CUATRO

CUATRO

Udo Grunwald abrió la pequeña puerta que encajaba mal en el marco, bajó la cabeza para no golpearse con el dintel bajo, y entró en la posada de aspecto ruinoso. Se llamaba Burro Ahorcado, y en el exterior de la puerta de reja pendía el cadáver cubierto de nieve del supuesto burro, colgado con un lazo corredizo en torno al cuello. Por un breve instante se preguntó qué delito habría cometido el animal, qué fechoría habría tramado con su tortuosa mente criminal como para merecer un castigo semejante.

Probablemente había sido el amante de la mujer del posadero, pensó, y sonrió para sí. Esa sonrisa solo logro que su feo rostro brutal pareciera aún más peligroso.

La posada era oscura, con un ambiente cargado de humo, y se hizo el silencio en cuanto él entró. Al avanzar, sus pesadas botas resonaron con fuerza sobre las tablas de madera del suelo, mientras él miraba ferozmente en torno desafiando a todos los presentes a decir algo.

Udo sabía que era una figura intimidante y estaba habituado al modo en que los ojos de la gente se apartaban con rapidez de los suyos. En este caso, no fue diferente, aunque resultaba tangible la hostilidad que había en la estancia, a pesar de que ninguno de aquellos viajeros y granjeros se atreviera a mirarlo a los ojos.

Podía entender la reacción que causaba su presencia, en esos tiempos, nadie estaba seguro en los caminos y las noticias que llegaban del norte eran muy malas. Bandoleros y forajidos deambulaban por la campiña, donde hacían presa en aquellos que huían de las zonas en conflicto, y corrían rumores de que dentro de los bosques había cosas mucho más oscuras que comenzaban a volverse inquietas. Brujas, aquelarres secretos, inmundos mutantes y bestias del Caos que caminaban en dos patas como los hombres; eran todas cosas dignas de ser temidas por las gentes del Imperio, y allí sucedía lo mismo. Los forasteros eran mirados con temor y desconfianza, en particular con los crecientes rumores de la horrible plaga que se propagaba como un incendio descontrolado por las ciudades pequeñas y las aldeas.

Pero más que esto, era un cazador de brujas, y su ocupación resultaba obvia. Su presencia inspiraba miedo y provocaba punzadas de culpabilidad en los inocentes.

Las charlas en voz baja recomenzaron cuando los bebedores y viajeros volvieron a sus reflexiones y conversaciones privadas, al tiempo que se echaban sobre el rostro capuchas y sombreros con el fin de no atraer la atención del cazador de brujas. Udo avanzó hacia la barra, se quitó el sombrero de ala ancha y lo dejó ante sí. Los que se encontraban cerca retrocedieron. Vio que un parroquiano intentaba ocultar dentro del abrigo una mano malformada que parecía una porra, y sacudió ligeramente la cabeza. Siempre era igual: cualquier desdichado que tuviera una discapacidad intentaba ocultarse a los ojos de un cazador de brujas por temor a ser procesado. Udo no tenía ningún interés en quemar tullidos ni personas afligidas por taras de nacimiento, pero podía entender el temor de aquellas gentes simples: había cazadores de brujas que estarían dispuestos a purificarlos mediante las llamas.

—¿Qué le puedo servir, amigo? —preguntó el posadero, que intentó ocultar el nerviosismo y fracasó. Era un hombre rechoncho, con globos oculares un poco demasiado prominentes que hacían que pareciera que se le salían de las órbitas y le conferían una expresión de sobresalto semejante a la de un pez. También parecía estar sudando en abundancia, aunque dentro de la sala no hacía excesivo calor. A Udo le cayó mal de inmediato.

—Una habitación. Una comida. Pero, en primer lugar —dijo—, quiero una bebida.

—Si no es mucha molestia, buen señor, querría ver vuestro dinero por adelantado —replicó el posadero, mientras se frotaba nerviosamente las manos húmedas—. No quiero ser descortés, pero estos son tiempos difíciles, y estoy seguro de que comprenderéis que sea reacio a servir a un desconocido sin saber primero sí puede pagar. ¿Podéis hacerlo, señor? Pagar, quiero decir.

