VEINTIDÓS
Como si el primer horrendo encantamiento del mago hubiera sido la señal para atacar, el enemigo descendió a paso de marcha desde la meseta para trabarse en batalla. Mientras los comandantes del Imperio intentaban recuperar un cierto orden en las líneas de combate, y los soldados daban muerte a más gimientes engendros del Caos nacidos del cuerpo de soldados imperiales, el enemigo avanzaba hacia la aldea.
Los guerreros escogidos de la hueste del Caos permanecieron inmóviles en lo alto de la elevación, pero miles de guerreros descendieron pasando en torno a ellos, gritando alabanzas a sus dioses y batiendo sus tambores de guerra.
Ataviados con pieles y blandiendo armas de oscuro acero, los bárbaros descendieron como una tromba por la pendiente, un mar de guerreros con los enormes músculos decorados con pinturas tribales de dibujos en espiral. Algunos de entre ellos lucían muestras del favor de los dioses, ya que sus cuerpos habían sido bendecidos con el cambio: brazos con su forma alterada, músculos y huesos disformados hasta transformarse en brutales apéndices mortíferos, o gruesos colmillos que les salían de la boca. Estos guerreros eran reverenciados como poderosos paladines, ya que en ellos era patente el toque de los dioses.
Gritaban mientras corrían desde los altos páramos hacia el pantano de la base de la cuesta, y se ponían al alcance de las armas de fuego del Imperio. Cuando entraron en el pantano cubierto de nieve y se sumergieron hasta el muslo en agua helada, atronaron los primeros disparos de cañón. Por las bocas de las potentes armas de Nuln salieron humo y llamas, y las balas se estrellaron contra las primeras filas de los bárbaros, a los que descuartizaron.
Las macizas bolas de hierro y acero cayeron al suelo, donde rebotaron para atravesar la masa de guerreros y destrozar piernas y brazos, y aplastar todo lo que hallaban a su paso. Bajo la vigilante mirada de su señor y su elite de guerreros elegidos, los bárbaros continuaron adelante, indiferentes ante sus bajas, avanzando como podían por el fango y pasando por encima de sus compañeros agonizantes.
Decenas se ahogaron en las gélidas aguas atestadas de juncos, y al cabo de poco el pantano estaba abarrotado de muertos.
Aunque en una sección de las líneas del Imperio reinaba el desorden porque los engendros mutantes, frenéticos de sangre, continuaban atacando en torno de sí y causando estragos, las demás secciones estaban intactas y avanzaron contra el enemigo que vadeaba trabajosamente por el fango de la depresión situada al pie de la meseta de páramos.
A una señal gritada, centenares de flechas fueron colocadas en las cuerdas y se tensaron los arcos. Las armas de fuego que ya habían sido cargadas fueron alzadas para apuntar.
Con un grito, comenzaron a disparar, y el cielo se oscureció aún más cuando las primeras andanadas de flechas describieron un alto arco en el aire. Antes de que llegaran a ningún blanco, se disparó una segunda salva de flechas. Cayeron entre los guerreros del Caos y alcanzaron a decenas de hombres. Las astas penetraban en los cuerpos, clavándose en pechos y cuellos, atravesando muslos y brazos muy musculosos. Los hombres tropezaban y eran pisoteados hasta quedar sepultados en el pantano, pero los supervivientes continuaban adelante y llegaron a la elevada orilla del cenagal, que treparon trabajosamente hasta suelo sólido y cubierto de nieve.
Entonces hablaron los arcabuces y las ballestas del Imperio, grandes zonas del campo de batalla quedaron oscurecidas por el humo de los disparos cuyas secas detonaciones resonaban contra las altas pendientes, y centenares de guerreros cayeron al chocar contra ellos la muralla de plomo. Las potentes armas atravesaban escudos y yelmos como si fueran de papel, y más enemigos murieron cuando las saetas de ballesta comenzaron a atravesar cuerpos. Los cañones volvieron a atronar, y las grandes balas abrieron enormes surcos en las líneas de bárbaros.
Miles de hombres murieron en los primeros momentos de la batalla, pero eso no fue más que el principio de la matanza que estaba por venir.
* * *
Rodeado por un círculo de soldados, Grunwald salió a grandes zancadas al exterior, haciendo avanzar a patadas a la tambaleante figura sangrante del mago enemigo que iba ante él. Con alabardas y lanzas se apartó a la muchedumbre hacia los lados, y el cazador de brujas se detuvo en medio de ella. El hechicero estaba de rodillas, con el mentón y la pechera empapados de sangre, y hacía patéticos sonidos agónicos, con la boca sin lengua muy abierta y goteando sangre.
Por orden de Grunwald, uno de los soldados avanzó y yació un pequeño barril de aceite sobre el brujo, que gritó incoherentemente. Otro le entregó a Grunwald una linterna encendida, que él sostuvo en alto por encima de la cabeza.
—¡Contemplad la suerte que corren aquellos que se asocian con poderes diabólicos! —gritó, mientras rotaba para que todos pudieran oír sus palabras—. ¡Ésta es la suerte de todos aquellos que se oponen a nuestro señor Sigmar! ¡Y ésta será la suerte del ejército enemigo en el día de hoy!
Grunwald estrelló la linterna contra el suelo, a los pies del mago empapado en aceite, el cual quedó instantáneamente envuelto en llamas. Sus ropas y cabello se consumieron y lo dejaron desnudo, y su piel se ennegreció y ampolló por obra del calor abrasador del fuego.
Tras ponerse de pie, con la sangre manando abundantemente por la boca, el mago avanzó hacia la muchedumbre con paso tambaleante, pero el fuerte golpe de una alabarda lo derribó otra vez al suelo. Sus torturados alaridos ascendieron a los cielos, y los ciudadanos reunidos lanzaron sonoras aclamaciones y agitaron el puño en el aire mientras el enemigo moría quemado, pataleando como loco.
