NUEVE

NUEVE

Eldanair arranco la flecha del cuello del goblin al pasar junto a la criatura muerta, y la colocó en el arco. Corría velozmente por entre los árboles, convertido en una sombra en medio de la oscuridad. No hacia ni el más leve ruido, ni dejaba de su paso otra señal que no fueran los cadáveres de los que mataba mientras atravesaba la espesura de abetos corriendo a la máxima velocidad.

Llego a un pequeño claro situado en el borde de un precipicio, y salto con levedad sobre un afloramiento de roca hasta llegar al borde del abismo indiferente a la caída de trescientos metros que tenía a los pies. Desde allí podía ver el templo del dios humano, situado a lo lejos. El sonido de la campana de alarma recorría el valle, y con sus agudos ojos élficos vio las formas oscuras que avanzaban hacia el templo.

Maldijo y echo a correr otra vez, salto con levedad de su precaria posición en lo alto del abismo rocoso, y se lanzo a la carrera hacia el edificio.

Al habérsele negado la entrada en el templo humano, Eldanair se había limitado a escalar las murallas sin que los centinelas lo vieran ni oyesen. Que sentidos tan poco sensibles había pensado. Tras caer al suelo en el interior del complejo se había fundido con las sombras y seguido a Annaliese como un fantasma.

A pesar de lo fácil que le había resultado burlarlas, se había sentido impresionado por las defensas del templo. Altas murallas con puertas guardaban el acceso al templo por el norte y el sur, mientras que el este estaba protegido por un precipicio vertical que caía hacia un valle situado muy al fondo; el oeste estaba cerrado por un precipicio igualmente infranqueable que se alzaba hasta una gran altura.

Aullidos distantes que a un humano le habrían resultado imposibles de discernir atrajeron sus agudos oídos, y el viento llevó hasta él un olor que le resultaba familiar y odioso. Sin detenerse, había escalado las murallas del norte y corrido entre los árboles, en busca de los pieles verdes.

Al oír un pataleo rítmico que avanzaba por el camino, Eldanair se había desviado hacia la izquierda, en dirección al ruido, y se había acuclillado junto al tronco de un árbol muy añoso. Allí, exhaló larga y regularmente, y aguardó que llegara el momento adecuado antes de salir de su escondite al camino y disparar.

La flecha se clavó en la gruesa frente inclinada, atravesó el hueso y se alojó en el cerebro de la corpulenta criatura que cayó del lomo de un jabalí de guerra que bufaba. La bestia se volvió y destripó salvajemente al jinete caído con colmillos largos como el antebrazo de un hombre. Una segunda flecha se clavó en el cuello de otro jinete, pero éste se limitó a bramar de furia y tirar brutalmente de las riendas para dirigir la montura hacia Eldanair.

La tercera flecha que disparó se clavó en el tosco escudo de madera del orco, y la criatura volvió a rugir, con una boca imposiblemente grande y llena de gruesos dientes con forma de colmillo. Llevaba en alto una cuchilla de proporciones descomunales, y Eldanair rodó limpiamente para apartarse del camino cuando el frenético jabalí cargó contra él. El arma del orco se estrelló contra el tronco del árbol, a un pelo de la espalda del elfo, que se puso de pie al acabar la voltereta y disparó dos flechas que se clavaron justo detrás de la paletilla del jabalí, dirigidas a su corazón. La criatura cayó al suelo, muerta, y su mandíbula y peludo hocico abrieron un profundo surco en la tierra. El piel verde saltó del lomo del animal muerto y giró hacia Eldanair.

Habría podido ser de la misma estatura que el elfo si se hubiera erguido, pero andaba encorvado, con la ancha cabeza de bruto hundida entre los enormes hombros. Sus brazos eran tan gruesos como tocones de árbol, y rugió al saltar hacia Eldanair, mientras la saliva goteaba de sus fauces.

El elfo le clavó dos flechas a la criatura antes de que llegara hasta él. Con el escudo de madera le dio un golpe que lo apartó hacia un lado, y dio un traspié al esquivar un barrido letal de la enorme arma del piel verde. Al ver que perdía el equilibrio, la criatura volvió a rugir y cargar contra él para estrellarle un carnoso hombro contra el pecho; el golpe lo derribó al suelo, con una mueca de dolor.

A pesar de todo, se recuperó con rapidez y gracilidad inhumanas. Una de sus manos salió disparada cuando se ponía de rodillas, y un cuchillo se clavó hasta la empuñadura en un ojo del orco, que cayó al suelo con un gemido, sufrió un espasmo y quedó inmóvil. Eldanair recuperó con rapidez el cuchillo y echó a correr otra vez.

