VEINTE

VEINTE

Grunwald atravesó a grandes zancadas el pueblo, con Annaliese y Eldanair. Soldados que transportaban barriletes de pólvora y balas les lanzaban largas miradas antes de volver al trabajo, murmurando entre sí. Eldanair había vuelto a echarse la capucha hacia delante para que le ocultara la cara, pero no cabía duda de que ya había circulado entre los soldados el rumor de que había llegado un elfo; las noticias corrían con rapidez dentro de un ejército.

Karl y sus hombres se habían encaminado hacia los templarios de su orden, y Thorrik se había marchado a hablar con uno de los comandantes imperiales; conocía a varios de ellos, dado que había estado destinado en Bechafen durante años, y luchado junto a muchos de los guerreros que ahora los rodeaban.

—Aquí hay muchos que no son soldados —comentó Annaliese.

—Así es —asintió Grunwald. Las calles estaban llenas de gente de aspecto desesperado, familias obviamente desposeídas por la guerra y que seguían al ejército de cerca para estar protegidas—. Pero el resultado de la batalla que se avecina los afectará tanto como a los soldados que salgan al campo de batalla.

Muchas de aquellas harapientas y sucias personas intentaban ganarse el sustento a duras penas como seguidores del campamento, cocinando y limpiando para los soldados a cambio de comida. Otros se prostituían o prostituían a sus esposas o hijas para alimentar a la familia, y tenían expresión acosada en los ojos.

Grunwald paseaba la mirada por la multitud de andrajosas gentes de Ostermark sin hogar, y muchos se apartaban de su mirada al reconocerlo por lo que era, temerosos de atraer su atención Él entrecerraba los ojos para sondear los rostros, más por habito que porque pensara que existía alguna posible amenaza. Atravesaron la multitud pasando ante mendigos mutilados o malformados, y tenderetes precipitadamente montados.

Grunwald hacía caso omiso de las manos mendicantes que se tendían hacia él, y continuaba a través de la muchedumbre de desdichados y tullidos. Encima de un barril, un flagelante casi desnudo gritaba y deliraba sobre redención y muerte mientras clavaba lentamente púas metálicas en su propio cuerpo. Pocos prestaban atención a sus demenciales palabras, y ya tenîa docenas de púas clavadas en los antebrazos, el pecho y los muslos. Al pasar ellos, el flagelante señaló a Annaliese y comenzó a chillar a pleno pulmón.

—¡El gran cometa volverá! ¡Desde los cielos lo lanzará Él, y el mundo seta envuelto en oscuridad y llamas! ¡Los Tiempos del Fin! ¡Éstos son los Tiempos del Fin!

Annaliese estaba pálida, y Grunwald la sujetó por un brazo para alejarla del delirante demente. Algo llamo la atención de Grunwald, un alarido procedente de algún lugar cercano y soltó a la muchacha para dirigirse a grandes zancadas hacia el grito.

—¡Comprad vuestra bendición! ¡Auténticos fetiches de Morr! ¡Iconos del largo sueño! —grito una voz, y Grunwald la siguió, con Annaliese y Eldanair pegados a los talones, hasta que llegaron ante un hombre diminuto y ratonil con largo cabello negro que caía como una cascada de su escabroso cuero cabelludo. Llevaba un largo palo del que colgaban todo tipo de imágenes e iconos de muerte representaciones de cráneos que tenían tallado el signo de Morr, relojes de arena en miniatura llenos de arena, flores negras secas y otros fetiches y amuletos menores.

El hombre de negro cabello guardo silencio al ver que Grunwald avanzaba hacia él a grandes zancadas, y sus ojos fueron rápidamente de un lado a otro como si buscaran una vía de escape.

—Sacerdote de Morr, verdad —gruño el cazador de brujas, que aferro al hombre por la pechera.

—No señor —tartamudeo el hombre. Con una mano enguantada, Grunwald revisó los objetos del hombre; en su rostro había una expresión dura.

