VEINTITRÉS

VEINTITRÉS

El miedo proyectado por los oscuros guerreros, que hacía mucho que habían vendido sus almas a los infernales poderes del Caos, era como una ola de marea que rompió contra las líneas del Imperio y pasó sobre ellas como un torrente devorador. Los hombres gritaron de horror al sentir el gélido frío que acompañaba a la ola de miedo, y las armas cayeron de sus temblorosas manos mientras observaban a las infernales figuras que avanzaban hacia ellos.

El terror envolvió a los hombres del Imperio, y de la punta del chafarote del señor de la guerra salió un rayo de fuego azul. Fue a estrellarse en el centro de los soldados de Ostermark, que gritaron al fundírseles la carne y caérsele de los huesos, al tiempo que se retorcían sus armaduras. El terror se convirtió en pánico, ciego y enloquecedor, y la línea del Imperio se rompió.

Los hombres comenzaron a huir de los enemigos que avanzaban, dejaron caer los estandartes en el fango, la sangre y el agua sucia, y los templarios fueron desarzonados al corcovear y patear sus corceles.

Entonces, Grunwald supo que estaba todo perdido, desvanecida toda esperanza de victoria al ser aplastada la resolución de los soldados como un frágil cristal bajo un martillo. Las filas le volvían la espalda al infernal enemigo, y los hombres se empujaban unos a otros en su prisa por huir. Todo orden quedó desbaratado y el pánico se convirtió en huida desordenada.

Los hombres que caían eran pisoteados por otros en la frenética estampida. Grunwald cayó de rodillas y lo pisaron pies que pateaban y daban coces en la prisa por huir ante el infernal enemigo. Juro mientras luchaba contra la multitud, y se le escapo el escudo de la mano al pasarle por encima unos pesados pies.

Cuando intentaba levantarse, le golpearon la cabeza y volvieron a derribarlo. La amenaza de morir aplastado bajo el peso de la multitud era muy real, y luchó como un animal acorralado para poder levantarse.

Por un instante vio un cabello rubio y una cara aterrorizada, y se levantó al tiempo que desenfundaba una de sus pistolas.

Annaliese era arrastrada por la multitud cuyo miedo alimentaba el suyo propio, y tenía la mente en blanco, ya que la desesperada necesidad de huir se imponía a todo pensamiento racional. Entonces vio a Grunwald ante sí, vio el enojo y la fuerza de su cara, y todo el mundo de ella se concentró en él. Su visión se estrechó, y bajó los ojos hacia el negro cañón que la apuntaba.

Las palabras del cazador de brujas pasaron por su mente.

Os mataré yo mismo… E mejor eso que permitir que los soldados vean huir a su Doncella de Sigmar.

La joven se detuvo en seco, aunque la golpeaban y empujaban por detrás.

Todo se reducía a ese instante, pensó. «Si dejas que el miedo te domine ahora y sobrevives, continuarás huyendo durante toda la vida, esclava de su capricho».

En algún momento había perdido el escudo —no recordaba ni dónde ni cómo—, y cerró la mano alrededor del colgante de Sigmar que aún le rodeaba la muñeca. Se aferró a él como si fuera un talismán, como si fuera a protegerla, algo que le daría ánimos en aquel mar de terror.

Se volvió lentamente, con la cabeza en alto, y se mantuvo firme ante el aterrorizado flujo de humanidad que pasaba en torno a ella. Un hombro la golpeó en el pecho y estuvo a punto de caer, pero se obligó a permanecer erguida. Una mano la aferró por una pierna, y al bajar la vista vio el rostro salpicado de sangre de un soldado que alzaba la mirada hacia ella con temerosa esperanza en los ojos. Luego murió y cayó de cara en el fango, y ella vio el asta que aferraba con la otra mano.

El estandarte estaba rasgado y pisoteado, cubierto de sangre, fango y suciedad. Se inclinó para recogerlo y tuvo que forzar los dedos del soldado que aún lo sujetaba fuertemente, tras lo cual luchó con todas sus fuerzas para enarbolarlo. La presión de la masa era excesiva, y gritó de desesperación cuando cayó sobre ella el peso del fracaso al darse cuenta de que no podía hacerlo. Pero entonces Grunwald apareció a su lado, y entre ambos lograron alzar el estandarte en el aire.

Aleteó en el viento que desplegó la pesada tela, y luego flameó por encima de las cabezas de los guerreros que huían. En la brisa, pareció que el grifo que blasonaba el pendón estaba volando.

Grunwald experimentó una profunda sensación de reverencia cuando el estandarte fue alzado en alto, y por un momento pareció que una luz dorada rodeaba a Annaliese. La joven se erguía, fuerte y desafiante, y sujetaba con una mano el asta.

