TRES

TRES

Annaliese se estrelló contra el marco de la puerta al retroceder a gatas, frenéticamente. Intentó ponerse de pie, pero cayó hacia atrás dentro de la zona de comedor de la cabaña, en su prisa por escapar de la horrible criatura que se arrastraba hacia ella.

Se impulsaba hacia delante con consumidas manos esqueléticas. Aún estaba medio envuelta en las mantas que arrastraba tras de sí. Y continuaba con aquel rictus de muerte en la cara, los ojos de ardiente friego gélido fijos en ella.

—¡Padre! —gritó la joven, mientras se impulsaba con los pies, hacia atrás para ponerse fuera del alcance de la criatura que intentaba atraparla por una pierna—. ¡Padre, que soy yo!

Entonces la criatura habló, pero la voz no era la que ella tan bien conocía los labios se movían en concordancia con las palabras pronunciadas.

La muchacha no entendió el torrente de palabras farfulladas, y con horror se dio cuenta de que no era una sola voz la que hablaba, sino que parecía que una multitud de criaturas intentaban hablarle a la vez, y sus voces se volvían borrosas y superponían.

—Tzch’aaaarkan gharbol’ankh’ha mesch’antar’mor’ —declaró, arrastrando las palabras, la voz más potente, con un sonido que a Annaliese le erizo la piel.

Por fin se puso de pie, entró corriendo en la pequeña cocina de piedra y cerró la pesada puerta tras de sí. El miedo le confirió fuerza para que pudiera arrastrar un pesado mueble de madera que colocó contra la puerta. Retrocedió y se recostó, jadeando, contra la ventana que tenía echados los postigos.

Aquella cosa ya no era su padre. Les imploró a Morr y a Sigmar que el alma de su padre hubiese escapado, que ése fuera de verdad sólo un cuerpo abandonado y que el alma de él no continuara habitando, atormentada, dentro de la inmunda criatura. Era algo horrendo, y deseó no haberlo pensado.

Oyó el sonido de madera podrida que se hacía pedazos, y una mano fría la aferró por el cuello. De la ventana que tenía detrás volaron astillas de madera mojada hacía el interior.

Annaliese intentó gritar, pero se encontró con que no podía porque la fría mano apretaba con más fuerza aún. Aferró el brazo y lo arañó con las uñas, pero sintió que se le entumecían los dedos al entrar en contacto con aquel frío sobrenatural.

De detrás de ella llegó un susurro sibilante. Era la misma hueste de voces que había susurrado a través de la garganta de la criatura, pero en este caso lo hacía justo en su oído.

—Sth’aaark Tzch’aaaarkan —siseó.

Manoteó frenéticamente en torno cuando la visión comenzaba a enturbiársele, y una de sus manos se cerró sobre un cuchillo con empuñadura de hueso. Lo recogió al instante y comenzó a apuñalar el brazo que la sujetaba contra la pared, momento en que sintió correr sangre fría como el hielo. La presa no se aflojó, y se puso a serrar frenéticamente la muñeca de la criatura. La bañó la fría sangre, y volvió tan resbaladizo el cuchillo que estuvo a punto de escapársele de la mano. Pero la sangre también hizo que resbalara la mano con que la criatura la sujetaba y, con un brusco tirón, Annaliese se liberó de la presa, y se apartó, inspirando con dificultad y ansia.

Algo pesado se lanzó contra la puerta que daba al área del comedor, y el mueble de madera se meció a causa del golpe. Ella se lanzó contra el aparador, y se volvió para mirar con ojos desorbitados los destrozados postigos de la ventana. Un brazo fuerte apartó a un lado los restos de madera, y ella dio un respingo.

Vio la forma del monstruo silueteada contra la prístina nieve blanca del exterior. De sus rasgos no distinguía nada más que los ojos, llamas azules que parpadeaban y ardían fríamente. Extendió un brazo para aferrar los destrozados postigos y arrancarlos de los goznes, sin darse cuenta de que gruesas astillas le atravesaban la carne.

—Ten siempre un arma a mano —le había dicho continuamente su padre—, y nunca permitas que te acorralen; déjate siempre libre una vía de escape.

Y sin embargo, allí estaba, de espaldas contra un rincón y sin nada más qué un cuchillo de deshuesar. Maldijo, sabedora de que al otro lado de la pared estaba la preciosa espada de su padre, desesperantemente fuera de su alcance. Por mucho que hubieran empobrecido, él jamás había considerado siquiera la posibilidad de vender la espada, y Annaliese nunca había mencionado el tema. Era el último vínculo que le quedaba con su antigua vida de soldado, y ella sabía que su padre echaba de menos esos tiempos. Pero un accidente le había arrebatado todo eso cuando había perdido el pulgar de la mano derecha, con la que empuñaba la espada. Un guerrero que no podía sujetar la espada ya no podía, ejercer de soldado.

