CINCO
La oscura bodega era un baño de sangre.
Los hombres yacían desmadejados sobre el áspero suelo de adoquines, gimiendo en su agonía mientras la sangre manaba por sus fatales heridas. El hedor de los muertos y agonizantes era abrumador. Se oían gritos y maldiciones, el tintineo del acero contra el acero, el escalofriante sonido de las espadas que hendían carne.
Una voz atronadora se alzó por encima del estruendo.
—¡Sin clemencia! ¡No permitáis que ninguno salga de aquí con vida!
Por la escalera bajaron más soldados con las espadas desnudas. Vestían los negros jubones acuchillados de Nuln, y llevaban espadas y rodelas, ya que sus más tradicionales alabardas habrían sido casi inútiles en aquel reducido espacio.
No resultaba difícil identificar a los enemigos en medio de la frenética refriega, porque llevaban largos ropones de seda de color azul, amarillo y púrpura. Habían sacado armas propias, y una vez que se dieron cuenta de que no tendrían escapatoria posible, comenzaron a luchar con un frenesí y una ausencia de instinto de conservación que resultaban desalentadores incluso para los soldados más endurecidos, ya que peleaban como animales rabiosos acorralados.
—¡Grunwald! ¡Conmigo! —gritó la voz atronadora.
El fornido sargento sin afeitar disparó una flecha con la ballesta. El proyectil se clavó en la frente de uno de los miembros del aquelarre, que cayó de espaldas, muerto.
—Ya lo habéis oído —rugió Udo Grunwald, al tiempo que arrojaba a un lado la ballesta y sacaba la pesada maza con rebordes que llevaba al cinturón—. ¡Avanzad! ¡Acabemos ya con esto!
Con un rugido, encabezó la carga de los soldados vestidos de negro hacia la refriega. Apartó de sí una espada con un golpe de la pesada arma, y con el golpe de retorno estrelló la cabeza de la maza contra la cara de un adorador del Caos, a quien le destrozó la mandíbula inferior en una lluvia de sangre y dientes.
Otro cayó con el estómago atravesado por una espada, y Grunwald le dio una salvaje patada en la cabeza en el momento en que caía. Una espada le abrió un tajo en un hombro, y él hizo una mueca de dolor, antes de destrozar el cerebro del atacante a quien los rebordes de la pesada maza le hicieron pedazos el cráneo.
Oyó una sarta de palabras vociferadas; frases chilladas en un idioma que desconocía.
Mientras sorbía por entre los dientes a causa del dolor del hombro, vio la muy alta figura cubierta por la negra capa del cazador de brujas Stoebar que batallaba contra un trío de atacantes. Espadachín consumado, su sable avanzó veloz como el rayo para degollar al primero, y retrocedió a la velocidad suficiente como para bloquear el tajo letal de otro enemigo, que lo habría destripado.
—¡Conmigo! —gritó Grunwald, y se abrió paso empujando a través de la apretada masa de cuerpos, en dirección al cazador de brujas, mientras su maza destrozaba hombros y partía extremidades.
El soldado que avanzaba a su izquierda murió al atravesarle la garganta una lanza, y otro que tenía a la derecha cayó cuando un cuchillo se le clavó en un muslo. Aun así, el peso de los soldados apartó hacia los lados a los adoradores del Caos que gruñían, derribándolos al suelo y clavando las espadas en sus cuerpos tendidos.
Una ola de revulsión y náusea pasó por encima de ellos, y Grunwald dio un traspié. Oyó una voz que salmodiaba en un idioma atroz, y sintió que el estómago se le contraía con fuerza, dolorosamente.
La voz del cazador de brujas volvió a resonar.
—¡Sigmar, danos fuerzas!
Grunwald sintió que disminuía el dolor de su interior, y al abrir los ojos que tenía fuertemente cerrados vio una figura que estaba de pie sobre una plataforma, con los brazos alzados por encima de la cabeza, en el momento en que su salmodia alcanzaba un crescendo.
El cazador de brujas Stoebar acabó con el último de sus oponentes y subió a saltos por los escalones hacia la figura, con Grunwald dando traspiés detrás de sí.
