SEIS

SEIS

Habían pasado cuatro días desde que habían abandonado el lugar de la masacre. Los ojos de Eldanair estaban oscuros y meditabundos, y, a pesar de la incapacidad para comunicarse entre sí, Annaliese se daba cuenta de que sobre sus hombros pesaba una enorme carga.

Si era posible, parecía aun más distante, más frío y remoto que antes. A pesar de eso, el lazo entre ellos se había reforzado, ciertamente, y Annaliese ya no le temía como le había sucedido antes. Estaba convencida de que no había sido uno de los asesinos que mataron a aquella pobre familia en el camino, ya que tenía la impresión de que esos mismos asesinos eran los que habían atacado a los propios compañeros del elfo.

Eldanair había trabajado incansablemente para proporcionarles a los suyos un entierro sencillo. En sepulturas someras había colocado cuidadosamente los cuerpos, y les había cruzado los brazos sobre el pecho. En la muerte parecían fantasmales y etéreos, aunque en paz una vez que Eldanair les hubo limpiado la sangre de la piel, y los hubo envuelto en las capas para cubrir las heridas. Annaliese se sorprendió al ver que varios miembros del grupo eran elfas, aunque ataviadas para la guerra del mismo modo que sus camaradas. Las armas y objetos personales habían sido colocados junto a cada uno, y el acongojado elfo les había cantado una dulce canción obsesiva a la luz de la luna. Con ayuda de Annaliese, había reunido rocas y piedras que había apilado cuidadosamente sobre las sepulturas para formar una docena de túmulos funerarios dispuestos en un arco semicircular que, obviamente, tenía algún significado que ella desconocía.

Por la cara de Eldanair habían corrido lágrimas al despedirse de sus camaradas hablando quedamente en su lírico idioma de marcado ritmo. Aunque no entendía las palabras, percibió que contenía una profunda tristeza.

Eldanair se había armado, susurrándoles a los caídos al recoger las armas. Ahora llevaba un potente arco de doble curva, hecho con madera pálida, que nunca estaba lejos de sus manos, y una esbelta espada larga, con un cuchillo a juego, envainados a un lado de la cadera.

Annaliese se había sentido honrada y conmovida cuando el elfo le había ofrecido solemnemente una arma de uno de sus camaradas caídos: una espada corta de esbelta hoja, hermosa obra de arte. Era sorprendentemente ligera, y de hoja tan fina que al principio pensó que se partiría si asestaba con ella un golpe serio. Pero era mucho más fuerte de lo que parecía; en efecto, ahora creía que era mucho más fuerte que cualquiera de las anchas, pesadas espadas que su padre tenía en las paredes de la cabaña. Perfectamente equilibrada, se sentía cómoda con ella en las manos. Incluso la vaina era una obra de arte, sencilla y funcional, pero muy elegante.

Ansiaba interrogar a Eldanair acerca de su gente y sobre la asesina figura envuelta en sombras que había vislumbrado. No era un ser humano, eso sí que lo sabía, porque se movía con una gracilidad siniestra que ningún humano podía emular. Se movía, según advirtió, del mismo modo que lo hacía Eldanair, aunque había resultado palpable la tremenda maldad y odio que exudaba aquella criatura. La incapacidad para comunicarse estaba resultando frustrante, aunque el elfo parecía contentarse con guardar silencio, perdido en sus propios pensamientos melancólicos y terribles.

Annaliese no sabía muy bien dónde se encontraban en ese momento, pero estaba segura de que se aproximaban a la frontera entre Averland y Wissenland, camino del Alto Reik que separaba ambos estados. Era lo más lejos que jamás había estado de su casa, y eso hacía que se sintiera simultáneamente asustada y emocionada. Ignoraba por completo adónde la conducía ahora Eldanair, y se preguntó si tenía siquiera un destino en mente. Antes había estado concentrado en conducirla al campamento de su propia gente, pero ahora no sabía adónde la llevaba, y sus movimientos carecían de la urgencia que había marcado el viaje hasta ese momento. Tenía la sensación de que él quería ir tras la umbría figura embozada, sin duda para tomar venganza, y resultaba evidente que estaba dividido entre dos impulsos. A veces se encontraba con que la estaba mirando fijamente, con ojos coléricos y cargados de dolor.

