OCHO

OCHO

Los rayos que destellaban por el cielo de lo alto de las montañas lejanas hacían que el ambiente del campamento fuese pesimista. Como Grunwald sabía por experiencia, los soldados eran supersticiosos, y ver los destellos en la dirección hacia la que viajaban podía ser considerado como un mal augurio.

Él no tenía tiempo para augurios y no era ni remotamente supersticioso aunque había sido soldado regular del ejército de Nuln. Siempre había sido devoto y daba mucha importancia a presentar los debidos respetos a los dioses —invocando a Manann siempre que subía a bordo de un barco, y dándole gracias a Verena siempre que la justicia era bien servida—, pero desaprobaba las practicas rurales de los ignorantes y mal informados, las promesas y amuletos que muchos afirmaban que protegían contra los malos espíritus y augurios. Ese tipo de cosas olían a práctica infernal, y constituían uno de los caminos por los que uno podía deslizarse inadvertidamente hacia la perdición.

Los soldados regulares habían acampado en riguroso orden, con ocho hombres en cada sencilla tienda de lona, y el aire estaba cargado de los aromas de la comida y la charla de los hombres. Comerciantes y putas deambulaban por el campamento para vender sus mercancías; los seguidores de los campamentos eran algo corriente cuando un ejército se ponía en marcha, porque proporcionaba seguridad además de clientes bien dispuestos con muy poco más en lo que gastarse la paga. No es que hubiera mucho dinero que derrochar, ya que, según había averiguado, hacía meses que aquellos soldados no veían una moneda.

En el centro del campamento estaban las lujosas tiendas de los oficiales y los nobles, en lo alto de las cuales ondeaban los pendones y estandartes. Cada una de ellas era más grande que la casa de un ciudadano imperial medio, y su lona estaba decorada con oro y profusamente bordada, como si cada uno intentara superar a los otros, lo que probablemente era cierto. A Grunwald le daba asco.

Había entrevisto al comandante militar de los soldados regulares, un afectado noble imberbe del que se decía que era primo segundo de uno de los contendientes por el disputado título de Conde Elector de Averland. El noble llevaba armas en las que destellaban piedras preciosas y ornamentos, y se protegía con un peto chapado en oro que había sido moldeado a imagen y semejanza de un heroico torso musculoso. Un petimetre de muñecas flojas que jugaba a la guerra, resumió Grunwald. En general, los nativos de Averland eran famosos en el Imperio por sus grandes despliegues de riqueza y ornamentación, pero este noble llevaba eso a un nivel completamente nuevo.

Los caballeros del Sol Ardiente no tenían ninguna asociación política abierta con aquel estado, ni con ningún otro, y habían acampado separados de los de Averland. Grunwald se había enterado de que el templo del que procedían los caballeros se encontraba en el territorio de Stirland, y entre los de Stirland y los de Averland no había precisamente mucho cariño. No obstante, habían acudido allí por orden del propio Emperador, y eran profundamente devotos y honorables servidores del Imperio.

—Aún me intriga cómo puede ser que viajar hasta el paso del Fuego Negro os aproxime a los campos de batalla del norte —dijo Grunwald. El preceptor rio.

—Los enanos tienen aquí una máquina que acortará el viaje —dijo—. Tendré que verlo con mis propios ojos para creerlo, pero se dice que es una creación monstruosa de vapor y metal —explicó, y se encogió de hombros.

Un par de soldados de Averland, claramente más que un poco borrachos y con los brazos en torno a un trío de mujeres que olían a perfume barato, pasaron dando traspiés junto al fuego de campamento de Grunwald; riendo estrepitosamente. Al fijarse en el cazador de brujas de feroz mirada, guardaron silencio y apresuraron el paso.

—¿Sabéis? Creo que vuestra presencia está poniendo nerviosos a los soldados —comentó Karl.

—Sólo los culpables deben tener miedo de mi presencia —replicó Grunwald, y Karl le dedicó una ancha sonrisa al ceñudo cazador de brujas, desde el otro lado del fuego.

—Vaya, sí que sois un personaje edificante y positivo para teneros cerca, ¿verdad? —dijo, con los ojos chispeantes de humor.

—Ser edificante y positivo no va realmente de la mano con mi ocupación —replicó Grunwald, con el ceño fruncido. La verdad era que le gustaba el joven caballero, ya que era una compañía cómoda tras haber pasado semanas en el camino con el austero rompehierros, Thorrik. El enano se quitó la mochila de la espalda y se sentó ruidosamente con los dos hombres, y al cabo de pocos instantes estaba chupando su pipa en forma de cabeza de dragón.