Más pieles verdes avanzaban por el camino en dirección al templo, y Eldanair se desvió a la derecha, corriendo velozmente entre los abetos. Apartado del camino, cubría el terreno a buen ritmo, zigzagueando por entre el laberinto de árboles a una velocidad imposible.

Al final vio alzarse ante él la oscura sombra de la muralla, y salió de entre los árboles al tiempo que se echaba el arco al hombro mientras corría hacia el muro vertical de casi cinco metros de altura.

Saltó hacia la muralla, donde sus dedos hallaron asidero entre las rocas toscamente talladas, Mientras rezaba para que no hubiera centinelas en aquella sección, trepó, forzando los músculos al máximo y sorbiendo por entre los dientes a causa del dolor que sentía en los dedos.

Al llegar a lo alto, pasó una pierna por encima de las almenas y se dejó caer en cuclillas sobre el adarve. Volvió a coger el arco y miró a lo largo de la muralla defensiva, momento en que vio los cadáveres de los centinelas a los que habían cortado en pedazos con saña. Había toscas escalerillas apoyadas contra la muralla, y vio un goblin que le cortaba las orejas a uno de los centinelas. Eldanair despachó a la criatura de un flechazo en la nuca.

El elfo saltó silenciosamente al suelo del interior de la muralla, y se fundió con la oscuridad. Avanzó a la carrera y se acuclilló junto a un pozo cubierto, en suya sombra se ocultó. Desde allí podía ver que el rastrillo de la puerta estaba alzado, y que un tronco de árbol impedía que volviera a cerrarse. La pesada puerta de madera había sido destrozada, y por el portal ahora abierto entraba un torrente de pieles verdes.

Oyó golpes apagados y rítmicos, y al instante supo que era un ariete con el que intentaban derribar la puerta del templo.

—Annaliese —siseó, y salió de su escondite para correr en dirección al templo.

* * *

—¡Tomás! —gritó Annaliese, que oyó cómo su propia voz desaparecía en el estruendo de gritos y alaridos. Presa de un pánico frenético, corrió por el pasillo en dirección al templo propiamente dicho, pasando por debajo de severas arcadas y bajo la fría mirada fija de santos sigmaritas. El tañido de las campanas continuaba resonando ensordecedoramente en algún lugar de lo alto.

Los sirvientes del templo y los devotos que habían acudido allí en peregrinaje salían atropelladamente de los dormitorios colectivos que había a ambos lados del pasillo, con el miedo visible en el rostro. Aferraban iconos de Sigmar y se lamentaban. Annaliese intentó preguntarles a varios de ellos si habían visto a un niño pero la gente que pasaba a toda prisa la empujaba de un lado a otro, y nadie quería escucharla.

Una voz grave e imponente tronó por el corredor. El tono autoritario silenció a la gente atemorizada que daba vueltas de un lado a otro, y que comenzó a avanzar arrastrando los, pies hacia el que había hablado, un alto sacerdote guerrero ataviado con armadura y ropones.

—El templo de nuestro señor está cercado —dijo el sacerdote, en voz lo bastante alta cómo para que todos lo oyeran—. Cualquier hombre capaz de luchar debe quedarse aquí para ayudar en la defensa. Quiero que todas las mujeres y los niños den ahora un paso adelante, y serán llevados a la cripta. —En el corredor estalló de repente un estruendo de gente que gritaba de miedo y asediaba al sacerdote con preguntas.

—¡Basta! —rugió él, y silenció a la multitud—. ¡Aquí no habrá discusiones! El iniciado Alexis, aquí presente os conducirá hasta la cripta. Quiero que las mujeres y los niños vayan con el No llevéis nada. Marchaos con lo puesto.

La gente comenzó a apresurarse y empujarse, y el nivel de ruido volvió a aumentar.

—¡En silencio! —Bramo el sacerdote—. Sois todos hijos de Sigmar, ¡no lo deshonréis con debilidad y lágrimas! Marchad ahora, en silencio, y Alexis presidirá las plegarias cuando os hayáis encerrado en la cripta. ¡Marchaos ya!

Las mujeres se despidieron precipitadamente de maridos y padres de aspecto nervioso, y entre un chico y su madre estalló una discusión.

—¡Eres demasiado joven! —dijo la madre con severidad, interrumpiéndolo a media frase. El alto sacerdote posó una mano sobre un hombro de la mujer, y ella volvió hacia él ojos llorosos.

—El muchacho tiene el espíritu luchador de Sigmar; dejadlo que forme con nosotros y desafíe a estos enemigos —dijo, con voz severa. Las lágrimas comenzaron a caer por el rostro de la mujer, que abrazó al muchacho contra su pecho, sollozando.

