SIETE
Udo Grunwald maldijo y rechinó los dientes mientras la bronca voz que sonaba detrás de él continuaba con su lenta, rítmica, lúgubre canción. Si aquel horrendo sonido podía ser clasificado como canción, pensó.
No entendía la letra, por supuesto, pero parecía un implacable réquiem que continuaba y continuaba, monótona e infinitamente. Cuando cesaba de vez en cuando, Grunwald cerraba los ojos y escuchaba el bendito silencio. Nunca duraba mucho.
Habían cubierto decenas de kilómetros a pie, y no estaba seguro de si su compañero de viaje había simplemente recomenzado la canción después de estas breves pausas, o si realmente se trataba de alguna tortuosa endecha que de verdad no tenía fin. No le sorprendería demasiado que fuera ése el caso.
No era esto lo único que ponía a Grunwald de los nervios. Su compañero parecía incapaz de moverse sin alertar a toda alma viviente que se hallara dentro de un radio de quince kilómetros de su posición. Cada pesado paso de sus botas claveteadas y acorazadas con metal iba acompañado por el choque de las placas metálicas de la armadura y el tintineo de hebillas y cota de malla.
Grunwald se volvió a mirar a su compañero, cuya grave voz de barítono aún atronaba desde detrás del yelmo.
Thorrik medía apenas más de un metro veinte, una buena estatura para su raza, y era casi tan ancho como alto. Probablemente pesaba el doble que un hombre adulto y eso sin incluir la pesada armadura que llevaba puesta. Gromril, había llamado Thorrik al metal con que estaba forjada, y no se parecía a ningún metal que el cazador de brujas hubiera visto jamás. Era más duro que el acero, según afirmaba el enano, capaz de desviar cualquier cosa que no fuera el más fuerte de los golpes, a veces era conocido como piedra plateada o antimartillo. En los territorios del Imperio se lo conocía como hierro meteórico, que era el nombre que a Grunwald le resultaba familiar, aunque nunca antes había visto el fabuloso metal.
Sólo los destellantes ojos de Thorrik podían verse dentro del yelmo completamente cerrado. Por debajo caía su auténtica barba, orgullo y alegría del enano, una ondulada masa de pelo rojo que había sido peinada en una docena de trenzas en las que se había entretejido fino alambre, y cada una estaba decorada con un icono metálico circular que representaba una estilizada cara de enano. Deidades ancestrales, según había descubierto Grunwald.
No tenía ni idea de cómo podía moverse el enano metido dentro de una cantidad de armadura tan inmensa mucho menos marchar y luchar. Y la armadura no era la única carga que soportaba. Cargaba también con una mochila de pesado aspecto colgada de los hombros junto con la misteriosa forma grande y envuelta en cuero impermeabilizado. En un brazo llevaba un sólido escudo de gromril, e iba armado con un hacha. Tantas cosas habrían constituido una pesada carga para una mula, mucho más para un hombre, pero el enano las llevaba sin quejarse y parecía capaz de marchar con facilidad durante todo el día, a pesar del peso.
Al ver que Grunwald se había detenido, Thorrik dejó de cantar con su voz de barítono, y planto los pies en la nieve al tiempo que alzaba una mirada feroz hacia la figura más alta.
—¿Que problema hay? —gruño con voz grave y atronadora—. ¿Por que te detienes?
—¿Que es eso que estabas cantando se puede saber? Hace ya días que cantas eso sin parar —dijo Grunwald.
—Es una canción de marcha tradicional del clan Barad, de Karaz-a-Karak —replico Thorrik—. Era la canción al ritmo de la cual marchaban a la guerra los ejércitos del clan Barad en los tiempos de mi tatarabuelo. Y Narra las hazañas de los que murieron durante el asedio de Karak-Drazh, cuando el clan Barad acudió en ayuda de nuestros cercanos parientes. ¿Emocionante, verdad?
—Ésa no es la palabra que yo iba a usar —dijo Grunwald—. ¿No puedes viajar más… en silencio?
—Yo no me oculto de mis enemigos. No tengo necesidad de viajar en silencio.
Grunwald le volvió la espalda al enano y comenzó a avanzar a grandes zancadas por la nieve. Thorrik no cantaba, pero cada uno de sus pasos aún iba acompañado por el estruendo del metal. Apareció a la vista una lejana cadena montañosa.