—Cualquier persona que no sea un sacerdote de Morr y se le identifique como vendedor de objetos semejantes, podría ser considerado por algunos como proveedor de curiosidades nigrománticas —dijo el cazador de brujas, con voz baja y mortífera. En torno a ellos quedó un espacio vacío al retroceder de la escena los otros ciudadanos, y el hombre ratonil palideció visiblemente, con los ojos desorbitados.

—¡No, señor! No soy… Yo nunca… —tartamudeó.

—Un sospechoso de practicar la nigromancia se enfrenta a la muerte en la hoguera —continuó Grunwald. Arrebató violentamente el báculo de la mano del hombre y lo arrojó al suelo, donde aplastó con los tacones varias de las miniaturas e iconos, mientras el hombre temblaba ante él.

—Pero tú no eres para nada ese hombre, verdad —añadió, sin que a su voz asomara siquiera el interrogante—. Eres meramente un desgraciado oportunista que busca ganar unas monedas con el miedo de los demás. ¿Correcto?

El hombre se apresuró a asentir con la cabeza.

—Muéstrame lo que has ganado —dijo Grunwald. El hombre lo miró con ojos desorbitados—. Vacíate los bolsillos —lo instó el cazador de brujas. El hombre se manoteó torpemente el cinturón y yació en una mano el contenido de una bolsa. De repente, Grunwald le dio al hombre un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza y lo hizo caer de rodillas—. Todo —dijo el cazador de brujas con un gruñido. Con manos temblorosas, el hombre sacó una bolsa que llevaba oculta bajo la blusa, y la yació en el suelo. Grunwald removió las monedas con la punta de una bota, para contarlas. Había más dinero del que un soldado ganaba en medio año. Frunció el entrecejo mientras asentía lentamente con la cabeza, y luego alzó las cejas.

—Unos buenos ingresos —dijo. Entonces su expresión volvió a endurecerse, y se inclinó para mirar al aterrorizado hombre a la cara—. Quiero que lleves hasta la última de estas monedas a la tienda del cirujano que ha sido plantada en la plaza del pueblo. Allí habla con el que esté al mando y dile que quieres hacer una donación. Dile que quieres contribuir a que sean bien atendidos los soldados que resulten heridos o muertos en la batalla de mañana. El donativo deberá dedicarse a eso: ayudar a los hombres que mañana saldrán al campo de batalla y morirán para que los de tu calaña puedan seguir con vida. Dentro de una hora iré personalmente a la enfermería para comprobar que lo hayas hecho, y asegúrate de haber entregado hasta la última de estas monedas. Si no lo haces, eres hombre muerto. Huye ahora, hombrecillo —gruñó Grunwald—, antes de que cambie de opinión y te queme aquí y ahora.

El aterrorizado hombre anduvo a gatas por el polvo, para recoger las monedas, y huyó con la cara pálida y demacrada. Grunwald se volvió, sonriendo afectadamente, y se encontró con Annaliese que lo miraba con indignación.

—¿Que? —pregunto.

—¿Era realmente necesario, eso? —preguntó, mordaz. Grunwald frunció el entrecejo, sin entender.

—Estaba vendiendo falsas bendiciones del dios de la muerte el día antes de la batalla. Estaba sacándoles dinero a los soldados y ciudadanos asustados, enriqueciéndose con su miedo.

—¿Realmente necesitabais amenazarlo de esa manera? —pregunto ella.

—Habría estado muy dentro de mis competencias matar a ese hombre por poseer objetos como éstos —dijo, señalando el báculo caído del que colgaban las baratijas y amuletos protectores.

—Misericordioso Udo, así deberían llamaros —dijo Annaliese, con tono burlón.

Grunwald se armó de paciencia, giró sobre sí y la señaló con un dedo. Su brutal rostro estaba encendido y con expresión de enfado, cosa que hacía que las cicatrices resaltaran en nítido relieve sobre la piel enrojecida.