Al cazador de brujas le gustaba el hecho de que el caballero pareciera completamente impasible ante él; no lo atemorizaban en lo más mínimo ni su presencia, ni sus modales ni su ocupación, y eso le parecía un cambio refrescante.

—Pero algún día deberíais probarlo —continuó el caballero—. Podría hacer sentir más cómoda a la gente, y es cuando la gente se siente cómoda que suele decir lo que no debe e incriminarse.

—La gente suele tener mucha habilidad para incriminarse cuando se siente incómoda —replicó Grunwald, que retorció el cuchillo ante sí antes de comerse un trozo de carne que había pinchado con él.

—Supongo que así es —dijo Karl. Era un hombre apuesto, de ojos azules, de unos veinticinco años como máximo, calculaba Grunwald. Tenía el ondulado cabello rubio, y ahora que no llevaba ni el almófar de malla ni el yelmo lacado de negro, las ondas le caían hasta los hombros. Era un rasgo de vanidad, pensó Grunwald: el cabello largo tenía la tendencia a quedar atrapado en la malla y provocar dolorosos tirones. En su opinión, el pelo largo era poco práctico para los guerreros en el mejor de los casos. Le proporcionaba al enemigo algo más que poder usar contra uno. Aun así, estaba seguro de que muchas de las mujeres más jóvenes que seguían al ejército estaban prendadas del apuesto joven caballero, así que estaba claro que el pelo largo tenía algunas ventajas. Bufó ante su propia línea de pensamiento.

—¿Qué? —preguntó Karl.

—Nada. Sólo estaba pensando que me hacéis sentir viejo —replicó.

—Sí, se os empiezan a notar los años, abuelo. Debéis de estar a punto cumplir, ¿qué, los treinta?

Grunwald volvió a bufar.

—Treinta y tres, y deberíais aprender a respetar a los mayores, no soy tan viejo como para no poder romperos esa bonita nariz que tenéis.

—Treinta y tres —intervino Thorrik con una risotada— ¡ja! ¡Recuerdo mis treinta y tres! ¡Apenas había dejado de mamar de la teta!

Karl se echó a reír a carcajadas, y Grunwald sonrió.

* * *

Más cansada de lo que podía expresar en palabras, Annaliese ascendía por el alto camino de montaña con el cuerpo dormido de Tomás aferrado a su cuello. Hacía mucho que había caído la noche, y viajaban en silencio. Eldanair avanzaba sigilosamente por delante de ellos, con el arco a punto, y cada uno de sus movimientos era preciso y cauteloso. Katrin caminaba junto a ella, con el ruedo del ropón de sacerdotisa sucio a causa de los días de marcha.

El tosco camino había sido tallado en la falda de la montaña, que a su derecha ascendía empinadamente y cubierta de abetos, y a la izquierda caía a pico porque la ladera era rocosa y abrupta.

Allá lejos, en el oscuro valle, destellaban las luces del pequeño asentamiento, Priesterstadt, y al otro lado la montaña se alzaba contra el oscuro cielo. El valle desembocaba en el paso del Fuego Negro, y aunque no se veía ni rastro de él en la oscuridad, el hecho de hallarse tan cerca de aquel santificado lugar la llenaba de reverencia. Se decía que la tierra había vomitado roca fundida y fuego que, al enfriarse y solidificarse, había rellenado el valle con la rugosa superficie negra que daba nombre al paso. Annaliese no estaba segura de la veracidad de la historia ya que eso de la roca que corría como agua y ardía como madera parecía aún más inverosímil que la idea de ratas gigantes que caminaban erguidas como los seres humanos, y acechaban bajo la superficie del mundo.

En el paso del Fuego Negro se había situado el poderoso Sigmar con sus tribus humanas unidas y sus aliados enanos, para librar la más grandiosa batalla que jamás había tenido lugar en el Viejo Mundo. Una horda de pieles verdes como nunca había sido vista antes se había dispuesto a atravesar el valle para penetrar en las fértiles tierras del otro lado, cosa que habría significado el fin de la civilización humana Sigmar se enfrento con este contingente y luchó contra él durante días enteros hasta detenerlo. Asesinó al poderoso señor de la guerra de los pieles verdes, y la unión de las tribus de orcos y goblins se deshizo. Fue la más importante victoria en la historia de la humanidad, y anuncio la aurora del propio Imperio.