Udo posó sobre el hombrecillo una mirada colérica durante un momento, mientras fruncía los labios con disgusto. El posadero se movió con nerviosismo y sus ojos protuberantes fueron de izquierda a derecha. Udo se quitó el guante de cuero negro de una mano, dedo a dedo, y el hediondo posadero sudoroso dio un brinco cuando lo dejó de golpe sobre la barra. Sin dejar de mirarlo, Grunwald alzó una tintineante bolsa de cuero oscuro que llevaba al cinturón, y sacó de ella un par de monedas que dejó de golpe sobre la barra.

—¿Bastará con esto? —preguntó, burlón.

—¡Más que suficiente, gracioso señor! ¡Mas que suficiente! —dijo el posadero. Las monedas desaparecieron en un segundo, y le tendió una mano a Grunwald—. Soy Claus Fiedler, propietario de este establecimiento, y me complace tener a un caballero tan distinguido como vos bajo mi techo.

Udo contempló con desagrado la sudorosa mano que le ofrecía el posadero, e hizo caso omiso de ella.

—Tomaré ahora esa bebida —dijo.

—Pero, por supuesto que sí, señor. —Con entusiasmo, comenzó a llenar de cerveza una jarra mugrienta, sonriendo como un idiota, mientras el sudor le caía por la frente.

«No caigas dentro de mi cerveza», pensó Grunwald, al ver una gruesa gota de sudor que colgaba precariamente de la frente de Fiedler, sobre su jarra. Por suerte, no cayó, aunque la imagen ya había estropeado el placer que pudiera proporcionarle la bebida.

Recogió la jarra y le volvió la espalda al desagradable posadero. Probablemente era a aquel tipo a quien habían pillado con el burro, pensó.

Buscó un sitio aislado donde sentarse, dado que no tenía ganas de ponerse a hablar con nadie. En un rincón vio al enano con quien se había encontrado tres días antes, fumando la pipa con cazoleta en forma de cabezas de dragón. Se llamaba Thorrik, ¿verdad? Inclinó la cabeza para saludar al robusto guerrero enano, que asintió con gesto solemne a modo de acuse de recibo. No le sorprendió volver a ver al enano, ya que ésa era una de las pocas posadas que había en el camino que iba hacia el sudeste.

Udo se abrió paso entre la maloliente multitud de viajeros, granjeros y bebedores locales, y halló un banco retirado que había en un rincón oscuro, apartado de la masa de comensales. Dejó la cerveza sobre la mesa, se descolgó la ballesta que también fue a parar a la mesa con un golpe sordo, y desplazó el banco para que quedara contra la pared, dirigiendo miradas feroces a los parroquianos que chasqueaban la lengua y bufaban al ser empujados fuera del camino.

Se dejó caer en el asiento, con la espalda contra la pared, y giró la cabeza de un lado a otro para hacer crujir el dolorido cuello.

Se llevó la jarra a la boca y bebió un sorbito de prueba. Se trataba de una cerveza suave, pero no era mala, y tragó un buen sorbo.

Estaba dolorido y cansado, y suspiró al apoyar la dolorida espalda contra la pared. Después de librar la batalla junto al enano, había recuperado el dinero que había podido de los bandidos, y regresado al santuario sigmarita donde habían robado, con la intención de entregárselo al sacerdote. Había encontrado al sacerdote tendido en el suelo del sagrado santuario, salvajemente degollado, y con el cuerpo cosido a puñaladas. Durante dos días había buscado algún rastro de los asesinos, pero no había encontrado nada. Lo afligía haber fracasado en el descubrimiento de los culpables, y tras enterrar al sacerdote y poner el santuario en condiciones, había continuado su camino, un poco a regañadientes. Su maestre lo esperaba, y ya había desperdiciado bastante tiempo.

No pasó mucho tiempo antes de que el sudoroso Fiedler apareciera a su lado, para dejar un cuenco de humeante guiso gris ante él, junto con un trozo de pan. Tenía un aspecto increíblemente poco apetitoso, y lo removió con la cuchara. Fiedler permanecía a su lado, sonriendo como un idiota, obviamente esperando alguna reacción halagüeña ante la comida.