Se preguntó si la estaría llevando a lugar seguro, con el fin de librarse de la carga de su presencia. Honradamente, no era capaz de adivinar sus pensamientos porque él dejaba entrever muy poco, y su manera de hacer las cosas, se recordó ella, era extraña.

Viajaban a través de bosques cuando podían, aunque no siempre era posible porque hacía mucho tiempo que esas tierras habían sido consagradas a la agricultura, y generaciones antes se habían talado grandes extensiones de árboles. Los grandes bosques que envolvían el Imperio se encontraban muy al noroeste, e incluso el más denso de los bosques de los estados sudorientales era completamente distinto del claustrofóbico, oscuro y peligroso Drakwald.

Eldanair se sentía claramente incómodo al viajar por terreno abierto, aunque vieron poca gente, e incluso esas personas las avistaron a lo lejos y resultaron fáciles de evitar. Encontraron muchas alquerías abandonadas, y atravesaron campos de cultivo helados que habían sido descuidados hacía mucho y estaban baldíos.

Se detuvieron a comer junto a una fuente natural. Ella calculó que era más o menos mediodía, aunque le resultaba difícil estar segura porque en lo alto amenazaban espesas nubes que amortecían la luz hasta el punto de dejar el paisaje en penumbra, mientras el trueno resonaba ominosamente.

Tomaron una simple comida de bayas y setas que habían recogido por el camino. Eldanair le señalaba los alimentos comestibles al pasar, y también le indicaba qué bayas y setas eran venenosas. Cuando antes había visto el territorio cubierto de nieve como carente de alimento, ahora se daba cuenta de que había comida abundante si uno sabía dónde buscar. Bebieron de la fuente cuya agua, cargada de minerales, tenía un ligero sabor metálico que no era desagradable.

Después de haber comido, Annaliese sacó de la funda la fina espada élfica. El metal era color plata azulada, sin el más ligero rastro de óxido, y sujetó el arma con reverenda entre las manos, deleitándose con su peso. Eldanair le hizo un gesto para que se levantara, y ella obedeció con precaución, espada en mano. Él abrió el broche de su ondulante capa gris y la dejó en el suelo, antes de sacar su propia espada y retroceder para que ambos dispusieran de espacio. Con un asentimiento de cabeza, efectuó un ataque abiertamente lento hacia ella.

Ella paro el ataque con una defensa descendente, como le había enseñado su padre, y se lo devolvió con una veloz estocada. Él la paro con un diestro movimiento rápido de muñeca, y le dedicó un asentimiento de cabeza al ver que ella tenía al menos una cierta destreza. Annaliese sintió la repentina necesidad de impresionar al silencioso elfo, y ejecutó otro ataque contra él, poniendo en ello más peso y velocidad.

Él se desplazó diestramente hacia un lado y desvió la espada de ella, apartándola de sí. Ella se tambaleó, perdido el equilibrio, y sintió que se sonrojaba. Él se había movido con tanta velocidad y equilibrio. Frustrada y azorada, volvió a atacar, asestando tajos a diestra y siniestra.

La espada de Eldanair se movió como el mercurio, de un lado a otro, para desviar sin esfuerzo los tajos cada vez más fuertes de ella, y el acero tintineaba bruscamente contra el acero al ser desviado cada tajo. El elfo no efectuaba ataque alguno, y Annaliese sentía que su frustración iba en aumento. Echó atrás el brazo para ejecutar otro ataque feroz, pero Eldanair se aparto de ella y levanto la otra mano al tiempo que una sonrisa le alzaba las comisuras de la boca.

Jadeando, ella dejó caer el brazo, sintiéndose estúpida. Eldanair avanzó para situarse junto a ella, y levantó la espada para colocarla en una posición defensiva de en garde ante sí. Luego le hizo un gesto de asentimiento a Annaliese. Al ver que ella no le entendía, gesticuló más histriónicamente para que ella llevara el arma a la misma posición.

Luego la condujo a través de una serie de golpes, corrigiendo la técnica y postura de Annaliese mientras ella intentaba emular los movimientos enérgicos y precisos de él. El elfo le masajeó los hombros durante un momento, y le indicó por gestos que se relajara. Annaliese se sintió torpe, y volvió a sonrojarse.

Eldanair la imitó barriendo el aire con un arco descontrolado invirtiendo demasiada fuerza en el tajo y dando un teatral traspié para demostrar que perdía el equilibrio. Annaliese abrió la boca con burlona indignación.