Cuando era niña, Annaliese había escuchado, boquiabierta, en el regazo de su padre mientras él narraba la historia de la victoria de Sigmar. Nunca se había cansado de ese relato, y cada noche, antes de irse a la cama le suplicaba a su padre que volviera a contárselo. Él lo adornaba, inventaba nuevas hazañas sobrehumanas para el rubio dios guerrero, pero la esencia de la narración era siempre la misma. Un solo hombre que se había negado a ser vencido y había sido artífice de la salvación de todos.

Un solo hombre era lo único que se interponía entre la victoria y la derrota, había dicho siempre su padre. Si aquel día un solo guerrero hubiera dado media vuelta para huir, habría provocado una fuga imparable que habrá sido el fin del Imperio antes de que se formara siquiera; pero ninguno había huido, a pesar de que muchos debieron creer que había llegado su fin. Y habían resistido sólo debido a su fe en un solo guerrero valiente.

Lo único que se precisa, solía decir su padre a menudo, es que una sola persona se oponga a la opresión y a fuerza abrumadora para que otros se sitúen a su lado; sólo una persona que se muestre valiente ante la muerte para que otras venzan sus miedos. Ésta, decía, era la lección más importante que jamás podría enseñarle a ella y lo repetía a menudo. Se ganaba o perdía una batalla con las cosas más pequeñas, decía: un sólo hombre que daba media vuelta y huía, uno sólo que se mantenía firme, erguido y desafiante ante el enemigo cuando todo parecía perdido.

Se oyó el aullido distante de un lobo y Annaliese se estremeció y volvió la vista atrás para mirar el camino por el que habían llegado. Muy a lo lejos vio una veintena de luces oscilantes. ¿Más viajeros que llegaban al paso del Fuego Negro a altas horas de la noche?

La vista tenía que ser pasmosa a la luz del día, y deseó poder contemplarla. Sin embargo, poco importaba; había decidido quedarse en el templo para ayudar a las hermanas de Shallya en su sagrado cometido. Tendría muchos días por delante para contemplar la grandeza del paso del Fuego Negro.

Sintió que una sensación de calma se apoderaba de ella por haber tomado esa decisión. Consagrar su vida a la diosa de la misericordia a través del cuidado de los enfermos y heridos sería algo que le desgarraría el corazón a la vez que la satisfaría, pensó. Y le permitiría continuar junto a Tomás y Katrin, y eso en sí mismo la complacía.

Su largo viaje ya casi había acabado, y se alegraba por eso. Se sentía más fuerte que nunca antes, y había recorrido sólo Sigmar sabía cuántas millas a través del Imperio, pero sus viajes la habían llevado hasta el lugar en el que su corazón le decía que debía estar; había sido una especie de peregrinaje.

Llegaron a una almenada muralla inexpugnable que protegía el camino que llevaba al templo. Un sólido cuerpo de guardia bajo y ancho se alzaba en medio del camino, con la puerta cerrada y un rastrillo de hierro negro delante de ella.

Sobre las murallas iluminadas por braseros encendidos había centinelas, y Annaliese vio el destello metálico de las puntas de las alabardas. Uno de los centinelas lanzó un grito al aproximarse los exhaustos viajeros, y las ballestas bajaron para apuntarlos por entre las almenas. Ni siquiera esto logró estropear la sensación de bienestar de Annaliese, y experimentó un escalofrío de expectación al ver sobre las puertas el icono de un cometa de doble cola, el símbolo que se decía que anunciaba la llegada del propio Sigmar.

Eldanair aflojó la tensión del arco cuando los apuntaron más ballestas, y alzó las manos en el aire para mostrar que el arma no estaba preparada para disparar.

—¿Quién va? —gritó alguien, y Katrin avanzó para que la iluminara la luz de los braseros.

—Soy una hermana de Shallya, y he venido a reunirme con mi orden, la cual acudió al templo para prestar su ayuda dondequiera que fuese necesaria —dijo. Esto provocó como reacción una conversación en voz baja, y Annaliese oyó el sonido de una pesada barra que era alzada por varios hombres. Se abrió un pequeño portillo en las sólidas dobles puertas de la muralla, y apareció un guerrero de aspecto soñoliento. Parpadeó al ver a Katrin de pie ante él, y les echó una rápida mirada a Annaliese y Eldanair, el cual se había echado la capucha sobre la cabeza. Asintió, bostezando.