—Marchaos —dijo Udo, y el rechoncho posadero asintió con la cabeza y tartamudeó algo antes de volver tras la barra. Udo vio que le daba un golpe fuerte a uno de los sirvientes en la parte posterior de la cabeza.

—¡Fuera de mi camino! —oyó que gritaba Fiedler, cosa que provocó la risa de algunos de los clientes. Estaba claro que el sirviente era un inocentón, pues llevaba la cabeza ladeada y la mandíbula floja. Al apartarse del camino de su patrón arrastrando los pies, Udo vio que tenía las piernas torcidas, cosa que le confería un paso saltarín poco agraciado.

Grunwald comió hasta hartarse, mojando el pan en el humeante guiso, que no era tan malo como parecía, aunque no pudo identificar los trozos de carne que llevaba. Decidió que probablemente era mejor que no supiera qué era.

Cuando acabó de comer, el inocentón acudió a saltos por entre el apiñamiento de gente a recoger el plato de Udo, el cual levantó de la mesa con la carnosa lengua asomando por un lado de la boca a causa de la concentración. En un instante, Fiedler estaba junto a él, y volvió a golpear la cabeza del sirviente, al tiempo que lo insultaba y le arrebataba el plato de las manos.

—Os pido perdón por él, señor, no está bien de la cabeza y no debería estar molestándoos —dijo, con tono de disculpa.

—¿Cómo se llama? —preguntó Grunwald.

—Otto. Es el hijo idiota de mi difunta hermana —respondió, bajando la voz con tono de conspiración, como si le hablara a alguien que comprendería sus sentimientos—. Si no fuera de la familia, me lo habría quitado de encima hace años. Y eso todavía podría suceder, por el modo en que se conduce el inútil tullido. Molesta a los clientes —rio entre dientes para sí y tocó a Udo con un codo—. Y no podemos tolerar que los clientes como vos sean molestados por los que son como él, tanto si pertenecen a la familia como si no.

Grunwald miró a los ojos al repugnante tabernero.

—Tocadle una vez más os partiré la cara —declaró en voz baja. Fiedler palideció visiblemente. Sin hacerle el menor caso, Grunwald miró al sirviente que se encontraba, encogido, junto al tabernero—. Gracias, Otto.

El inocentón le dedicó una ancha sonrisa.

—Vuestra presencia me repugna, fétido hombrecillo —dijo Grunwald a Fiedler, que continuaba a su lado y que, a pesar de lo que acababa de decirle, no se marchó, así que Grunwald lo miró, con una ceja alzada—. Marchaos —añadió, lenta y amenazadoramente—. Ahora.

Udo suspiró. No ganaría nada con amenazar al hombre, salvo un escupitajo o algo peor en el plato si alguna vez volvía a comer allí. Pero no volvería a comer allí, porque se marcharía antes del amanecer y comería por el camino. Aún le quedaba bastante distancia por recorrer, y cuando antes saliera de allí, mejor. Por un breve instante, consideró la posibilidad de pedir que le devolvieran el dinero y marcharse, dormir al raso por el camino, pero la promesa de un camastro era demasiado tentadora, aunque estuviera en un tugurio como la posada Burro Ahorcado.

Grunwald acababa de decidir que se retiraría temprano, cuando estalló una pelea al otro lado del salón. A un parroquiano le estrellaron la cabeza contra la mesa, lo que provocó que se le rompiera la nariz y dejara una mancha de sangre en la madera.

—No queremos tener más por aquí a los de tu clase —gritó un borracho fornido, natural del lugar, al tiempo que ponía rudamente de pie al hombre aturdido. Los amigos del matón intentaron calmarlo, pero él se sacudió de encima las manos con enojo.

—¡No! —bramó el borracho, que se balanceó adelante y atrás, con precario equilibrio a causa de la bebida. Le dio un puñetazo en el estómago al hombre, que se dobló por la mitad debido a la fuerza del golpe, y cayó al suelo.