Las Montañas Negras, picos agudos e inhóspitos con desnudos precipicios de roca dura como el hierro, tenían reputación de peligrosas. Se alzaban muy arriba hacia las nubes, aunque Grunwald sabía que incluso su vertiginosa altura era superada ampliamente por las inmensas Montañas del Fin del Mundo que topaban contra ellas por el nordeste. Aquella cadena era más alta de lo que él podía concebir.
Las montañas rodeaban el Imperio casi por todos lados, y Grunwald sabía que su pueblo se había hecho fuerte gracias a las fronteras defensivas que conformaban. Dado que los enemigos de la humanidad eran numerosos y poderosos, de no ser por las enormes montanas haría tiempo que el Imperio se habría transformado en una mera nota a pie de página en los libros de historia de los enanos.
Un ligero movimiento captó su atención, y se detuvo con los ojos entrecerrados para ver mejor en la luz del sol matutino que finalmente había logrado atravesar las omnipresentes nubes.
—¿Y ahora qué, humano? —Le soltó Thorrik—. ¡Pones a prueba mi paciencia!
Sin hablar, Grunwald señaló a lo lejos. Se veía la vanguardia del ejército de un estado imperial que giraba en torno a una zona de arboledas. En la fuerte brisa ondulaban estandartes con los colores negro y amarillo de Averland, y ahora se oía el sonido de los tambores que atravesaba el terreno abierto.
Los soldados marchaban en perfecta formación, al ritmo de los tambores. En una larga columna delgada y serpenteante que salía de detrás de un soto, siguiendo el camino que procedía de Averheim. Largas alabardas descansaban sobre el hombro derecho de los soldados del regimiento de vanguardia, y muchos de los hombres llevaban largas plumas negras en los yelmos y los gorros de tela, las cuales se mecían al ritmo de la disciplinada marcha.
El camino más estrecho que seguían Grunwald y Thorrik, poco más que un par de profundos surcos excavados por las ruedas de carretas cargadas de mercancías, se cruzaba con el camino más grande por el que marchaban los soldados del Imperio a unos trescientos metros de donde se encontraban.
—Da la impresión de que van en la misma dirección que nosotros —dijo Grunwald.
Calculó que ya había alrededor de ochocientos hombres a la vista, y el ejército continuaba saliendo de detrás de la zona boscosa. Junto con la columna iban varios contingentes de caballeros que montaban poderosos corceles provistos de armadura con piezas lacadas en negro y otras de bronce. Elegantes penachos remataban los yelmos de los acorazados caballeros, y pendones ondeaban en la punta de sus lanzas.
Grunwald entrecerró los ojos para distinguir detalles de los estandartes: el emblema de un sol de bronce sobre campo negro, rodeado de intrincadas volutas.
—Caballeros del Sol Ardiente —comentó—. Todo el destacamento de un templo, a juzgar por las apariencias. —Gruñó y frunció el entrecejo. Aquél era un ejército de considerable potencia, y se dirigía hacia el paso del Fuego Negro. Sin duda serían de más utilidad desplegados en el norte, pensó.
—Me pregunto si nos dejarían un caballo —añadió.
—Bestias odiosas —gruñó Thorrik.
Uno de los contingentes de caballeros se lanzó al trote ligero y giró para salir del camino y dirigirse hacia Grunwald y Thorrik. El cazador de brujas se metió una mano dentro de la blusa para sacar fuera un icono de bronce que colgaba de una cadena en torno a su cuello, de modo que quedara sobre sus oscuras ropas. Era un pesado colgante con la forma del arma de Sigmar Helderhammer, el gran martillo Ghal-Maraz, y que constituía el símbolo que lo distinguía como servidor del templo de Sigmar. Anteriormente había pertenecido al cazador de brujas Stoebar, antes de que Grunwald se convirtiera en miembro de la orden.
Vio que Thorrik estaba tenso mientras los poderosos corceles de los caballeros acortaban distancias, pataleando atronadoramente por el áspero terreno y levantando grandes nubes de tierra.
