LOS FAROS DE LA CAMIONETA aparecieron encendidos en la carretera, mientras la luna se ponía detrás de las montañas lejanas, al fondo de los pedregales. La camioneta se detuvo frente al tenducho de la esquina y Martín salió desde las sombras del muro del inglés y avanzó hacia el vehículo. Renqueaba al arrastrar la maleta.
Juan, el chófer, que había bajado para recoger los encargos de la tienda, le dijo:
—Hala, acomódate, muchacho. Vas a ir ancho hasta el puerto.
Juan no se fijó entonces en los esparadrapos pegados en la cara de Martín ni en los ojos hundidos entre la hinchazón provocada por los golpes, que más adelante, durante el viaje, motivarían sus preguntas y sus bromas.
Martín huía. Era Adela —la última persona de quien él hubiese deseado ayuda— quien le había animado a escapar. Era Adela quien había enviado un recado a Juan el chófer, diciéndole que el chico esperaría a la camioneta.
Todo había sucedido con mucha suerte —dijo Adela—, puesto que Eugenio no volvería a casa hasta el día siguiente, y Eugenio tenía pensado el encierro de Martín en un correccional.
Martín perdió la noción del tiempo y de las cosas en el largo día anterior. Encerrado con llave por Eugenio en el cuarto de la azotea, había golpeado la puerta, había dado patadas hasta rendirse de debilidad y cansancio llamando enronquecido a su padre, cuando al fin pudo comprender qué motivo vergonzoso —y le parecía a Martín que jamás había sabido hasta entonces lo que era el horror de la vergüenza— había llegado a creer Eugenio, para castigarle así, sin dejarle hablar ni explicarse.
Adela y Ramona abrieron la puerta de su encierro cuando Eugenio se fue de la casa. Las mujeres estuvieron parlamentando con Martín a través de la puerta antes de abrirle; pidiéndole que no escandalizase, avisándole que ellas le salvarían. El espectáculo de Martín, ensangrentado y enloquecido, las espantó.
—Quiero hablar con mi padre. Se ha equivocado. Yo no he hecho nada. No he hecho nada…
No podía expresar lo que había comprendido que creía Eugenio.
El cuarto de Martín parecía un horno. Olía a sudor y a angustia entre el sol colorado. El colchón de la cama estaba en el suelo. Las sábanas, revueltas, en el suelo también y manchadas de sangre. Y el chico, larguirucho, parecía un demente. Ramona y Adela se miraron y esta última con un gesto tímido sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y lo tendió al muchacho.
Martín notó la compasión de Adela. Él, que ya no podía llorar, tenía ganas de llorar de rabia al notar aquella compasión.
—Ven. Bajemos a la casa. Luego nos cuentas todo a Ramona y a mí.
En la oscuridad fresca del cuarto lavabo, mientras se enjuagaba la cara con agua fría, Martín preguntó por Carlos. No había recordado a Carlos en aquellas horas de angustia, mientras llamaba a su padre. Carlos sólo era un motivo, el motivo de la gran equivocación de Eugenio. Ahora la imagen de su amigo tomó cuerpo entre aquella especie de neblina roja que llenaba el mundo. Quizá Carlos también había sido golpeado. Quizá estaba juntó a la verja del jardín, tratando de defenderle, de explicar algo, sin que le permitiesen el paso. La imagen de Carlos se agigantó un instante para Martín.
—Se escapó, no pienses más en él. Ése no aparece por aquí nunca más.
—No ha pasado nada —dijo Martín—. No ha pasado nada. Mi padre tiene que saber que yo no he hecho nada.
Era muy extraño. Carlos crecía delante de sus ojos y se deshacía también como si fuese un globo que estalla cuando volvía aquel dolor obsesivo, aquella rabia y aquella pena de la equivocación de Eugenio. Después la imagen de Carlos flotaba de nuevo en otro dolor distinto y como irreal.
—Dele las gracias a mi señora en vez de insultarla con esa boca desagradecida. Ella escondió la pistola de don Eugenio. Si don Eugenio encuentra su pistola anoche, les mata a los dos.
Martín había insultado a Adela a través de la puerta cerrada, pero ya no se acordaba de eso.
—Tengo que ir a casa de Carlos. Carlos no podrá comprender lo que ha pasado.
—Espera, nene, espera. Tú estás muy malo para salir ahora. Yo le mandaré un recado con Ramona para que venga él. Tu padre no vuelve a casa en veinticuatro horas y tenemos todo ese tiempo para que puedas escapar. Lo mejor es que escapes.
