubodai se sentó en el borde del carro, con los pies colgando, y atacó la carne y el pan. Era consciente de que tanto Kachiun como Khasar estaban esperando que diera su opinión. No le agradó tanta atención y se dispuso a comer despacio, mojándose la garganta con un trago de airag.
En el silencio, Jebe se reclinó contra la pared de fieltro y observó la ciudad a lo lejos: una blanca forma brumosa en el cálido aire. Distinguió la cúpula dorada del palacio de Ogedai y le dio la impresión de que era un ojo amarillo que vigilaba el exterior de la ciudad.
—Se han acercado a tantearme —dijo Jebe. Tsubodai dejó de masticar y Khasar apoyó en el suelo el odre de airag del que estaba a punto de beber. Jebe se encogió de hombros—. Sabíamos que abordarían a alguno de nosotros, antes o después. No le conocía y no llevaba marcas de su rango.
—¿Enviado por Chagatai? —preguntó Kachiun.
—¿Y quién si no? —dijo Jebe asintiendo con la cabeza—. Pero no se mencionó ningún nombre. No confían en mí. Fue solo un empujoncito, para ver hacia qué lado saltaba.
Tsubodai hizo una mueca.
—Pues has saltado hacia aquí, a la vista de todas las tribus. Está claro que ahora mismo te están vigilando.
—¿Y si es así qué? —replicó Jebe, molesto—. Siempre fui leal a Gengis. ¿Acaso he exigido que se me conozca por mi nombre de nacimiento, Zurgadai? Llevo el nombre que Gengis me dio y soy leal al hijo que nombró su heredero. ¿Qué me importa quién me vea hablando con sus generales?
Tsubodai suspiró y dejó a un lado el último pedazo de carne de su plato.
—Sabemos quién es más probable que perturbe el desarrollo de la ceremonia de juramento. No sabemos cómo lo hará, o cuántos hombres le respaldarán. Si hubieras venido a hablar conmigo, Jebe, te habría dicho que te mostraras de acuerdo con todo lo que dijeran y que te informaras de sus planes.
—¿Quién quiere arrastrarse sigilosamente en la oscuridad, Tsubodai? —dijo Khasar, en tono despectivo. Miró a su hermano, buscando su apoyo, pero Kachiun meneó la cabeza.
—Tsubodai tiene razón, hermano. No se trata solo de mostrar que apoyamos a Ogedai y a todos los hombres sensatos que nos siguen. Ojalá se tratara de eso. Nunca había habido un khan de la nación antes de Gengis, así que no hay leyes que dicten cómo debe legar su poder.
—El khan hace las leyes —contestó Khasar—. No vi que nadie se quejara cuando hizo que todos juráramos que aceptábamos a Ogedai como heredero. Incluso Chagatai se arrodilló y juró.
—Porque su elección era postrarse ante él o morir —dijo Tsubodai—. Ahora Gengis no está y los hombres del círculo de Chagatai le están susurrando cosas al oído. Le están diciendo que la única razón por la que no fue él el heredero fue su pelea con su hermano, Jochi, pero Jochi está muerto.
Se detuvo un instante, recordando la sangre que había derramado en la nieve. Su rostro se mantuvo perfectamente inexpresivo y los demás no fueron capaces de adivinar sus pensamientos.
—No hay tradiciones que nos digan cómo debemos actuar —continuó Tsubodai con cansancio—. Sí, Gengis eligió a su heredero, pero su mente estaba ofuscada por la rabia que sentía hacia Jochi. Solo unos cuantos años antes había mostrado su preferencia por Chagatai frente a sus hermanos. La nación no habla de otra cosa. A veces creo que Chagatai podría presentar su reivindicación abiertamente y convertirse en khan. Podría llegar hasta el mismo Ogedai con una espada y, como mínimo, la mitad del ejército no le detendría.
—La otra mitad le haría pedazos —dijo Khasar.
—Y en menos que canta un gallo, habría estallado una guerra civil que dividiría en dos la nación. Todo lo que Gengis ha construido, toda nuestra fuerza se desperdiciaría en una lucha interna. Y entonces, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que los Chin se levantaran contra nosotros, o los árabes? Si ese es nuestro futuro, prefiero ver a Chagatai aferrando el estandarte de las colas de caballo hoy mismo. —Tsubodai alzó la mano cuando los otros generales empezaron a protestar—. No vayáis a pensar que este es el discurso de un traidor. ¿No he demostrado que seguía el camino que dictaba Gengis incluso cuando todo dentro de mí gritaba que se equivocaba? No traicionaré su memoria. Veré a Ogedai erigirse en khan, os doy mi palabra.