Conformaban un espectáculo impresionante, y Grunwald agradeció que llevaran las lanzas en posición vertical en lugar de horizontal para la carga. Una carga ejecutada por aquellos curtidos caballeros sería aterradora.
Al aproximarse más, vio que un icono de latón remataba la pesada tela del estandarte: un águila que aferraba una lanza con las patas. Se trataba de una variación del símbolo de la deidad extranjera Myrmidia, diosa patrona de los reinos humanos situados al sudoeste del Imperio. Aunque aquel dios le inspiraba suspicacia porque se trataba de una deidad a la que no le honraba tradicionalmente en el Imperio, Grunwald respetaba las tradiciones marciales de sus seguidores, y el estricto código de honor por el que se decía que se regían.
El suelo se estremecía con el atronador pataleo de los casos, y se detuvieron al unísono ante los viajeros, exhibiendo un notable control y destreza de jinete. Los caballos bufaron y sacudieron la cabeza; con lo que hicieron tintinear las bridas. Las armaduras de los caballeros eran de maravillosa factura: bronce inmaculadamente bruñido, con ribetes en los bordes de las brillantes corazas lacadas de negro.
Uno de los caballeros, que llevaba una broncínea guirnalda de hojas de hiedra en torno a la coronilla del yelmo, se alzó la visera. La cara del caballero era sorprendentemente joven y bien afeitada.
—¿Quiénes sois y qué asuntos os traen por esta zona? —dijo el joven caballero con voz firme y autoritaria, al tiempo que bajaba los ojos para mirar a los dos viajeros.
—¿Qué asuntos os traen a vosotros? —le espetó Thorrik, y Grunwald le dirigió una mirada colérica al tiempo que alzaba una mano para hacerlo callar. Negó ligeramente con la cabeza antes de alzar los ojos hacia el joven caballero.
—Me llamo Udo Grunwald, y soy un santo templario de Sigmar —dijo—. Voy hacia el templo de mi orden, situado cerca del paso del Fuego Negro. Éste es mi compañero de viaje, Thorrik Lokrison, de Pico Eterno. ¿Y vos, caballero de Myrmidia, cómo os llamáis y cuál es vuestro propósito aquí?
—Me llamo Karl Heiden, preceptor de los Caballeros del Sol Ardiente. Viajamos con el ejército de Averland para la defensa del paso del Fuego Negro.
—¿Para la defensa del paso? ¿De qué estáis hablando? La guerra es en el norte.
—Algunos de entre nosotros irán desde el paso del Fuego Negro hacia el norte, pero la guerra nos rodea por todas partes —lo contradijo el caballero—. El paso está amenazado.
—El paso está guardado por clanes de mis compatriotas —gruñó Thorrik—. ¿Acaso dudas de la fuerza de los enanos, barbanueva?
El caballero volvió la mirada hacia el encolerizado rompehierros.
—Mis palabras no pretenden enlodar ninguna reputación ni faltar al respeto de nadie —replicó—, pero si el paso del Fuego Negro cae, serán los territorios del Imperio los que serán arrasados, no los de la raza de los enanos.
—Guardar lo que los humanos llamáis el paso del Fuego Negro fue un juramento hecho por los ancestros de todos los enanos —gruño Thorrik, cuya voz rasposa estaba cargada de indignación—. Fue un juramento hecho con sangre, y mientras quede con vida un sólo enano, ningún enemigo atacará al Imperio a través de ese paso.
Grunwald suspiró.
—Yo alabo vuestra vigilancia y orgullo, maestro enano —dijo el caballero, cauteloso—, y estoy seguro de que eso sería verdad si se tratara de otros tiempos. Pero la guerra amenaza a las fortalezas de los enanos tanto como al Imperio. Hemos acudido a reforzar el paso del Fuego Negro por orden de vuestro propio Alto Rey.
Thorrik entrecerró los ojos.
—¿De qué hablas cuando dices que la guerra amenaza las fortalezas de los enanos?
—Las tribus de los pieles verdes están concentrándose al otro lado de las montañas. Se dice que amenazan al mismísimo Pico Eterno.
—¡Bah! —bufó Thorrik—. ¡Imposible!
El caballero se encogió de hombros, un movimiento que quedó casi oculto dentro de la gruesa armadura lacada de negro.