El joven iniciado Alexis, que no podía tener más de ocho años, tomo a la mujer de la mano y se la llevó junto con las demás.

El sacerdote de elevada estatura volvió los ojos verdes hacia Annaliese, que estiraba el cuello e intentaba ver a Tomas entre la multitud.

—Marchaos con los demás —le dijo. Ella se limitó a negar con la cabeza, sin hacerle caso mientras continuaba recorriendo el pasillo con la mirada. Él la aferro con firmeza por un brazo, y la empujo hacia las mujeres y niños que se alejaban.

—No lo haré —le espeto ella que se soltó con brusquedad, para luego alzar hacia él una mirada feroz con los ojos que se le llenaban de lágrimas en contra de su voluntad—. No puedo encontrar a un niño, Tomas.

—¡No hay tiempo para esto, muchacha! —bramó el sacerdote—. Tu niño probablemente ya está allí abajo, con las dulces hermanas.

—Las hermanas… —murmuró Annaliese ¡Tenía que ser eso! Tomás había ido en busca de Katrin—. ¿Las hermanas ya están ahí abajo?

—Sí, sí que lo están —replicó el sacerdote, ahora distraído—. ¡Marchaos ya! ¡Daos prisa!

Dejo al sacerdote que les vociferaba a los hombres de ojos desorbitados que lo siguieran hasta la armería. Corriendo velozmente fue en la dirección hacia la que habían conducido a las mujeres. Atravesó varios corredores, mientras oía golpes rítmicos intercalados con el tañido de las campanas.

Salió corriendo por una arcada y se encontró en la capilla central de Sigmar, iluminada con velas y braseros y profirió una exclamación ahogada de pasmo reverencial.

Había estado a oscuras cuando los habían conducido apresuradamente a través de ella, aquel anochecer, pero ahora que estaba encendida ella se quedó mirando en torno boquiabierta.

El espacio era inmenso con paredes que ascendían hasta una altura imposible y desaparecían en la oscuridad de lo alto Estatuas de los guerreros santos de Sigmar flanqueaban los muros, situadas dentro de nichos arqueados que se encontraban a seis metros del suelo. Estaban en poses heroicas y empuñaban armas descomunales, de pie sobre los enemigos muertos. Cada estatua era del tamaño de un gigante, y la luz de las velas que oscilaba sobre ellas les confería una ilusión de movimiento.

Pero la estatua del propio Sigmar que se alzaba en el centro del abovedado templo, sobre un plinto y rodeada por jinetes de aspecto feroz, la dejó sin aliento.

Los braseros iluminaban desde abajo la imponente estatua dorada, proyectando profundas sombras sobre los marcados músculos del torso, ya que la representación del dios guerrero alzaba su martillo de guerra, Ghal-Maraz, en el aire. Tenía el cabello largo y ondulado, y su rostro presentaba una expresión de la determinación más absoluta; era la expresión que Annaliese imaginaba que había en la cara del hombre dios cuando había desafiado a las interminables hordas de pieles verdes en el negro paso cercano, y hablaba de una fuerza y una nobleza pasmosas.

Querubines unidos a un mecanismo de relojería giraban en torno a la estatua, y sus metálicas alas plumadas chasqueaban al aletear espasmódicamente y llevarse trompetas a los labios fruncidos.

Su atención se distrajo de la pasmosa estatua cuando un trío de sacerdotes guerreros pesadamente acorazados pasó apresuradamente de largo. Uno de ellos era el sacerdote de hablar dulce que la había escoltado hasta el templo a primera hora de esa noche, aunque casi no lo reconoció con el casco cuya visera llevaba alzada, pero él se detuvo a su lado.

—Deberíais estar con las otras —dijo con voz suave, frunciendo las cejas a causa de la preocupación—. Venid —dijo, y comenzó a llevarla apresuradamente hacia la parte posterior del templo.

—Yo puedo luchar —dijo ella, desafiante, al tiempo que se plantaba. El sacerdote se detuvo y sonrió, cosa que transformó su rostro. Era muy guapo, pensó Annaliese, que sintió que se le sonrojaban las mejillas. El sacerdote posó una pesada mano sobre un hombro de ella. El guantelete estaba frío.

—De eso no tengo ninguna duda —le aseguró—. Alguien tiene que proteger a las mujeres y a los niños. Venid.

Ella sabía que le estaba siguiendo la corriente y sintió que se sonrojaba aún más, pero dejó que la llevara hasta la entrada que descendía bajo el templo. Era una estrecha escalera de caracol que se adentraba en la roca. Una luz parpadeante ascendía desde abajo.