—Yo no lo hago así —dijo, medio enfadada, medio riendo. Eldanair asintió, mirándola.

—Vale, entonces, enséñame a moverme como tu, con ese total equilibrio y todo lo demás. —Sabía que él no podía entenderle, pero le parecía raro quedarse en silencio.

Practicaron durante más de una hora, hasta que Annaliese sintió el brazo tan pesado como si fuera de plomo. Sin embargo, había comenzado a sentirse más cómoda con la espada, y sus movimientos eran un poco más controlados y precisos. Ahora se daba perfecta cuenta de que necesitaría muchos años de práctica para que se la pudiera clasificar como espadachín pasable. Había recibido una lección de humildad; antes se había considerado como mínimo un espadachín competente, pero ahora se daba cuenta de que eso era dudoso. Sopló para apartarse de la cara un mechón de cabello, y le dedicó a Eldanair una ancha sonrisa.

—Gracias —le dijo, al tiempo que envainaba. Se desplomó en el suelo para indicar, burlonamente, que estaba exhausta.

Al abrir los ojos, vio a Eldanair de pie, mirando a lo lejos, en actitud alerta, con expresión apasionada.

—¿Qué sucede? —preguntó, al tiempo que se sentaba. Eldanair alzó la mano para pedirle silencio, y ladeó la cabeza para escuchar atentamente. Annaliese no oía nada más que el suave borboteo de la fuente. La luz había mermado aún más, de modo que parecía la umbría media luz posterior a la puesta de sol.

Tenso y frío, con una mirada dura en los ojos, Eldanair instó a Annaliese a levantarse con rapidez, hablándole con tono cortante, y la condujo rápidamente hacia el este, ascendiendo una suave cuesta que los alejara de la fuente.

Se oyó un toque de cuerno lejano, y Eldanair aceleró hasta una carrera lenta, al tiempo que colocaba una flecha en la cuerda del arco. Annaliese sintió que la inundaba una ola de miedo al oír aquel toque horrible. Era el sonido de cazadores victoriosos que se cerraban sobre la presa.

Pero ¿qué, o quién, era la presa?

Viajaban velozmente por el territorio, y Annaliese se esforzaba por seguirle el paso al elfo. Vagamente, oyó gritos y un agudo alarido, acompañados por lo que parecían gruñidos y rugidos de lobos u osos, aunque también se oyó un balido no desemejante del de las cabras, pero más grave y potente. Aquello la hizo sentir instantáneamente inquieta, y un escalofrío le recorrió la espalda. Se produjo un choque de armas, y el cuerno de caza volvió a sonar; dos largas notas secas.

Cuando ascendía trabajosamente hacia la cumbre de una empinada cuesta, Eldanair la empujó sin miramientos y la derribó al suelo. Ella abrió la boca para protestar por el rudo tratamiento, pero contuvo la lengua al ver que el elfo echaba una rodilla en tierra y levantaba el arco. En un solo movimiento ininterrumpido, tensó la cuerda del arco y disparó; la flecha se alejó de él, siseando al hender el aire. En un abrir y cerrar de ojos ya tenía otro proyectil puesto en el arco, y lo disparó sin que pareciera detenerse a apuntar.

A ella le costó seguir con la mirada las flechas en la mortecina luz, pero vio que una figura muy musculosa se tambaleaba cuando uno de los proyectiles se le clavaba en la parte inferior de la espalda.

Cayó de rodillas, pero volvió a levantarse trabajosamente y se arrancó la flecha. La segunda se le clavó en la cabeza, y entonces cayó sobre el nevado suelo y quedó inmóvil.

Había estado corriendo a una velocidad asombrosa hacia una caravana de carretas, y Annaliese vio que había mujeres y niños acurrucados dentro de ellas; muy probablemente, más personas que huían de la plaga.

Una veintena de hombres uniformados con los colores negro y amarillo de las tropas estatales de Averland formaban un desesperado círculo en torno a las carretas. Oyó una orden seca, cuatro hombres dispararon con largos arcabuces, y las resonantes detonaciones recorrieron el cielo. Manaron llamas de la boca del cañón de las pesadas armas, y el humo las ocultó a la vista.

Los soldados iban acompañados por un puñado de hombres desastrados que empuñaban una variopinta serie de hachas, horcas y lanzas: los esposos, padres e hijos de las mujeres del interior de las carretas.