—Me temo que tendréis que esperar hasta que llegue uno de los sacerdotes, buena hermana. Nadie puede atravesar esta puerta después de oscurecido, sin su permiso expreso.

Katrin asintió con la cabeza, y la puerta de madera se cerró. Un momento después, el mismo centinela volvió a abrirla.

—¿Puedo traeros algo, hermana? ¿Agua? ¿Pan? Me temo que no tenemos gran cosa.

—Gracias, pero no —replicó ella—. Esperaremos hasta que me haya reunido con mis hermanas, antes de tomar un refrigerio. —La puerta volvió a cerrarse.

Pasaron diez minutos antes de que el sonido de engranajes que giraban y palancas que se alzaban anunciaran que el rastrillo de hierro con púas estaba alzándose. Una de las grandes puertas dobles se abrió con un potente crujido de madera, para dejar a la vista a un poderoso sacerdote guerrero que los esperaba, apoyado en un inmenso martillo de guerra a dos manos. Era de constitución robusta, y llevaba armadura de acero debajo de los ropones. Tenía todo el aspecto de un soldado veterano.

—Hermana, es tarde para viajar por esta zona —dijo, con voz sorprendentemente suave, al tiempo que le hacía un gesto para que avanzara—. Hay peligros que andan sueltos.

—Gracias, hermano —dijo Katrin—. Éstos son mis amigos, y buscan refugio en el templo.

El sacerdote guerrero asintió con la cabeza, y sus ojos se desplazaron rápidamente a Eldanair, luego a Annaliese y su pequeño protegido, para volver al encapuchado elfo.

—A la muchacha y al niño les damos la bienvenida con los brazos abiertos, pero quiero ver la cara del guerrero antes de permitirle entrar —dijo el sacerdote guerrero, con tono suave.

Como si entendiera las palabras, Eldanair se apartó la capucha de la cara y miró al sacerdote a los ojos con actitud orgullosa y noble. Una de las cejas del guerrero de Sigmar se alzó ligeramente, aunque su expresión no cambió. Alzó una mano hacia el elfo, y Annaliese sintió dentro un estremecimiento, cómo si algo etéreo e invisible hubiera despertado en su interior.

—Vuestro corazón es puro, y es el de un guerrero valiente —dijo el sacerdote—. No obstante, lamento que no podáis atravesar estas puertas.

—¿Qué? —preguntó Annaliese, con voz cortante—. De no haber sido por él, habríamos perecido todos. No tenía ni idea de que el templo fuera tan poco acogedor.

El sacerdote volvió sus dulces ojos hacia Annaliese, que sintió que un aura de fuerza y calma descendía sobre ella.

—¿Se nos permitiría a los humanos entrar en un templo de la raza élfica? ¿Se nos permitiría entrar en los ancestrales salones de los enanos? No es por ser poco acogedor que yo le impido la entrada. Es sólo por respeto al templo.

Annaliese posó sobre él una mirada feroz, apartando de sí la sensación de calma que él le transmitía.

—Bien —le espetó, y se volvió hacia Eldanair. Con veloces signos y gestos de las manos le explicó la situación. Intentó comunicarle que ella volvería a salir cuando hubiera dejado a Tomás a salvo. Él se encogió ligeramente de hombros, y poso una mirada altiva en el sacerdote de Sigmar. Giró velozmente al tiempo que se echaba la capucha sobre el rostro, y se fundió con los abetos.

—El templo le proporcionara al elfo comida y leña, si los solicita, señora —dijo el sacerdote con voz dulce y Annaliese le lanzó una mirada colérica.

—No lo aceptaría —replicó. El sacerdote se limitó a encogerse de hombros a modo de respuesta y dio media vuelta para conducirlos a través del cuerpo de guardia. Sus pasos hicieron crujir la grava al llegar al sendero del otro lado.

A Annaliese le pareció que vivía un sueño cuando por fin giraron en un recodo y vio ante sí la gloria del templo de Sigmar, momento en que su malhumor se evaporo al instante. Les dieron la bienvenida acogedores braseros, y se veía luz a través de pequeñas ventanas construidas pensando tanto en la defensa como en la belleza arquitectónica.

En el mortecino claro de luna, Annaliese vio que en lo más alto del abovedado tejado del templo brillaba la dorada estatua de un hombre que empuñaba un martillo enorme. Quedo boquiabierta de pasmo reverencial. A la salida del sol la estatua se iluminaría como si ardiera con luz divina.