Se oyó una detonación resonante que recorrió todo el templo, seguida por el sonido de madera que se partía.

—¡Nos han abierto una brecha! —gritó alguien, a lo que siguió el sonido de las armas al chocar unas con otras. Un rugido bestial que ponía los pelos de punta resonó por el templo, y un guerrero lanzó un alarido de dolor.

—Debo marcharme —dijo el sacerdote. Le apretó brevemente un hombro, y dio media vuelta, tras lo cual aferró el martillo con ambas manos y su expresión se tomó ceñuda. Ella se mordió el labio inferior mientras miraba los escalones de piedra que descendían en espiral. Cuando el sacerdote se volvió y vio la indecisión de ella, le gritó, desaparecida de su voz toda dulzura—: ¡Marchaos ya!

Annaliese oyó que le rugía una plegaria a Sigmar, acompañada por un destello de luz dorada que se produjo al otro lado del templo, y los rugidos y bramidos de enemigos inhumanos. Un hombre lanzó un alarido de dolor cuando Annaliese comenzó a bajar por los peldaños.

La escalera de caracol giraba y giraba a medida que descendía. Pasó por un rellano en el que ardía una antorcha. Tocó un escudo antiguo blasonado con el cometa de colas gemelas que colgaba del muro, y continuó descendiendo en la casi total oscuridad, palpando las lisas paredes con las manos para guiarse. Los sonidos de batalla se filtraban desde lo alto; y respiraba agitadamente; se sentía como si las paredes se cerraran sobre ella, e imaginó cómo sería si tropezara y cayera de cabeza por los traicioneros escalones, hacia la oscuridad.

Al fin comenzó a poder ver otra vez, y salió a un amplio rellano excavado en la roca. En las paredes ardían antorchas, y echó a correr por un amplio pasillo hacia la pesada puerta que había en el otro extremo, pasando ante numerosos nichos-sepulcro donde descansaban los huesos de los santos.

Se detuvo ante uno de los sepulcros al ver que contenía un esqueleto que llevaba una muy pulimentada armadura antigua y yacía sobre un plinto tallado en la pared. Sobre el lugar de descanso del guerrero muerto en tiempos remotos había un enorme escudo brillante, y las esqueléticas manos sujetaban un martillo que descansaba sobre el pecho del difunto. De las paredes colgaban pergaminos desteñidos que sin duda hablaban de las hazañas del sacerdote guerrero, y había tiras de vitela colocadas bajo candelabros y cubiertas de intrincada escritura. Volvió la cabeza cuando un terrible alarido agónico descendió desde el templo, y entonces echó a correr hacía la puerta del otro extremo del pasillo.

Se trataba de una pesada puerta de roble reforzada con bandas y púas de hierro. Se puso a aporrear la superficie.

—Por favor —gritó—. Por favor, abrid la puerta.

En ese momento se dio cuenta de que no llevaba la espada que le había dado Eldanair, y se maldijo. Si el enemigo lograba asesinar a los sacerdotes guerreros que estaban arriba, ¿cómo iba ella a defender a las mujeres y los niños que se encontraban en la cripta?

Sin dejar de maldecirse, giró sobre sus talones y recorrió velozmente el entorno con la mirada en busca de un arma. Reparó en una luz mortecina que manaba de uno de los nichos, y avanzó hacia él con precaución.

Apenas si reparó en el sonido de una pesada barra que alguien levantaba, porque estaba segura de que algo estaba atrayéndola hacia el lugar de descanso de aquel guerrero de la antigüedad.

—¡Annaliese! —susurró una voz cuando se abrió la puerta, detrás de ella, y vagamente reparó en que era la voz de Katrin, la hermana de Shallya—. ¡Annaliese, entra, rápido! ¡Tomás está aquí, conmigo!

Deslumbrada, Annaliese hizo caso omiso de la mujer y entró en el nicho.

Mientras que todos los otros sepulcros de santos habían recibido una esmerada atención y las armaduras y armas de los difuntos estaban muy lustrosas y limpias de polvo, este guerrero se encontraba cubierto de telarañas, y su cota de malla estaba herrumbrosa y deslucida.

A Annaliese le pareció que se movían sombras en la periferia de su campo visual, y creyó oír un suave susurro, como de una voz llevada por el viento. Ante ella huyeron arañas al acercarse a lo que pensaba que sólo podía ser un reverenciado guerrero de otros tiempos, y el susurro pareció hacerse más fuerte aunque no lograba entender ninguna palabra.