—Sí, maldita seáis, soy misericordioso —dijo—. Más de lo que lo vos suponéis.

La multitud se abrió y un par de agoreros flagelantes se les acercaron, azotándose con largos látigos de cuero que tenían clavos en las puntas. Uno de ellos se había atravesado la piel de las mejillas con anzuelos de pesca, y sobre la piel desnuda llevaban páginas de sagradas escrituras sigmaritas sujetas por largos clavos que tenían clavados en los huesos.

Alzaron la mirada y vieron a Grunwald y Annaliese. Uno de ellos enseñó los dientes amarillos al gorjear algo incoherente, y de los labios le goteó saliva y espuma. El otro cayó de rodillas y tendió las manos hacia la muchacha, la aferró por el ropón y le sonrió con expresión demente. El cazador de brujas apoyó una bota en un costado del cuello del flagelante y lo derribó de un empujón en la fangosa mezcla de tierra y nieve fundida.

Tras echarle al cazador de brujas una mirada torva, Annaliese se acuclilló para ayudar al hombre a ponerse nuevamente de pie, sin hacer caso del agua y el fango que le manchaban el ropón.

Grunwald miraba a la muchacha con expresión indignada. Ella no tenía ni idea de lo profunda que era su misericordia.

El cazador de brujas suspiró, dio media vuelta y atravesó la multitud cuando algo atrajo su interés. Le compró una tira de carne asada a un vendedor cubierto de suciedad, porque se le hizo agua la boca al oler el animal espetado y asado. Parecía ser un perro, pero en ese momento no le importaba realmente, ya que el hambre se imponía a cualquier delicada sensibilidad.

Al volverse, sus ojos se posaron en los de un hombre que estaba entre la muchedumbre, y que se encontraba a no más de diez pasos de él. Los ojos del hombre eran de colores diferentes: el izquierdo marrón oscuro, y el derecho de un sorprendente azul brillante.

Durante un segundo, Grunwald vio claramente la cara del desconocido. Tenía profundas arrugas, y una expresión alevosa y amarga. Se apoyaba en un alto báculo del que parecían colgar plumas, y Grunwald sintió que el tiempo se detenía por un momento mientras sostenía la mirada del hombre.

Los años que llevaba ejerciendo como cazador de brujas le habían enseñado a confiar en su instinto, y supo con certeza que había algo malo en ese hombre. Uno de los ojos de Grunwald se contrajo, y entonces tendió una mano hacia una de sus pistolas.

—¡Alabado sea Sigmar! —gritó alguien detrás de él, y al volverse el cazador de brujas vio al flagelante postrado ante Annaliese. Para cuando se volvió otra vez, el misterioso hombre que había visto entre la multitud había desaparecido. Sacó una pistola de la funda y avanzó un paso hacia el interior de la muchedumbre, empujando bruscamente a la gente para apartarla de su camino, mientras intentaba avistar al hombre.

—¡Nuestro señor Sigmar está con nosotros! —gritó otra voz, y de repente Grunwald se encontró luchando contra una marca de personas que iba hacia Annaliese, y maldijo mientras empujaba violentamente a la gente fuera de su camino. Pero aquel hombre, que él tenía la pavorosa certeza de que era un agente del enemigo, había desaparecido hacía mucho, así que se volvió para presenciar la conmoción que tenía lugar en torno a la muchacha.

Grunwald volvió a maldecir al ver lo que estaba sucediendo, y comenzó a avanzar de vuelta hacia Annaliese. El compañero del flagelante contemplaba a la joven con ojos muy abiertos.

—¡Sigmar está con nosotros en esta muchacha! ¡La doncella de Sigmar ha venido a luchar contra el enemigo! —gritaba el fanático a pleno pulmón, y cada vez se reunía más gente. El segundo flagelante se arrojó al suelo junto a su compañero, y Annaliese giró frenéticamente sobre sí en medio de la multitud, buscando ayuda.