—Tengo que hablar con mi padre.
Le dejaron hablar enronquecido y lleno de fiebre hasta que el cansancio le rindió y permitió que le acostaran en la cama de Adela. Las mujeres estuvieron cuchicheando sobre la conveniencia o no conveniencia de mandar un recado a casa de los Corsi, pero Ramona se enteró por Paco, el guarda, de que toda la familia de la finca vecina había salido de excursión por la mañana y vino triunfante con la noticia. Martín gritó que aquello era mentira e intentó pegar a la mujer lanzándose fuera de la cama, pero le redujeron con las fuerzas que la excitación daba tanto a Adela como a Ramona.
Más tarde se negó a comer. Sólo bebía continuamente agua salobre del pozo con una sed que parecía inacabable.
—Escucha, nene —decía la voz de Adela dentro del mundo rojizo de la fiebre de Martín—, escucha, nene, lo mejor es que yo convenza a tu padre. Ayer no se le podía hablar, pero cuando vea que no estás en casa será más fácil de convencer. Hay cosas por las que tu padre no pasa, hijo.
—No tiene nada que perdonarme. Tengo que hablar con él. Carlos vendrá a hablar con él.
—Eso no lo esperes, inocente. Ése no aparece por aquí. Lo mejor es que te vayas con tus abuelos. No pienses que tu padre te va a escuchar ahora. ¡No me ha querido escuchar a mí!…
—No me importa que me mate. Se arrepentirá si me mata. No tiene por qué matarme. Yo no he hecho nada.
Siempre había una mujer junto a Martín: Ramona o Adela. A veces las dos juntas. Martín ya no tenía fuerzas para insultarlas, aunque a veces se levantaba de la cama y daba pasos de sonámbulo. Una de aquellas veces empujó a las mujeres y llegó hasta el jardín intentando escalar el muro, pero cayó al suelo. Entonces golpeó su cabeza contra aquella pared y una oscuridad salvadora le libró del pensamiento y de la obsesión.
—Tú verás, nene —decía la voz de Adela—, tú verás si quieres que tu padre mande la Guardia Civil para que te metan en el correccional. Yo, pobre de mí, no quiero más que salvarte. Yo no quiero que tu padre te encuentre aquí porque puede suceder una desgracia. Es que si te encuentra es capaz de presentarse en casa de tu amigo y de matarlo también a él. Ya me ha costado mucho convencer a tu padre de que te dé unas horas para escapar. A lo mejor tus abuelos le convencen de que te perdone.
Al atardecer, dando traspiés, casi ciego a causa de la hinchazón de sus ojos, Martín salió al camino de las dunas y llamó al portillo trasero de la casa del inglés. Paco, el guarda, le abrió asombrado y le dijo lo que ya sabía Martín: los Corsi habían salido de excursión desde por la mañana.
Martín empujó al viejo y subió hacia la casa. Benigna, que estaba cosiendo en la explanada, dio un grito al verle llegar y se encerró en el edificio.
—Señorito Martin —le dijo el guarda—, señorito Martín, vuelva a su casa.
El saco de cuero despellejado, lleno de arena, colgaba de las ramas de un pino. El saco de cuero contra el que se habían entrenado tantas veces, boxeando, Carlos y Martín. Martín tenía las manos despellejadas como aquel saco, hinchadas, de tanto golpear puertas aquel día.
—Esta noche, cuando vengan los señores, irán a verle. Usted vuelva a su casa.
Martín volvió a su casa llorando vergonzosamente entre Ramona, que le había seguido, y el guarda.
—Nene —chilló Adela—, si te portas así se me va a acabar la paciencia. Se me van a acabar las ganas de ser buena contigo.
—¡Tú no me crees! Nadie me cree.
—Cuidado que es malo el chico ese de la casa del inglés —dijo Ramona—. Compromete al muchacho y después se larga.
Las niñas lloraban dentro de la casa y había una gran oscuridad. Llegó un momento en que Martín se dio cuenta de que se había convertido en un viejo y de que nada de lo que ocurría en el mundo podía importarle después de lo que todos creían de él. Lo creía Paco, el guarda, y lo creía Benigna. Lo creían Adela y Ramona, a pesar de su odiosa bondad, y sobre todo lo creía Eugenio. Era terrible que esto fuese más importante para Martín que la actitud de los Corsi desentendiéndose del asunto.