—¿El templo de Sigmar continúa sano y salvo? —preguntó Grunwald, con tono vivo.
—Lamento decir que no lo sé —replicó el caballero. Alzó una mano y los caballeros se pusieron firmes. En ese momento pasaba por el camino el primer regimiento de infantería, y sus pesados pasos resonaban con fuerza.
—Habéis dicho que una parte de vuestro ejército continuará hasta el norte del paso del Fuego Negro; ¿por qué viajar hasta aquí si vuestro punto de destino está en los estados del norte? Eso es dar un rodeo enorme, templario —dijo Grunwald, pero el caballero se limitó a sonreír.
—Entonces, ¿no habéis oído hablar de la máquina de vapor de los enanos?
Grunwald frunció el ceño, pero su interlocutor continuó, sin darle tiempo a formular preguntas.
—Marchamos hacia el paso de Fuego Negro. Acompañadnos, si os place —dijo el caballero—. Hablad con Siegfried, el oficial de suministros, que va en la retaguardia de la columna. Podéis pedirle un corcel; decidle que yo lo he autorizado. Puede que incluso encuentre un poni pequeño para vuestro amigo —dijo, y a sus ojos afloró una expresión de humor, aunque la de su cara continuó siendo seria—. O un perro grande.
Dicho eso, los caballeros dieron media vuelta para alejarse y dejaron a Grunwald sonriendo y a Thorrik apoplético de cólera.
—Debería meterle el hacha tan adentro por el culo como para cortarle la lengua por ese insulto —se enfureció, mientras la cara se le ponía de un rojo tan oscuro que hacía juego con el color de su ahora erizada barba.
—Estoy seguro de que solo intenta ser servicial —comento Grunwald.
—¿Servicial? El mozuelo barbilampiño, bastardo hijo de puta. —Sin hacer pausa para respirar el enano cambio a su idioma nativo y soltó un torrente de frases cargadas de bilis. Grunwald no entendía lo que estaba diciendo, pero hizo una mueca de dolor ante el tono acido, hiriente y vengativo de la voz. Lentamente el discurso descendió hasta transformarse en un murmullo indistinto.
—Bueno, y que piensas de los perros en serio —pregunto Grunwald, intentando ocultar una sonrisa irónica. Thorrik alzo hacia él una mirada iracunda cargada de suspicacia, para intentar descubrir la burla en su rostro. Satisfecho gruño sonoramente antes de darle la respuesta.
—Son buenos para comer —dijo, al fin.
* * *
Annaliese estaba exhausta cuando finalmente llegaron a la cumbre de una colina, y vieron el templo de Shallya a lo lejos. Caminaba de la mano con el niño, que por fin había hablado después de dos días, aunque solo había dicho como se llamaba.
—Mira, Tomas —dijo ella, señalando la curva torre que coronaba el templo de Shallya—. Las hermanas son buenas. Si tienes suerte, tal vez incluso te datan un baño caliente esta noche. —Se inclino para olerlo, y luego se tambaleó, con la cara convertida en una máscara de exagerado asco. El niño salto una risilla, y su rostro se alegró, luego la imito, oliéndola a ella y soltando una exclamación ahogada.
Annaliese rio.
—Supongo que también a mí me vendría bien un baño, joven Tomás. —Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvo algo de lo que reírse.
Tardaron una hora en llegar al templo. Llevo a Tomas en brazos durante una parte del camino hasta que le pareció que cargaba con un peso de plomo. El cielo estaba oscuro, cubierto de nubes que flotaban demasiado cerca del suelo y hacían que el aire estuviera cargado y resultara opresivo. A pesar de eso, era un poco más tibio, allí, ya fiera porque se encontraba más al sur respecto a su aldea, o quizá porque el invierno acababa por fin.
Aún había nieve amontonada en ventisqueros contra toscos muros de piedra y setos, pero los campos estaban relativamente libres de ella. La hierba estaba enfangada y muerta, pero rebrotaría.
Tomás la hizo reír cuando descubrió un ratón y saltó tras él mientras el animalillo se metía dentro de un seto para escapar de sus manos. El niño reapareció un momento después, con ramitas en el pelo, sonriente, y avanzó contento, a través de la nieve crujiente, para volver junto a ella.