—Vale, Rikard, ya basta —dijo Fiedler, que se acercó al borracho con las sudorosas manos tendidas ante sí.

—A ti ya te está bien —respondió el borracho, con voz pastosa—. Te estás engordando con el dinero de todos estos viajeros. A ti ya te está bien, pero a mí no —insistió, golpeándose el pecho—. Vienen aquí… y cualquiera de ellos podría traer la plaga. ¡Yo digo que no se les debería permitir más que vinieran aquí!

Una vigorosa aclamación ebria de más de la mitad de los parroquianos siguió a esta declaración. Los viajeros, muchos sentados con sus esposas e hijos con quienes habían huido de los estragos causados por la plaga y la guerra, miraron en torno con nerviosismo al sentir que la hostilidad del salón era dirigida contra ellos. Alentado, el aldeano borracho pateó con fuerza la cara del hombre caído.

—Yo digo que nos plantemos… nos aseguremos de que nadie pasará por aquí hasta que haya pasado mucho tiempo desde la desaparición de la plaga —bramó, y le respondió otra vigorosa aclamación. Para reafirmar esta última declaración, volvió a patear al caído.

—Venga, Rikard, creo que ya has bebido bastante por esta noche. Vete a casa a dormir la mona, ¿eh? —dijo Fiedler, al tiempo que avanzaba otro cauteloso paso hacia el oscilante matón. El borracho se manoteó el cinturón y sacó un cuchillo de hoja corta con el que apuntó a la garganta del posadero.

—No te acerques más, o te destriparé como el cerdo que eres, Fiedler —gruñó, y luego inclinó la cabeza hacia el caído—. Voy a ahorcar a este cabrón. Correrá la voz, y los forasteros ya no pasarán por aquí. Recogedlo —les espetó a sus amigos, que de inmediato levantaron al hombre casi inconsciente y siguieron al borracho que salió al exterior con pesados pasos.

Se oyeron algunas aclamaciones dispersas y el sonido de sillas que echaban hacia atrás otros parroquianos al ponerse de pie para seguir al brutal trío, obviamente con la voluntad de presenciar el resultado de la confrontación.

Udo suspiró y se levantó. Depositó una moneda en la mano deformada del sirviente inocentón, Otto.

—No permitas que nadie toque mi ballesta —le advirtió—, y no le digas a tu tío que te he dado esta moneda —añadió. Otto le sonrió, y Udo atravesó a grandes zancadas la abarrotada taberna, apartando a la gente a empujones para seguir a los que salían.

En el exterior, el hombre golpeado se encontraba de rodillas en medio de la calle.

—¡Por favor, Sigmar, no! —Imploraba, con la cara bañada de lágrimas y sangre—. ¡Viajo para reunirme con mi esposa y mis hijos, en Averheim! ¡Los envié por delante! ¡Si me matáis a mí, también los matáis a ellos! ¡Por favor, no podéis hacer algo así!

Sin hacer caso de los ruegos, el borracho aferró al hombre por el pelo y le echó la cabeza atrás para asestarle el golpe mortal. La multitud rugía para pedir sangre.

Udo avanzó a grandes zancadas hasta el centro del círculo, apartando a la gente a empujones.

—Mata a ese hombre y serás el siguiente en morir —dijo. No habló en voz muy alta, pero el tono fue tan autoritario y amenazador que dio qué pensar a los aldeanos. Grunwald había desenfundado una de las ornamentadas pistolas que llevaba bajo la capa, y apuntaba con ella a la cabeza del borracho aspirante a asesino. Los rugidos se apagaron, y el caído alzó la mirada hacia él, con una desesperada esperanza en los ojos.

—¿Quién es éste? —gruñó el borracho, agitando el cuchillo hacia la figura ataviada de negro de Grunwald, mientras sus ojos intentaban enfocar el cañón de la pistola que lo apuntaba.