Poco a poco se fue haciendo en su cerebro una luz extraña y dolorosa. Comprendió que nunca podría explicar a Eugenio que lo que había visto —y sólo había visto a dos muchachos dormidos en una cama— no tenía nada de vergonzoso, nada de horrible. Pero quizás Eugenio no había pensado más allá de lo que había visto. Quizá esto bastaba en la mentalidad de Eugenio para rechazar a su hijo. Eugenio, que no quería que su hijo le besase, porque los besos le parecían efusiones poco viriles. Quizá tenía razón su padre y él, Martín, era poco hombre.
Entonces, Martín quiso matarse. Quiso buscar un cuchillo para abrirse las venas, pero estaba demasiado débil y aturdido para encontrar aquel cuchillo —¿deseaba encontrarlo en el fondo?—, para rechazar a la fuerte Ramona y a Adela, que chillaban a punto de un ataque histérico. Después de esta exaltación cayó en la apatía.
Llegó la noche y Martín, que estaba en el recibidor de su casa, sentado en la mecedora de Adela, perdió la esperanza última de la visita de los Corsi. No contestaba a ninguna pregunta. No decía una sola palabra ni hacía ningún movimiento. En el comedor, Adela y Ramona estaban bajo la luz de la lámpara.
—A mí me da lo mismo que te escapes o que te quedes. Mañana llega tu padre. Si quieres, Ramona te lleva la maleta hasta la esquina. Tú verás si tienes hombría para marcharte o no la tienes.
Martín no supo nunca cómo se encontró en la sombra del muro del inglés esperando la camioneta.
Los faros de la camioneta eran como dos pequeñas lunas amarillentas en la madrugada. Martín se encontró instalado junto al asiento del chófer; antes de que Juan hiciese maniobras con el vehículo para dar la vuelta hacia Beniteca, Martín pudo ver los muros de la casa del inglés en la amanecida. Los Corsi no habían aparecido al volver de su excursión. La idea de que no volvería a verlos jamás le vino a Martín sin dolor alguno. Su sensibilidad estaba embotada. Metió las manos en sus bolsillos y encontró dinero allí. Adela había sido generosa por una vez. Tenía dinero y salvoconducto para el viaje. Martín podía escapar.
Se encontró en Alicante una tarde calurosa. En el garaje donde Juan había introducido su camioneta estaban dos guardias entre la gente que se apiñaba junto a un mostrador para recoger los bultos recién descargados. Aquellos guardias entre la gente le dieron miedo a Martín. Guardias civiles, falangistas, militares y todos los uniformes que había visto en el viaje le habían dado miedo a Martín. Durante la noche en Murcia bajó las escaleras de la fonda dispuesto a escaparse y la presencia de una pareja de la guardia civil le había producido tal temblor, que había vuelto a la habitación compartida con Juan y con otros dos hombres.
—¿Dejas la maleta para que vengan a buscarla o te la llevas?
Juan el chófer también le pareció un enemigo. Todo el mundo era enemigo.
—Me llevo la maleta.
Nada más. Juan le había mirado con curiosidad durante el viaje. En ciertos momentos de este viaje, durante las paradas, Martín había creído sorprender risas y conversaciones de Juan con otros hombres en las que la palabra marica resonaba en el cerebro de Martín. Pero no había sido verdad lo que pensaba. Juan lo único que había intentado averiguar era el porqué de que Martín estuviese hecho un Ecce Homo, con aquella cara hinchada y golpeada, y por qué se volvía a Alicante en lo más caluroso del verano. Cuando se convenció de que era imposible hacer hablar a Martín, Juan le dejó en paz.
Nunca había cargado con su maleta. Otras veces al volver a Alicante la dejaba en el garaje y un mandadero enviado por los abuelos la iba a recoger más tarde. Pero entonces cargó con ella a pesar de su debilidad y el dolor de sus músculos.
Se habían terminado sus pensamientos. Su voluntad también. Iba andando por calles conocidas, siguiendo con seguridad su camino aunque frecuentemente se detenía a descansar. Las calles por las que caminaba no eran calles muy concurridas. Tuvo la visión de dos frailes que desaparecieron al volver una esquina. En el café donde su abuelo solía tomar el sol vio algunos uniformes de militares alrededor de las mesas. Un grupo de muchachitas que pasaron a su lado le miraron con curiosidad. Una fila de beatas con mantillas y rosarios entraba en una iglesia. Un cura, una mancha negra, le sorprendió como algo extraordinario. A cada encuentro, Martín temblaba.