Eldanair apareció silenciosamente, con la capucha echada muy adelante sobre el rostro. Tomás se ocultó al instante detrás de Annaliese, y ella le posó una mano sobre un hombro para tranquilizarlo. El elfo se quitó la capucha. Estaba ceñudo, y Annaliese lo miró con creciente preocupación.
Oyó el desagradable graznido de las cornejas.
El templo de Shallya había sido saqueado y parcialmente devorado por el fuego. Peor aún, lo habían profanado y dibujado en sus paredes toscos símbolos con lo que parecía ser sangre. No se veía ni rastro de las hermanas.
Un hedor animal asaltó el olfato de los tres al aproximarse al templo, como si una jauría de perros salvajes hubiera usado el lugar como retrete, y, a pesar del frío, el zumbido de las moscas inundaba el aire. Annaliese cogió a Tomás en brazos para estrecharlo contra su pecho y mantener sus ojos apartados del profanado lugar. El niño comenzó a llorar, y ella se puso a mecerlo y susurrarle palabras tranquilizadoras.
Eldanair alzó una mano para indicarle que permaneciera en el exterior, y tras poner una flecha en el arco atravesó las destrozadas puertas del templo con paso leve.
Annaliese contempló los destrozos con ojos tristes. Habían hundido las ventanas, y el hedor a heces y orina era muy fuerte. Sus ojos fueron atraídos hacia los toscos símbolos que habían pintado en las paredes de pálida piedra de la pequeña capilla, y sintió revulsión.
Caminó por los terrenos externos a la capilla. En la parte posterior de la estructura había un pequeño huerto, pero había sido pisoteado y destrozado. Había pequeños altares con iconos colocados sobre postes bajos ante pequeños bancos de madera, lugares para la comunión silenciosa y solitaria. Los habían derribado todos, y los habían hecho pedazos. Se detuvo ante uno de estos destrozados iconos al ver una pequeña talla de Shallya arrodillada. Con cuidado para no dejar caer a Tomás, se inclinó para recoger la talla de la nieve. Parecía que un hacha le había cortado la cabeza. La dejó caer otra vez sobre la nieve, con un suspiro.
Al continuar rodeando el santuario, alzó los ojos y lanzó un grito ahogado. Acababa de encontrar a una de las dulces hermanas de la diosa de la curación.
Estaba con los brazos y las piernas abiertos, sobre la rueda de una carreta, y clavada a la circunferencia de madera. Habían levantado la rueda para clavar el eje roto en la tierra de modo que la sacerdotisa yaciera mirando al cielo.
Por encima del cuerpo saltaban aves carroñeras que aleteaban y graznaban ruidosamente al pelearse por los mejores bocados. Annaliese sintió que la bilis le subía a la garganta y comenzó a temblar de manera incontrolable. Tomás gimoteó e intentó soltarse, pero ella le tapó los ojos con una mano y lo abrazó con más fuerza. Se alejó corriendo a ciegas de la escena de pesadilla, rodeó una esquina del santuario y se lanzó directamente a los brazos de Eldanair.
Lloró contra el pecho de él, que la rodeó con los brazos torpemente, como si se sintiera incómodo con un contacto semejante. Al final se apartó del elfo, con Tomás sujeto contra sí con una mano, y se enjugó las lágrimas de la cara.
Eldanair le indicó por gestos que lo siguiera, y la condujo en torno al santuario y a través de la destrozada puerta. Annaliese estuvo a punto de vomitar a causa del hedor de dentro del edificio, y Tomás se puso a llorar ruidosamente una vez más.
El elfo los llevó hasta la parte posterior del templo, pasando ante bancos destrozados. Bajo sus pies crujían vidrios rotos, y finalmente Eldanair señaló hacia abajo por una escalera de piedra que descendía hasta la cripta, situada debajo del templo.
Ella lo miró con preocupación, pero él asintió con la cabeza para animarla, y a continuación encabezó el descenso por los estrechos escalones desgastados. Abajo hacía un frío gélido, pero no estaba tan oscuro como ella sabía imaginado, porque a través de huecos tallados en la roca y que llegaban hasta las ventanas del santuario, entraba luz que iluminaba la cripta.