Al cabo de pocos momentos la vida había abandonado al brujo, que yacía en el suelo, inmóvil.
Con el rostro salpicado de sangre, Grunwald condujo a los soldados fuera de la muchedumbre. Al salir de la palpitante masa humana, vio que los soldados del Imperio y las pululantes filas de los enemigos se acercaban entre sí.
Thorrik sujetó el escudo de gromril ante sí cuando las hordas de bárbaros corrieron hacia las líneas del Imperio, gritando y vociferando alabanzas a sus dioses oscuros. Se oyó que alguien bramaba una orden, y los alabarderos que lo rodeaban apoyaron en el suelo sus largas armas con la mortífera punta dirigida hacia fuera, en dirección a los enemigos que cargaban formando un mar de metal contra el que se estrellaron los bárbaros.
La distancia que mediaba entre los ejércitos se cerraba con rapidez, y Thorrik vio los rostros de los hombres a los que estaba a punto de matar. Eran feroces, muchos cubiertos de tatuajes y pinturas de guerra, y lo superaban ampliamente en estatura igual que superaban en estatura a los hombres del Imperio. Rugían mientras corrían por el suelo desigual, y echaban atrás enormes hachas de guerra y espadas dentadas para asestar tajos mortales.
—Por el Emperador Karl Franz —grito el sargento del regimiento—. ¡Ahora!
Como un solo hombre, los alabarderos avanzaron un paso al aproximarse más los nórdicos con capa de piel, y acometieron a los enemigos con las puntas de sus armas. Los enemigos se estrellaron contra ellos con una fuerza vertiginosa y fueron cientos los que resultaron ensartados en la embestida inicial al arrojarse de cabeza contra las alabardas y lanzas de los soldados del Imperio.
Los hombres de Ostermark se vieron obligados a retroceder a causa del descomunal peso del enemigo, y los gritos de los agonizantes sumados al chocar de las armas entre si se volvieron ensordecedores. Ante Thorrik, un barbudo guerrero enemigo cayó de rodillas, sangrando a borbotones por la herida que le abrió una alabarda que se le clavó en la garganta, y otro rugió con los dientes apretados al morir ensartado en otra de aquellas armas de asta larga. Un espadón enorme descargo un golpe sobre el asta de otra alabarda que se partió, y Thorrik avanzo un paso y barrió el aire con el hacha para clavar la hoja en el estomago del gigantesco guerrero, que cayó antes de que el enano hubiera regresado a la línea de soldados del Imperio que se extendía a ambos lados de él.
La fuerza y peso del enemigo eran inmensos, y los bárbaros avanzaron implacablemente hasta acortar las distancias lo suficiente como para trabarse en combate cuerpo a cuerpo con los soldados del Imperio. Algunas alabardas fueron arrebatadas de las manos de sus dueños cuando los enemigos ensartados cayeron al suelo, mientras que otras fueron hechas pedazos por golpes descomunales. La sangre del soldado que Thorrik tenía a la izquierda salpicó la armadura del enano cuando la hoja de una espada le abrió un tajo en un costado de la cabeza, donde la fuerza del golpe hizo que atravesara el metal del yelmo y el cráneo con facilidad. A la derecha, un soldado murió cuando un bárbaro de enormes músculos descargó un golpe de espada sobre una de sus clavículas, y la hoja penetró profundamente en el cuerpo.
Thorrik acometió con su hacha a la velocidad del rayo, y el arma abrió el cuello del bárbaro; del que manó sangre a borbotones antes de que cayera y fuera pisoteado.
La segunda fila de soldados del Imperio alzó las armas en alto, y las hojas de hacha de las alabardas cayeron sobre las cabezas y hombros de los enemigos, atravesaron metal y rompieron huesos. Escudos que los bárbaros mantenían en alto fueron rotos por la fuerza de los tremendos golpes; pero el enemigo ya estaba entre los soldados del Imperio, y la matanza comenzó de verdad.
Alimentado por un creciente resentimiento al ver morir a los hombres que tenía a su lado, Thorrik asestaba furiosos tajos en torno de sí. Cercenó el antebrazo de un bárbaro, y el miembro cortado cayó al suelo sin soltar la espada que aferraba con fuerza. Con el golpe inverso, Thorrik estrelló el hacha contra el rostro del hombre, que salió despedido hacia atrás, con el cráneo hendido.
Llovían golpes contra Thorrik, pero él los soportaba todos con estoicismo de enano, gruñendo con enojo cada vez que un golpe se estrellaba contra su armadura. Su furia aumentaba con cada impacto, y asestaba en torno de sí salvajes tajos a los que la cólera imprimía fuerza.
No obstante, en la lucha cuerpo a cuerpo los enemigos eran más fuertes, más feroces y tenían menos miedo a morir que los hombres del Imperio, así que comenzaron a hacer retroceder a los soldados de Ostermark, que morían por decenas, y Thorrik sintió que la batalla estaba decantándose a favor del enemigo.
—¡Caballeros del Corazón Ardiente! ¡Adelante!
La resplandeciente línea de caballeros taconeo a los corceles para que avanzaran, y se lanzó al galope a través del terreno abierto, con las lanzas en posición vertical Karl cabalgaba en cabeza hacia la refriega, con expresión ceñuda bajo el yelmo.
El suelo retumbaba bajo los cascos, y el preceptor sintió un salvaje jubilo al cabalgar hacia la batalla una vez mas había pasado mucho tiempo inactivo. Al oír el atronador pataleo de los cascos de los caballeros que corrían por el campo, los enemigos se volvieron para hacer frente a esta nueva amenaza, y un destacamento se separó del cuerpo principal del ejército y giró para recibir la carga de los caballeros.