Corriendo por la nieve, los atacantes cargaban hacia ellos por ambos lados de las carretas; eran hombres grandes ataviados con pieles, y a Annaliese le pareció que llevaban también máscaras de rostro bestial adornadas con cuernos, y quedó momentáneamente atónita ante la grotesca apariencia. Corrieron en muchedumbre hacia las carretas, y atronó una descarga de la segunda línea de arcabuceros que derribó a varios de ellos e hizo formar pequeñas nieblas de sangre oscura a sus espaldas.

Eldanair derribó a otro al clavarle una flecha en la base del cráneo, y Annaliese oyó tres toques breves de un cuerno de caza. Al oír ese sonido, Eldanair se levantó de inmediato al tiempo que ponía de pie a Annaliese, y comenzó a bajar con ella por la pendiente y alejarse de las carretas hacia la izquierda. La joven las perdió de vista al ser casi arrastrada en torno un promontorio cubierto de retorcidos arbustos espinosos y rocas.

Annaliese se zafó de la presa del elfo.

—¡Tenemos que ayudarlos! —gritó, al tiempo que señalaba hacia las carretas. Eldanair dijo algo cortante en su propio idioma, y fue a cogerla otra vez de la muñeca, pero ella se apartó, con expresión desafiante.

—¡No! —gritó—. ¡Vamos a ayudarlos!

Por los labios de Eldanair brotó un torrente de palabras, y el elfo hizo un gesto en círculo que ella no entendió.

—Ésa es mi gente —dijo Annaliese—. Tengo que ayudarlos. —Le volvio la espalda a Eldanair y comenzó a volver sobre sus pasos en torno al promontorio para regresar a las carretas.

Un monstruoso rugido bestial, algo parecido al rugido de un oso pero cargado de maldad, resonó con fuerza en la espesura, y Annaliese vaciló al tiempo que miraba en torno de sí con miedo. Al recorrer la zona con ojos desorbitados, vio que un par de las figuras ataviadas con pieles se encontraban en la cresta que acababan de abandonar, y que giraban la cabeza a un lado y otro para estudiar el entorno. Uno de ellos gruñó al verla, y los dos comenzaron a descenderla cuesta a saltos hacia la joven, haciendo volar nubecillas de nieve pulverizada.

Entonces se dio cuenta de que no iban ataviados con pieles, y de que no eran humanos. El que iba en cabeza era aproximadamente del mismo tamaño que un hombre, pero su cara era una bestial burla de humanidad. En la frente le crecía un par de cuernos cortos, y sus pequeños ojos feroces se clavaban en ella con voracidad. Lanzó un alarido de emoción, y comenzó a acortar la distancia que lo separaba de ella con aterrorizadora rapidez. Las patas posteriores tenían articulaciones inversas como las de una cabra, y estaban cubiertas de enmarañado pelaje negro.

Y a pesar de eso, no se trataba de una inconsciente bestia mutante de los bosques, eso estaba claro. En sus funestos ojos, que ardían con astucia animal, se percibía un atisbo de inteligencia salvaje, y la criatura vestía remedos de ropa: Un taparrabos de cuero crudo atado con tiras de tendones, a modo de tosco cinturón del que pendían amuletos y huesos. Brazales de cobre batido le protegían los antebrazos, y en las manos provistas de garras empuñaba un par de armas: una lanza de hoja salvajemente dentada y decorada con cabello trenzado y empapado en sangre, y una gran cuchilla herrumbrosa.

La segunda criatura era de construcción mucho más pesada, y sobre los ondulados músculos de su torso colgaba espeso pelaje enredado. Fácilmente superaba el metro ochenta de estatura, tenía el bestial rostro ancho y odioso, y a los lados de la cabeza le crecían retorcidos cuernos que llevaba recubiertos de cobre batido. En torno a los músculos gruesos como cuerdas del cuello le pendían sartas de huesos y dientes. Sobre el enorme pecho llevaba pintado un símbolo, obsceno, y sujetaba un hacha descomunal con ambas manos. Su piel, del color de la tierra mojada, estaba perforada por tachones yaros de metal, y bramaba ensordecedoramente al cargar hacia ella, con el hacha alzada por encima de la pesada cabeza.

La primera criatura echó atrás los brazos y arrojó la pesada lanza.