Descendió sobre ella un helor mortal, pero continuó acercándose al esqueleto como si la llamara. Se arrodilló en el polvo que había permanecido intacto durante siglos, junto al venerable guerrero, y lo miró a la cara. La carne había desaparecido de los huesos y la mandíbula inferior estaba medio separada del cráneo, pero ella no sintió horror ni miedo.

Vagamente oyó una voz que la llamaba frenéticamente por su nombre, pero parecía proceder de muy, muy lejos, así que no le hizo caso.

El esqueleto llevaba una banda circular de metal deslucido en la coronilla, y aún le quedaban mechones de pelo pegados al cráneo. Bajó los ojos hacia las manos del guerrero. Con cada una empuñaba un martillo cubierto de polvo y telarañas, y ambos se cruzaban sobre un sencillo peto oxidado hacía mucho tiempo. Los martillos eran de diseño simple y funcional; un corto mango metálico liso que remataba una doble cabeza sólida. La única ornamentación que lucían era un relieve del cometa de doble cola en los lados de la cabeza de cada martillo, pero incluso éstos distaban de ser ostentosos.

Impulsada más por el instinto que por el pensamiento racional, una de sus manos se cerró sobre el mango de uno de los martillos. Se partió un hueso de un dedo, y ella alzó la frágil mano y deslizó el martillo fuera de la presa del guerrero muerto en la antigüedad. Volvió a dejar cuidadosamente la mano sobre el pecho, y se maravilló ante el arma que sujetó con ambas manos. Le limpió el polvo y las telarañas y sintió la fuerza que había en la mortífera arma.

Se inclinó hacia delante y le dio un beso en la frente al esqueleto del sacerdote guerrero.

—Gracias —susurró, y se puso de pie.

Y entonces, el sonido se estrelló contra sus sentidos como algo sólido. Una mujer le gritaba al oído y le tironeaba de un brazo. Por el corredor resonaban pesados pasos, acompañados de raspar de metal contra piedra, gruñidos monstruosos y palabras guturales como ladridos, vociferadas en un tosco idioma brutal.

Como si despertara de un sueño, Annaliese vio el lloroso rostro de Katrin cerca del suyo, suplicándole que la acompañara.

El sonido de pesados pasos procedía de la escalera, y entonces se dio cuenta de que había llegado el enemigo. Se quedó mirando con ojos desorbitados el martillo que tenía en las manos.

Entonces sintió que la invadía una sensación de paz y calma, alzó la cabeza y le sonrió a Katrin.

—Marchaos dentro y cerrad bien la puerta —le dijo a la frenética mujer. Katrin negó con la cabeza mientras las lágrimas caían por sus mejillas, e intentó arrastrarla hacia la seguridad de la puerta. Al otro lado de la entrada, Annaliese vio los asustados rostros de las mujeres, y al joven sacerdote iniciado que la miraba con expresión de profundo asombro.

—Marchaos, Katrin —dijo Annaliese firmemente, con amor y fuerza en la voz. Katrin dejó de sollozar y miró profundamente los ojos de la muchacha adolescente, donde vio resolución, pero también vio otra cosa. La soltó, un poco a regañadientes, y con un último beso triste en una mejilla, echó a correr y atravesó la puerta.

—Cerradla bien —oyó Annaliese que ordenaba la hermana, y reparó en el golpe de la puerta al cerrarse mientras le volvía la espalda con calma. Se echaron cerrojos, y colocaron una pesada barra por dentro de la puerta.

Annaliese comenzó a avanzar lentamente por el corredor mientras comprobaba el peso del martillo que tenía en las manos y miraba ceñudamente la escalera de caracol hecha de piedra.

Percibió a su lado la presencia de los santos de Sigmar muertos en la antigüedad, y cuando apareció el primero de los enemigos, ella lanzó un grito furioso. Con el martillo en alto, acometió.

* * *

Rodeado de esquirlas de vidrio de color, Eldanair se arrodilló en el alto alféizar y recorrió con la mirada la carnicería que había en el templo que tenía debajo. La ventana se encontraba unos tres metros por encima del suelo de losas de piedra, y el vitral que había habido en ella había representado al dios humano, Sigmar, hasta que, hacía poco, había sido hecho añicos por una lanza que le habían arrojado.

La nave principal del interior del alto templo abovedado hervía de combatientes. Los humanos pesadamente acorazados de un grupo luchaban; espalda con espalda, contra la horda de pieles verdes que se lanzaba contra ellos. Los enemigos se estrellaban contra hombres como un torrente enfurecido, y aunque éstos se mantenían firmes no podían rechazar a aquella marea viviente, y orcos y goblins corrían, desenfrenados, por el templo, donde destrozaban estatuas y derribaban candelabros a patadas entre bramidos y rugidos.

