VEINTIUNO
El despejado cielo azul matinal fue lentamente ocupado por implacables, melancólicas nubes oscuras que avanzaban lentamente. Las sombras envolvieron a las líneas imperiales, y Grunwald se estremeció al descender la temperatura. Estaba alerta y a la expectativa por si aparecía el mago que había visto entre la multitud el día anterior, seguro de que asomaría la cabeza antes de que acabara el día.
El relámpago restallaba entre las cargadas nubes, ondulando de un lado a otro con intensos destellos, acompañado por el implacable retumbar sordo de los truenos. Brillantes rayos se precipitaban hacia el suelo más allá de la cresta de la árida altiplanicie, zigzagueantes líneas de energía y luz que eran seguidas un segundo más tarde por ensordecedores retumbos que hacían que los corceles de los caballeros relincharan de miedo.
La tormenta avanzaba como un malevolente ser viviente y parecía llevar consigo poderosas emociones de odio que prometían muerte y destrucción. Grunwald reparó en que Annaliese respiraba trabajosamente y estaba pálida, mientras contemplaba el banco de nubes que iba hacia ellos.
Era como el enorme escribo de una montaña cuya punta avanzaba inexorablemente en dirección a ellos, una espesa cuña de oscuridad que se aproximaba cada vez más. El ápice de esta fuerza elemental se detuvo por encima de la cresta de la árida meseta, justo en lo alto de la umbría aldea como si hubiera chocado con una barrera invisible. La carga de las nubes aumentó y se oscurecieron de tal manera que ya eran casi negras, y comenzaron a alargarse en torno a los costados del pueblo como un par de gigantescos cuernos, para rodearlo amenazadoramente.
Una gran sombra de oscuridad que parecía viajar ante la masa de nubes se separo de la tormenta y descendió por el aire hacia la aldea. Grunwald vio que se trataba de una masa de aves de negras plumas millares de ellas volando juntas, que llenaban el aire con sus ruidosos graznidos. Descendieron en picado para volar por encima de las cabezas de los soldados del Imperio, momento en que sus ásperos graznidos compusieron un coro ensordecedor, mientras el batir de sus alas se volvió desorientador. Volando coordinadamente como si fueran una única masa viviente, los cuervos eclipsaron completamente el cielo, pasaban lo bastante bajo como para obligar a los hombres a agachar la cabeza, y muchos que no llevaban yelmo sufrieron tajos de los negros picos y las garras con que los acometieron. La masa viviente volvió a girar, un enloquecedor torbellino de plumas negras, y docenas de soldados dispararon ballestas y pistolas hacia la masa, antes de que los sargentos restablecieran el orden a gritos.
Decenas de cuervos cayeron al suelo con las alas rotas por las saetas y las balas de plomo, con el cuerpo roto e incapacitado para volar. Quedaron aleteando inútilmente en el suelo, dejando tras de sí plumas, y arrastrando las alas inutilizadas. Uno golpeo a Annaliese al caer, y ella grito a causa del susto. El ave graznó ensordecedoramente al tiempo que atacaba con el pico y las garras, y le hizo sangrar el cuello antes de que ella lograra arrojar a la criatura al suelo, ante sí, con gestos frenéticos. Aleteó en circulo con el ala y la pata izquierdas convertidas en un sangrante destrozo, y clavo en Annaliese un feroz ojo como una cuenta de vidrio. En el lustroso globo ocular brillaba la cólera, una hirviente ira y una malevolencia que se proyectaban desde el cuervo que era tan grande como un perro pequeño. Al acercarse Grunwald vio que las plumas no eran negras de verdad sino que en ellas podía verse más bien un rielar de colores, como el del arco iris que se forma sobre el aceite vertido sobre agua.
Cuando Grunwald avanzo hacia la agonizante criatura, esta grazno, abrió el pico y lo dirigió agresivamente hacia él. Él la mato de un pisotón, destrozando sus frágiles huesos con una bota y silenciando sus escandalosos e inquietantes graznidos.
Los cuervos de lo alto describieron un círculo más antes de volver atrás, volando bajo por encima de la tierra hacia la altiplanicie de brezales. Como una alfombra mágica de plumas negras, las atroces aves del enemigo parecieron fluir cuesta arriba para desaparecer por encima de la cima de la meseta.