Annaliese hizo girar el cuchillo para sujetarlo con la punta hacia abajo como si fiera una daga, y saltó hacia delante en el momento en que la criatura muerta comenzaba trepar para pasar a través de la ventana, mientras por su boca abierta manaba una incesante cacofonía de odioso galimatías susurrado. Y con todas sus fuerzas clavó hasta la empuñadura el cuchillo en un costado del cuello de la criatura, antes de volver a arrancarlo.

Lo que habría constituido una herida fatal para cualquier hombre, solo ralentizó el avance del monstruo. Metió un brazo teñido de azul dentro de la cocina para izarse y pasar a través de la ventana, y cayó sobre el suelo de piedra con un golpe fofo, sordo; el oscuro pelo enredado le cubrió los ojos.

Aun así, Annaliese no necesitaba verle la cara para saber que esa criatura había sido Jonás Scriber, el aprendiz del herrador. Su rostro y brazos, antiguamente enrojecidos por el calor de la forja, estaban ahora desprovistos de todo color; la criatura se levantó pesadamente, como una mole ante la adolescente de estructura ligera. También en su cara había, fijo, un rictus de muerte, y los anchos rasgos demoníacamente estaban iluminados por ojos flameantes. Tenía la camisa rasgada y abierta, y en su torso se veían varias heridas, tajos profundos que dejaban a la vista los músculos de debajo de la piel. Se lanzó hacia la joven como si intentara rodearla con sus enormes brazos.

Ella se agachó y le dirigió un tajo horizontal al vientre con el cuchillo, que le abrió la piel. Luego fue lanzada hacia un lado cuando el mueble de madera que bloqueaba la puerta salió despedido hacia delante a causa de un poderoso empujón que le dieron a la puerta desde el otro lado, y avanzó dando traspiés hacia el monstruo que había sido Jonás.

Uno de los pesados brazos de él la derribo al suelo de un golpe que le dejó entumecidos el hombro y el brazo.

La multitud de voces pareció alborotarse más, comenzaron a hablar con rapidez, y las palabras balbuceadas empezaron a salir por la boca en un horrendo torrente de inmundas palabras sin sentido.

Tras concentrar todas sus fuerzas en levantarse clavo el cuchillo hacia arriba en la zona blanda de debajo del mentón de la criatura. La hoja atravesó el paladar y continúo hasta penetrar en el cerebro.

El monstruo se estremeció por un segundo, como hipnotizado y ella lo empujó con un hombro y lo derribó de espaldas cuan largo era, sin soltar el cuchillo cubierto de sangre que le había clavado.

Percibió otra presencia detrás de sí y se volvió, ciegamente al tiempo que hendía el aire con un tajo horizontal en un arco dirigido hacia la criatura que había sido su padre. Demasiado tarde se dio cuenta de quién era y, aunque intento detener el cuchillo la hoja abrió un tajo profundo. La cabeza del no muerto fue lanzada hacia un lado a causa de la fuerza del golpe, y dio traspiés hasta el umbral de la entrada, donde cayó de rodillas.

Con un grito, Annaliese soltó el cuchillo y se arrodillo a su lado. La cabeza rotó para fijar la mirada en ella una vez más, y la muchacha retrocedió ante el rostro empapado de sangre y sonriente. El ser tendió las manos hacia Annaliese, pero ella se levanto y corrió hacia la zona del comedor de la cabaña.

Su mirada se poso sobre la espada de hoja corta de su padre. La cogió de los ganchos de exposición donde descansaba en la pared más larga, y se volvió, ceñuda, hacia las oscuras formas que avanzaban hacia ella y teñían de azul toda la estancia con la luz bruja de sus ojos. Le arranco la vaina a la espada, y se situó con la destellante arma preparada ante si.

Aquel ser no era su padre se recordó a si misma.

Y si ése era realmente el momento para entrar en los salones de Morr, maldita fuera si no se llevaba consigo a aquellas criaturas.

Retrocedió un paso para darse un poco de espacio con la boca apretada en una expresión decidida al tiempo que flexionaba las rodillas para adoptar una postura de combate, con la espada sujeta ante sí.

—Tu no eres Jonas y tú no eres mi padre —les dijo, con voz, jadeante a las figuras que avanzaban con el paso vacilante de las marionetas hacia ella.