Una vez más, recordó al joven que creyó en su promesa de que estaría a salvo durante el viaje. Tsubodai sabía que su palabra, de la que antes nadie había dudado, ya no valía nada. Era una herida antigua, pero algunos días sangraba como si acabara de recibir el corte.
—Me habías preocupado —dijo Khasar.
Tsubodai no sonrió. Era más joven que los dos hermanos, pero ambos aguardaron pacientemente a que hablara. Era el gran general, el hábil maestro que podía planear un ataque en cualquier terreno y, de un modo u otro, lograr la victoria. Con Tsubodai, sabían que Ogedai tenía una oportunidad. Kachiun frunció el ceño al pensarlo.
—Deberías pensar en tu propia seguridad también, Tsubodai. No queremos perderte: eres demasiado valioso.
Tsubodai suspiró.
—Que tenga que escuchar esas palabras desde la ger de mi khan… Sí, tendré cuidado. Soy un obstáculo para alguien a quien todos tememos. Debéis aseguraros de que vuestros guardias son hombres a los que confiaríais la vida, que no pueden ser sobornados o amenazados sin que os informen. Si la esposa y los hijos de un hombre desaparecen, ¿seguiréis confiando en que vele vuestro sueño?
—Es una idea horrible —dijo Jebe, con una mueca—. ¿Realmente crees que estamos en ese punto? En un día así, me cuesta creer que pueda haber cuchillos acechando en cada sombra.
—Si Ogedai se convierte en khan —prosiguió Tsubodai—, podría hacer que mataran a Chagatai, o simplemente gobernar bien o mal durante cuarenta años. Chagatai no esperará, Jebe. Ordenará que muera simulando un accidente, o intentará hacerse con el poder por la fuerza. No lo veo esperando sentado mientras el destino de su vida y sus ambiciones es decidido por otros. Ese no es el Chagatai que conozco.
De algún modo, el sol parecía menos brillante después de sus frías palabras.
—¿Dónde está Jelme? —preguntó Jebe—. Me dijo que vendría.
Tsubodai se frotó la nuca, haciéndola crujir. Llevaba muchas semanas durmiendo mal, aunque no lo mencionaría ante ellos.
—Jelme es leal; no os preocupéis por él —murmuró. Algunos rostros arrugaron el ceño.
—¿Leal a cuál de los hijos de Gengis? —preguntó Jebe—. No hay una salida clara, y si no encontramos una, la nación podría quedar partida en dos.
—Entonces deberíamos matar a Chagatai —concluyó Khasar. Los otros se quedaron inmóviles y los miró esbozando una ancha sonrisa—. Soy demasiado viejo para medir mis palabras —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué tendríamos que aceptar que esto suceda a su manera? ¿Por qué debería inspeccionar a mis guardias personales para comprobar que ninguno se ha vuelto contra mí? Podríamos acabar con todo esto hoy y Ogedai sería khan al llegar la luna nueva sin que hubiera amenaza de guerra. —Vio sus frías expresiones y volvió a escupir—. No agacharé la cabeza ante vuestra desaprobación, así que no esperéis que lo haga. Si preferís guardaros las espaldas durante un mes y trazar planes secretos e inteligentes, es cosa vuestra. Yo podría atajar todo esto y ponerle fin. ¿Qué creéis que diría Gengis si fuera uno de nosotros, si estuviera aquí? Entraría sin un titubeo y le cortaría el cuello a Chagatai.
—Podría ser —admitió Tsubodai, que sabía mejor que la mayoría lo despiadado que había sido el khan—. Si Chagatai fuera un idiota, estaría de acuerdo contigo. Si pudiéramos contar con la sorpresa, sí, podría funcionar. Te pediría que lo probaras, pero te matarían. En vez de eso, te lo aseguro: Chagatai está listo para responder ante una acción así. Cualquier grupo de hombres armados que se acerca a su tumán es recibido por armas en ristre y guerreros preparados para cargar. Está planeando un asesinato cada día que pasa, así que también lo teme.