En ese momento pudieron verse las primeras figuras oscuras sobre la cresta de los altos eriales, de pie e inmóviles, silueteadas por los destellos de los relámpagos que relumbraban detrás de ellas. Estaban quietas, como estatuas antiguas de infernales dioses guerreros muertos en tiempos remotos, toda una hilera de ellos que se extendía a lo largo de la cima, oscuros, imponentes y mortíferos.
Era como si los cuervos se hubieran metamorfoseado en aquellos terribles guerreros. Grunwald se preguntó si volverían a convertirse en las odiosas aves carroñeras al acabar la batalla, para picotear los cadáveres y arrancarles los ojos.
Los cornudos yelmos de los inmóviles guerreros del Caos podían verse con claridad contra el telón de fondo de los destellantes relámpagos. Ante sí sujetaban enormes estandartes, y aunque las imágenes que había sobre los pendones de piel humana deberían haber quedado en sombras, podía vérseles con claridad: retorcidas y blasfemas formas de glifos hechas de fuego azul que relumbraban con fría luz propia.
Una corriente de miedo recorrió las filas del Imperio cuando los soldados vieron a los guerreros de los dioses del Caos.
Eran guerreros enormes, cada uno fácilmente una cabeza más alto que cualquier hombre del Imperio. Se los educaba desde el nacimiento como luchadores brutales, y se eliminaba despiadadamente a los débiles de entre ellos. Se les enseñaba a sujetar una espada o un hacha desde el momento en que podían ponerse de pie, y antes de llegar a las ocho primaveras de vida ya eran asesinos curtidos que hacían presa en los que eran más débiles que ellos y cuyas almas les ofrecían a los Dioses Oscuros del Caos.
Sólo lo más fuertes y feroces de entre ellos llegaban a la edad adulta, y cada uno había demostrado ya su valía ante los demoníacos dioses.
Pero cuando nueve rayos hirieron simultáneamente la tierra por debajo de la cima, las figuras que habían sido meras siluetas quedaron perfectamente visibles, y la sensación de terror y mal augurio generalizado que imperaba en las líneas del Imperio se redobló. Porque aquéllos no eran guerreros del Caos corrientes, sino la élite de elegidos de la Hueste del Cuervo.
Cada guerrero iba completamente revestido de metal oscuro, y llevaba un yelmo cerrado rematado por curvos cuernos demoníacos. En el centro de cada yelmo había una relumbrante gema azul tallada en forma de ojo de fija mirada. Empuñaban brutales armas mortíferas —espadas, hachas y pesadas mazas de pinchos— que un hombre normal sería incapaz de levantar con las dos manos, mucho menos con una, como parecían hacer, sin esfuerzo aquellos guerreros. Muchos de ellos llevaban escudos rematados por púas y ganchos, todos con un ojo azul de fija mirada en el centro. Capas de plumas de cuervo cubrían los hombros de estos guerreros de elite, los escogidos de Tzeentch, que observaban sin moverse el pueblo y las magras filas de temblorosos soldados del Imperio.
A ambos lados de los inmóviles guerreros escogidos aparecieron más enemigos, y a lo largo de la cresta clavaron enormes estacas metálicas. Todas eran de cuatro metros y medio de altura como mínimo, y en el extremo de cada una había ensartado un hombre que vestía los colores púrpura y amarillo de Ostermark; eran, claramente, soldados a los que habían dado muerte en una confrontación anterior, tal vez en la toma de Bechafen.
No. Grunwald se dio cuenta de que no habían muerto en una batalla anterior: un gran gemido de horror se alzó entre las filas del Imperio cuando vieron que aquellos soldados no estaban muertos en absoluto. Todas las figuras empaladas se contorsionaban, y agitaban brazos y piernas en medio de la agonía, mantenidos con vida y atormentados por la atroz magia del enemigo. Los gemidos y alaridos de los torturados hombres de Ostermark descendieron desde lo alto de la meseta hasta la aldea, y Annaliese se cubrió la boca al oír los agónicos lamentos desesperados.
Un millar de estacas fueron plantadas en lo largo de la cresta, y también fueron alzadas otras más grandes mediante cuerdas y cadenas; en cada una de estas últimas había empalados cinco soldados o más. Los cuervos se posaban sobre muchos de estos hombres torturados para arrancarles tiras de carne y picotearles la cara, pero ni uno sólo de ellos estaba muerto.