Eso era lo que Karl había estado deseando que sucediera, y vario el angulo de aproximación del regimiento al tiempo que aceleraba, para dirigirse hacia la brecha que estaba abriéndose en la línea enemiga.
El estandarte de la orden restallaba al viento como las velas de un gran barco, y Karl se regocijaba con la sensación de velocidad y poder. Había sido un gran honor que lo situaran al mando del regimiento, porque nunca había conducido a la batalla a tantos guerreros hermanos: El superior del templo de Bechafen se había llevado al resto de los caballeros hacia el nordeste, ya que a primeras horas del amanecer había llegado la noticia de que un destacamento de choque que se movía con rapidez intentaba dar un rodeo en torno al flanco del ejército del Imperio, y había considerado que la amenaza era lo bastante sería como para salir personalmente a hacerle frente.
Volvió la cabeza para hacerle un gesto de asentimiento al caballero que cabalgaba a su lado —el único caballero del regimiento que no llevaba puesto un yelmo cerrado, con visera—, y el hombre se llevó un cuerno a los labios y tocó una serie de notas largas. El sonido corrió por el campo de batalla ante ellos, y Karl comenzó a bajar la lanza para situarla en posición horizontal.
—Myrmidia, guía mi lanza —dijo, invocando a la diosa de su orden.
Los guerreros hacia los que iban corrieron a cerrar la brecha, pero Karl vio que reaccionaban con excesiva lentitud. No obstante, no demostraban miedo ninguno, y avanzaban ansiosamente hacia los caballeros que galopaban estruendosamente por el campo. Mientras se acercaban cada vez más y los caballeros enristraban las lanzas, Karl escogió un enemigo en particular como blanco. El guerrero tenía un icono azul en forma de espiral pintado en un costado de la cara, y la misma marca dibujada en el pecho desnudo. Con la mano izquierda alzaba un hacha brutal, pero fue el brazo derecho lo que atrajo la atención del preceptor, porque su naturaleza no era ni remotamente humana. La extremidad que emergía de debajo de la pesada hombrera metálica estaba cubierta de plumas oscuras. Entre la muñeca y el codo tenía una articulación de más, y los dedos habían sido transformados en las garras de una gran ave, aunque eran de un color sorprendentemente amarillo.
Los caballeros corrían atronadoramente hacia el enemigo, y Karl se puso de pie sobre los estribos y se preparó para asestar el golpe. El bárbaro alzó la mirada para gruñirle y se hizo a un lado, pero el preceptor había luchado durante muchos años a lomos de caballo y siguió el repentino movimiento del hombre con la punta de la lanza.
Hirió al bárbaro en lo alto del pecho, y la lanza de tres metros y medio le atravesó el cuerpo y le salió por la espalda. Un segundo hombre que seguía al primero de cerca también fue ensartado por la lanza cuya asta le atravesó el cuello y lo mató al instante.
Entonces los caballeros se encontraron entre los enemigos, atravesando sus filas al galope, y Karl soltó la lanza para desenvainar la espada de ancha hoja. Las coces que el corcel lanzaba en torno de sí partían cráneos, y aplastaba otros con su peso, bajo las patas. Karl asestaba tajos de espada mientras los caballeros atravesaban la formación enemiga a toda velocidad, y mataba a los guerreros que intentaban derribarlo del caballo.
La velocidad de la carga comenzó a disminuir, y vio que caían varios caballeros al ser heridos sus corceles. Los caballos relinchaban cuando hachas y espadas les herían las patas, y otro caballero murió al ser atravesado por una larga hoja de espada y alzado de la silla por la potente estocada.
Karl gritó mientras intentaba mantener el impulso de la carga, taconeando el caballo e instando a los guerreros a continuar adelante. Cuando un enemigo lo aferró por una pierna acorazada, él descargó un tajo que abrió el cráneo del guerrero, y taconeó con fuerza al caballo para que siguiera avanzando.
Y entonces se encontraron fuera de la frenética refriega, al salir por la retaguardia de la formación enemiga. Los ojos de Karl se abrieron más al ver lo que aguardaba allí, y su corcel se encabritó, relinchando de terror.
Un garrote con púas casi tan largo como una carreta se estrelló contra la cabeza del corcel de Karl, y la sangre salpicó la armadura negro y bronce del preceptor, que vio cómo el suelo ascendía a toda velocidad hacia él al desplomarse su caballo de guerra.
* * *
Annaliese observaba a las dos fuerzas que combatían y cuyas líneas se fundían una con otra en la pesadilla de la batalla. Se le había cortado el aliento al ver a los caballeros del Corazón Ardiente atravesar las líneas enemigas, y se preguntó brevemente si Karl estaría entre ellos. Luego habían desaparecido, aparentemente tragados por el ejército enemigo, y dejó de verlos.
Tenía la respiración agitada y el corazón le latía como enloquecido dentro del pecho. Los gritos de los que morían resonaban débilmente por el campo, y la envolvía el verdadero horror de la guerra. A pesar de eso, la joven intentaba mantener un aspecto sereno, sabedora de que los soldados que la rodeaban la miraban para extraer fuerza de ella.
Los cañones continuaban disparando, vomitando humo y llamas a traves del campo de batalla, pero vio que las líneas de arqueros y ballesteros retrocedían a paso ligero hacia el poblado para poner más distancia entre ellos y el enemigo. Los arcabuceros aun se mantenían firmes en sus dentadas filas, donde cada línea se arrodillaba para cargar con el fin de permitir que los de detrás dispararan por encima de sus cabezas.