Eldanair se precipitó contra Annaliese por detrás para derribarla al suelo, y el mortal proyectil pasó por encima de la cabeza de la joven y se clavó en la nieve. Al instante siguiente el elfo ya estaba de pie y disparaba una flecha con el arco.

Annaliese se levantó precipitadamente, mientras sus temblorosas manos buscaban la espada a tientas. La primera criatura cayó como si la hubieran desnucado cuando la flecha de Eldanair se le clavó en el cuello con un sonido sordo, pero a la segunda apenas si la enlenteció la otra saeta que se le clavó profundamente en la musculatura del pecho, gruesa como una losa.

Y luego la tuvieron encima, mucho más alta que Eldanair, descargando con el hacha un golpe tremendo que lo habría partido en dos si le hubiera dado. El elfo se agachó por debajo del salvaje barrido y saltó para pasar de largo de la criatura con una voltereta perfecta de la que salió con una rodilla apoyada en el suelo y una flecha colocada en el arco. Disparó, y tal era la potencia del arco a corta distancia que la flecha se hundió casi hasta las plumas en la espalda de la criatura; ésta rugió cuando la fuerza del impacto la hizo avanzar un paso.

Aun así no cayó, y cuando giró, el elfo pudo ver que de las fauces le caían gruesos regueros de saliva.

Con un alarido, Annaliese se lanzó hacia delante y la hoja de su corta espada élfica se clavó en un costado de la criatura. Apoyó una mano en el pomo y la hundió con toda su fuerza y todo su peso, para clavarla profundamente en el cuerpo del monstruo. De la herida manó abundante sangre, oscura y caliente, y la criatura rugió de dolor y furia. Rotó sobre sí y el mango de su gigantesca hacha golpeó un costado de la cabeza de Annaliese y la hizo retroceder con paso tambaleante y caer en la nieve. Entonces avanzó hasta detenerse junto a ella, con el hacha en alto para asestarle el tajo mortal. La bestia se estremeció cuando una flecha le atravesó la parte posterior del cráneo y se le clavó en el cerebro. Se desplomó en la nieve, junto a Annaliese, sangrando por las heridas.

La joven se levantó, temblando de pies a cabeza, y dio un respingo al tocarse delicadamente con una mano la sien golpeada. Sintió que se apoderaba de ella una ola de nausea, tosió y vomitó todo lo que tenía en el estómago sobre la nieve de prístino blanco. El hedor de la criatura era abrumador.

Se oyeron tres secas notas de cuerno de caza, y Eldanair disparó varias flechas más, aunque Annaliese, a quien la cabeza le latía de dolor, no podía enfocar para distinguir contra qué estaba disparando. Recogió un puñado de nieve y se lo aplicó contra la cabeza; el frío suavizó el dolor al entumecer la zona.

Mientras se limpiaba la boca, miró con ojos turbios los cadáveres de las dos criaturas, momento en que se estremeció y apartó los ojos. Eldanair estaba arrodillado junto a ella, con expresión preocupada en el rostro, y le apartó con suavidad la mano del creciente chichón de la cabeza para inspeccionar la lesión con cuidado. Aparentemente satisfecho, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se acercó a los cuerpos de los hombres bestia muertos para arrancarles las flechas con que los había herido y comprobar el estado de la punta de cada una con el dedo pulgar. Arrancó la espada de Annaliese y le limpió la sangre con un puñado de nieve, tras lo cual la hizo girar en la mano y se la ofreció a la mujer caída con la empuñadura por delante.

Cuando logró ponerse de pie, con las piernas temblorosas, Annaliese vio que la batalla había acabado. En torno a las carretas se movía gente de un lado a otro, y oyó lamentos de mujeres y llantos de niños. Le hizo a Eldanair un gesto para darle a entender que iba hacia las carretas, y él asintió y se echó sobre la cabeza la capucha de la capa para ocultar sus rasgos élficos. A continuación atravesó el terreno abierto para recuperar las otras flechas.

* * *

Al aproximarse, la joven vio mujeres que lloraban sobre los cuerpos de los hombres muertos: esposos, hermanos o padres. Otras estaban vendando las heridas de los que habían sido lo bastante afortunados como para sobrevivir, y un grupo de soldados forcejeaba para poner en marcha la carreta delantera que estaba atascada en un ventisquero.

Captó un movimiento y gritó cuando vio a un niño de no más de cinco años de edad que se arrastraba por la nieve hacia un cadáver que yacía en el suelo. El niño dejaba un rastro de sangre fresca.