—¿Por qué no atacan? —preguntó Annaliese, con voz tensa.
—Están intentando asustarnos —replicó Grunwald.
—Están lográndolo —dijo Annaliese, y tragó con dificultad porque tenía la boca y la garganta resecas.
—O están esperando algo —dijo el cazador de brujas. Estiró el cuello, y se volvió a mirar hacia el sitio donde se apiñaban los ciudadanos, por detrás de las líneas de soldados. Su mirada paseó por la masa de humanidad desesperada, pero no vio el rostro que buscaba: la cara de profundas arrugas del brujo que sabía que acechaba en algún sitio, allí atrás.
* * *
Karl estaba sentado a horcajadas sobre un enorme corcel, contento de haber vuelto por fin a la silla de montar. Sentía al animal temblar debajo de sí a causa del miedo y la expectación. Se inclinó hacia delante y le dio unas enérgicas palmadas en el cuello; mientras le hablaba con tono suave y tranquilizador. Sabía cómo se sentía.
Los corceles de los caballeros pateaban el suelo, y tenían las orejas gachas y pegadas a la cabeza. Estaban intranquilos y tensos. Así solían comportarse antes de una batalla, pero el miedo que recorría las líneas del Imperio era casi como un ser vivo. Giraba en torno a los hombres y los hacía sudar a pesar del gélido frío. El cielo continuaba oscureciéndose, y descomunales bancos de nubes rodeaban casi completamente la aldea.
Karl tenía ganas de que el enemigo avanzara de una vez, para que acabara la espera. Se trabaría el combate, comenzaría la matanza, y él podría perderse en la refriega.
Intentó apartar de su pensamiento el encuentro de la noche anterior con Annaliese, pero el rostro conmocionado y enfadado de ella continuaba apareciéndosele ante los ojos, y lo perseguía la expresión de miedo con que lo había mirado cuando la había atraído bruscamente hacia sí. Apretó los dientes y empujó la imagen al fondo de su mente, pero no dejaba de resurgir, burlona y dolorosa.
Se sentía desgarrado por la vergüenza. ¿En qué había estado pensando?, se preguntó. ¿Qué maleficio se había apoderado de sus sentidos?
Ella se lo había buscado, decía una voz oscura de su interior. Había estado tentándolo durante semanas con su aspecto seductor y sus deliciosos ojos. Lo había incitado, haciéndole creer que había algo entre ellos, pero durante todo el tiempo había estado riéndose de él, ella y ese maldito elfo.
Karl cerró los ojos para defenderse de estos pensamientos enloquecedores, esforzándose por apartarlos de su mente. ¿Acaso el enemigo lo había infectado con alguna vil brujería? No, respondió él mismo; esto no era más que celos y deseo, emociones muy humanas, que habían sido inflamadas por la bebida.
¡Qué estúpido había sido! Había estropeado las posibilidades que tenía con la muchacha, y no podía culpar a nadie salvo a sí mismo.
Aunque ahora importaba poco, pensó, sombrío, al mirar al enemigo que permanecía inmóvil al borde de la meseta de brezales. Dentro de poco se perdería en medio del estruendo de la batalla, y ya no tendría importancia.
Al mirar en torno, Karl vio cómo se bamboleaban las plumas que adornaban gorras blandas de los arqueros, arcabuceros y ballesteros que avanzaban a paso ligero para variar el ángulo de la formación al otro lado de la pantanosa depresión que se extendía al pie de la árida cresta.
Falanges de soldados regulares marchaban más lentamente detrás de ellos, alabarderos y espadachines, con los pendones flameando violentamente. En el centro de la formación iban los espadones un destacamento de endurecidos soldados armados con enormes mandobles que apoyaban sobre el hombro derecho. Grandes penachos coronaban sus cascos cónicos, y caminaban en perfecta sincronía, pues eran los soldados de elite de la infantería del ejército, sus soldados más curtidos y veteranos.
La caballería ligera iba retrasada con respecto a la línea principal, y otros regimientos de lanceros, alabarderos y piqueros permanecían inmóviles a lo largo de la periferia del pueblo. Había reunida una desordenada turba de refugiados miles de supervivientes desesperados de poblados y pequeñas ciudades remotas que seguían al ejercito. Estaban allí, mirando el campo de batalla desde cualquier puesto de observación que pudieran encontrar, en espera de ver el resultado de la batalla, Karl sabía que si perdían el combate, todos ellos serian asesinados.