La línea secundaria de soldados imperiales fue instada a avanzar, y los soldados que la formaban echaron a correr para ir en auxilio de la vacilante línea de batalla. Annaliese se encontró corriendo con la muchedumbre de soldados por el campo cubierto de nieve, con las manos temblorosas aferradas al mango del martillo y al escudo. Se sentía pesada y constreñida por la armadura que llevaba puesta, cuyo peso extraño le resultaba incomodo y se le movía sobre el cuerpo.
Eldanair corría a su lado con comodidad, y disparaba flechas con su largo arco mientras se desplazaba sobre la nieve con la levedad de un fantasma, las saetas de blancas plumas describían arcos en el aire para caer en medio de las oscuras filas de enemigos. Ni siquiera la presencia del elfo lograba animar a Annaliese, pero ella apretaba los dientes y reprimía el miedo para que no llegara a dominarla. Deseaba que Grunwald estuviera con ella, pero no había vuelto a verlo desde que había entrado en el edificio tras el mago enemigo.
—¿Donde estará? —pensó, frenética.
* * *
Los cascos pasaron veloces como rayos en torno a Karl cuando los caballos se alzaron de manos y corcovearon. Empujó con los brazos para alzarse fango y el agua sucia, con la visión borrosa. Se le aclaró la visión al apoyar una rodilla en el suelo y alzar la mirada hacia las monstruosas criaturas que tenía delante.
Medían más de tres metros, de estatura, y sus robustos cuerpos estaban cubiertos de pieles y llenos de cicatrices de heridas de guerra y marcas rituales hechas con hierros candentes. Sus cabezas eran pesadas y bestiales, y se apoyaban sobre gruesos cuellos en los que ondulaba una poderosa musculatura. De sus fosas nasales manaba vapor, y les crecían cuernos en los costados de la cabeza, justo por encima de unas orejas bovinas. En sus ojos ardían el frenesí sanguinario y el odio, y empuñaban armas inmensas en sus manos humanas desproporcionadamente grandes. Eran genuinas criaturas del Caos que habían salido de los bosques del norte para unirse a la matanza.
Karl se puso de pie en el momento en que uno de los monstruos saltaba al aire. La bestia descargó sobre uno de los caballeros su hacha descomunal, y lo cortó desde un hombro hasta la cintura. El guerrero muerto cayó de la silla al alzarse de manos su corcel, y arrebató el hacha de las manos de la criatura, que entonces atacó con un puño. El golpe le dio al caballo en un costado de la cabeza, y el animal se desplomó en el suelo como un enredado lío de patas.
Un caballero hizo avanzar al corcoveante caballo, y clavó profundamente la punta de la espada en el pecho de la bestia, que bramó de dolor e indignación. A continuación, cogió al caballero por el cuello y lo alzó de la silla de montar, para luego estrellarlo con fuerza contra el suelo.
—¡Myrmidia! —gritó Karl, al tiempo que alzaba la espada por encima de un hombro. Avanzó con paso tambaleante y la descargó contra el cuello de la bestia, cuyas arterias cercenó. La sangre manó de la herida como una fuente, pero la criatura no murió. De sus gruesos labios salió volando espuma cuando sacudió la pesada cabeza de un lado a otro, y sus ojos encarnados se fijaron en Karl.
Se lanzó adelante con un bufido, y le metió un cuerno entre las piernas. En un violento movimiento alzó la cabeza y lo lanzó al aire, agitando brazos y piernas. Se estrelló contra uno de sus hermanos caballeros, y ambos cayeron al suelo.
Karl se levantó, mareado, y cuando una espada enorme descendió a toda velocidad, él se echó hacia atrás. La hoja descargó el golpe sobre el camarada caído, que fue cortado en dos. Karl se puso de pie, tambaleante.
Un caballo sin jinete se alzó junto al preceptor, que tendió una mano a ciegas y aferró las riendas, para luego subir a la silla. Lo rodeaba la matanza por todas partes, porque los caballeros batallaban en vano contra las bestiales criaturas que los asesinaban brutalmente.
—¡Sol Ardiente! —gritó, de modo que su voz atravesara el estruendo de bestias que bramaban y caballos que relinchaban—. ¡Conmigo! —vociferó, y taconeó con fuerza al caballo. El animal se lanzó al galope, y Karl salió de la batalla de un solo bando—. ¡Conmigo! —volvió a rugir.
Menos de un tercio de los caballeros del Sol Ardiente lograron salir con vida y atravesar al galope el campo de batalla. Los minotauros, enloquecidos por la batalla, corrieron tras ellos, bramando de cólera y mugiendo para pedir sangre.
Los caballeros viraron bruscamente hacia el sur para dejar despejada la línea de disparo de los arcabuceros. La primera línea de armas detonó, y los soldados se arrodillaron. Dispararon los integrantes de la segunda fila y también se arrodillaron para cargar apresuradamente sus largas armas, mientras abría fuego la tercera fila.
Cuando el humo se disipó, quedaban pocos minotauros que aún estuvieran de pie, y esos pocos se tambaleaban sobre piernas inestables, con el cuerpo perforado por una docena de balas, mientras la sangre que manaba por las heridas les apelmazaba el espeso pelaje.
Los caballeros, tras haber girado en el campo abierto, volvieron a cabalgar atronadoramente hacia las enormes bestias, y los últimos murieron por sus espadas.
* * *
Dietrich se mordió el labio inferior, tenso y alerta. Sabía que se había trabado batalla a cinco millas al sur —oía los disparos de los cañones—, y rezó por los hombres que allí se encontraban. Pero había visto la escala del enemigo que formaba contra el Imperio, y pensaba que no había muchas probabilidades de victoria.