Las puertas del templo rechinaron al abrirse, y por ellas manaron calor y luz Al entrar, Annaliese sintió que la invadía el bienestar.

—Estoy en casa —susurró.

* * *

Udo Grunwald caminaba junto a Thorrik con el caballo cogido de las riendas para que la exhausta bestia descansara un poco. El corcel se mostraba asustadizo, y el cazador de brujas lo sintió temblar cuando aullaron los lobos a lo lejos. Debía ser cerca de medianoche, pero estaba decidido a continuar hasta el templo. Calculaba que debía hallarse a unas tres horas de camino, y deberían llegar a él más o menos una hora antes del amanecer.

Karl Heiden, preceptor de los Caballeros del Corazón Ardiente, encabezaba la columna, y el rítmico redoble de los cascos de los caballos sobre el rocoso suelo que confería su nombre al paso inundaba el aire nocturno. Los acompañaba sólo una veintena de caballeros, pues el resto de la orden había plantado campamento justo fuera del valle para entrar en el al amanecer. Tanto Grunwald como Thorrik se habían mostrado ansiosos por continuar, y Karl había pedido permiso al Maestre Templario de la orden para escoltarlos. Era un gesto noble, y Grunwald agradecía la compañía. Uno de cada cuatro caballeros llevaba en alto una antorcha encendida que sujetaba con una mano acorazada, y que les proporcionaba un cálido resplandor oscilante.

Las montañas se alzaban a ambos lados del valle, y los árboles crecían en espeso bosque sobre las laderas.

—Éste es un buen camino —comentó Thorrik, al tiempo que bajaba hacia el suelo la tea ardiente que llevaba. Grunwald gruñó a modo de respuesta. No le había prestado mucha atención al camino—. Hecho por mi pueblo antes de la Guerra de Venganza. —Planto un pie con firmeza sobre la piedra tallada, con tal fuerza que espantó al caballo de Grunwald—. Buena, sólida obra de enanos —continuó Thorrik—. Durará hasta el fin del mundo, cuando Grimnir en persona volverá con nosotros. —El enano alzó los ojos hacia Grunwald—. Tendremos que separarnos pronto, muchacho. Tengo que ir a entregar esto —dijo, señalando con un pulgar el objeto envuelto que llevaba a la espalda—. Estoy obligado por un juramento hecho a alguien que ahora bebe en los salones de los ancestros —añadió con tono hosco, obviamente incomodo por hablar del tema y se aclaro la garganta—. No estaré por aquí durante mucho tiempo más para continuar salvándote el cuello.

El cazador de brujas sonrió. En verdad, echaría de menos a aquel terco compañero. El caballo volvió a espantarse, y de repente se puso a relinchar y tironear de las riendas que él sujetaba con una mano.

—Silencio —le dijo al caballo, y le dio palmaditas en el cuello mientras Thorrik clavaba en el animal una mirada cargada de odio desde detrás del yelmo. El caballo volvió a tironear de las riendas, con más fuerza, y echó atrás las orejas.

—¿Qué le sucede a esa condenada bestia? —gruñó el enano, mientras Grunwald intentaba calmar al corcel.

—Algo lo ha asustado —dijo Grunwald, mientras luchaba con el caballo. Advirtió que las monturas de los caballeros también estaban inquietas, aunque el entrenamiento les impedía demostrarlo abiertamente. Vio que Karl alzaba una mano para detener la columna, y entonces posó una mano sobre el cuello de la temblorosa montura de ojos desorbitados, al tiempo que le susurraba en voz baja.

Les llegaron más aullidos de lobos, esta vez desde más cerca, y oyó que Thorrik siseaba al volverse para mirar fijamente hacia el oscuro bosque de abetos que formaba una muralla a lo largo del camino.

—¿Es que nunca antes has oído a los lobos, enano? —Se burló Grunwald. Pero se le borró la sonrisa cuando se oyeron más aullidos, otra vez más cercanos que los anteriores.

—Goblins —gruñó Thorrik al tiempo que dejaba caer la pesada mochila al suelo y alzaba el hacha con una mano, mientras con la otra continuaba sujetando la antorcha en alto.

—¿Qué? —preguntó Grunwald.

—¡Nos atacan! —rugió el enano cuando la primera forma salió de la oscuridad de los árboles a la velocidad del rayó, lanzada hacia la columna de caballeros.