—Grunwald —declaró Udo, en voz alta, con el timbre perfecto para lograr que se transmitiera a todos los que se hallaban reunidos en torno a ellos. Las siguientes palabras las dijo lenta y claramente, para que nadie las entendiera mal—: Udo Grunwald, cazador de brujas del Templo de Sigmar. —Se produjo un silencio repentino, y varios integrantes de la multitud comenzaron a alejarse poco a poco de él—. Y lo repito: Mata a ese hombre y serás el siguiente en morir. Eso te lo prometo.

Parpadeando pesadamente, el borracho miró a la multitud que lo rodeaba. Era fácil comprender qué estaba haciendo: estudiaba la reacción de los presentes para intentar determinar si acometerían al cazador de brujas en caso de que las cosas se pusieran más serias. Miró una vez más la pistola que lo apuntaba, y escupió una gran bola de flema al suelo, a los pies de Grunwald, antes de envainar el cuchillo.

—Esto no ha terminado —gruñó, para luego dar media vuelta y alejarse con pesados pasos vacilantes. Al marcharse hizo el gesto de patear otra vez al caído, y sonrió afectadamente al ver que el hombre se encogía. La multitud se disipó con rapidez. Al cabo de poco Grunwald se encontraba solo, salvo por el hombre contuso que le daba las gracias y lloraba. Le sorprendió ver al enano, Thorrik, de píe a pocos pasos de distancia, con el hacha en las manos.

—Pensaba que esta vez iba a tener que ser yo quien acudiera en vuestro auxilio —dijo, con voz grave.

—Me alegra que hayan entrado en razón y no fuera necesario —replicó Grunwald, con tono sombrío.

—¡Bah! Ese humano tenía mirada asesina. Pero pienso que le pareció razonable no discutir con una pistola cargada, aunque sea un arma de pésima calidad hecha por las torpes manos de los hombres.

Grunwald soltó un bufido.

—Venid —dijo, mientras ambos iban camino de vuelta a la posada y ayudaban al herido a entrar—. Os invito a una copa.

Vieron a Fiedler de pie en la puerta, donde se retorcía nerviosamente las manos.

—Ocupaos de que lleven a este hombre a una habitación y curen sus heridas. Si no recibe una buena atención, os haré personalmente responsable de ello —le dijo Udo. La cara del tabernero palideció, pero asintió con la cabeza y ayudó al hombre a entrar.

—Repugnante troll —comentó Thorrik, con el rostro fruncido como si hubiera pisado algo asqueroso.

—Es un poco injusto, tal vez —dijo Grunwald, con dulzura—. Con los trolls, quiero decir.

El enano miró seriamente a Udo durante un momento antes de que sus ojos se fruncieran con expresión humorística, y soltó una carcajada gutural.

—Sí —dijo—. Puede que tengáis razón.

* * *

Annaliese se detuvo a descansar durante un momento, con una mano apoyada en un árbol, respirando trabajosamente. Aunque hacía un frío gélido, el pesado abrigo forrado de pieles la hacía sudar. Miró hacia arriba por la empinada cuesta en la que se encontraba de pie el elfo, con el rostro vuelto hacia atrás para mirarla. Le hizo un gesto brusco para que continuara, y ella se armó de valor para el ascenso.

Siempre se había enorgullecido de su buena forma física. Hacía regularmente turnos de catorce horas en la Espiga Dorada, donde pasaba todo el día de pie transportando bandejas de comida de la cocina al salón y de vuelta, y limpiaba al final del día, pero nunca se había sentido tan exhausta como en los últimos dos días. Sabía que el elfo se sentía frustrado porque viajaban demasiado lentamente. Su resistencia era asombrosa; no le habría sorprendido que fuera capaz de correr durante varios días seguidos sin ralentizar. También se movía en enervante silencio, y en varias ocasiones la había sobresaltado al aparecer a su lado cuando ella pensaba que estaba sola.

No tenía ni idea de adónde la llevaba el elfo, pero se mostraba insistente y parecía saber con total exactitud adónde iban. Daba la impresión de que no sabía, o no quería, hablar una sola palabra de Reikspiel, y aunque ella lo había interrogado respecto al lugar de destino, el silencio era su única respuesta.