—¡Por Sigmar! —rugió él, a pleno pulmón, cuando algunas caras se volvieron a mirarlo. Los hombres ralentizaron la huida al ver ondear el estandarte de Ostermark, y a la vapuleada y ensangrentada muchacha que lo sujetaba en alto.

—La Doncella —murmuró alguien, y más hombres ralentizaron el paso y se detuvieron para posar una mirada reverente sobre el estandarte y la muchacha.

—¡Por Sigmar! —volvió a rugir Grunwald, con una voz que atravesó el campo de batalla.

Annaliese comenzó a caminar entre las confusas filas de soldados, con la cabeza en alto y el rubio cabello revuelto por el viento, con el estandarte enarbolado por encima de sí.

Como las ondulaciones que se propagan por la superficie de un lago a partir del más diminuto guijarro arrojado en su centro, la enloquecida fuga quedó interrumpida. Al ver que otros soldados se volvían a mirar a la muchacha que desfilaba a través del ejército, cada vez eran más los guerreros que dejaban de huir y se volvían hacia el enemigo.

—¡La Doncella de Sigmar! —bramó alguien, y el grito fue repetido y recorrió las líneas, inundando los corazones de los guerreros con una nueva esperanza.

Grunwald sacudía la cabeza con incredulidad mientras seguía a Annaliese. Los soldados se apiñaban en torno a ellos, empujándose para marchar tras la Doncella de Sigmar.

Al frente mismo del ejército del Imperio caminaba la joven, con el estandarte en alto. Ante ella se abría una senda despejada por la que continuaba avanzando. Luego, cuando ya no quedaba ningún hombre ante ella, dirigió su mirada desafiante al otro lado del campo abierto, sembrado de cadáveres, hacia las infernales filas de oscuros guerreros que se acercaban cada vez mas.

Alzó el martillo en alto.

—¡Por Sigmar! —gritó, y la totalidad del ejército del Imperio repitió su grito como un eco.

Entonces ella echó a correr al tiempo que bramaba su desafío, en línea recta hacia el corazón de las líneas enemigas. Con un rugido, el ejército de Ostermark se lanzo adelante y la rodeo.

Los hombres del Imperio luchaban con inspirada furia devota, pero eran como niños comparados con los enormes guerreros acorazados, los elegidos del Caos, y morían a centenares.

Los soldados formaron una muralla protectora en torno a Annaliese, desesperados por garantizar que la Doncella no sufriera ningún mal, y libraban una batalla que estaban condenados a perder.

Uno de ellos cayó, gritando, cuando le cortaron un brazo a la altura del hombro. Otro recibió en la cara el tremendo golpe de un enorme puño acorazado, y se tambaleó. En ese momento, una espada le atravesó el peto, y fue levantado en el aire ensartado en ella, antes de que el guerrero del Caos la agitara con un gesto seco para que el hombre saliera despedido y dejara libre la hoja.

Los elegidos del Caos eran como semidioses de la guerra, y al atravesar las líneas del Imperio dejaban tras de sí un rastro de cuerpos destrozados. Entraron en la brecha que se había abierto ante Annaliese, matando soldados imperiales a diestra y siniestra. Grunwald avanzó y estrelló su maza contra la visera del primero, cuyo metal perforó, pero el guerrero no cayo, y le dio al cazador de brujas un revés que lo hizo retroceder con paso tambaleante. Thorrik bramo un grito de guerra de los enanos y estrelló contra el estómago del guerrero el hacha que atravesó el grueso metal y derribo al poderoso enemigo, pero otros acometían a los soldados que rodeaban a Annaliese, destruyendo y matando todo lo que se interponía en su camino.

Entonces las líneas enemigas se separaron y apareció el atroz señor de la guerra del Caos, montado sobre su negro corcel infernal. La descomunal bestia pateaba el suelo con los cascos provistos de púas, de debajo de los cuales se alzaba humo, y tenía los ojos encendidos con llama azul. Asomaban colmillos de la boca equina, y el aire se cargaba de vapor con cada una de sus potentes exhalaciones.

El señor de la guerra era inmenso, y el llameante ojo azul que flotaba en el aire entre los curvos cuernos del casco estaba fijo en la desafiante figura de Annaliese, que sujetaba el estandarte con una mano y con la otra empuñaba su martillo de Sigmar. El señor del Caos se daba cuenta de que la resolución del ejército del Imperio se centraba en torno a la muchacha, y se aproximó a ella con aterradora determinación, decidido a destrozarla y enviar su alma, entre alaridos, al reino del Caos.

La batalla rugía en torno a ellos, pero Annaliese, de repente, dejó de percibir nada que no fuera aquel pasmoso y terrible ser.