Los comandantes del Imperio habían intentado obligar a aquellos rezagados a abandonar el área, pero era una tarea imposible. En verdad, Karl podía entender que no quisieran estar lejos del ejército y la protección que éste les proporcionaba, aunque la duración de esa protección quedaría determinada dentro de poco.
Karl se preguntó donde estaría Annaliese. Giro sobre la silla y recorrió con la mirada los atemorizados rostros de los soldados. Primero descubrió al cazador de brujas Udo Grunwald, era difícil no verlo de pie entre los soldados, ya que llevaba puestos el sobretodo negro y el sombrero de ala ancha del mismo color que distinguían a los de su oficio. Estaba con un pequeño grupo de soldados, en la retaguardia de las fuerzas reunidas. Parecía buscar a alguien porque miraba con gran atención en torno de si.
Los ojos de Karl se abrieron mas al reconocer a Annaliese, que estaba junto al cazador de brujas. Llevaba una celada ajustada, con la cara descubierta, y mantenía la cabeza alta mientras miraba con ferocidad hacia el otro lado del campo de batalla a los inmóviles enemigos. Sujetaba el martillo con una mano y un escudo circular en el brazo contrario. Sus brazos y hombros estaban protegidos por placas metálicas, y el borde de la larga cota de mafia que llevaba puesta podía verse por debajo del ropón rojo y crema desgastado por el viaje.
Era como una brillante luz radiante entre los soldados. Era la Doncella de Sigmar, y realmente representaba a la perfección el papel mientras esperaba, impertérrita, el comienzo de la batalla. Él la miró con reverencia abierta y admiración. Entonces lo golpeó la vergüenza por sus actos, y apartó la mirada, al tiempo que se maldecía.
* * *
—¿Por qué demonios no atacan de una vez? —gruñó Thorrik, mientras pateaba el suelo para intentar devolverles algo de sensibilidad a los fríos dedos de los pies. Se encontraba en la primera línea de una falange de alabarderos que lo superaban mucho en altura. Los hombres que lo rodeaban guardaban silencio y estaban ceñudos. A lo largo de la línea, el estandarte púrpura y amarillo de Ostermark restallaba ruidosamente en el viento cada vez más fuerte.
Al fin, se produjo movimiento en lo alto de la meseta cuando los guerreros inclinaron la cabeza y se apartaron respetuosamente del camino de una figura gigantesca que iba sobre un corcel negro que bufaba. El personaje llevaba una ornamentada armadura estriada de oro cuyo brillante casco estaba coronado por retorcidos cuernos que se enroscaban uno en torno al otro. Entre estos cuernos flotaba, en el aire, un ojo de fuego azul del tamaño del torso de un hombre, cuyas llamas ardían ferozmente con luz atroz. En el centro del ardiente iris azul había una gran pupila negra, y cuando otro rayo hirió la tierra ante el señor del Caos, esta pupila se contrajo bruscamente hasta ser no más que una ranura negra vertical, como la de una serpiente.
El atroz corcel pateaba el suelo, y sus ojos ardían con pálido fuego. Iba también acorazado con armadura de oro estriada como la del jinete, y sobre su cabeza se alzaba un par de cuernos retorcidos similares a los de éste.
El enorme guerrero llevaba una larga capa de plumas que ondulaba detrás de él como una mortaja. Alzó con una sola mano un chafarote de enorme hoja por encima de la cabeza, en el momento en que la infernal montura se alzaba de manos y de los cielos caía otro rayo sobre la larga arma. La electricidad recorrió a la enorme figura y crepitó por encima de la armadura antes de descargar a tierra a través de los cascos del corcel.
El sonido del rayo alcanzó a las líneas del Imperio un segundo más tarde, y fue tan potente como si la tierra hubiera sido partida por la mitad. Los caballos se alzaron de manos y relincharon de miedo, y los jinetes lucharon para recuperar su control.
Los últimos destellos eléctricos del rayo se fundieron sobre el señor del Caos, y éste comenzó a hablar. Sus palabras eran las de un demonio, y se alejaron de él como una ola ensordecedora, para llegar a los oídos de todos los hombres que se encontraban en el campo de batalla como si el señor del Caos les gritara al oído.