Con un grito que hería los oídos a causa de su intensidad, la figura concluyó el encantamiento y dejó caer los brazos a los lados. Un cuello alto de plumas iridiscentes enmarcaba la parte inferior de la cabeza del fanático. Iba desnudo hasta la cintura, y le habían pintado esmeradamente dibujos azules en forma de espiral en la piel. Grunwald vio que los dibujos comenzaban a moverse, a rotar en sentido circular, para tejer nuevos dibujos y símbolos sobre la piel del fanático.
Con un rugido de odio y repugnancia puros, Stoebar alzó su sable de larga hoja por encima de los hombros al acercarse al jefe del aquelarre, y la hoja destelló al salir velozmente hacia la garganta de la inmóvil figura.
En el sótano, los últimos adoradores del Caos morían, y los soldados del estado de Nuln avanzaron hacia la plataforma, aferrando con fuerza sus armas ensangrentadas al ver caer el terrible tajo.
Unos quince centímetros antes de que la espada llegara a la carne, fue detenida. El arma del cazador de brujas se inmovilizó en medio del aire, y a Stoebar se le escapó una exclamación ahogada al esforzarse por intentar que la espada acabara de descender.
Entonces el fanático alzó la cabeza, con fuego azul destellándole en los ojos y una sonrisa en los labios.
El aire que rodeaba al brujo parecía rielar como por efecto de una ola de intenso calor, y la piel se le abultaba de manera antinatural, como si dentro tuviera cosas que intentaban escapar. Una línea de púas curvadas hacia atrás le brotó a través de la piel de los antebrazos para formar una mortífera cadena de cuernos, y sus manos se extendieron en largas zarpas crueles, como las de un águila mutante. Por todo el cuerpo del fanático se abrieron bocas que comenzaron a gritar en lenguas obscenas, desgarrándole los músculos y la piel. Algunas estaban llenas de dientes como agujas y provistas de una larga lengua sinuosa rematada de espinas, mientras que otras eran poco más que picos óseos llenos de diminutos dientes acabados en punta de flecha.
Stoebar parecía incapaz de moverse, y la criatura extendió las manos para aferrarlo por los hombros. De los puntos donde se clavaron las garras del fanático poseído por un demonio manó sangre, y la criatura lo acercó más a su monstruoso, demencial cuerpo.
Luego, mediante pura fuerza mental, la abominación del Caos rajo el pecho del cazador de brujas hasta abrirlo. Como si les asestaran tajos con cuchillos invisibles la ropa y la armadura del hombre fueron cortadas docenas de veces, y la carne fue convertida en sangrientos jirones. Las costillas se le partieron cuando unas manos invisibles abrieron su caja torácica para dejar a la vista los palpitantes órganos del interior. El corazón estalló y lo salpicó todo de sangre, y el cazador de brujas muerto fue lanzado al otro lado de la estancia, lejos del fanático poseído por el demonio, para caer en desmadejado y sangriento montón a los pies de Grunwald.
En los ojos del demonio ardía el fuego, y entonces abrió la boca desmesuradamente y dejo a la vista una doble hilera de afilados dientes. Alzo ante sí una pálida mano provista de garras la cual comenzó a relumbrar con ardiente luz, como si los fuegos del sol se encendieran dentro de su carne.
Grunwald se inclino y aferró el icono de Sigmar que el cazador de brujas muerto llevaba envuelto en torno a una mano un símbolo de bronce con la forma del sagrado martillo de guerra de Sigmar, Ghal-Maraz. Estaba tan caliente que quemaba. Lo alzo en el aire, cogido por la cadena, y sintió que el calor que radiaba del sagrado símbolo se multiplicaba por diez. Una luz cegadora manó del icono del martillo cuando Grunwald invoco a gritos la ayuda del dios guerrero.
Pero fue aquí donde el sueño tomo una senda divergente de lo que había sucedido aquella noche del pasado. Cinco años antes, el símbolo había hecho retroceder a la criatura, y ganado tiempo para que los soldados la acometieran y al matar el cuerpo terrenal del demonio, lo enviaran entre alaridos, de vuelta a su propio plano de existencia.
Pero esa noche no sucedió lo mismo.