¡Qué cosa tan mudable era la probabilidad! Dietrich pensó que en algún lugar de los cielos, Ranald, el dios de la probabilidad y el engaño, estaría riendo para sí, y juró que les entregaría un año de paga a los acólitos del estafador si el dios le sonreía ese día.
La suerte era lo único que podría salvarlos, pensó. Si la caballería enemiga daba un rodeo más amplio en torno al campo de batalla y atacaba por retaguardia, se volatilizaría cualquier probabilidad de victoria. Si el aceite de los ingenieros había calado demasiado profundamente o si la nieve menoscababa su efecto, se habría perdido toda esperanza. Si los enemigos detectaban algo extraño en la nieve que tenían por delante, si reparaban en que allí estaba más fundida que en los otros sitios —un inesperado efecto colateral del aceite—, la emboscada fracasaría antes de comenzar siquiera. «Ranald —rezó—, concédenos esta única probabilidad».
Uno de sus hombres gritó, y él alzó la cabeza.
—¡Dietrich! ¡Ya llegan!
El explorador se arrastró hasta el borde del terreno elevado para mirar hacia el estrecho desfiladero de abajo. Tenía unos trescientos metros de ancho, y la nieve ocultaba por completo el camino empedrado del fondo.
A lo lejos, hacia el norte, se veía movimiento borroso, y el corazón de Dietrich dio un salto. Los enemigos venían por el camino, cabalgando al galope en dirección a ellos.
—Gracias —murmuró Dietrich, al tiempo que alzaba la vista hacia el cielo.
Retrocedió del borde a rastras, y bajó a toda velocidad por la pendiente del otro lado.
—¡Encended esos fuegos, muchachos! —gritó, y se encendieron docenas de braseros. Dietrich observaba atentamente el cielo en busca del más leve rastro de humo. Les había dicho a sus hombres que emplearan sólo la leña más seca, porque cualquier rastro de humo en el cielo podría poner al enemigo sobre aviso, y podrían evitar fácilmente la trampa si sospechaban algo. Poco humo ascendió de los braseros, y entonces dejó escapar el aire que no se había dado cuenta que estaba conteniendo.
—¡Están acercándose, señor! —gritó alguien desde el borde, y Dietrich ordenó que los braseros fueran llevados cuesta arriba. Cada uno de los braseros metálicos era transportado por dos hombres, sobre un par de palos de madera.
Uno de los hombres resbaló mientras ascendía, y el brasero cayó de lado y derramó las ascuas encendidas sobre la gruesa capa de nieve de la que se alzó una nube de vapor, al tiempo que se oía un sonoro siseo. Comenzó a alzarse humo cuando los carbones prendieron fuego a la hierba seca que había debajo de la nieve.
Dietrich maldijo y atravesó el ventisquero a saltos para echarle encima su gastada capa y apagar el fuego. Luego se puso en pie de un salto y pisoteó el área hasta que se apagaron las ascuas, empapadas por la nieve derretida y enterradas en el suelo húmedo. Dietrich retrocedió para mirar su ennegrecida capa enfangada, y a continuación se volvió a mirar con expresión amarga al explorador que había tropezado.
—Si salimos de esta, me quedaré con tu capa —dijo.
Los otros braseros estaban en posición, justo detrás de la cumbre del montículo, y Dietrich ocupó su posición. Los cuarenta hombres permanecían tendidos e inmóviles, justo detrás de la cima, y él rezó para pedir que no los hubiera visto ningún explorador enemigo. Con que el regimiento oponente simplemente se apartara del camino y recorriera cien metros por el terreno más alto y abrupto, ese riesgo quedaría en nada.
Pero llegaron al galope. En cabeza iban unos ciento cincuenta jinetes que montaban resistentes ponis de la estepa, con enormes mastines de tamaño aterrorizador corriendo junto a ellos. Los jinetes iban cubiertos con capas de pieles y armados con lanzas. Las monturas eran rápidas; no tanto en la distancia corta como los grandes corceles de los caballeros del Sol Ardiente, pero podían correr durante horas seguidas sin cansarse. La distancia que aquellos jinetes podían cubrir en un día superaría con mucho a la que podían cubrir los nobles templarios.
Detrás de ellos iban los pesados caballeros del Caos. Montaban corceles negros como la medianoche que fácilmente medían veinticinco palmos menores hasta la cruz, bestias enormes cuyos ojos ardían con luz atroz. Los caballeros iban metidos dentro de negras armaduras, y empuñaban mortíferas armas de guerra. Cada uno llevaba puesta una ondulante capa de plumas y un ojo de brillante azul destellaba en el centro de su negro yelmo.
Junto a estos temibles guerreros del Caos rodaban mortíferos carros en cuyas ruedas de llanta de acero giraban dentadas hojas de guadaña. Un par de negros corceles gigantes tiraban de cada una de estas pesadas máquinas de guerra, y en la acorazada plataforma de los carros iban guerreros completamente recubiertos por armadura, que hacían restallar látigos tachonados de clavos.
No había más de cincuenta de estos monstruosos caballeros del enemigo, pero el aura de terror que exudaban era palpable.
—Continuad por el camino, continuad por el camino —los instaba mentalmente Dietrich, con todos los músculos en tensión. Se acercaron cada vez más, y él esperaba el momento en que detectaran algo raro, algo que les advirtiera de la emboscada. Pero continuaron adelante, sin evidenciar ningún signo de alarma ni nada que indicara que se habían dado cuenta de la amenaza hacia la que cabalgaban.
Con un gesto de asentimiento de cabeza, Dietrich acerco la primera flecha a uno de los braseros, y el trapo empapado en aceite que tenía envuelto en la punta se encendió al instante. A lo largo de la cumbre del montículo, cincuenta arqueros hicieron lo mismo.