El sonido parecía estar formado por un millar de voces que bramaban al mismo tiempo, y los soldados del Imperio píe rodeaban a Thorrik retrocedieron involuntariamente cuando la muralla sonora los golpeó. En la voz había alaridos y rugidos de furia y dolor, así como los gritos de almas torturadas.
Las palabras eran extrañas y carecían de sentido para los hombres del Imperio, pero su poder era enorme. Se oyeron gemidos de miedo entre los soldados que rodeaban a Thorrik, y varios cayeron de rodillas y se cubrieron los oídos en un fútil intento de protegerse del espantoso estruendo. El propio Thorrik apretó los dientes y aferró con fuerza el mango del hacha, para soportar con expresión ceñuda la tormenta de vociferadas palabras incoherentes.
Grunwald sintió la potencia de las palabras del Caos aporreando su cordura, y resistió su poder. A su lado, Annaliese rodeó con una mano el colgante de Sigmar y comenzó a formar con los labios las palabras de una plegaria, con expresión desafiante en la cara. El cazador de brujas percibió que aumentaba el poder, y apretó los dientes al sentir que el aire se cargaba del olor eléctrico de la magia.
Un regimiento de soldados que se encontraba a unos cincuenta pasos por delante de su posición quedó repentinamente envuelto en un borroso torbellino al desgarrarse el tejido de la realidad.
Un centenar de hombres que fueron envueltos por una gigantesca ola de energía demoníaca cayeron al suelo entre alaridos y rugidos. Sufrían violentas convulsiones, y los que estaban cerca retrocedieron con expresión de horror en la cara. Los hombres comenzaron a retorcerse, entre gritos, y la carne de su cuerpo pareció ondular y contorsionarse. Los huesos abultaron bajo la piel al crecer de modo incontrolable, y la atravesaron para formar gigantescas excrecencias puntiagudas. La columna vertebral de los hombres se deformó y atravesó la piel de la espalda con púas de hueso que nacían de las vértebras para empalar a otros hombres demencialmente mutados. De los antebrazos de algunos brotaron plumas, ensangrentadas y cubiertas de mucosidad, y del pecho de otros salieron tentáculos que se tendieron hacia el cielo como inquisitivas sanguijuelas.
La boca de algunos fue forzada a abrirse mucho más allá de sus límites naturales, y de los huesos de las mandíbulas les brotaron enormes colmillos de hueso. Otros hombres fueron atraídos entre sí y su carne se fundió, y en la piel se les abrieron globos oculares que lloraban sangre, junto con bocas llenas de colmillos que chillaban de dolor.
El trueno resonaba en lo alto mientras los soldados mutaban y cambiaban de manera enloquecedora, como si los atroces dioses demoníacos del Caos se sintieran complacidos.
Entre gritos y alaridos de dolor y cólera, los monstruosos engendros del Caos creados con la carne de los soldados del Imperio comenzaron a atacar a los que estaban en torno a ellos con extremidades llenas de púas y poderosas garras, con las que partían los huesos y destrozaban a los que hasta ese momento habían sido sus camaradas. Bocas llenas de hileras de dientes lanzaban mordiscos con los que atrapaban brazos y cuellos, destrozaban y mataban. Con piernas rotas y malformadas, los engendros gateaban y daban traspiés, al tiempo que tendían hacia los soldados de Ostermark apéndices como aletas, y tentáculos como gusanos que azotaban el aire.
Los soldados retrocedían ante aquellas monstruosidades que momentos antes eran sus amigos y camaradas, y decenas de ellos fueron muertos por potentes mandíbulas que los desgarraron y extremidades deformes que los golpearon.
Grunwald salió de la línea de soldados que había escogido para que lo acompañara en la búsqueda del brujo, y giró sobre sí mientras sus ojos iban de un lado a otro.
Al final su vista se clavó en una figura oscura que estaba de pie en el curvo ático de un edificio del poblado. Encima de la construcción giraba un extraño globo metálico que rotaba, un ingenio con mecanismo de relojería que mostraba las posiciones de las lunas y el tránsito del sol. La figura del hombre al que había estado buscando durante toda la noche estaba allí, con el báculo alzado por encima de la cabeza, y pronunciaba un encantamiento.