—Entre todos nosotros, comandamos a suficientes hombres como para llegar hasta él —dijo Khasar, aunque con menos confianza.
—Tal vez. Si solo reaccionaran sus diez mil, podríamos alcanzarle, pero creo que la cosa ya ha ido más lejos. Sea cual sea el juego al que Ogedai ha estado jugando, le ha dado a su hermano dos años para susurrar y hacer promesas. Sin la figura de un khan, todos nosotros nos hemos visto obligados a gobernar las tierras que nos rodeaban, a actuar como si nosotros fuéramos la única voz que contara. He descubierto que me gustaba. ¿No sentisteis lo mismo? —Tsubodai recorrió con la mirada a los presentes y meneó la cabeza—. La nación está deshaciéndose en tribus de tumanes, unidos no por vínculos de sangre sino por los generales que los lideran. No, no atacaremos a Chagatai. Mi objetivo es evitar la guerra civil, no ser la chispa que la haga estallar.
El entusiasmo de la expresión del rostro de Khasar había ido decreciendo a medida que Tsubodai hablaba hasta convertirse en irritación.
—Entonces volvemos al principio: mantener a Ogedai con vida —dijo.
—Más que eso —contestó Tsubodai—. Volvemos a tener que mantener suficiente parte de la nación intacta para que tenga algo que gobernar cuando sea khan. Espero que no creyeras que tendría la respuesta en un día, Khasar. Podríamos ganar y ver a Ogedai con las colas de caballo, pero también presenciar cómo Chagatai se lleva a la mitad del ejército y a la mitad de la nación. ¿Cuánto tiempo pasaría entonces antes de que dos khanes y sus ejércitos se enfrentaran el uno al otro en el campo de batalla?
—Lo has dejado muy claro, Tsubodai —dijo Kachiun—, pero no podemos quedarnos sentados sin más y esperar a que se produzca el desastre.
—No —replicó Tsubodai—. Muy bien, sé lo suficiente como para confiar en vosotros. Jelme no está aquí porque está reunido con dos de los generales que podrían ser leales a Chagatai. Sabré más cuando haya intercambiado unos mensajes con él. Ya no puedo volver a encontrarme con él… y sí, Khasar, es ese tipo de juego secreto que desprecias. Las apuestas están demasiado altas como para dar un solo paso en falso.
—Puede que tengas razón —admitió Khasar, pensativo.
Tsubodai clavó la mirada en él.
—También necesitaré que me des tu palabra, Khasar —dijo.
—¿Sobre qué?
—Tu palabra de que no vas a actuar por tu cuenta. Es verdad que Chagatai sale a cabalgar todos los días, aunque nunca se aleja demasiado de sus guerreros. Hay una pequeña oportunidad de que pudieras situar a unos arqueros para derribarle desde una posición oculta, pero si fracasaras, arruinarías todo aquello que tu hermano se esforzó en crear, todo aquello por lo que tantas personas a las que amaste entregaron su vida. Toda la nación ardería en llamas, Khasar.
Khasar se quedó boquiabierto mirando al general que parecía estar leyéndole el pensamiento. Todos habían visto la culpabilidad en su rostro antes de que pudiera obligarse a adoptar la expresión impasible del guerrero mongol. Sin darle tiempo a responder, Tsubodai volvió a hablar.
—Dame tu palabra, Khasar. Ambos queremos lo mismo, pero no puedo hacer planes sin contar contigo, sin saber qué vas a hacer.
—La tienes —dijo Khasar en tono grave.
Tsubodai asintió como si fuera un punto menor en la discusión general.
—Os mantendré informados a todos. No podemos reunirnos a menudo con tantos espías en el campamento, así que enviaré a mensajeros de confianza. No escribáis nada y no volváis a pronunciar el nombre de Chagatai, no después de hoy. Llamadle la Lanza Rota si tenéis que hablar de él. No dudéis de que encontraremos una salida.
Tsubodai se puso en pie con un movimiento suave y flexible y agradeció a Khasar su hospitalidad.
—Ahora tengo que irme para saber qué le han prometido a Jelme a cambio de su apoyo. —Hizo una inclinación de cabeza y descendió ágilmente los escalones, haciendo que Khasar y Kachiun se sintieran viejos solo con verlo.
—Da gracias por una cosa —dijo Kachiun en voz baja, observando al general alejándose—. Si él quisiera ser khan, la situación sería todavía más difícil.