El aire antinaturalmente frío se inundo del tumultuoso estruendo que manaba a través de las gargantas de los monstruos, y una docena de voces se puso a susurrar y sisear en torno a ella. El contorsionado rostro cortado de la criatura que había sido su padre continuaba sonriéndole mientras avanzaba, y ella retrocedió frenéticamente ante las manos extendidas.

Annaliese no era ni remotamente un espadachín experto, pero aquellas criaturas, con sus movimientos espasmódicos y torpes, estaban lejos de ser enemigos diestros. Cuando la criatura que se parecía a Jonás llegó hasta ella, le asestó tajos con la espada cuya la hoja cercenó varios dedos ennegrecidos y congelados. Los ojos de la criatura se encendieron con luz aún más brillante, hasta que ella clavó la punta de la espada en su pecho y le atravesó el corazón. El fuego parpadeó y se apagó, y la criatura se desplomó en el suelo como una marioneta con los hilos cortados.

Una mano, tan fría como la propia muerte, la aferró por los largos cabellos rubios y le echó bruscamente la cabeza hacia atrás, y entonces ella vio la cara cortada de la criatura cerca de la suya propia, con la boca abierta de par en par al lanzarse hacia su garganta. El frío gélido que exudaba del monstruo la hizo sentir como si se quemara, y al lanzarse hacia un lado con desesperación le dejó un puñado de cabellos en la mano. La cabeza de Annaliese se estrelló contra una pata de la pesada mesa de madera, y el dolor la recorrió como una descarga eléctrica.

Las voces la rodeaban por todas partes, y cuando se le aclaró la visión, alzo los ojos hacia el rostro contorsionado del monstruo. Se encontraba de pie junto a ella, con un pesado tronco de leña sujeto entre las manos, por encima de la cabeza, preparado para hundirle el cráneo.

—¡Padre, no! —gritó, desesperada, pero si la criatura la entendió, no dio señales de ello.

Barrió el aire con la espada, la hoja impactó contra una de las espinillas de la criatura y partió el hueso. La pierna cedió y el monstruo cayó de rodillas. Annaliese se puso de pie al instante y le lanzó un tajo a ciegas. La hoja penetró en el cuello y cortó hasta el hueso, donde se atascó entre las vértebras y le fue arrebatada de la mano al caer la criatura.

Temblando frenéticamente, respirando con un jadeo corto y brusco, Salió como una tromba por la puerta de la cabaña, al exterior.

Huyó ciegamente de la cabaña, su hogar, tropezando por la nieve, mientras se daba cuenta de que en torno a ella había movimiento de gente. Cayó de rodillas al tropezar con algo… un cadáver. Se puso en pie de un salto al tiempo que gemía de horror, con la sangre saturada de adrenalina.

La gente corría y gritaba, con sus hijos abrazados contra el cuerpo para protegerlos, y huía en todas direcciones. No había orden ninguno en la huida, puesto que en esa gente no había más que pánico y terror, y luchaban unos con otros en su precipitación por escapar.

Annaliese fue derribada al suelo por un aldeano de mediana edad a quien conocía, aunque nunca antes había visto aquella expresión de abyecto horror en su rostro, y él no dio muestras de reconocerla ni hizo intento alguno de disculparse, sino que continuó la fuga ciega. El suelo estaba sembrado de cuerpos, y la sangre salpicaba la nieve y se mezclaba con el fango. Se oían gritos y alaridos de dolor y miedo por todas partes, y ella miró a un lado y otro para intentar ver al enemigo o determinar una dirección en la que poder huir sin peligro.

Algunas personas se defendían con armas que habían desenvainado, y Annaliese lanzó un grito ahogado al ver a un aldeano que pataleaba enloquecidamente, atravesado por una lanza. Ni siquiera eso hizo que dejara de luchar, sino que continuó avanzando a lo largo de la lanza que tenía clavada, en su ansia por acercarse lo bastante al guerrero como para poder arañarlo.

Una mujer gritó cuando la aferraron por detrás. El atacante le arrancó la garganta con los dientes, y la sangre manó en abundancia por la fatal herida.

Vio a una figura consumida y flaca acuclillada sobre una mujer caída. Annaliese comenzó a retroceder, pero como si sintiera su mirada, la demacrada criatura alzó la cabeza. Sus ojos eran ardientes esferas azules de fuego, y de la boca y el mentón le goteaba sangre. Estaba claro que había estado devorando a su víctima, pero soltó a la mujer y comenzó a dar traspiés hacia Annaliese, con movimientos espasmódicos y descoordinados, aunque con intención mortífera.