Con los dientes desnudos y un grave rugido que manaba de las profundidades de su pecho, el enorme lobo avanzó a saltos por el suelo desigual. Una criatura de piel verde se aferraba a su lomo, y la ancha sonrisa de su rostro dejaba a la vista una temible serie de dientes afilados como agujas.

Antes de que los caballeros pudieran reaccionar de acuerdo con la advertencia de Thorrik, el lobo saltó hacia el guerrero del Sol Ardiente que tenía más cerca. Era un animal inmenso, fácilmente del tamaño de un caballo pequeño, y cerró los dientes en torno al cuello acorazado del corcel. El caballo relinchó de terror y cayó bajo el peso del lobo, mientras la criatura que iba sobre su lomo dirigía una estocada al pecho del caballero con la tosca lanza que llevaba y que abolió el peto pero no lo perforó. No obstante, sus piernas resultaron aplastadas cuando le cayó encima el peso del aterrado caballo acorazado. La odiosa criatura de piel verde saltó del lomo de su montura para caer sobre el caballero y clavar la punta de la lanza a través de las ranuras de la visera del yelmo, mientras el lobo sediento de sangre mataba al caballo.

—Goblins —gruñó Grunwald, en el momento en que más de aquellas criaturas salían en muchedumbre de la oscuridad de la linde del bosque que las ocultaba, lanzadas hacia la columna. Soltó las riendas del caballo, que se alzó de manos, pataleando, antes de que una lanza arrojada se le clavara en el pecho. El animal escapó, sangrando a borbotones por la mortal herida.

A un grito de Karl, los caballeros hicieron girar los corceles para encararse con la amenaza que se les echaba encima, y mantuvieron la disciplina a pesar de la confusión creciente.

Thorrik rugió un grito de guerra de los enanos, y le arrojó la tea encendida a la cara a una de las criaturas que cargaban, antes de levantar el hacha en el aire con ambas manos y estrellarla contra el costado de la cabeza de un lobo que saltaba hacia él, y al que le hundió el cráneo.

Grunwald desenfundó y disparó una de las pistolas cuya bala impactó contra un goblin que salió volando de la silla de montar, y dejó tras de sí un chorro de sangre pulverizada. Luego se lanzó al suelo cuando el monstruoso lobo saltó hacia él.

Los caballeros luchaban en torno a ellos, tras haber cambiado las lanzas por sus pesadas espadas de caballería. Asestaban tajos a los jinetes de lobos y mataron a varios, pero otros caballeros estaban siendo derribados de los corceles al lanzarse más lobos contra los caballos de guerra.

Al ponerse de pie, Grunwald sacó la maza que llevaba al cinturón, y saltó hacia un lobo que estaba intentando despedazar a un caballero caído. El animal se volvió al acercarse él, con los dientes desnudos y los salvajes ojos llenos de ferocidad animal y hambre. La maza se estrelló contra un costado de la cabeza de la criatura e hizo pedazos dientes y hueso, y el lobo cayó con un gemido.

Grunwald oyó que Karl intentaba organizar a los caballeros y gritaba ordenes. Vio que una lanza arrojada se estrellaba contra un costado del yelmo de Thorrik, cuya cabeza se movía bruscamente, pero el golpe ni siquiera pudo dejar un arañazo en el gromril, ni tampoco hizo retroceder un sólo paso al enano. Únicamente se volvió, maldiciendo en su propio idioma, y acabó con la vida de otro lobo que saltaba y al que la hoja del hacha derribó al suelo.

El cazador de brujas gruñó cuando una hoja dentada le hizo un corte en un antebrazo, y al rotar sobre sí derribó al atacante de un golpe del lomo de un lobo. El goblin le siseó cuando Grunwald saltó hacia él, e intentó patearlo con las flacas extremidades. Grunwald descargó una bota sobre la cabeza de la criatura, y oyó un satisfactorio crujido cuando se le partió el cuello.

Entonces vio a Karl, batallando como un héroe de la antigüedad, matando goblins con la espada mientras su caballo destrozaba cráneos con los cascos al patalear. Un piel verde diminuto saltó del lomo de su propia montura y cayó sobre la silla del caballo, detrás de Karl, donde los dedos como patas de araña de una mano comenzaron a intentar quitarle el yelmo, mientras sujetaba una daga de filo dentado con la otra mano. El caballo de guerra se encabritó, y tanto el caballero como el goblin cayeron al suelo, momento en que Grunwald perdió de vista al preceptor.