Nadie iba hacia el niño, y Annaliese corrió a su lado. El hombre hacia el que se arrastraba tenía el aspecto de un granjero, y un terrible tajo asestado en la parte posterior del cuello prácticamente lo había decapitado. La sangre empapaba la nieve en torno a él.

Annaliese se arrodilló para tomar al niño en brazos, y lo volvió con cuidado para examinarlo. El pequeño lanzó un grito y se esforzó por ver el cadáver, y Annaliese sintió que las lágrimas le causaban escozor en los ojos al darse cuenta de que la sangre empapaba la camisa del niño, cuyo rostro se contorsionaba con una mueca de dolor. Ella lo abrazó contra su cuerpo, con las mejillas bañadas en lágrimas, para tranquilizarlo con palabras dulces.

—¿Papá? —exclamó el chiquillo con voz ahogada y expresión de miedo en los azules ojos desorbitados.

—Shh —lo tranquilizó Annaliese, mientras le pasaba una mano por la frente y le apartaba hacia atrás el cabello color arena.

—¿Dónde está papá? —preguntó el niño, con espuma sanguinolenta en los labios.

—En paz —replicó Annaliese con voz suave. El niño gritó de dolor, y a Annaliese se le encogió el corazón—. Sé valiente, pequeño guerrero —dijo.

Entonces cerró los ojos y rezó, moviendo los labios en silencio para formar las palabras dirigidas a Sigmar. Con ira y amargura, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, se encolerizó contra la crueldad del mundo y le imploró misericordia al dios guerrero.

Al abrir los ojos vio que el niño estaba dormido, y sintió que el pequeño corazón latía con fuerza contra el suyo.

Lo tendió en el suelo y le rasgó la camisa empapada en sangre. Frotó con una mano el vientre del chiquillo esperando encontrar una herida profunda, pero la piel estaba intacta. Los ojos de Annaliese se desorbitaron a causa de la conmoción.

—Debes dejarlo —dijo una voz—. He visto cómo lo hería la maldita lanza. Fue un golpe cobarde, pero ni siquiera un hombre adulto habría podido sobrevivir a él.

Annaliese alzó la mirada hacia los tristes, severos ojos de un campesino, y sonrió.

—Ni siquiera está herido —dijo, jadeante, al tiempo que negaba con la cabeza. El granjero la miró fijamente, como si estuviera loca.

—Lo he visto con mis propios ojos, muchacha —repitió, mientras una expresión compasiva afloraba a su rostro. Ella negó con la cabeza, y retiró más sangre de la piel del niño.

—¡Mirad: no hay herida alguna! ¡El niño está vivo! —dijo, esta vez en voz más alta. Estaba segura de que el chiquillo se había hallado cerca de la muerte, pero ahora veía cómo subía y bajaba su pecho mientras descansaba plácidamente.

El granjero miró al niño y luego a ella, con miedo en los ojos.

—Brujería —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Annaliese—. ¿De qué estáis hablando? Tiene que ser la sangre de otra persona. ¡La lanza ha debido errarle!

—¡No me mires, bruja! —gritó el granjero, que se protegió los ojos de la mirada de ella. Otras personas se volvieron a mirarla, con el miedo y la suspicacia reflejados en el rostro, y murmuraron para sí.

Annaliese se puso de pie, mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos.

—No —dijo, con tono decidido, al tiempo que negaba con la cabeza—. Os equivocáis. El niño está bien.

—¿De dónde ha salido? —preguntó una voz temerosa. Varios de los soldados apretaron las alabardas con inquietud, y avanzaron hacia ella.

—No estaba con nosotros antes del ataque. ¡Ella los condujo hasta nosotros! —declaró una vieja, y un coro de coléricos murmullos acompañó este declaración.

Annaliese tomó al niño en brazos con gesto protector y retrocedió para alejarse del iracundo grupo, al tiempo que negaba con la cabeza. Percibió la tranquilizadora presencia de Eldanair detrás de sí, con el arco preparado.

—Dejadla —les espetó uno de los soldados—. Ella y su compañero mataron a varias bestias.

—Ese niño estaba muerto, os digo. Debería estar viajando hacia los salones de Morr, junto con su padre —dijo el primer granjero, en voz, alta—. ¡Ella lo trajo de vuelta a la vida! ¡Es una bruja!