Sin armas a mano, Annaliese sabía que no era rival para aquella criatura, así que dio media vuelta y corrió a través de la carnicería. Vio a un anciano que gritaba y luchaba frenéticamente al ser arrastrado al suelo por otras dos víctimas de la plaga cuyos ojos ardían con fría intensidad, y por un momento vaciló al ver la desesperada súplica que había en el rostro del anciano. Un instante después, sus alaridos fueron silenciados cuando una de las criaturas le estrelló la cabeza contra el suelo y se oyó un crujido horrible.

Un soldado de aspecto aterrorizado giró hacia ella, y la apuntó con la larga punta del extremo de la alabarda. Tenía los pantalones manchados porque, claramente, había perdido el control de las funciones corporales, y Annaliese alzó las manos ante sí para demostrarle que no tenía intención de hacerle daño. La punta de la alabarda osciló peligrosamente ante la joven, quien miró brevemente por encima del hombro a la criatura que avanzaba hacia ella con paso tambaleante.

—No soy uno de ellos —dijo, al volverse, aunque fue lo mismo que si hablara un idioma extranjero, porque el soldado sólo retrocedió, con el arma aún dirigida hacia ella y los ojos desorbitados de terror. Tropezó con un brazo cercenado y cayó de espaldas sobre la nieve.

Pasó a toda velocidad junto al soldado caído y oyó que lanzaba un grito horrible, pero no se volvió a mirar atrás. En ese momento, lo único que tenía en mente era la huida.

Se encontró con que entraba corriendo en la plaza del pueblo. Desorientada en medio de la multitud que iba de un lado a otro, la ciega huida la había llevado hasta allí, y gimió de miedo. La lucha era intensa, y vio que las puertas de la casa consistorial habían sido derribadas desde el interior. Mientras estaba allí, de pie, desesperada, vio que una de las ventanas tapiadas con tablones estallaba hacia el exterior, y que un par de sonrientes monstruos de flameantes ojos salían gateando a través de la madera podrida y destrozada.

La jaula de hierro negro continuaba colgada del cadalso, y el elfo de oscuro cabello contemplaba toda la locura de abajo con ojos desorbitados. Por mucho que sacudía la puerta de la jaula, el herrumbroso candado que lo aprisionaba se mantenía firme.

Annaliese vio su oportunidad: había un estrecho pasaje entre la carnicería y la Espiga Dorada, la posada donde trabajaba ella, que llegaba hasta los campos de cultivo, y allende éstos estaba el bosque. Al no ver a nadie en el pasaje, echó a correr hacia él, esquivando a combatientes que rodaban por el fango, así como las manos de las víctimas de la plaga convertidas en zombis, que intentaban atraparla.

Un aldeano corpulento, un cazador local, luchaba por su vida contra dos de los monstruos de la plaga, con un hacha de leñador en las manos. Derribó a uno con un tajo salvaje que le cortó el cuello, pero el otro tendió las manos hacia su cara. Retrocedió con paso tambaleante para ganar espacio, y alzó el hacha por encima del hombro.

Al echarla hacia atrás, la hoja del hacha golpeó el mecanismo de trabado que mantenía la jaula en alto, la cadena quedó libre y la jaula se precipito hacía el suelo. Al cazador se le escapo el hacha de las manos, y al instante la criatura cayó sobre él para desgarrarle la piel y la carne con manos esqueléticas curvadas como las garras de un ave de presa.

Mientras el hombre gritaba de horror y dolor, la jaula de hierro negro se estrelló contra la tierra con estruendo, y cayó de lado. Varias víctimas de la plaga giraron la pesada cabeza hacia el sonido, y abandonaron los cadáveres que devoraban para avanzar con paso tambaleante hacia la jaula. Annaliese vio que el elfo sacudía frenéticamente los barrotes, pero el candado resistía.

Se detuvo en seco, se mordió el labio inferior, y se volvió a mirar al elfo que continuaba luchando por salir de su prisión. Parecía una manera de morir innecesariamente cruel, aun para alguien que había cometido negros actos homicidas.

Se inclinó para recoger el hacha caída del cazador que había sido devorado vivo al pie del cadalso, y la alzó por encima de un hombro antes de lanzarse hacia la jaula. Con todas sus fuerzas, acompañadas por un grito de furia y miedo, descargó un tajo sobre la cabeza de una de las víctimas de la plaga que intentaba arañar al elfo a través de los barrotes. Le hendió el cráneo, salpicando de sangre y sesos su vestido y el prístino rostro blanco del elfo, y el zombi cayó al suelo.