Estaban adentrándose en el Westenholz mucho más de lo que Annaliese se había aventurado jamás, y en verdad era posible que ya se encontraran allende ese bosque, en territorio desconocido. Aquellos bosques eran peligrosos, refugio de bandidos, bestias salvajes y cosas peores.

Rememoro las palabras del carcelero de la aldea, que había dicho que aquel elfo era uno de los que habían asesinado a la familia en el camino. ¿Acaso ahora sería su cautiva? No le había atado los brazos, y en realidad la había salvado del mutante en la plaza del pueblo. Se estremeció. Todo lo que le había sucedido parecía irreal, como una pesadilla. Pero era todo demasiado real.

Habían estado viajando en silencio durante una noche y un día, con la impaciencia del elfo claramente manifiesta en su inhumano rostro. No obstante, le permitía que se detuviera a descansar siempre que lo necesitaba, y le daba comida: unas extrañas galletas planas y sabrosas que la saciaban al instante.

¿Sería su esclava, ahora? ¿Se aprovecharía de ella cuando juzgara que estaban lo bastante lejos de la aldea como para no ser perseguidos? La noche anterior había decidido que no dormiría, sino que esperaría hasta que el elfo se durmiera para luego escapar de él. Ese plan había quedado en nada, porque se había sumido en un profundo sueño inquieto. La habían atormentado pesadillas horribles en las que veía la cara de su padre, contorsionada y sonriente con ardientes globos azules donde debería haber tenido los ojos. Cuando finalmente había despertado, el elfo ya estaba levantado y la esperaba.

«Esta noche —pensó—. Esta noche escaparé de él».

Recobrado el aliento, comenzó a trepar por la cuesta, resbalando en la oscura tierra húmeda, con los músculos de las piernas doloridos. Al acercarse al elfo de pálida piel, alzó la cabeza para mirarlo a los ojos con expresión desafiante. Los duros y fríos ojos color espliego de él le sostuvieron la mirada durante un momento antes de alzar el puntiagudo mentón con un rápido gesto para indicarle que continuara subiendo.

Era alto, más alto incluso que el padre de ella aunque inhumanamente delgado. Pero no era débil, decidió. No, ni remotamente débil. Era delgado y nervudo, como un lobo ágil, y hasta el último de sus movimientos era perfectamente equilibrado y elegante. En él había una aspereza que hacia que cada uno de sus gestos pareciera cargado de amargura, y ella se sobresaltaba con frecuencia ante aquellos movimientos veloces y bruscos.

Iba vestido con suave cuero gris llevaba un par de finas vainas vacías sujetas a los muslos, y dos aljabas vacías a la espalda. Era evidente que los soldados le habían arrebatado las armas. Aun así, no parecía ni un ápice menos peligroso por estar desarmado.

Sus ojos parecían burlarse de ella, comentar su fragilidad. Annaliese estaba decidida a no demostrar debilidad frente a él.

Con la cabeza bien alta paso ante el elfo y continuo ascendiendo por la cuesta, intentando no hacer caso del dolor de piernas.

Ascendió hasta la cima de la elevación y comenzó a avanzar a lo largo de la cresta. Sumida en su propia desdicha, camino durante un buen rato hasta que sintió una mano sobre un hombro, y profirió una involuntaria exclamación ahogada.

Era el elfo, por supuesto, y Annaliese se maldijo por demostrar miedo.

Él señaló hacia el sotobosque, pero ella no vio nada. Se encogió de hombros al tiempo que fruncía el ceño, y el elfo respondió con una leve sacudida desdeñosa de la cabeza, antes de indicarle que lo siguiera.

Recorrieron unos treinta metros a través de helechos, hacia un vetusto y retorcido roble ante el cual se detuvo el elfo. Se quitó la larga capa gris con un veloz movimiento y la echo sobre una rama baja donde la sujeto con simples tientos de cuero, para luego fijar las esquinas de la capa al suelo mediante ramitas que usó como improvisadas estacas. Sólo había tardado unos segundos, pero había hecho un refugio unipersonal básico aunque muy efectivo. Le indicó a ella que se sentara bajo la capa, pero ella se quedó donde estaba, mirándolo con hostilidad.