—¡Ahora! —gritó, y se irguió con una rodilla apoyada en el suelo. Con un solo movimiento, tensó la cuerda del arco y disparó. El pesó del trapo empapado en aceite desbarataba el equilibrio de la flecha, pero él había compensado eso y el proyectil dio en el blanco.
Oyó los gritos de los enemigos cuando repararon en la presencia de los arqueros que estaban en lo alto del montículo, pero habían avanzado demasiado como para poder evitar lo que vendría a continuación.
Cincuenta flechas hendieron el aire en torno a los jinetes, y alrededor de una docena de ellos resultaron heridos. Otras flechas se clavaron en el cuerpo de los caballos y de los brutales mastines, y los animales se alzaron de manos y patearon de dolor y miedo, e inundaron el aire con sus relinchos y gruñidos. Pero fueron las flechas que impactaron en el suelo mismo las que causaron verdadero daño.
Las llamas corrieron cuando prendió el aceite que habían vertido por la zona en las horas anteriores al alba, se encendió un fuego caliente y voraz, y decenas de hombres fueron desarzonados cuando los caballos saltaron al prender las llamas en sus colas y en el largo pelaje que les rodeaba los cascos.
El largo pelo revuelto de los mastines se encendió, y los animales se pusieron a ladrar, rugir y lanzarle dentelladas a todo lo que tenían cerca. Las frenéticas bestias destrozaron patas de caballos con sus enormes mandíbulas, y arrancaron la garganta de jinetes caídos. Otros mastines de guerra se atacaban unos a otros, rodando por el fuego y extendiendo aún más las llamas.
Entre los caballos aterrorizados estallaron repentinas explosiones, por que los ingenieros del elector habían ocultado justo debajo de la nieve, junto con el aceite, una serie de pequeños barriletes de madera llenos de pólvora negra. Al encenderse el aceite y correr las llamas por el camino hacia el norte, habían prendido en estos barriletes empapados de aceite, que habían estallado. Los caballos fueron derribados al suelo, y los hombres lanzaron alaridos cuando su carne era calcinada por las detonaciones. Una explosión arrancó una pata a un caballo, y los trozos de carne llovieron sobre los otros.
En esos primeros momentos resultaron muertos decenas de hombres, pero la destrucción aún no había acabado. Como estaba previsto, los jinetes que no se habían visto envueltos en el fuego retrocedieron para escapar del infierno, y fue entonces cuando el otro grupo de exploradores apostados más al norte lanzó su ataque. Más flechas llameantes describieron un arco en el aire para caer sobre la retaguardia de la columna enemiga, y se aló una segunda muralla de fuego que les cerró la retirada.
Los jinetes y los mastines quedaron dando vueltas entre las dos barreras de fuego, y fueron brutalmente eliminados por una ola de flechas tras otra. Dietrich agotó toda una aljaba de flechas y pasó a la segunda, porque el enemigo no tenía adónde huir: a ambos lados del camino el suelo era demasiado abrupto y empinado como para que pudieran trepar, y el paso por delante y por detrás estaba cerrado por el fuego al que ningún caballo estaba dispuesto a acercarse.
Docenas de hombres saltaron del lomo de sus caballos y corrieron hacia los exploradores para intentar trepar por el empinado suelo, pero eran como blancos inmóviles para los arqueros que los mataron despiadadamente, uno a uno.
Los mastines, no obstante, no tuvieron el mismo problema para trepar por el abrupto terreno, y ascendieron por la pendiente del precipicio a una velocidad aterradora. Con su peso derribaron al suelo a docenas de exploradores, y las chasqueantes mandíbulas partieron extremidades y desgarraron carne. Un hombre fue sacudido como un conejo entre las fauces de una bestia descomunal, y se le partió el espinazo con un crujido audible.
Uno de los monstruosos mastines de guerra saltó hacia Dietrich, sus fauces se cerraron sobre uno de sus antebrazos, y lo tiró al suelo. El gruñido de la bestia le inundó los oídos, el caliente aliento le bañó el rostro, y él gritó. Cambió de dirección la flecha que sujetaba con la mano libre, y la clavó en la cabeza de la bestia, pero sintió que la punta se rompía contra el cráneo duro como la piedra del monstruo. Con un último ataque desesperado, clavó el asta de madera en un ojo de la criatura, que lo soltó con un gruñido.
Dietrich volvió a ponerse de pie, con el brazo convertido en un destrozo sangrante, y desenvainó el cuchillo de caza. Saltó hacia el herido mastín de guerra y le clavó la afilada hoja en el cuello, una vez y otra, hasta que por fin quedó inmóvil.
Los caballeros del Caos de pesada armadura instaron a los corceles infernales a seguir, y estos continuaron al trote por el camino sin hacer caso de la carnicería que los rodeaba. Los carros rodaban con estrépito junto a ellos, con docenas de flechas clavadas en los acorazados laterales.
Con una mueca debido al dolor del brazo, Dietrich apuntó con cuidado y disparó, y se quedó observando cómo la flecha atravesaba el humo y el fuego y se clavaba en la parte superior del cuello de un caballero. El guerrero apenas dio un respingo, y la flecha cayó, inofensiva, al suelo. El explorador maldijo.
Y entonces los caballeros pasaron con sus caballos a través de las llamas, como si éstas no tuvieran la más mínima importancia.
Maldiciendo otra vez, tendió una mano hacia la última flecha empapada en aceite que le quedaba, y la encendió en un brasero. Tensó al máximo la cuerda del arco, y disparó la flecha en línea recta, hacia lo alto.
* * *
Al ver la flecha que simbolizaba que la trampa había fallado, los caballeros del Sol Ardiente taconearon a los corceles para que avanzaran, y un centenar de templarios se lanzó al galope por los páramos situados a trescientos metros más al sur, ocultos a la vista de quien estuviera en el camino.