Una flecha se hizo pedazos al impactar contra la piedra del arqueado hueco de la ventana, a poco más de treinta centímetros de la cabeza de Eldanair, que vio que un goblin de afilados rasgos colocaba frenéticamente otra flecha en la cuerda de su corto arco. El elfo atravesó el pecho de la criatura con uno de sus proyectiles, el goblin cayó al suelo, y Eldanair saltó de su puesto de observación y aterrizó con levedad sobre las losas de piedra del suelo del templo.

Disparó otra flecha que se clavó en un hombro de un orco que se encontraba de pie ante uno de los humanos. El impacto le hizo perder el equilibrio, y entonces el humano avanzó y lo derribó al suelo con un potente golpe de martillo de doble cabeza.

—¡Annaliese! —gritó Eldanair, mientras acababa con otro orco al que le clavó una flecha en la cintura—. Annaliese —llamó otra vez, y atravesó la refriega a toda velocidad, esquivando lanzas que intentaban ensartarlo y anchas cuchillas que le dirigían tajos.

No tenía ni idea de dónde podía estar la muchacha, pero estaba desesperado por encontrarla y protegerla. Había jurado sobre la sangre de sus compañeros muertos que la dejaría en lugar seguro, y moriría antes de volver a faltar a su deber.

Rodeó una enorme columna de piedra blanca, con la cuerda del arco tensa y una flecha preparada para disparar. Se encontró cara a cara con un guerrero de ojos verdes que tenía el rostro salpicado de sangre, y disparó. La flecha hendió el aire, pasó junto a una oreja del guerrero y se clavó en el orco que estaba detrás, al que le entró a través de la boca abierta para atravesarle la parte posterior del cuello.

El humano frenó su descomunal martillo de guerra antes de que aplastara al elfo, con los ojos desorbitados de sorpresa. Eldanair pasó entonces junto a él, casi volando sobre el suelo del templo.

—¡Annaliese! —volvió a gritar, y giró sobre sí al llamarlo el sacerdote.

El humano vociferó algo que él no entendió, pero captó el nombre de Annaliese en medio del torrente de palabras ininteligibles, y vio que señalaba hacia la parte posterior del templo.

Eldanair le gritó una advertencia, pero llegó demasiado tarde porque un rugiente orco clavó un par de gigantescas cuchillas en la espalda del humano. Con una mueca de dolor, el guerrero se desplomó boca abajo en el suelo, mientras el victorioso orco gritaba como una bestia frenética, con la sangre del humano goteando de sus armas.

El elfo disparó una flecha que se clavó en el cuello de la criatura, pero, presa del frenesí sanguinario, el orco no reparó siquiera en el proyectil y saltó hacia los guerreros humanos.

Eldanair corrió hacia la parte posterior del templo, y se detuvo en seco al llegar a la pared posterior. Se volvió en redondo mientras formaba con los labios una obscenidad silenciosa y se preguntaba si habría interpretado mal el significado de las palabras del humano.

Oyó un rugido apagado y sus ojos se desviaron velozmente hacia una escalera que descendía en espiral hacia la oscuridad, y que estaba medio oculta detrás de una columna.

—Annaliese —llamó, una vez más. No hubo respuesta, aunque desde abajo le llegaban sonidos de lucha.

Tras echarse el arco sobre los hombros y desenvainar su larga espada elfica, Eldanair se lanzó escaleras abajo.

* * *

Los caballeros, con sus poderosos caballos atronando ensordecedoramente, atravesaron a la carga el cuerpo de guardia donde los enemigos habían abierto brecha. Los encabezaba Karl Heiden, el preceptor, que los instaba a avanzar con tono urgente.

La última hora había transcurrido como una niebla mientras los caballeros cabalgaban a toda velocidad por el serpenteante camino ascendente de montaña hacia el templo. Los toques de cuerno y los aullidos de los lobos se habían ido haciendo más frenéticos a medida que se aproximaban al lugar de destino, y Grunwald imploraba que no llegaran demasiado tarde. Una campana solitaria doblaba con urgencia, una desesperada advertencia que repicaba por todo el valle.

Los goblins chillaban al apartarse a toda prisa del paso de los caballeros que ascendían atronadoramente por el camino. Varios de ellos fueron ensartados por las puntas de las lanzas, y Grunwald vio a una lastimosa criatura que era alzada en alto, espetada por la lanza magistralmente guiada de Karl.

El cazador de brujas no estaba entrenado para luchar a caballo, y mejoró notablemente la opinión que tenía sobre los caballeros de Myrmidia. Combatían a los enemigos con lanza y escudo, renunciando al uso de las riendas, ahora que había comenzado la batalla, para guiar expertamente a los caballos con las rodillas.