—Basta —rugió el soldado—. No habrá más derramamiento de sangre, en este día. Id a poner en movimiento esas carretas. —El granjero posó sobre el hombre una mirada tétrica—. ¡Id! —bramó el soldado, y luego marchó hacia Annaliese.

—Gracias —dijo ella, sin aliento—. No… no lo entiendo. También yo pensé que estaba al borde de la muerte. Pero… debo haberme equivocado.

El soldado era de mediana edad, y su armadura estaba abollada y arañada y marcada por el uso y las reparaciones. Tenía un rostro severo, y los ojos inexpresivos mientras iban de Annaliese a Eldanair, quien se echó la capucha más hacia delante sobre el rostro. Luego se encogió de hombros.

—No quiero ver más gente herida —dijo.

—¿Dónde están los padres del niño?

—Su madre murió de parto. Su padre yace muerto a vuestros pies. No tiene familia.

—Alguien debe acogerlo —dijo Annaliese.

El soldado le respondió con una mirada inexpresiva.

—No tiene familia —repitió, con lentitud—. No queda nadie para acogerlo.

—Seguro que alguien de entre esa gente querrá cuidar de él. ¿Algún pariente o amigo?

El soldado negó con la cabeza.

—Esta gente está pasando hambre —dijo, bajando la voz—. Ya no quedan suficientes provisiones así que él es tan sólo otra boca que alimentar, otro lomo que cubrir. No hay nadie, lo siento. —Le volvió la espalda y echó a andar hacia las carretas.

—¡No podéis dejarlo morir aquí! —insistió ella, que fue tras él. El soldado se volvió a mirarla con expresión dura.

—Tal vez habría sido mejor para él que muriera —susurró—. También yo he visto cómo lo herían, y era una herida mortal. No sé qué poder habéis usado para curarlo, pero no permitiré que ni vos ni el niño viajéis con nosotros: Cuidadlo vos misma.

El enojo se desvaneció de él, que pareció encorvarse al abrumarlo el agotamiento. Suspiró al tiempo que se pasaba una mano por la mandíbula sin afeitar, y Annaliese se dio cuenta de que era ésa la verdadera razón por la que no acogerían al niño: temían que lo hubiera curado mediante poderes de hechicería, y tal vez hubiera quedado contaminado por la energía del Caos.

—Hay un templo de Shallya a unas veinte leguas al nordeste. Seguid el camino y lo encontraréis. Las dulces hermanas de esa orden acogerán al niño. Os deseo el bien.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó.

Eldanair le lanzó al humano una mirada feroz desde las profundidades de la capucha, y destensó la cuerda del arco aunque mantuvo la flecha colocada en ella. No entendía las palabras pronunciadas durante la conversación, pero adivinaba su significado. Aquellos humanos eran bárbaros, pensaba, que se volvían unos contra otros a causa de la ignorancia y el miedo.

Había abrigado la esperanza de dar escolta a la mujer hasta que se fiara con su gente, dejarla a salvo para luego poder volver a perseguir a los druchii y tomar venganza. Con un largo dedo se tocó una mejilla y resiguió el fino tatuaje negro que tenía en ella. Thalui era el nombre de la runa, y representaba el odio y la venganza. Muchos de los suyos, los Guerreros Sombra de la destruida Nagarythe, llevaban este tipo de símbolos para que nunca se olvidaran las atrocidades perpetradas por los odiados elfos oscuros, los druchii. Pero ahora veía que ella no estaría a salvo con esta gente, porque estaba claro que ni siquiera podían protegerse ellos mismos.

Era sorprendente ver a los hombres bestia en un sitio tan alejado de los densos bosques donde criaban. Verlos tan envalentonados como para aventurarse a salir, y nada menos que a plena luz del día, indicaba lo amenazado que estaba el territorio humano. Con los ejércitos humanos luchando en otra parte, las bestias de los profundos lugares prohibidos que los hombres temían hollar se habían vuelto temerarias y habían comenzado a atacar a los grupos como aquél, vulnerable a causa de su escasa protección. Dudaba que muchos de los humanos comprendieran siquiera que su mundo, el Imperio, se tambaleaba al borde de la destrucción.