Alzó la maza y retrocedió un paso para afianzar mejor los pies, en el momento en que hacia él saltaban un par de jinetes de lobos; a las enormes monturas de gris pelaje les colgaba la lengua fuera de las fauces. Uno de los goblins cayó rodando del lomo de su montura, y el lobo del segundo jinete grito de dolor y se desplomo en el suelo al fallarle las patas posteriores. El cazador de brujas vio una saeta metálica de ballesta clavada en los cuartos traseros del lobo y de repente el aire quedo inundado por una segunda andanada de saetas disparadas desde la linde del bosque.

El lobo que había perdido el jinete salto hacia él y le golpeo el pecho con las enormes patas, al tiempo que abría las fauces en busca de su garganta. Fue derribado de espaldas al suelo y sintió en la cara el rancio aliento caliente de la inmunda criatura. Desesperado, cerró una enguantada mano en torno al cuello de la bestia para mantener a distancia las mandíbulas, pero la fuerza y el peso de la criatura eran inmensos.

Se le oscureció la vista cuando se le llenaron los ojos de sangre pulverizada, y sintió que la monstruosa criatura quedaba laxa y se desplomaba sobre él. Con la fuerza adicional que le confirió el aumento de la adrenalina, apartó de sí el peso muerto y se levantó sobre pies inseguros, mientras se limpiaba la espesa sangre viscosa de los ojos.

Una figura pequeña y ancha le volvía la espalda en ese momento, armada con un hacha de doble filo.

En torno a él resonó un gutural grito de guerra, y Grunwald vio que avanzaba una hueste de aquellas figuras bajas y anchas armadas con hachas. Grunwald gruño a causa del esfuerzo al descargar la maza contra un goblin que estaba medio aplastado debajo de su montura muerta, y le destrozo la cabeza como si fuera una fruta, para luego quedarse mirando cómo los enanos descendían sobre los goblins y un odio vitriólico guiaba sus golpes. Sus hachas abrieron un sangriento surco a través de la masa de pieles verdes, y al cabo de poco los últimos de los jinetes de lobos huían hacia la oscuridad, mientras sus aullidos se oían cada vez más lejos.

Grunwald limpió la sangre y los sesos de las protuberancias de la maza, mientras Thorrik daba una austera bienvenida a sus parientes, hablando en su atronadora lengua gutural. Miró en torno y vio a Karl, que maldecía profusamente mientras se quitaba el fango de la armadura.

—¿Cuántos? —le preguntó al preceptor, cuando llegó a su lado. El caballero alzó la mirada con ojos coléricos.

—Demasiados. Seis caballeros y cuatro caballos. Habrá que matar otro caballo. —Mientras aun pronunciaba estas palabras los doloridos relinchos del animal fueron silenciados—. Maldición, las cosas tienen que estar mal, si hay goblins de incursión por la entrada del paso.

—Sí —dijo Grunwald.

—¿Estáis bien? ¿Habéis sufrido un tajo? —preguntó Karl, al ver la sangre que goteaba del brazo del cazador de brujas. Grunwald bajó los ojos hacia la herida.

—No es gran cosa. Debería haberlo visto venir —dijo, restando importancia al asunto.

—Me alegro de que se hayan presentado ellos —murmuró Karl, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia los enanos, cuyo jefe estaba conversando con Thorrik mientras el resto se ponían a apilar los goblins y lobos muertos. Daba la impresión de que había más de dos docenas de aquellos asquerosos cadáveres, en total.

Reparó en que la armadura de todos los enanos era tan pesada como la de Thorrik. Cada uno de ellos llevaba una pesada cota de malla y una gruesa capa de pieles, e iban armados con hachas y robustas ballestas. Se dedicaron al trabajo con diligencia, y al cabo de minutos ya habían encendido una gran pira y el aire se cargaba del hedor a carne quemada.

El cazador de brujas y el preceptor se reunieron con Thorrik, y el enano con quien estaba hablando volvió hacia ellos su pétrea mirada. Parecía mayor que Thorrik, aunque resultaba difícil calcularle la edad, y su barba gris habría llegado al suelo si no hubiera estado atada y doblada sobre sí misma en una serie de intrincadas trenzas. Tenía una pipa en la boca, y de sus fosas nasales salió humo azulado.