La náusea y un intenso malestar que incapacitaba para la acción se apoderaban de todos aquellos que posaban los ojos sobre la figura tres veces maldita. Los rasgos de su rostro quedaban ocultos tras el yelmo cerrado, aunque en los orificios oculares ardían brillantes llamas azules, y este asombroso color se reflejaba en la rielante superficie de la capa de plumas de cuervo que cubría los anchos hombros del señor de la guerra.

Con un enorme guantelete provisto de púas, el señor de la guerra empuñaba el chafarote dentado que fácilmente medía tres metros, cubierto de púas óseas. Alzó en el aire la otra mano enfundada en guantelete, y en la palma apareció una crepitante esfera de pálida luz, al tiempo que por el brazo le subían destellantes chispas azules de electricidad.

Nadie se movió, hipnotizados todos por el poder del diablo que tenían delante, y Annaliese alzó más la cabeza y miró al enemigo a los ojos, aunque su alma se encogía de miedo y retrocedía en su interior.

El flameante ojo azul de los dioses que flotaba por encima de la cabeza del señor de la guerra miró brevemente hacia la izquierda, y junto a Annaliese se produjo un repentino movimiento fugaz. Eldanair, cuyos movimientos eran tan veloces que el ojo humano no podía seguirlos, había colocado una flecha en la cuerda del arco que hasta entonces llevaba colgado a la espalda, y lo tensó para disparar. Con una rapidez aún mayor que la del elfo, el señor de la guerra lanzó la bola de luz que tenía en la mano, y que se estrelló contra el pecho de Eldanair y lo hizo caer de espaldas mientras su cuerpo era envuelto por un arco de electricidad.

Annaliese gritó.

Thorrik avanzó, sopesando el hacha, pero fue arrojado hacia un lado por el potente golpe de un guerrero del Caos, y Grunwald apuntó con una pistola a la cabeza del señor de la guerra, y disparó.

El azul ojo de los dioses se desvió hacia él, y sintió que se le encogía el alma. El iris del ojo demoníaco, que parecía una ranura, se ensanchó ligeramente al enfocar la bala de plomo, que fue detenida a apenas treinta centímetros de la cabeza del señor de la guerra, y quedó flotando en el aire, ante él.

El señor de la guerra giró la cabeza hacia Grunwald, y la bala invirtió su dirección para impactar en un hombro del cazador de brujas, que cayó con un grito de dolor.

Entonces, el temible señor del Caos volvió el ojo hacia Annaliese, y habló. Su voz era la de un demonio, un millar de voces que hablaban en su interior, y no se expresaba en ningún idioma que pudieran entender los soldados del Imperio.

No obstante, sus palabras fueron comprendidas, como si se reconfirmaran en el aire para que todos las entendieran.

—No soy más que el heraldo de la Hueste del Cuervo, su mensajero. Antes de morir debes saber que todo lo que jamás has conocido será aplastado, hecho pedazos, destruido y olvidado. Todos los que has conocido jamás serán asesinados, y sus almas torturadas durante toda la eternidad por atreverse a resistir a los grandes dioses. Y ahora, perra del dios hombre ambulante Sigmar —declaró la voz cargada de locura y horror—, morirás.

El señor de la guerra hizo avanzar a su corcel, que se encumbraba ante Annaliese, y la joven sintió el caliente aliento fétido de la criatura, olió el hedor diabólico de su presencia antinatural. Alzó el martillo en el aire, ante sí, en una aparentemente fútil exhibición simbólica de desafío. Se sentía muy pequeña y completamente sola, y la voz de la criatura le aporreaba la mente.

Tu alma será un delicado bocado para el Gran Dios que Cambia las Cosas.

Sintió que comenzaba a flaquearle la cordura, y el corazón le latía con tal fuerza dentro del pecho que ahogaba todo otro sonido, y le bombeaba la sangre a la cabeza con la potencia de un poderoso torrente.

De un momento a otro iban a matarla, sería ensartada en el chafarote que blandía el arroz señor de la destrucción, y los pataleantes cascos del corcel infernal aplastarían sus huesos. Entre alaridos, su alma sería arrebatada del destrozado cuerpo físico y esclavizada por los dioses demonios del Caos, para continuar existiendo en una eternidad de tormento en medio de una horrenda pesadilla.

—Sigmar —susurró, con una voz que sonó diminuta e insignificante comparada con el infierno de sonidos cargados de odio que le invadían la cabeza. Rezó para pedir que el enemigo sediento de sangre hubiera sido contenido durante el tiempo suficiente para que los ejércitos del Emperador que estaban en Talabecland no fueran vencidos. Rezó para pedir que su sacrificio y el sacrificio de los soldados de Ostermark no fuera en vano.