No, en el sueño de Grunwald, el demonio se limito a reírse de él y burlarse de su lastimosa, débil fe. Continuo matando hasta que solo Grunwald quedo con vida e inmovilizado en el sitio. Y entonces el demonio comenzó a desgarrarle la piel con zarpas invisibles. Sintió que le abrían la caja torácica, y oyó el primer crujido al partírsele los huesos.
Despertó, con un grito ahogado, y se sentó en la cama empapada de sudor. El dolor del pecho se demoró durante un momento.
Fue entonces cuando reparo en el humo.
Maldiciendo se levanto de un salto al tiempo que apartaba bruscamente la ropa de cama. Avanzo rápidamente hasta la puerta, le quito el cerrojo y la abrió de par en par. Salió al balcón interno que daba sobre el salón. Estaba inundado de espeso humo, y vio el resplandor de las llamas.
—¡Fuego! —rugió. En su vida pasada, antes de hacerse cazador de brujas, había sido sargento del ejército estatal de Nuln, y estaba muy habituado a gritar con la potencia y la autoridad suficientes como para que sus órdenes fueran oídas y obedecidas en el fragor de la batalla—. ¡Fuego! —rugió una vez mas y la gente comenzó a salir de las habitaciones, dando traspiés.
Vio que Thorrik pateaba violentamente su puerta. El enano llevaba puesta la armadura y blandía el hacha con una mano, con el escudo en el otro brazo.
Grunwald volvió corriendo al interior de su habitación, donde se puso precipitadamente las botas y el cinturón, y al instante sintió que tenía un mayor control con las armas al costado. Cargó sus pertenencias en brazos y abandono el dormitorio con rapidez. Ahora estaban desocupándose todas las habitaciones, y se oían gritos y lamentos de la gente que intentaba huir del creciente infierno. El calor y el humo lo hicieron sentir mareado.
Vio el aterrorizado, pálido rostro de Fiedler cuando el rechoncho hombre pasó corriendo ante él, en ropa de dormir.
Los ocupantes salieron dando traspiés por la puerta principal y se desplegaron por la fría calle exterior, con Grunwald y Thorrik entre ellos El Burro Ahorcado se había incendiado, y las llamas ascendían lamiendo la vieja estructura torcida. Varias personas realizaban ineficaces intentos de apagar el incendio con cubos de agua que arrojaban contra la madera y con mantas con las que golpeaban las llamas.
En la calle principal a la que daba la entrada, había un grupo de hombres que llevaban reas encendidas en las manos. El borracho al que Grunwald le había impedido matar al hombre inocente en un momento anterior de esa misma noche, se encontraba en medio del grupo, con el cuchillo en una mano y una antorcha encendida en la otra. Resultaba evidente que los hombres habían continuado bebiendo, y que ahora habían ingerido el alcohol suficiente como para infundirse el valor necesario para acabar lo que habían empezado, según conjeturó Grunwald.
—¿Que habéis hecho? —se lamento Fiedler.
—Cállate, gusano —gritó uno de los hombres—. ¡Es tu maldita posada la que atrae aquí a la gente!
—¡Traédmelo aquí! —gritó el instigador de aquellos actos violentos—. ¡Tengo que acabar lo que he empezado!
Grunwald, que llevaba los tirantes de los pantalones colgando y cuya camisa desabotonada dejaba ver su torso cubierto de cicatrices, avanzó a grandes zancadas hacia el grupo con la cuadrada mandíbula proyectada hacia delante.
Cuando estaba a diez pasos de distancia; sacó la pistola de la funda del cinturón, y, sin pronunciar una sola palabra, le pegó un tiro en la cabeza al alborotador. La detonación fue ensordecedora, y la sangre, los trocitos de cráneo y los sesos salpicaron a los aldeanos borrachos reunidos, que se quedaron petrificados a causa de la conmoción.
Grunwald enfundó la humeante pistola, sacó la maza de pesada cabeza y se enfrentó con los restantes diez hombres.
—¡Bastardo! —gruñó uno de ellos, un joven al que Udo reconoció por haberlo visto antes, esa noche. Le arrojó la llameante antorcha al cazador de brujas, y cargó hacia él, cuchillo en mano.