Dado que la atención de todo el ejército estaba concentrada en la línea enemiga silueteada contra el cielo, y en las horrendas criaturas que causaban estragos entre ellos, nadie había mirado hacia atrás ni visto aquella espantosa figura.
No permitáis que la bruja viva, era uno de los mantras de los cazadores de brujas, y Grunwald no tenía la más mínima intención de permitir que aquel brujo viviera durante más tiempo.
Tras vociferar una orden para que los soldados que lo rodeaban lo siguieran, comenzó a correr hacia el edificio sin apartar los ojos de la demencial figura. Vociferaba mientras corría, para ordenarle a la aterrorizada muchedumbre de ciudadanos que se apartara de su camino. La gente se apartaba al verlo llegar con los soldados corriendo tras él.
No obstante la masa era demasiado densa como para que se abriera un sendero ante él, así que empujaba a la gente hacia los lados a causa de la ansiedad por acercarse al enemigo. La gente caía al suelo entre gritos y los que formaban parte de la aglomeración los pisoteaban.
—¡Allí!¡Vamos! —grito Grunwald, para dirigir a los soldados hacia el edificio, tras lo cual se apoyó la ballesta contra un hombro y apuntó al brujo que aún entonaba el encantamiento en el ático.
La negra flecha hendió el aire y se clavó en el balaustre de madera, a un par de centímetros del mago. La figura dio un respingo e interrumpió el encantamiento, para bajar la mirada y clavar en Grunwald ojos llenos de odio.
Con un gruñido, el brujo dirigió bruscamente el báculo en dirección a Grunwald, y un abrasador rayo de fuego azul salió disparado hacia él. El cazador de brujas aferro con fuerza su icono de Sigmar, mientras murmuraba una plegaria y se preparaba para el ataque. Sintió que el icono se calentaba en su mano a medida que el fuego infernal se acercaba rugiendo por el aire. Dentro de las llamas se veían rostros demoniacos que gruñían y siseaban. La gente grito y se puso a correr, y las llamas estallaron en torno a Grunwald como un colérico infierno.
Pero no lo tocaron. Por el contrario fluyeron inofensivamente en torno a él como si hubieran chocado contra una barrera invisible. Él veía las malevolentes formas de los demonios que tendían las garras para arañarlo, y siseaban y bufaban al no poder alcanzarlo. No obstante, las azules llamas continuaban empujando hacia él, y cayó sobre una rodilla al sentir que la ola de maligna energía lo golpeaba. La temperatura aumentó bruscamente cuando las llamas estallaron en torno a Grunwald, y de las ropas mojadas de él se alzo vapor. Tenía la cara caliente a causa de la furiosa conflagración que ardía a apenas treinta centímetros de él, y el cazador de brujas se protegió los ojos pero el fuego no le tocó la piel y un segundo más tarde había desaparecido. Grunwald quedó de pie dentro de un estrecho círculo de nieve fundida, aunque en torno a él el suelo estaba chamuscado y ennegrecido.
Al percibir una presencia detrás de sí, Grunwald se volvió y vio a Annaliese de pie allí, con el martillo en alto. En torno a una muñeca llevaba la cadena de la que pendía su colgante de Sigmar, y que parecía relumbrar con luz que se apagaba. La joven tenía los ojos fijos en el atroz hechicero, y verdaderamente parecía la Doncella de Sigmar que la gente afirmaba que era. Por un breve instante Grunwald se pregunto si había sido la fe de ella o la suya propia que la que lo había protegido de la magia enemiga, pero no tenía importancia; lo único que importaba era que el brujo estaba vivo y debía morir.
Grunwald vio que la masa que había sido presa del pánico había detenido su huida, y se había vuelto para mirar a Annaliese con ojos cargados de reverencia.
—¡La Doncella de Sigmar! —gritó alguien, y Grunwald percibió el poder crudo de la fe de aquella gente.
—¡Quedaos aquí atrás! —gritó Grunwald a la muchacha, cuando vio que la figura del brujo enemigo soltaba un gruñido y abandonaba su puesto de observación. Con el corazón encendido de furia y enojo abrasadores, el cazador de brujas se puso a correr una vez más hacia el edificio, abriéndose paso a empujones entre la inmóvil muchedumbre que miraba fijamente a Annaliese con reverencia.