Los ojos de Annaliese se encontraron con los del prisionero, y se sintió conmocionada por la extraña mirada desafiante de él. Aquellos ojos no eran negros, como había pensado en un principio, sino que tenían una ligera tonalidad espliego que aumentaba aún más la impresión que causaba el elfo de ser inhumano, de pertenecer a otro mundo.

Mientras les rezaba a los dioses para estar haciendo lo correcto, descargó un hachazo sobre el candado herrumbroso, y lo cortó en dos. Con los dedos entumecidos dejó caer el hacha, y, sin esperar a ver si el prisionero escapaba, dio media vuelta y echó a correr. Le había dado una oportunidad al elfo, y ahora dependía de él hacer lo que quisiera con esa oportunidad.

Sin volver a detenerse, se lanzó al interior del estrecho pasaje y corrió por él hacia los campos de cultivo y el bosque que parecían llamarla.

Tropezó con algo y cayó pesadamente al suelo, golpeándose con tal fuerza que se quedó sin respiración. Ni siquiera había tenido tiempo de tender las manos ante sí para parar la caída, y se quedó boqueando al intentar respirar, con el aliento cortado, boca abajo sobre la nieve.

Había algo que la sujetaba por un tobillo, y se puso a patear frenéticamente para soltarse. Cuando aún intentaba recobrar el aliento, lanzó un grito ahogado porque un dolor intenso ascendió por su pierna. Al girar sobre el gélido barro, vio una mano que le aferraba el tobillo y cuyas ennegrecidas uñas le atravesaban las polainas de cuero. Los dedos eran de un color rojo amoratado, y a que la sangre se había coagulado en las venas al detenerse el corazón de la víctima de la plaga. Pateó la mano con la pierna libre, y sintió que bajo el tacón se partían huesos de dedos, pero la presa no se aflojó.

Entonces vio la cara de la criatura, y esto hizo que la inundara un terror cerval. Era la cara de una amiga, Lisa, una de las camareras de la Espiga Dorada, pero su mofletudo semblante bonito estaba contorsionado y mugriento. Tenía los labios hinchados, abotagados, y la piel estaba tan demacrada y pálida que podía ver el entramado de venas azules que pasaban por debajo. Los huesos de la cabeza estaban repugnantemente malformados, y en la sien derecha se veía un manojo de excrecencias óseas parecidas a ramas que atravesaban la piel. Mientras Annaliese las contemplaba con horror, las puntas de esta mutación se agitaron en el aire y avanzaron hacia ella como si sintieran la presencia de vida. Llamas azul hielo se encendieron en las cuencas oculares de la muerta, que abrió desmesuradamente la boca para dejar a la vista dientes ennegrecidos. Donde debería de haber tenido la lengua, había un bulboso globo ocular que la miraba fijamente, con un iris de iridiscente azul moteado de dorado. Ese ojo parpadeó lentamente al mirarla, y Annaliese luchó contra la presa de la inmunda criatura a la que pateó una y otra vez.

El monstruo no aflojó la presa, sino que comenzó a ascender por las piernas de la joven, mientras el bulboso ojo la miraba fijamente desde el interior de la boca cada vez más abierta.

Por encima de un hombro de la criatura vio un destello de movimiento, y al alzar la mirada con el pánico más absoluto en los ojos, vio que el elfo corría hacia ella con el hacha del cazador en las manos; La echó atrás por encima de la cabeza y la lanzó hacia ella.

Annaliese chilló cuando el arma voló por el aire, girando sobre los extremos.

La hoja impactó contra la parte posterior de la cabeza de la muchacha mutante, con un repugnante sonido mojado. Annaliese volvió a gritar, mientras se apartaba del ahora laxo monstruo, pateando y arrastrándose hacia atrás.

Y entonces el elfo apareció a su lado y la levantó para ponerla de pie con una fuerza que desmentía su alta constitución ligera e inhumana. Las manos con que la aferraba por los brazos eran fuertes y le causaban dolor, y un aroma a extrañas hierbas y especias sobrenaturales le inundó las fosas nasales.

El horror y la conmoción del día se borraron, y Annaliese vio estrellas de luz durante un segundo antes de caer al suelo, sin sentido, como una muñeca de trapo.

Mascullando una maldición en su lengua nativa, el elfo se inclinó para tomar a la muchacha en brazos. La cabeza de ella cayó hacia atrás, laxa, y el rubio cabello rozó el suelo.

Mientras se maldecía por estúpido, el elfo, con el delgado cuerpo de la mujer humana en brazos, se alejó a paso ligero de la carnicería en que se había convertido la aldea, en dirección a los acogedores árboles que había a lo lejos.