Grunwald se inclinó para dejar pasar de largo la antorcha, y avanzó para enfrentarse con el hombre. Con mi ágil paso lateral evitó la torpe puñalada ebria del hombre, y le descargó la maza sobre la cabeza, derribándolo sin que profiriera un solo sonido. Los otros sopesaron sus armas, con expresión colérica y malvada en el rostro, y Udo comprendió que tenía serios problemas. Una atronadora voz bronca detuvo a los hombres antes de que pudieran lanzarse al ataque.
—Es un buen día para morir, humanos —gruñó Thorrik—. Dad un paso adelante para ver si ha llegado vuestra hora.
El enano avanzó pesadamente para detenerse junto a Grunwald, y el cazador de brujas vio que estaba ataviado con toda la armadura, como preparado para la guerra. Llevaba el pesado escudo circular de metal en el brazo derecho, y su cabeza estaba totalmente encerrada en un yelmo moldeado y trabajado para que representara una estilizada cara de enano. Sus ojos destellaban peligrosamente en el interior, y su pesada hacha de mango corto estaba alzada por encima de un hombro, preparada para descargar un tajo contra el primer hombre que se le pudiera al alcance.
Parecía absolutamente invulnerable, ya que en él no había ni un centímetro de piel expuesta. Udo tuvo que admitir que era una presencia intimidante a pesar de su estatura.
Los hombres permanecían como clavados en el sitio, con la indecisión manifiesta en el rostro. Ninguno de ellos quería morir allí. Percibió el cambio de estado anímico que se operaba en ellos.
—Vosotros dos —vociferó, señalando bruscamente a un par de hombres a los que hizo dar un salto—. Recoged a este amigo vuestro y llevadlo a casa. Está vivo, pero podría tener el cráneo fracturado. Y vosotros dos —añadió, al tiempo que señalaba a otro par—, ocupaos de que vuestro amigo muerto sea enterrado. El resto de vosotros, id a ayudar en la extinción de ese incendio.
Su voz era autoritaria, no daba pie a discusiones, y los hombres reaccionaron al instante, ya extinguidas en ellos las ganas de pelea.
—Barbasnuevas —se mofó Thorrik, con la voz apagada tras el grueso metal del casco que le cubría completamente la cara.
—En efecto —dijo Grunwald, que por el tono de voz del enano dedujo que la palabra era un insulto. Regresó al lugar en que había dejado sus pertenencias, aunque con pasos más cortos para permitir que el enano caminara a su lado haciendo entrechocar la armadura. Se abotonó la camisa y se pasó los tirantes por encima de los hombros.
Los aldeanos batallaban contra las llamas, aunque resultaba imposible saber si estaban ganando. Udo vio al posadero retorciéndose las manos y saltando de un pie a otro, haciendo poco por cooperar.
Los dos ayudaron a los aldeanos, Grunwald organizándolos en grupos de trabajo para luchar contra el incendio de modo más eficiente, y cuando la aurora comenzaba a iluminar el cielo, el último foco fue extinguido. Las llamas habían devorado la cocina y una buena parte del área común, y el exterior estaba ennegrecido, pero la estructura había quedado más o menos intacta, aunque indudablemente requeriría meses de trabajo para repararla.
Grunwald tenía la cara ennegrecida por el hollín. Se acercó a Thorrik, que estaba sentado en la escalera de entrada, fumando su pipa.
—Me marcho —dijo.
—Sí, parece un buen plan. Ya he tenido bastante de este apestoso lugar —alzó una colérica mirada hacia la ennegrecida posada—. Ésa es la consecuencia de construir con madera —señaló—. Para lo único que sirve la madera es para quemar. Construye algo con piedra y se mantendrá en pie durante generaciones.
—Puedo ver el mérito de lo que dices —comentó Grunwald.
—¿Sabes? No os entiendo, a los humanos —declaró el enano, mientras alzaba los ojos hacia el cielo cada vez más claro.
—¿Ah, no?
—Vuestro Imperio está en guerra, y vuestra gente sufre hambre y plaga, y aun así lucháis entre vosotros. ¿No tenéis ni el más leve rastro de honor?