Un estruendo atronador se alzó en medio del caótico rugido de la batalla que la rodeaba, y ella alzó la cara hacia los cielos con desesperación al aproximarse la muerte. El ensordecedor retumbar del trueno aumentó en intensidad, y vagamente percibió el toque de cornetas de latón que sonaban con la fuerza de trompetas infernales que la convocaban al infierno.

El llameante ojo azul se desvió hacia la derecha mientras la pupila en forma de ranura se contraía y expandía, y Annaliese miró detrás de sí, confusa.

Apareció una muralla viviente de caballeros que atravesaban las filas enemigas a la carga y aplastaban a los guerreros del Caos bajo los cascos de los caballos. Vio lanzas que se clavaban en pechos que tenían pintados símbolos infernales, y espadas que descargaban tajos y hendían cascos astados. Llevaban escudos blancos blasonados con las cruces y los cascos coronados imperiales, símbolos del propio Emperador. Abrieron un enorme surco en la formación enemiga, y Annaliese alzó los ojos hacia ellos, con asombro y reverencia.

Con un rugido de frustración y cólera, el señor del Caos ejecutó un barrido con su chafarote, y el arma del demonio quedó envuelta en densa luz al hender el aire y rasgar el tejido de la realidad, La hoja penetró en el pecho del primer caballero como si fuera de papel, y lo cortó en dos. Con el golpe de retorno el señor de la guerra clavó profundamente la hoja del arma en el acorazado pecho del corcel de otro caballero, alzó a la relinchante criatura en el aire, y los lanzó a ella y al jinete por encima de un hombro.

Annaliese se tambaleó cuando los caballeros pasaron al galope en torno a ella como un borrón, y creyó que de un momento a otro la derribarían al suelo y la aplastarían. Un brazo la sujetó para que recobrara el equilibrio, y vio que Grunwald estaba a su lado, con el brazo convertido en un destrozo ensangrentado. Vio que el cazador de brujas alzaba los ojos con asombro hacia los caballeros que pasaban atronando junto a ellos, sin pensar siquiera en el dolor de la herida. Era como si estuvieran rodeados por las protectoras manos del propio Sigmar, porque permanecían ilesos en medio de la matanza que los rodeaba.

El señor del Caos volvió a rugir, un ensordecedor sonido cargado de cólera y desafío, cuando su guardia personal se perdió bajo las lanzas, espadas y cascos de los caballeros.

Clavó el chafarote a través de la visera bajada de otro caballero y lo arrebató de la silla cuando la hoja salió por la parte posterior del cráneo, para luego estrellar el pomo del arma contra la cabeza del corcel al que le partió el cuello, antes de lanzar al jinete volando por el aire.

En el cuerpo del señor de la guerra se clavaban lanzas que lo hicieron tambalear, pero él se negaba a caer. Otro par de caballeros fueron cortados en dos por el atroz chafarote. Contra la ornamentada armadura impactaron espadas que hicieron retroceder al señor de la guerra con paso tambaleante, y otro caballero fue decapitado. El llameante ojo azul miraba velozmente a derecha e izquierda en busca de una escapatoria, pero no había ninguna. El guerrero maldito cortó la cabeza de un caballero con un veloz gesto de muñeca, pero el poderoso señor de la guerra fue finalmente puesto de rodillas cuando una espada que relumbraba con luz blanca le abrió en el pecho un tajo que atravesó la armadura y la carne mutante.

Con el rostro iluminado por la fría luz azul que manaba del ojo demoníaco, Kurt Helborg, Gran Mariscal de los caballeros de la Guardia del Reik, desmontó y fue a detenerse ante el quebrantado señor de la guerra enemigo. Posó sobre el paladín de la Hueste del Cuervo una ardiente mirada de odio y aversión.

—Has de saber que el Imperio os resistirá siempre —siseo—. No obtendréis una victoria hasta que se derrame la última gota de sangre del último soldado de este territorio.

Con un rugido de furia el mariscal del Reik hundió su espada relumbrante, el Colmillo Rúnico de Sollan, directamente en la cara del paladín del Caos. Clavó la punta con tal fuerza en el orificio ocular del yelmo del señor de la guerra, que emergió, crepitando y siseando, por la parte posterior del cráneo, y atravesó el ornamentado casco cornudo. El mariscal del Reik continuo empujando hasta que la empuñadura del colmillo rúnico topo contra el hueso.

Con un sonido de succión debido al desplazamiento de aire, el ojo azul oscilo y desapareció, y el señor de la guerra de la Hueste del Cuervo se desplomó en el suelo, muerto.