Cabalgaron hacia el montículo, y vieron a los caballeros y los carros enemigos que iban al trote en línea perpendicular a la ruta que seguían ellos. Entonces se lanzaron al galope por la despejada ladera que tenían delante, al tiempo que enristraban las lanzas. Tocaron los cuernos, taconearon a los corceles para que aceleraran la carrera, y se lanzaron contra el flanco de la formación del Caos. Enormes caballeros enemigos de negra armadura fueron derribados de las sillas, y los caballos relincharon al ser lanzados contra el suelo por la fuerza del impacto.
Los erizados carruajes, con las ruedas encendidas por el llameante aceite, intentaron girar hacia esta repentina amenaza, pero se trataba de máquinas poco maniobrables y los templarios del Sol Ardiente cayeron sobre ellas en cuestión de segundos. Los lanceros derribaron a los guerreros de los carros, y los enormes corceles infernales de color negro se alzaron de manos y corcovearon. Uno de los carros golpeó contra una piedra al girar, y cuando uno de sus corceles se desplomó, relinchando, una lanza se le clavó en el pecho y el carro volcó y lanzó a los ocupantes al suelo.
Los caballeros del Caos se defendían ferozmente, y sus enormes armas herían a los guerreros del Imperio y los hacían caer del lomo de sus caballos de guerra al atravesarles la armadura como si fuera de papel. El impulso obraba a favor de los templarios de Myrmidia, que atravesaron la fina línea del Caos y mataron a decenas en la primera carga. Había caído casi la mitad de ellos, pero dieron media vuelta para volver a acometer a los saqueadores del norte que aún sobrevivían.
Superada ya la sorpresa del ataque, las dos fuerzas de caballería se estrellaron la una contra la otra cuando los caballeros de ambas taconearon a sus caballos para lanzarlos a la carga. Al cabo de minutos, ambas fuerzas habían quedado prácticamente diezmadas.
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Thorrik asestaba tajos y más tajos a medida que retrocedía a la misma velocidad que la línea del Imperio que iba debilitándose. Detestaba la idea de ceder en lo más mínimo ante aquellos enemigos, pero sabía que si se plantaba, lo rodearían en pocos segundos y lo matarían. ¡Cuando habría preferido estar junto a valerosos guerreros enanos, en lugar de aquellos humanos!
Gruñó cuando una espada se estrelló contra su yelmo. Rechazó el siguiente ataque con el escudo, y clavó el hacha en la articulación de la rodilla de un enemigo al que le destrozó el hueso y lo precipitó al suelo. El guerrero desapareció en la masa de enemigos y fue reemplazado por un par de ellos que se abrieron paso con un hombro a través de la refriega.
Al sentir que flaqueaba la frágil valentía de los soldados imperiales, y sabedor de que se derrumbarían en cualquier momento, Thorrik rugió y se lanzó hacia delante. Si iba a morir allí, al menos quedaría en buen lugar, lo bastante bueno como para ser bien recibido en los salones de sus ancestros. Arremetió contra el primer hombre, al que golpeó con el borde del escudo y le partió los huesos de un brazo. Clavó el hacha en el cuello del otro, y por la mortal herida manó la sangre a borbotones.
Desvió con el escudo otra estocada de espada, pero un fuerte golpe de hacha le acertó en un costado, y se tambaleó. Sintió en los labios el fuerte sabor metálico de la sangre, y entonces lo golpeó otra arma, un martillo con púas que impactó contra su hombro izquierdo y abolló la hombrera de metal antiguo hasta el punto de deformarla. No pudo romper la gruesa chapa ni la buena malla de debajo, pero él sintió que se le partían huesos bajo el golpe, y que un dolor le bajaba por el brazo.
Thorrik lanzó un tajo lateral y clavó el hacha en las costillas de un enemigo. La hoja del arma quedó atascada durante un momento, y cuando él luchaba por arrancarla, un golpe de escudo lo hizo retroceder un paso. Perdió presa en el mango del hacha, y una espada que impactó contra su hombro herido lo hizo girar sobre sí.
Desorientado y dolorido, Thorrik cayó de rodillas.
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El corazón de Annaliese estaba desbocado cuando cargó hacia el combate a la cabeza de la línea del Imperio. Dirigió un martillazo hacia la cabeza de una enorme figura barbuda mucho más alta que ella, pero el golpe fue fácilmente interceptado cuando el guerrero avanzó un paso y alzó una espada que situó en el camino del martillo que descendía. Murió cuando la espada de Eldanair le clavó una estocada en la garganta, y entonces las líneas de soldados del Imperio se mezclaron con las líneas enemigas al chocar ambos bandos entre sí.
Annaliese fue lanzada hacia un lado al recibir un golpe en el escudo, y gritó de miedo, rodeada por el caótico torbellino de la batalla. El aire estaba inundado de gritos y alaridos, el ensordecedor ruido de las armas que chocaban unas contra otras, y el horrendo sonido de las espadas que atravesaban carne y hueso. Le llegaban empujones y golpes desde todas direcciones, y ella, frenética, mantenía el escudo alzado ante sí, con los ojos desorbitados y cargados de pánico.
Miró los ojos de un soldado del Imperio que caía de rodillas con la cara cubierta de sangre, y una calma repentina descendió sobre ella. De su interior surgió enojo y una contumaz negativa a permitir que el enemigo la venciera, y entonces contraatacó y su martillo impactó contra un costado de la cara de uno de los enemigos. El golpe rompió hueso y dislocó la mandíbula del hombre, que se tambaleó y fue ensartado por la espada de otro soldado.