—Os doy las gracias por vuestra oportuna llegada, señor enano —dijo el caballero—. Soy Karl Heiden, preceptor de Myrmidia, y éste es Udo Grunwald, templario de Sigmar. Si no hubierais llegado cuando lo hicisteis, me temo que mis bajas habrían sido considerablemente mayores.

El enano gruñó para sí con voz grave y dijo algo en su idioma nativo, mientras el humo de pipa se arremolinaba en torno a él.

—Parece que habéis dicho la verdad —dijo Thorrik, malhumorado, a Karl, con expresión sombría—. Los odiados pieles verdes están reuniéndose en números no vistos desde los tiempos del propio rey Kurgan. Se estrellan contra las murallas de Kolaz Umgol y del Puesto Barbasevera como una marea viviente, y se dice que incluso Karaz-a-Karak está amenazada. Éste es un día horrible de verdad.

—Pero estos batidores lograron escabullirse a través de las defensas del paso —dijo Grunwald, preocupado—. Otros podrían haber hecho lo mismo. El mismísimo templo de Sigmar podría estar sufriendo un ataque.

—Sí, es posible, humano —replicó el jefe de los exploradores enanos, sin dejar de chupar la pipa. El sonido de su voz era como el de piedras que rasparan unas contra otras, pétreo y duro—. Estos hediondos goblins —continuó, quitándose la pipa de la boca para escupir al suelo al mencionar a los pieles verdes—, no son los únicos de su raza que andan por ahí fuera esta noche. Puedo percibir su hedor en el aire.

Grunwald sintió que su ira aumentaba. Se volvió a mirar a Karl con los ojos cargados de furia y preocupación.

—Debo llegar al templo. No debe ser profanado por criaturas como ésas —dijo, al tiempo que señalaba la pila de goblins en llamas. Karl asintió con la cabeza.

—Los caballeros del Corazón Ardiente cabalgarán con vos —dijo el preceptor, con expresión inusitadamente seria.

—Humano —dijo Thorrik, y el cazador de brujas se volvió a mirar al austero, fiable guerrero.

—Esta vez no puedo acompañarte —dijo el enano—. El juramentó prestado me obliga. Aquí se separan nuestros caminos. —Los dos se estrecharon el brazo, con la mano cerrada en torno al antebrazo del otro al estilo de los enanos. Luego, sin más que un hosco asentimiento de cabeza a modo de despedida, el enano dio media vuelta e inició la marcha hacia el este, con sus compatriotas.

En silencio, Grunwald deseó buen viaje al enano.

—Vamos —dijo Karl—. Encontraré un corcel para vos.

A lo lejos, aullaron los lobos.

* * *

Annaliese tendió al dormido Tomás sobre un grueso camastro de paja situado en las profundidades del templo de Sigmar, y decidió tumbarse junto a él. Sólo por un momento, se dijo. Se sentía como una persona diferente después de haberse quitado la suciedad de la piel con un baño. Mientras se aseaba, le había complacido ver que los músculos de sus piernas eran definidos y fuertes, antes de reírse de sí misma por su vanidad. Descansaría la cabeza en la almohada durante apenas un momento, se dijo. Pero al instante cayó en un profundo sueño reparador, con un brazo protector en torno al niño dormido.

En algún lugar cercano aullaban lobos, pero ella no hizo caso, ya que se sentía benditamente a salvo dentro de la fortaleza de piedra. Vagamente reparó en el batir de unos tambores, pero apartó de sí estas intromisiones, convencida de que formaban parte de sus sueños.

Parecieron desvanecerse, y se encontró caminando al sol a través de un dorado campo de cultivo. Extrañamente, llevaba una armadura de deslumbrante brillo, pero se sentía completamente cómoda con aquellos pertrechos de guerra. Sonreía mientras el sol caía sobre ella, y pasaba las manos por entre las hojas de la plantación que se mecían suavemente en la ligera brisa.

En las proximidades sonó una campana, clara y ruidosa, y Annaliese despertó con sobresalto.

Una luz mortecina iluminaba la habitación porque alguien había reducido la llama de las lámparas, aunque ella no había oído que nadie entrara. El toque de la campana era urgente, así que se bajó del camastro y se vistió con rapidez. Advirtió que Tomás ya no estaba dormido a su lado, y que no había nadie más en la estancia.

La campana sonaba frenéticamente, y oyó el aullido de los lobos. Lo había oído antes, en el bosque, cuando iba de caza con su padre. Era el aullido de los lobos que cerraban el círculo en torno a la presa.