Se veían estatuas de mujeres reclinadas, cada una con una placa delante. Miró una, pero como no sabía leer, no tenía significado para ella. Había cabos de velas en candelabros, lo que indicaba que habrían podido ser encendidas en honor de las sacerdotisas difuntas, pero por suerte parecía que los atacantes no habían descubierto aquella parte del edificio y el hedor era menos fuerte allí.
A Annaliese se le erizó el pelo de la nuca al oír que algo raspaba contra el frío suelo de piedra, y se inmovilizó. Una forma umbría huyó de ellos a gran velocidad, y Eldanair le hizo un gesto a ella para que se acercara.
Al mirar atentamente la penumbra, vio que había una persona acuclillada detrás de una de las tumbas. Captó un atisbo de cabello largo y ropón pálido, y de repente entendió. Dejó a Tomás en el suelo, y se arrodilló ante él para mirarlo a los llorosos ojos.
—Quiero que seas un chico valiente y que te quedes con Eldanair durante un momento. No tardaré. —El niño gimoteó y se aferro a ella—. Te prometo que volveré en un momento, solo voy a hablar con aquella señora de allí.
Comenzó a avanzar hacia la mujer, pero Tomas continuaba aferrándose desesperadamente a ella. Suspiro y volvió a cogerlo en brazos. Eldanair se encogió de hombros.
—De acuerdo, Tomas, puedes acompañarme. Vamos.
Avanzo lentamente hacia la mujer.
—¿Hola? —dijo—. Me llamo Annaliese y no vamos a haceros daño. Ahora estáis a salvo.
Rodeo la tumba de piedra antigua. La mujer se encogió en el rincón, con el pelo casi completamente oculto tras una masa de pelo revuelto. Vestía los ropones de sacerdotisa.
—¿Sois una de las hermanas de Shallya, no es cierto? Está bien, aquí ya no hay nada. Se han marchado.
Se acercó más y al arrodillarse dejó en el suelo a Tomas que miro a la mujer con expresión curiosa.
—¿Donde están las otras sacerdotisas de la orden, hermana?
Entonces los ojos de la mujer posaron en los suyos una mirada cargada de dolor y miedo. Tenía la cara sucia y manchada por las lágrimas, y comenzó a mecerse atrás y adelante.
—Se han marchado —replico, sacudiendo la cabeza—. Todas se han marchado. Solo la hermana Margrethe y yo quedamos. —Alzo los ojos hacia Annaliese con mirada frenética—. No sé dónde está la hermana Margrethe. La… la oí gritar.
—Ya no sufrirá mas —respondió Annaliese, y la mujer dejo caer los hombros, laxa, contra la pared.
—Recé por ella. ¿Se han marchado? —preguntó, temerosa—. ¿Se han marchado de verdad? Eran animales; nos atacaron bramando y gritando…
—Shhh —dijo Annaliese con voz dulce, al tiempo que abrazaba a Tomas Al ver al niño, los ojos de la mujer parecieron iluminarse un poco, y la sacerdotisa sonrió con los ojos inundados por las lágrimas.
—¿Y cómo te llamas tu jovencito?
—Tomás —replicó él, con timidez.
—Tomas un nombre fuerte para un muchacho fuerte —replico la mujer.
—No tienes por qué llorar —dijo el niño, y la sacerdotisa rio y se enjugó las lágrimas.
—Bendito seas, mi niño —dijo. Annaliese se puso de pie y le ofreció un brazo a la mujer, que le acepto y permitió que la ayudara a levantarse—. La fuerza de los inocentes es algo maravilloso; aquí estoy yo lo bastante vieja como para ser su abuela y hecha pedazos y, sin embargo, un niño que no tiene más de cinco años aun puede sonreír.
* * *
—¿A qué distancia está? —preguntó Annaliese a la sacerdotisa, que se llamaba Katrin. Con la cara y los ropones limpios, Annaliese vio que era una mujer hermosa de mediana edad, y aunque su mirada era obsesiva, tenía buena mano con los niños.
—A dos días a pie, no más —respondió Katrin. Se volvió para sonreírle a Annaliese—. Habéis hecho un largo viaje…, y os agradezco que me deis escolta hasta el templo. No creo que hubiera podido realizarlo sola, honradamente dudo de que hubiera podido reunir la fuerza necesaria para salir de la cripta.