—¡Por Sigmar! —chilló Annaliese, y volvió a golpear, aunque esta vez el golpe fue desviado por el escudo de un guerrero. No obstante, otro soldado del Imperio avanzó un paso y clavó la espada en el cuello del bárbaro, donde la espada atravesó fácilmente la carne.
—¡Sigmar! —rugieron los soldados que rodeaban a la muchacha, y se pusieron a estocar y bloquear furiosamente, salpicándolo todo de sangre. Docenas murieron bajo el brutal poder del enemigo, pero los soldados de Ostermark avanzaron, asestando tajos y matando.
Eldanair giraba con la larga espada en una mano y un cuchillo sujeto en posición baja en la otra. Mató a un guerrero enemigo con la veloz espada con cuya hoja le hizo un profundo tajo en el cuello, antes de abrirle un corte en la cara de otro, para luego invertir el golpe y clavarle una puñalada en el esternón cuando retrocedía con paso tambaleante.
El elfo giró limpiamente, bloqueó una estocada que habría atravesado a Annaliese, y clavó una puñalada en un ojo. Otro golpe que habría matado a la muchacha fue desviado por el escudo de un soldado imperial que murió al instante siguiente, cuando un martillo con púas le pulverizó la cabeza.
Annaliese descargó el martillo contra un brazo de un berseker que tenía la cara transformada en una infernal máscara de odio y frenesí, y el golpe le partió el hueso e inutilizó la extremidad. Sin hacer caso del dolor, el berseker le asestó a la cabeza de la muchacha un golpe con un puño recubierto de malla, y ella cayó al suelo, donde se quitó el yelmo que estaba abollado hasta tal punto que había perdido la forma, y alzó la mirada hacía el maníaco asesino que se hallaba de pie ante ella.
Una espada descargó un golpe descendente que abrió la cabeza del berseker, y su caliente sangre salpicó la cara de Annaliese. Ella alzó los ojos hacia la cara de su salvador, y vio los ojos de Karl Heiden a través de la estrecha ranura del casco negro y dorado cuando el corcel alzó sus patas y pateó con los cascos delanteros. Los ojos de ambos se encontraron durante un segundo, y luego el caballero se adentró más en la formación enemiga, asestando tajos a diestra y siniestra.
Eldanair la levantó para ponerla de pie, y ella se limpió la sangre de la mano para poder sujetar mejor el martillo. Entonces volvió a lanzarse a toda velocidad hacia la refriega.
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Grunwald no había visto ni rastro de Annaliese, pero continuaba adelante a través de la brutal refriega, abriéndose pasó a golpes en dirección al centro, al tiempo que sus ojos iban rápidamente de un lado a otro para intentar encontrar a la muchacha.
A través del caos que lo rodeaba vio una figura de baja estatura que caía al suelo, y echó a correr, apartando a un hombre de su camino con un golpe de escudo, y derribando a otro al suelo con la maza.
Y luego se encontró junto al enano, justo en el momento en que aparecían caballeros en torno a ellos, abriéndose paso brutalmente a través de las líneas enemigas. Tras la atronadora llegada de los caballeros se produjo un momento de respiro, y Grunwald echó una rodilla en tierra junto al rompehierros. Quedó asombrado ante la cantidad de lesiones que el enano parecía haber aguantado; tenía la armadura abollada y perforada en una docena de sitios, y su casco y escudo daban testimonio de los numerosos ataques de que habían sido objeto.
—¡Thorrik! ¿Estás herido? —gritó, por encima del estruendo.
—Estoy bien —gruñó el enano, y Grunwald intentó ayudarlo, a ponerse de pie. Pesaba una tonelada, y habría sido tan fútil como intentar levantar una montaña.
—¡Quítateme de encima! —tronó la voz de Thorrik. El cazador de brujas vio que el brazo izquierdo del enano colgaba, laxo, a su lado.
—Está bien —gruñó el rompehierros al ver la mirada de Grunwald.
Se oyeron roncas aclamaciones, y Grunwald se irguió para mirar en torno de sí. Podía ver pocos enemigos, y éstos fueron derribados mientras él observaba, y cortados en pedazos por docenas de espadas lanzas. Una alabarda cayó sobre la espalda de un enemigo herido y lo mató al instante. El suelo estaba sembrado de muertos y agonizantes, y los soldados asestaban tajos a diestra y siniestra, y descargaban sus armas en los cuerpos caídos de los oponentes.
La voz corrió con rapidez por las filas, y se oyó el sonido de los cuernos del Imperio. ¡El enemigo había sido puesto en fuga!
Los hombres aclamaban y alzaban las armas muy en alto, en el aire, con gesto desafiante.
—¡Victoria! —gritó un soldado, pero el cazador de brujas negó con la cabeza, sin apartar los ojos de la oscura elevación que dominaba el campo de batalla.
En los elevados páramos que dominaban el campo de carnicería del llano, comenzó un tamborileo cargado de muerte. Descendió, reverberando, y atravesó el territorio como el pesado latido de un corazón demoníaco, cuando los enormes centinelas acorazados que habían estado observando el desarrollo de la batalla comenzaron a golpear, perfectamente al unísono, los escudos con las armas para producir un sonido potente que instilaba miedo en los ensangrentados soldados imperiales que estaban abajo.
Montado sobre el lomo de su corcel infernal que bufaba, con el llameante ojo azul flotando en el aire por encima de su cabeza, el señor de la guerra de aquella hueste del Caos bajó su largo chafarote dentado hacia las debilitadas líneas del Imperio.
Al ritmo del reverberante sonido de las armas que golpeaban los escudos, los guerreros de élite de las fuerzas del Caos, los elegidos de los dioses oscuros, comenzaron a marchar pendiente abajo, hacia la batalla. Y el señor de la guerra descendía en cabeza, mientras a lo largo de la hoja de su antigua espada demoníaca se encendían llamas azules.