La cuña de caballeros subió por el camino apartando hacia los lados toda resistencia. Cuando las lanzas se hubieron partido o quedado atascadas en los cuerpos de los pieles verdes, los templarios las descartaron para recurrir a sables y espadas de caballería con los que descargaban tajos sobre el cráneo de los enemigos al pasar.

Grunwald no tenía costumbre de cabalgar con un caballo de guerra perfectamente entrenado y acorazado, pero se encontró con que el corcel respondía de inmediato a sus órdenes. Bufaba y les lanzaba patadas a los orcos caídos, a los que pisoteaba con los cascos.

Con el estandarte negro y dorado de Myrmidia en alto, los caballeros no perdieron el impulso al cargar por el ascendente camino bordeado por los árboles, mientras de la boca de los caballos volaban hilos de espuma. De repente, el templo de Sigmar apareció como una mole enorme ante ellos, imponente y marcial, y Grunwald maldijo al ver las grandes puertas hechas pedazos, y los pieles verdes que entraban como un torrente por la arcada vacía.

Con una orden gritada, los caballeros se dividieron en dos grupos; el más pequeño se dirigió al templo propiamente dicho, mientras que el otro se lanzó al galope tendido hacia el grupo más numeroso de orcos que corría hacia la asediada estructura.

Al ver a los pieles verdes que se apiñaban en la entrada del templo, Karl condujo al grupo más pequeño de caballeros que ascendió por los anchos escalones y se lanzó contra la retaguardia enemiga.

Las espadas ascendían y caían, trazando sangrientos arcos en el aire. Grunwald apuntó con una de las pistolas, que atronó con fuerza cuando la bala de plomo atravesó el casco de hierro de un orco, y la criatura cayó al instante.

La carga de los caballeros los llevó hasta el interior de la nave principal del templo, donde los cascos de los caballos resbalaban sobre la pulimentada piedra. Uno de los corceles relinchó y cayó al lanzarse contra una lanza plantada en el suelo y que se le quedó clavada en el pecho al partirse el asta. Otro caballero cayó cuando se le hundió en el pecho la hoja de una enorme cuchilla que le habían arrojado, y Grunwald tuvo que luchar para mantenerse sobre la silla cuando su corcel se alzó de manos y se puso a patear todo lo que tenía cerca. Vio que Karl se iba hacia atrás al clavársele una flecha en un hombro, pero el preceptor no cayó.

—¡Que Sigmar me de fuerzas! —gritó alguien, y los ojos del cazador de brujas se clavaron en un puñado de guerreros que batallaban contra unas probabilidades insuperables. Vio una alta figura de pelo blanco en medio de los sacerdotes, la cual blandía espadas gemelas, una corta y ancha destinada a la defensa, y reconoció a su fuero superior. Mientras le daba gracias a Sigmar porque aún estuviera vivo, Grunwald le clavó los tacones con, fuerza a su caballo de guerra para que se lanzara contra la apretada masa de pieles verdes.

Un orco enorme le rodeó el cuello al corcel con los enormes brazos, y el animal comenzó a debatirse enloquecidamente, corcoveando y pateando. Otro orco avanzó de un salto y le asestó un tajo con la espada a las desprotegidas patas posteriores del caballo, y la acorazada bestia se desplomó con un estruendo resonante.

Grunwald, que había tenido la suerte de que el caballo no le aplastara las piernas, se puso trabajosamente de pie y desvió un salvaje golpe con la maza, al tiempo que estrellaba contra la cara del orco la pesada culata de la pistola. Antes de que el piel verde pudiera recuperarse, un par de cascos se le estrellaron de lleno en la frente y lo mataron al instante.

Vio que Karl se quitaba el abollado yelmo de la cabeza antes de hacer que el caballo se adentrara más en la masa de enemigos a los que asestó tajos a diestra y siniestra para abrir un sendero que le permitiera llegar hasta los asediados sacerdotes. Otro caballero fue arrastrado hacia el suelo, y Grunwald estrelló la maza contra la huesuda cabeza de un orco que saltó hacia el jinete derribado. El impacto partió el cráneo del orco pero hizo que una tremenda sacudida ascendiera por el mango de la maza y a lo largo del brazo del cazador de brujas.

Luchó hasta llegar junto al sacerdote guerrero.

—Te has tomado tu tiempo, Grunwald —gruñó el general cazador de brujas cuando Udo llegó hasta el grupo de guerreros, tras haber aplastado a un goblin con un golpe asestado por detrás.

—Algo se me comió el caballo —gruñó Grunwald, a modo de respuesta, mientras se situaba detrás del cazador de brujas más alto y de más edad que él.