—Yo me alegro de haberos encontrado —dijo la joven, que alzó los ojos hacia las enormes Montañas Negras que se encumbraban ante ellos—. Aunque lamento que no hayamos llegado antes.
—Sólo habría habido más dolor y muerte, si hubierais llegado antes —dijo Katrin.
—Tal vez habríamos podido detenerlos.
—Tal vez, tal vez no. En cualquier caso, habría habido más muerte y más violencia, y eso es un anatema para nuestra orden. Habría hecho llorar a la diosa.
—¿No está vuestra orden dedicada a la vida? ¿A los vivos?
—Por supuesto que sí, pero no a expensas de la vida de otros, Annaliese —la censuró la sacerdotisa, con dulzura. Suspiró profundamente—. Ya echo muchísimo de menos a la hermana Margrethe… era una muchacha dulce y sencilla.
—Lamento haberos recordado eso, hermana —dijo Annaliese.
—Bah —dijo Katrin, que agitó una mano para ahuyentar la disculpa—. La congoja y la tristeza forman parte de la vida, y no son algo de lo que debamos ocultarnos —explicó, mirando a Annaliese a los ojos.
La muchacha apartó con rapidez la mirada, y posó una mano sobre la empuñadura de la espada.
—El niño es fuerte y sano —dijo Katrin, que captó el estado anímico de Annaliese y cambió de tema. Tomás corría por delante de ellas, pero se volvía con ansiedad para ver si aún lo seguían—. Aunque en su interior hay un dolor oculto que tardará toda una vida en sanar, si alguna vez lo hace.
—Sois buena con los niños —dijo Annaliese.
—Igual que tú. Tienes… ¿cuánto, diecisiete años? ¿No tienes hijos propios?
—No. No… me he casado.
Continuaron caminando en silencio. Eldanair iba muy por delante, convertido en una indistinta sombra gris que avanzaba a cien metros de distancia.
—Ciertamente, andas en extrañas compañías —comentó Katrin, sacudiendo la cabeza—. Un huérfano y un elfo.
Annaliese sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Por qué vuestra orden abandonó el templo, Katrin? ¿Por qué os dejaron atrás sólo a Margrethe y a vos?
La mujer madura volvió a suspirar.
—El Imperio se ve acosado por antagonistas, rodeado por todos lados por enemigos mortíferos y celosos. La superiora de mi orden fue visitada en sueños por una visión de la Dama Shallya en persona. La diosa estaba llorando porque conocía los horrores que se avecinaban. Cuando la hermana superiora despertó, les ordenó a las demás que se prepararan para viajar hasta el templo de Sigmar que hay en el paso del Fuego Negro. Sería allí donde nos necesitarían en los oscuros días por venir —explicó Katrin.
—Pero ¿por qué os escogieron para que os quedarais? —preguntó Annaliese.
—¿La verdad? Yo lo solicité. Estoy cansada, Annaliese, y he visto mucho horror en mi vida. Aunque sé que la hermana superiora deseaba que estuviera a su lado, pedí ser la que se quedara atrás, a cuidar del santuario lloroso hasta que regresara la orden —sacudió la cabeza y suspiró—. Es extraño cómo han salido las cosas, pero no me corresponde a mí cuestionar la voluntad de los dioses.
—La vida del templo tiene que ser plácida —dijo Annaliese, y de inmediato se sonrojó—. En circunstancias normales, quiero decir —se apresuró a añadir.
—¿Plácida? Sí, nunca había estado tan en paz como en los años transcurridos desde que ingresé en la orden. ¿Triste? Sí. ¿Difícil? Sí. Pero tenéis razón. Estoy en paz conmigo misma.
»Podrías unirte al templo, Annaliese —dijo Katrin, tras una pausa—. Encontrarías un hogar entre nosotras. Y veo que llevas dentro el toque sanador.
Annaliese volvió a sonrojarse. El rayo destelló por encima de las Montañas Negras.
Katrin suspiró para sí. Había dicho la verdad cuando había afirmado que la muchacha podría encontrar un hogar entre las hermanas de Shallya, pero sabía que nunca ingresaría en la orden.
Otro dios ya la había reclamado para sí.