La culpabilidad lo destrozaba. Si hubiera estado con su gente, sin duda habría visto los rastros del grupo druchii. Sus congéneres no habrían muerto. Si no hubiera acudido en auxilio de la niña humana, jamás lo habrían capturado. Si hubiera dejado a Annaliese librada a su suerte, habría cubierto con mucha más rapidez el terreno que lo separaba de su gente, y se habrá evitado la masacre.

Llevaba el peso de sus muertes sobre los hombros. Annaliese había sobrevivido a expensas de los compañeros de él, y por eso habría podido odiarla. Pero no la odiaba. No, si llegaba a morir, entonces las muertes de sus compañeros no habrían servido para nada, y ahora se juró protegerla, ocuparse de su seguridad hasta que llegara el momento en que considerara que quedaba bien protegida.

Sabía que un humano tendría dificultades para entender su sentido del honor, pero eso le importaba poco. Eran un pueblo extraño, y antes de conocer a Annaliese los había mirado a todos con indiferencia. Pero veía que ella era diferente, y por mucho que deseara vengarse de los druchii, sabía que eso podía esperar. Cuando la mujer humana estuviera a salvo, reiniciaría la letal misión contra ellos. Sólo cuando hubieran perecido todos los que habían asesinado a sus compañeros, su alma quedaría libre de culpabilidad y remordimiento.

Llevaría a Annaliese al sur. La guerra causaba estragos en el norte —aunque, como ya habían visto, ningún sitio era seguro—, y los territorios meridionales serían los menos afectados en los oscuros días que se avecinaban. Suspiró, porque ella parecía haber adoptado al niño humano. Aunque eso enlentecería aún más el avance, no podía esperar que abandonara al niño como parecían haber hecho los otros.

—Annaliese —dijo, e indicó por gestos que debían ponerse en movimiento. Lo inquietaban las bestias del Caos que se encontraban por las proximidades, y calculaba que cuando hubieran recobrado la valentía, volverían a atacar, probablemente a cubierto de la oscuridad. Sabía con certeza que los humanos de las carretas estarían muertos cuando volviera a salir el sol.

Hizo otro gesto para llamarla, para que reanudaran el viaje, pero ella se limitó a negar con la cabeza y señalar el camino que iba hacia el este. Era la dirección de la que habían llegado las carretas. ¿En qué estaba pensando la mujer? El elfo negó con la cabeza, pero vio el gesto de determinación de la boca de ella, y supo que no iba a ceder. Por los dioses de los Azur, era una mujer testaruda.

—Por los espíritus de mis hermanos Azur asesinados, juro que me ocuparé de tu seguridad —le espetó en su lengua nativa—, pero no puedo protegerte de tu propia testarudez humana innata, niña.

Ella señaló con feroz determinación hacia el este, y él negó resueltamente con la cabeza. Ella le espetó algo en su gutural idioma tosco, y se volvió a observar las carretas que se alejaban, mientras desplazaba a la cadera el peso del niño dormido cuya cabeza apoyó en el hombro. Podrían haber sido madre e hijo, pensó él, porque compartían el mismo pelo rubio color arena.

¿Qué edad tendría ella? ¿Dieciocho, tal vez? Muy pasada la edad en que la mayoría de las mujeres humanas podían engendrar hijos propios, pensó, con un cierto desagrado. Raro era entre los de su pueblo que naciera un niño de una muchacha elfa de menos de ciento cincuenta años. La humanidad es una raza de niños; no es de extrañar que riñan y se vuelvan unos contra otros con tanta frecuencia. Tampoco era de extrañar que fueran tan susceptibles a los engaños del Caos, pensó, sombrío, porque con sus vidas cortas y ampliamente fútiles, el tentador atractivo de un atajo hacia el poder tenía que resultarles muy interesante.

Cuando la mujer humana se volvió a mirarlo, tenía lágrimas en los ojos. Señaló al niño dormido, y luego, una vez más hacia el este, aunque esta vez el gesto carecía de enojo. Eldanair no movió ni un músculo. Annaliese avanzó hasta él, se puso de puntillas y le dio un beso en una pálida mejilla. Dijo algo más que él dedujo que era una despedida, luego le volvió la espalda y echó a andar por el camino, en dirección este.

Resonó el trueno, y grandiosos arcos de rayo destellaron en el cielo. Vaul estaba ante su yunque, como se decía entre su gente de Nagarythe para describir ese fenómeno atmosférico.

Le lanzó una mirada colérica a la figura de Annaliese que se alejaba, y comenzó a caminar hacia el este, tras ella.