Los soldados estaban esperándolo, aunque habían ocupado posiciones en torno al edificio para que el brujo no pudiera escapar. La construcción parecía ser algún tipo de almacén, con los niveles superiores convertidos en rica vivienda. Cuando Grunwald hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, uno de los soldados, un guerrero veterano con la constitución de un buey, hundió de una patada una puerta lateral cuyo marco de madera se rajó.
Antes de que pudiera gritar una advertencia, el soldado había irrumpido en la oscura nave, arrastrado por el ímpetu. Destelló una luz y el hombre fue envuelto por abrasadora energía que crepitó pasando por todos los colores del espectro al cubrirle toda la piel. El hombre cayó al suelo, retorciéndose y presa de convulsiones, y bajo la ropa le aparecieron bultos al mutar su cuerpo.
Una de las pistolas de Grunwald detonó, la bala entró en la cabeza del soldado y acabó con su sufrimiento, pero el cadáver continuó estremeciéndose y contorsionándose a causa de la magia maligna. En la cara del soldado aparecieron bultos cuando unos dedos imposibles empujaron desde el interior. Una pálida garra abrió un agujero en la piel, y largos dedos de múltiples falanges se esforzaron por arrancarle la carne. Como un traje de buena tela que desgarraran, la piel del hombre fue arrancada desde la coronilla hasta el esternón, mientras el acero del peto se fundía y burbujeaba como si lo hubieran metido en un infierno. El cuerpo del soldado fue abierto ante los horrorizados ojos de sus camaradas, mientras el mutilado cuerpo disforme se agitaba violentamente por el suelo, al salir del interior la inmunda entidad demoníaca.
El aire se estaba saturado de hedor a ozono y carne cauterizada, y el ser infernal salió del aún convulso cuerpo como un demente recién nacido, con la piel rosácea cubierta de sangre y mucosidad.
Estaba acuclillado, y sus ojos parpadearon al abrirse mientras estiraba los largos brazos desgarbados. Parecía no tener cabeza, o más bien tenía la cabeza aplastada contra el pecho, y sus iris de color amarillo estaban llenos de locura y maníaca energía atroz. En el cuerpo aparecieron largas protuberancias como gusanos que se pusieron a agitarse ciegamente, inmundas e inquietantes.
Se abrió una boca como un largo tajo que casi dividía en dos el torso, y dejó a la vista miles de diminutos dientecitos como de coral, cada uno cubierto de minúsculas púas. Exhaló, una larga expiración ronca, y una bruma azulada de energía mágica salió ondulando de la inmunda criatura, acompañada por una demente risilla entre dientes salida del pozo del infierno. Como una desechada muda de carne, el desgarrado cadáver del soldado que había dado a luz al inmundo demonio aún se estremecía en el suelo, a los pies del monstruo.
Con un gruñido, Grunwald avanzó y estrelló la suela de una bota sobre la cara de la criatura. Le dio de lleno y descargó todo su peso en el golpe, así que la criatura salió despedida hacia atrás. Rodó, riendo histéricamente con voz aguda, y se arrastró por el suelo, con los desgarbados brazos temblando por encima de sí.
—¡Purificad este lugar en nombre de Sigmar! —rugió Grunwald, al lanzarse al interior del almacén con los soldados un paso por detrás.
Oyó un murmurado encantamiento en el contaminado idioma oscuro del Caos, y se lanzó al suelo para dar una voltereta en el momento en que un arco de luz purpúrea salía disparado hacia él desde la escalera de madera que ascendía al primer piso y más arriba. Impactó en la mesa de madera que tenía detrás, y cuya forma quedó instantáneamente alterada hasta ser casi irreconocible, con las curvas patas de madera retorcidas y llenas de pilas y espinas que acababan de crecerle. La sólida superficie se hundió como cera fundida antes de estallar en llamas verdes.
Una bola de fuego, azul rugió al pasar de largo junto a Grunwald en el momento en que él se ponía de pie; la había lanzado la demoníaca criatura de risa cacareante, que la había formado del aire, por encima de su cabeza. Se oyó una gritería desesperada detrás del cazador de brujas cuando las llamas prendieron en varios soldados, pero Grunwald no huyó. Con una pistola en una mano y la maza en la otra, saltó hacia el atroz ser. La pistola detonó y la bala acertó a uno de los enloquecidos ojos de la criatura, que retrocedió con paso tambaleante, mientras le manaba una espiral de humo azul de la herida. Comenzó a fundirse, y su forma antinatural se convirtió en un líquido viscoso al morir.