Pasado un momento, él se encogió de hombros, arranco del húmedo suelo las ramitas que había usado como estacas, y se echo la capa sobre los hombros para luego ponerse la capucha de modo que la cara quedara casi oculta en sus profundidades, con los ojos destellantes.

Un momento después comenzó a caer aguanieve una cortina de lluvia gélida. El agua resbalaba sobre la capucha del elfo como si fuera aceite, y Annaliese se cerró mas el abrigo Creyó ver un destello divertido en los ojos del elfo, y alzó mucho la cabeza, con la boca apretada en una línea severa.

El elfo la señaló con un dedo, y luego señaló el suelo. Estaba indicándole que se quedara allí. Repitió la acción y ella asintió con la cabeza.

Entonces él se marchó, deslizándose entre los árboles como una sombra. Al cabo de un instante había desaparecido.

Ella sabía que aquélla era la oportunidad para escapar, pero no tenía ni idea de dónde estaba, ni sabía si había más de aquellos monstruos merodeando por las inmediaciones. Aquellos densos bosques estaban plagados de forajidos y asesinos. Incluso había quienes afirmaban haber visto criaturas enormes con cuernos en la bestial cabeza y que caminaban como hombres, pero con patas rematadas por pezuñas. En los cuentos que había oído de niña se decía que esos bosques estaban encantados por los criminales ahorcados en su periferia, y que caminaban entre los árboles en medio de la noche, buscando vivos. Los miedos de la infancia despertaron en su interior.

Si moría allí, nadie la lloraría.

Se estremeció una vez más y se agachó al socaire del retorcido roble, para intentar protegerse del cortante viento y la implacable aguanieve. Metió las manos dentro de las mangas del abrigo para calentárselas. Se dio cuenta de que no tenía adónde huir, y por su rostro corrieron lágrimas que se hicieron invisibles en la gélida lluvia que le mojaba la cara.

Se preguntó cómo había llegado a encontrarse en esa situación. Tenía las piernas rígidas y doloridas, y se encontraba sentada sobre una raíz retorcida, sin preocuparse del fango. Se recostó contra el tronco y se rodeó el torso fuertemente con los brazos. A pesar del viento, del aguanieve que azotaba el árbol y de la postura incómoda, se quedó dormida en pocos instantes.

Annaliese despertó con el delicioso aroma de la carne asada. El viento y la lluvia habían cesado, y caído la noche.

Se sentó. Estaba dolorida a causa de la incómoda postura en que había dormido. Se puso de pie y se desperezó como un gato para estirar los fríos músculos entumecidos. Vio al elfo ocupado ante un pequeño fuego sin humo hecho dentro de un pozo cavado en la tierra. Estaba cocinando lo que parecían dos objetos verdes de forma esférica, pero el olor que se desprendía de ellos era divino.

Los hizo rodar elegantemente con un par de palitos para sacarlos del fuego y colocarlos sobre un par de piedras planas.

Le hizo a la joven un gesto para que se acercara, y ella lo hizo con cautela. Dejó una de las piedras planas junto a Annaliese, y luego se sentó frente a ella, al otro lado del pequeño pozo relumbrante.

Ella se sentó sobre un tronco caído y miró la comida, intrigada. Miró al otro lado de las resplandecientes brasas y observó cómo el elfo separaba diestramente la envoltura verde con un palito y una mano. Del interior se alzó una nube de vapor que manó con un suspiro. Al sentir que lo miraba, los ojos de almendrada forma de él se alzaron, y ella se apresuró a bajar la vista hacia la comida que tenía delante.

Vio que la bola verde era una serie de hojas cuidadosamente entretejidas y superpuestas para formar un contenedor esférico. Era hermosa en su simplicidad y en el obvio cuidado que se había invertido en formarla. Ella la abrió con una mano y un palito, intentando emular los diestros movimientos del elfo, y del interior manó un vapor que contenía el aroma del conejo y de toda clase de hierbas, muchas de las cuales no reconoció.

El estómago le protestó sonoramente, pero ella vaciló. El elfo mordisqueaba delicadamente su ración mientras la observaba. ¿Y si la carne estaba envenenada?, pensó ella. «Entonces, morirás, pero al menos lo harás con una comida caliente en la barriga», se respondió.