Con Karl y sus caballeros matando a tajos a los pieles verdes, el rumbo del combate estaba invirtiéndose y algunos de los orcos daban media vuelta para huir. El preceptor desmontó con el fin de no continuar arriesgándose a que su montura resbalara sobre las lisas piedras y sufriera una caída fatal. Desvió con destreza el brutal barrido de una espada, y respondió con un tajo mortal que degolló a un orco.

—Os presento mis más humildes disculpas por entrar a caballo en vuestro templo —dijo, con una sonrisa traviesa.

—Dadas las circunstancias, creo que podemos perdonar eso —gruñó uno de los sacerdotes, un personaje poderoso que empuñaba un par de martillos cubiertos de sangre, al tiempo que avanzaba y estrellaba ambas armas contra la cara de otro piel verde.

—Las mujeres… y los niños —gimió, desde el suelo, un sacerdote caído cuya sangre manaba sobre las losas del sueño a través de numerosas heridas.

—¿Qué? —preguntó Grunwald.

—Algunos de los profanadores lograron pasar mis allá de nosotros… —Hizo una pausa para respirar, con una mueca de dolor. El general cazador de brujas maldijo.

—¿Dónde están? —preguntó.

—En la cripta —dijo otro de los sacerdotes, mientras mataba un enemigo más.

—Contenedlos aquí —dijo Grunwald, y se encamino hacia la parte posterior del templo. Karl echó a correr junto a él, haciendo entrechocar las piezas de la armadura. Grunwald conocía bien el templo, y se detuvo en lo alto de una escalera de caracol que bajaba.

—El descenso es empinado y estrecho —dijo—. Tened cuidado. —Tuvo visiones del preceptor pesadamente acorazado resbalando y cayendo de cabeza hasta la cripta—. Tal vez sería mejor que os quedarais aquí.

—¿Hay mujeres ahí abajo verdad? —dijo y le dedico una sonrisa al cazador de brujas—. Estoy seguro de que podre bajar sin problemas. Grunwald soltó un bufido a modo de respuesta, y descendió los escalones de tres en tres. Estuvo a punto de tropezar con varios cuerpos que había en la escalera, orcos que habían muerto a causa de la perfecta destreza de esgrimista de alguien que los había acometido por la espalda; daba la impresión de que los orcos no se habían vuelto contra el atacante, como si no se hubieran percatado de su presencia hasta que ya fue demasiado tarde.

Bajó de un salto los últimos escalones, y entró como una tromba en un amplio corredor del sepulcro. Allí era, muy fuerte el hedor a orco, y el aire estaba cargado de olor a muerte.

Había cadáveres por el suelo pero permanecía en pie media docena de orcos que formaban un semicírculo en torno a un par de guerreros.

Grunwald parpadeó, como si creyera que lo engañaban sus propios ojos. Un elfo, y una muchacha armada con un martillo sigmarita. Mientras vacilaba, vio al elfo matar a uno de los brutos de piel verde con una estocada veloz como el rayo. Karl casi se estrelló contra Grunwald al salir de la escalera medio corriendo, medio cayendo. Sus ojos se desorbitaron al contemplar la sangrienta batalla que tenía lugar en el corredor, y se quedó mirando fijamente y con descarada admiración a la muchacha que blandía el martillo.

La joven alzó el arma ante sí con un grito desafiante, y dio la impresión de que los orcos se tapaban los ojos y retrocedían ante ella. La muchacha avanzó de un salto para estrellar el martillo contra la cabeza de una de las criaturas, y se la pulverizó en medio de una fuente de sangre.

Juntos, el cazador de brujas y el preceptor cargaron, bramando inarticulados gritos de guerra. Los orcos que estaban más atrás se volvieron hacia ellos, pero Grunwald vio que dos de las criaturas se lanzaban hacia la muchacha.

A pesar de lo rápido que era el elfo, no lo fue lo bastante como para parar las espadas que barrieron el aire hacia ella por la derecha y la izquierda, aunque se arrojó en el camino de uno de los orcos, desvió sin problemas el golpe y decapitó al piel verde con el barrido de retorno. El filo de la otra arma se hundió en un costado de la muchacha con un crujido mojado.

La muchacha fue lanzada contra un muro, y se desplomó, inerte, en el suelo. El elfo se arrodilló instantáneamente junto a ella, indiferente ante el peligro, con los largos rasgos angulosos contorsionados por la desesperación.

—Ha sido asombrosa —jadeó Karl, mientras mataba al último orco.

—Sí —dijo el cazador de brujas, al mirar a la muchacha inmóvil que se desangraba en el suelo—. Lo ha sido.