Grunwald pensó el asunto durante un momento, y se encogió de hombros.
—Demasiado poco, en estos tiempos, al parecer. Sin embargo, no nos juzgues a todos por los actos de los débiles y los cobardes.
—No os entiendo, a los humanos —repitió Thorrik—. No sé si lo lograré alguna vez…, y me alegraré de eso.
Se puso de pie y se aseguro de que su mochila estuviera bien cerrada. Con respetuoso cuidado ajustó las correas de cuero que sujetaban sobre la mochila el alargado objeto envuelto en hule, y luego ató el escudo sobre él, para protegerlo.
—¿Qué es eso que llevas? —preguntó Udo, cuando el enano levantaba la mochila de pesado aspecto y se la colgaba de los hombros.
—Nada que te importe —replicó el enano con brusquedad, mientras se encasquetaba el yelmo—. Los humanos siempre estáis queriendo enteraros de los asuntos de todo el mundo —dijo su voz, apagada por el grueso metal del yelmo, Udo reparo en que este tema incluso un estilizado bigote metálico. El casco por sí solo ya debía de valer una fortuna, con todos los intrincados labrados que lo bordeaban, incrustados de bronce, y mucho más la armadura.
Udo volvió a encogerse de hombros y Thorrik comenzó a alejarse, dejando profundas huellas en el suelo fangoso. Avanzó diez pasos antes de detenerse y volverse a mirar al cazador de brujas.
—Hacia dónde vas —pregunto con tono malhumorado.
—Regreso al templo para pedir el consejo de mis superiores. Esta cerca del paso del Fuego Negro.
El enano bufó a modo de respuesta.
—Bueno, vamos, entonces —dijo, al fin—. También yo voy hacia Fuego Negro.
* * *
Eldanair se arrodilló en el sotobosque. Posó una mano sobre el suelo, y leyó los signos con cuidado y precisión. Ni siquiera un bosquimano entrenado habría visto nada allí, pero para el elfo el suelo era como un libro abierto cuyas historias podía leer sin esfuerzo alguno. Los que habían dejado los rastros no eran torpes; de hecho, exhibían una destreza que le resultaba sorprendente, al hallarse tan lejos de Ulthuan. Ningún humano podía moverse por un bosque y dejar un rastro tan débil de su paso, así que su inquietud aumentó. Aquélla no era la marca de uno de los de su grupo, y no tenía conocimiento de ningún otro Azur que se moviera por la zona, pero no podía librarse de la creencia de que aquél era el rastro de alguien de su raza. Distraídamente, se metió un mechón de pelo detrás de una de sus puntiagudas orejas, con las cejas fruncidas de concentración en la ebúrnea frente.
La mujer humana, Annaliese, se encontraba de pie detrás de él, y lo observaba con interés. Demostraba temple, aquella mujer, aunque para él, sus movimientos eran dolorosamente torpes, lentos y ruidosos. Había retrasado considerablemente el avance del elfo, pero él se había jurado mantenerla a salvo, y en ese momento el lugar más seguro para ella era con el pueblo élfico. El vidente sabría mejor qué hacer con ella.
Continuó adelante, avanzando silenciosamente entre los árboles. Volvió a detenerse y tocó la fría tierra con los dedos. Se los llevó a la nariz y los olió delicadamente. Su preocupación aumentó.
Éstos no eran rastros humanos, ahora ya estaba seguro de ello. Tampoco los había dejado ninguna de las inmundas criaturas que existían en los oscuros bosques siniestros que rodeaban el Imperio.
Tras instar a Annaliese a que se diera prisa, comenzó a correr con paso leve por entre los árboles. Veloz y silencioso, saltaba por encima de troncos caídos y se agachaba para pasar por debajo de las ramas bajas, sin dejar rastro alguno de su paso. Había dominado el arte hacía décadas, y ahora no rompía ni siquiera una hoja de hierba con sus leves pasos. Nadie podría seguirle la pista.