Cerca de casa de sus abuelos se detuvo en la acera. No había nadie en aquella calle. Aún podía dar media vuelta y huir hacia otro lugar. No sabía hacia dónde, pero aún podía huir. Estaba solo y el mundo en masa era enemigo suyo. Había un mundo alrededor que no entendía el deslumbramiento del verano ni de la amistad. Ni siquiera los Corsi entendían la amistad. Nadie.
Las ventanas de don Narciso el médico estaban entornadas. Tuvo que reconocer, a pesar de su obcecación, que detrás de aquellas ventanas alentaba la amistad. Algo muy diferente de lo que él había sentido por los Corsi, pero que era amistad. Don Narciso y los abuelos eran amigos. Ningún peligro en aquel sentimiento que unía a los viejos y que era algo seguro y firme a través de los años. A él, Martín, le habían criado entre viejos de sentimientos firmes y seguros. La casa de don Narciso era su casa tanto como la de los abuelos, a ojos cerrados hubiera podido recorrer las habitaciones que estaban detrás de las ventanas entornadas del médico. Conocía la biblioteca de la casa, siempre abierta para él, y don Narciso le había alentado en su vocación de pintor.
En el piso de los abuelos colgaban las persianas verdes sobre el balcón del despacho, sobre las macetas que la abuela tenía en aquel balcón. Una de aquellas persianas tembló un poco, como si alguien acechase detrás de ella. Muchas veces lo había esperado su abuela, detrás de aquella persiana, cuando él llegaba desde el instituto. Cuando la abuela le veía venir abría la puerta del piso y le esperaba en el rellano de la escalera, con tanto afán como si él, Martín, llegase de un viaje largo. En los últimos tiempos, Martín había rehuido el beso de bienvenida de la abuela, porque ya era un hombre y le molestaban las efusiones.
Estaba en medio de su vida de siempre. La luz y los olores de la calle le resultaban conocidos y parecía que nunca hubiese salido de allí. No tenía otra casa que aquel piso de los abuelos, con el comedor, que ahora en verano estaría a oscuras, con el despacho con su mesa grande y el viejo sillón de tapicería desteñida. El pisapapeles de bronce del abuelo tenía como adorno la figura de un caballo al galope y había sido su mejor juguete cuando niño. La idea de su cuarto con el escritorio, con el ventanillo junto al techo donde entraba por las noches la luz del patio que se reflejaba en la pared de enfrente en cuadrados superpuestos como en una pintura, le dio la sensación de un refugio deseado.
Arrastrando su maleta había llegado hasta el portal. Volvía a sentir miedo. Pero la idea de superar aquel miedo, la idea de que no tenía motivos para temer empezaba a imponerse. «El miedo es unas cosquillas en el estómago. Nada más». Retrocedía su pensamiento, como el de un viejo, hacia las regiones oscuras de la infancia.
Brillaba la placa de metal en la puerta de don Narciso y brillaban los limpios escalones de mármol desgastado. Empezó a subir escalón a escalón arrastrando la maleta hasta la mitad de la escalera y allí se detuvo.
«No tengo por qué huir. No he hecho nada malo. No tengo por qué huir».
Y estaba temblando. Las piernas le temblaban en el afán de dar la vuelta y de salir corriendo. No recordaba nada ya. Beniteca, el verano larguísimo y ardiente y los Corsi, se habían esfumado de su cabeza, pero la idea de la huida la notaba en aquellas piernas temblorosas y en los fuertes latidos de sus sienes y de sus muñecas. Iba a huir. Lo único necesario era la huida.
Se abrió la puerta del piso y Martín quedó quieto, paralizado.
La abuela apareció en el rellano de arriba y a Martín vista desde abajo, le pareció muy alta y muy delgada. Vestía de negro y tenía el cabello rizoso, casi blanco. En su gran confusión, a Martín le pareció que ella sonreía, pero no estaba seguro. Sólo estaba seguro de que si la abuela gritaba echaría a correr.
La abuela no le dijo nada. Tendió las manos hacia Martín, simplemente, llamándole con aquel gesto sencillo. Aquel gesto que Martín conocía tan bien. El gesto con que le había recibido siempre, año tras año, cuando él volvía del colegio, de la escuela de arte o del instituto.