El cazador de brujas saltó por encima del vencido demonio y subió de tres en tres los peldaños de la escalera. Ahora veía al mago, que ascendía de espaldas para alejarse de él, mientras de sus ojos manaba fuego azul. Estaba sonriendo, y Grunwald gruñó al acortar la distancia que lo separaba del odiado enemigo.
Mientras subía a saltos la escalera, algo lo aferró por una pierna y cayó pesadamente de cara sobre la sólida madera. Sintió que unas garras le atravesaban los gruesos pantalones de cuero, y se volvió al tiempo que le asestaba patadas a lo que fuera que lo sujetaba. Se trataba de una versión más pequeña de la criatura que acababa de matar, aunque su piel estaba teñida de azul, y presentaba una expresión ceñuda en lugar de la maníaca risa que había en la cara del primero.
Más abajo de la escalera había un soldado que batallaba contra otro de esos demonios teñidos de azul que habían nacido del cadáver agonizante el primer ser infernal, y Grunwald vio que caía de rodillas, gritando, cuando la criatura cerraba los largos dedos en torno a su cara. De debajo de las manos ascendieron humo y hedor a carne quemada, antes de que otro guerrero ataviado con la librea púrpura y amarilla hundiera la espada en la cabeza de la criatura.
Grunwald volvió a patear a la monstruosidad que se aferraba a él, pero las garras se le clavaron más profundamente y atravesaron la piel. La boca llena de colmillos se abrió de par en par para cerrarse sobre su pierna, pero entonces le asomó la punta de una lanza entre los ojos, y uno de los soldados alzó al demonio y lo apartó de él.
Grunwald se levantó hasta quedar con una rodilla en el suelo, y metió una mano dentro de la bota. El mago se encontraba en lo alto de la escalera del almacén, de cara a él.
—Siente el poder de Tzeentch, lastimoso mortal —dijo el brujo al bajar el báculo hacia Grunwald, pero una mano del cazador de brujas se movió a la velocidad del rayo y una daga se clavó en la garganta del hechicero, que dejó caer el báculo y aferró el arma. Entre los dedos le manaba la sangre a borbotones, y dio un traspié antes de caer pesadamente por la escalera.
Cuando la figura pasó rodando, Grunwald le propinó una fuerte parada que hizo que el mago atravesara la barandilla y se precipitara desde una altura de tres metros sobre el suelo de dura madera de abajo.
—¡Apresadlo! —ordenó, y tres hombres saltaron sobre el mago caído.
—Sujetadlo bien —dijo el cazador de brujas mientras bajaba precipitadamente por la escalera y cada uno de sus pasos resonaba con fuerza, ahora que todo estaba en silencio salvo por el gorgoteo de la respiración del brujo.
Pasó por encima de las burbujeantes masas de icor, lo único que quedaba de los demonios vencidos por los hombres. Tras desenvolver un paquete de cuero que llevaba al cinturón, Grunwald seleccionó un instrumento de la miríada que llevaba, y se arrodillo junto al mago. Sostuvo el par de alicates de hierro negro ante la cara del brujo, disfrutando de la expresión de dolor y miedo que tenía ahora que el fuego azul había abandonado sus globos oculares.
—Abridle la boca —le ordeno a un soldado que se encontraba cerca, de pie, y que tenía el semblante pálido. El hombre asintió con la cabeza y se arrodilló junto al cazador de brujas para obligar al mago a abrir la boca.
Grunwald sujeto la lengua del hombre con los alicates y tiro de ella hacia fuera tanto como pudo. Luego blandió un cuchillo ante si.
—No pronunciarás tus inmundos encantamientos mientras ardes —dijo, y comenzó a cortar. Y rogó a Sigmar que aquél fuera el único enemigo que tenían entre ellos.
En el exterior, el monstruoso clamor de las voces demoniacas se había apagado para ser reemplazado por el resonando batir de un millar de tambores enemigos.
El suelo comenzó a reverberar cuando la Hueste del Cuervo inicio el avance.