Sin embargo, no podía decirse lo mismo de la mujer humana. Avanzaba destrozándolo todo tras él, que a menudo tenía que detenerse para no dejarla atrás. Sacudía ligeramente la cabeza al oír el estruendo que ella hacía al destrozar tallos y ramitas con sus pesados pasos. Se volvía bruscamente a mirarla, con la irritación y la impaciencia destellando en los ojos, y ella alzaba hacia él una mirada de disculpa. Sabía que era injusto reprochárselo, pero eso no hacía que resultara más fácil aceptar su inepta torpeza.
Continuó adelante durante tres horas, sin dejarle a Annaliese mucho tiempo para recuperar el aliento. No podía explicarle lo que temía que presagiaran aquellos rastros, pero ella parecía entender su necesidad de premura. Aún estaba confundido por los rastros, pero en el estómago se le había asentado una sensación profundamente inquietante.
Se maldijo por estúpido. Si la patrulla de elfos había sido víctima de una emboscada, sabía que él, y sólo él, era culpable de eso, y que llevaría esa carga sobre los hombros. Si no hubiera corrido a ayudar a la niña humana, nada de esto habría sucedido.
Su mente rememoró los funestos acontecimientos. Aún le escocía la vergüenza por su captura.
Había estado explorando un amplio radio por delante del senthanos que avanzaba. El grupo estaba compuesto por una docena de miembros del pueblo Azur, encabezados por un poderoso vidente. Eldanair era el explorador del senthanos, su Guerrero Sombra, y tenía el deber de asegurarse de que la senda que recorrían estaba libre de enemigos.
Se había oído un grito, el chillido agudo de un niño, y él se había acuclillado entre los helechos bajos. Los pájaros que se hallaban en el oscuro dosel de hojas de lo alto habían guardado silencio, y no se había oído nada más que el gélido aullido del viento que azotaba las esqueléticas ramas de los árboles y las hacía crujir, ramas que anhelaban la llegada del deshielo.
El viento le había llevado un segundo grito. Al tiempo que escupía una maldición, se había levantado y corrido por el bosque hacia el origen del sonido. Sabía que para un observador habría parecido una sombra mientras corría entre los árboles a gran velocidad.
Lo que había descubierto era espantoso. Una visión de masacre. El camino estaba sembrado de cuerpos humanos bajo los cuales se formaban charcos de sangre. Habían sido salvajemente mutilados, y docenas de heridas cubrían cada uno de los cadáveres hasta el punto de que resultaban casi irreconocibles, poco más que carne descuartizada. En la mayoría de los cuerpos había heridas punzantes, y Eldanair supo que habían sido causadas por flechas que les habían arrancado después. O por saetas de ballesta, pensó, colérico.
A todos los cadáveres les habían arrancado los ojos, y por el modo en que les habían desgarrado y abierto la cavidad torácica, a Eldanair le pareció que les habían arrancado el corazón. Hasta la mula que tiraba de la carreta estaba degollada y le habían arrancado los ojos.
Una niña, probablemente de menos de cinco años humanos, se encontraba de pie en la parte posterior de la carreta, mirando la devastación que la rodeaba, con el semblante pálido. Debía haberse escondido cuando se produjo el ataque.
Eldanair se había acercado a la niña mientras le hablaba con suavidad para calmarla, y ella lo miraba fijamente con los aterrorizados ojos de un gamo, temblorosa. Se acercó lentamente y le habló con voz dulce y tranquilizadora. Dejó el arco en el suelo, y se aproximó a la niña con las manos tendidas ante sí.
Los ojos de ella se desviaron rápidamente para mirar por encima de un hombro de él, y volvió a lanzar un chillido potente y penetrante. Al volverse vio a una veintena de soldados humanos de rudo aspecto que salían de entre los árboles para rodearlo. Maldijo. En su precipitación, no había oído ni olido que se acercaban.
Los hombres contemplaron la carnicería con expresiones de desesperación y cólera, y lo apuntaron con las armas. Cuando volvieron a mirarlo a él, vio odio, miedo e ira en sus ojos.
Eldanair había levantado las manos para mostrar que estaba desarmado, pero de todos modos lo derribaron de un garrotazo y lo arrastraron hasta su aldea. No había vuelto a ver a la niña.
El elfo salió de la ensoñación y le hizo a Annaliese un gesto para que se detuviera y guardara silencio.