Probó un trocito de conejo para ver qué tal estaba. Era exquisito, y le dedicó una tímida sonrisa al elfo antes de ponerse, a comer vorazmente. El elfo la observaba fríamente, pero a ella no le importaba.

Después se dio cuenta de que debió parecerle una bárbara voraz debido a la rapidez con que devoró la deliciosa comida. Mientras se chupaba los dedos, se encontró mirando fijamente al elfo por encima de las relumbrantes ascuas.

Llevaba el largo pelo negro peinado hacia atrás y recogido en una apretada cola de caballo, y tenía un fino tatuaje negro en una mejilla, que mostraba extraños símbolos de líneas en espiral y florituras elegantemente ahusadas. Era un dibujo bello y que transmitía poder, y ella se preguntó qué significaba. El elfo comía con lentitud, arrancando delicadamente trocitos con sus largos dedos pálidos que, por alguna misteriosa razón, a ella le recordaban las patas de una araña: delicados, de movimientos mesurados que ocultaban su mortífero poder.

Annaliese apartó la mirada con rapidez. En el elfo había algo escalofriante. Le tenía miedo, de eso no cabía duda; todo en él era tan… inhumano. Sin embargo, a pesar del miedo, sentía curiosidad.

—Yo… —comenzó Annaliese, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué decirle—. No creo que puedas entenderme —dijo, y él la miró fija e inexpresivamente.

—¿Mataste a esa familia? ¿Asesinaste a esas pobres niñas? —preguntó—. ¿Y vas a matarme a mí también?

El elfo se encogió de hombros y se levantó para rodear el fuego hacia la muchacha. Annaliese retrocedió. Él se acuclilló ante ella y le tendió las manos. Al bajar los ojos, la joven vio que le ofrecía su comida, que aún no había acabado. De repente, se sintió estúpida. Y un rubor invadió su rostro ligeramente pecoso. Sacudió la cabeza. Él volvió a ofrecerle su comida, con rostro inexpresivo, y esta vez ella la aceptó. Al recibirla le tocó las manos, que aunque parecían tan frías y duras como el más blanco de los mármoles, eran tibias y suaves.

Volvió a sonrojarse, y comenzó a comer mientras él se alejaba. Cuando hubo acabado esta segunda comida, intentó otra vez hablar con él.

—Gracias por la comida —dijo. Se sintió un poco tonta por hablarle a aquella silenciosa figura altiva; era como hablar con una lisa pared de piedra. Pero estaba decidida a intentar comunicarse. El impasible rostro blanco y fantasmal de él no mostraba el más leve indicio de qué estaba pensando.

Ella se señaló el pecho.

—Annaliese. Annaliese —repitió. Luego señaló al elfo y alzó las cejas con expresión interrogativa. Él no hizo el más leve movimiento; simplemente continuó mirándola fijamente con sus ojos color espliego.

—Annaliese —dijo, una vez más, dándose golpecitos en el pecho. Volvió a señalarlo a él e hizo un gesto interrogativo. «Probablemente piensa que he perdido la razón», pensó. Él la miró fijamente durante un rato más, y luego comenzó a girar la cabeza.

De inmediato se volvió otra vez hacia ella y se dio golpecitos en el pecho.

—Eldanair Lathalos ath Laralemenos lo Nagarythe —dijo con susurrante voz y cuidadosa enunciación, las palabras bruscas y pronunciadas con rapidez.

Annaliese lo miró fijamente. No había entendido nada de lo que acababa de decirle, y eso se manifestaba en la expresión de su rostro.

El elfo parpadeó, y luego habló más lentamente mientras se tocaba el pecho.

—Eldanair —dijo, y luego le volvió la espalda.

—Eldanair —dijo Annaliese en voz baja, para sí, escuchando el sonido del nombre al salir por sus labios. El modo en que ella lo dijo no tenía el mismo sonido que cuando el elfo había pronunciado la palabra, pero al menos ahora sabía su nombre. Era un comienzo.