Trepó como un fantasma, muy agachado, a una escarpa rocosa. Al aproximarse a la cumbre se tendió boca abajo y se arrastró hasta el borde. Tuvo buen cuidado de mantenerse oculto entre los helechos mojados sin que ninguno de ellos se moviera y delatara su posición.
Lo que vio abajo hizo que se le helara la sangre.
Había encontrado al senthanos. Había encontrado a sus compañeros. Estaban muertos.
Sus cuerpos rotos se encontraban tendidos en el claro protegido, con las capas y los ropones blancos y azules desgarrados y cortados a tajos, manchados de oscura sangre. La congoja, la conmoción y la culpabilidad luchaban por dominarlo, y él tragó con la garganta seca.
Estuvo a punto de gritar al ver al vidente, cuyo esbelto cuerpo colgaba contra el tronco de un árbol. Le habían atravesado las muñecas y los tobillos con toscos clavos para madera, y le habían desgarrado el ropón para desnudarle el pecho. Le habían abierto las costillas para dejar a la vista los órganos internos, y le faltaba el corazón. Por la expresión de sufrimiento de la cara del vidente, Eldanair dedujo que la muerte no había sido rápida.
La mujer humana, Annaliese, se había arrastrado hasta situarse junto a él, y sus ojos se desorbitaron de horror al posarse sobre la masacre de abajo. Abrió la boca para gritar, pero Eldanair se la tapó con una mano que apretó con fuerza, y sujetó a la muchacha firmemente entre sus brazos. Sus ojos estaban fijos en una sombra que había al otro lado del claro.
La sombra se movía, al principio tan lentamente que resultaba casi imposible distinguirla. Pero los ojos de Eldanair eran mucho más agudos que los ojos de un humano, y era capaz de percibir el movimiento aunque Annaliese no pudiera detectarlo.
Era una figura esbelta, ataviada de negro de pies a cabeza, y llevaba la oscuridad en torno de sí como una capa. Parecían seguirla unas sombras que se pegaban su ágil figura como criaturas vivas, y todos los músculos del cuerpo de Eldanair se tensaron con odio profundo y devastador.
La figura ataviada de negro pasaba por encima de los cadáveres, volviendo la cabeza de un lado a otro como si olfateara el aire. Una tela negra le ocultaba la parte inferior del rostro, y una profunda capucha negra le cubría la cabeza, pero Eldanair vislumbró la cara de la figura y grabó a fuego el semblante en su memoria.
La cara era delicada y de huesos finos, con pómulos altos que le conferían una apariencia arrogante y grácil, y Eldanair vio que era del sexo femenino. Tenía la piel tan pálida como la de él, y unos ojos grandes, cruel y seductoramente curvados. En una mano llevaba una ballesta pequeña, y antes de que le volviera la espalda distinguió el tatuaje en forma de lágrima que llevaba bajo el ojo izquierdo.
Al marcharse se llevó consigo las sombras que la ocultaban, y Eldanair maldijo por no tener su arco a mano. Habría sido tan fácil matarla allí y en ese momento… En un instante ya había desaparecido, fundida con la oscuridad de debajo de los árboles, y Eldanair se tensó para ir tras ella, con el odio y la necesidad de venganza ardiendo en su interior. Perseguiría y mataría a cada uno de los malditos asesinos.
Al mirar hacia un lado vio los ojos de Annaliese, desorbitados e inundados de desamparo y miedo. Abandonarla allí equivalía a una sentencia de muerte, y maldijo en lengua élfica.
Permanecieron tendidos e inmóviles durante casi una hora, antes de que el elfo considerara que no había peligro en abandonar la posición.
Con el corazón cargado de tristeza y congoja, descendió hacia los mutilados cuerpos de sus compañeros. Annaliese lo acompañó, con los ojos inundados de lágrimas al contemplar la carnicería.
Le dijo algo, pero él no sabía qué significaban sus palabras. Fija en su mente estaba la cara de la enemiga.
—Druchii —dijo para sí, y escupió la palabra con un tono tan venenoso que Annaliese giró bruscamente la cabeza para mirarlo.
Había elfos oscuros moviéndose por el Imperio.