—¿Qué habéis hecho? —preguntó Grunwald, al acercarse.

—Nada —se apresuro a decir ella—. ¡Lo ayude a ponerse de pie, nada más!

—He sentido la divinidad de Sigmar dentro de ella —declaro el flagelante, postrado, al tiempo que aferraba una bota de Grunwald—. ¡Estamos bendecidos por la presencia de esta joven!

Dos soldados ataviados con librea de colores púrpura y amarillo avanzaron entre la multitud y desenvainaron la espada. Cayeron de rodillas ante ella, con el arma sujeta ante sí como si fuera una ofrenda.

—¡Dadnos la bendición de Sigmar, santa doncella! —dijo uno de ellos. Al cabo de un momento había un apiñamiento de soldados en torno a Annaliese, y Grunwald maldijo.

La cara del hombre que había visto entre la multitud continuaba grabada en su mente. Si, estaba seguro de ello había un enemigo dentro del campamento del Imperio.

* * *

El terreno por el que pasaba Grunwald había sido reducido a fango por numerosos pies, y el olor de la carne asada sobre los fuegos le hacia la boca agua. Apartó estos pensamientos de su mente, y se concentró en no perder de vista al paje de librea púrpura y amarilla que avanzaba rápidamente por entre la hirviente multitud de soldados de Ostermark, para conducirlo hasta la impresionante y opulenta tienda que ocupaba el centro del campamento militar.

El mozalbete que no podía tener más de once años, lo había abordado cuando estaba sentado ante el fuego, calentándose. El cazador de brujas estaba perdido en sus propios pensamientos cuando el chiquillo había aparecido y solicitado su presencia en la tienda del comandante del ejército del Imperio.

—¿Que quieren de mi? —había preguntado pero el chiquillo se había encogido de hombros. Tras ponerse el sombrero de ala ancha sobre la afeitada cabeza, Grunwald se había levantado y dejado que el paje abriera la marcha.

La tienda era grande, y los soldados de guardia permanecían en posición firme ante la entrada, con las alabardas sujetas en posición vertical. Ondeaban estandartes de colores púrpura y amarillo y el paje hizo pasar al cazador de brujas ante los guardias cuyos ojos ni siquiera se desviaron por un segundo hacia él. Un soldado les cerró el paso. El chiquillo asintió con la cabeza y se adentró corriendo otra vez en la masa de soldados.

—¿Nombre? —pregunto el soldado.

—Udo Grunwald, cazador de brujas —replicó él. El guardia asintió con la cabeza a modo de respuesta y, tras indicarle por señas que guardara silencio, lo condujo al interior. La solapa de la tienda cayó tras él, y los ojos de Grunwald necesitaron un momento para adaptarse a la iluminación del interior.

De los puntales de la tienda colgaban linternas que bañaban el interior de luz amarilla, y Grunwald vio que había alrededor de una docena de soldados reunidos en torno a una mesa sobre la que habían extendido un mapa. Karl se encontraba junto a un miembro claramente más veterano de la orden del Corazón Ardiente, que llevaba el ornamentado yelmo bajo un brazo. El preceptor inclinó levemente la cabeza para saludar al cazador de brujas.

Un hombre de mediana edad dominaba el interior de la tienda, y tenía apoyado en una mano el mentón afeitado. Por encima del guante de cuero de una de las manos llevaba un enorme anillo de oro, y sus ropas eran de rica seda púrpura y amarillo, aunque aparte del imponente anillo lucía pocos adornos.

Había una espada sujeta junto a su cadera, con vaina hermosamente ornamentada, y empuñadura de oro magníficamente recamada. Grunwald se dio cuenta de que se trataba de uno de los famosos Colmillos Rúnicos, espadas mágicas de pasmoso poder forjadas por enanos y empuñadas por los condes electores. Era un potente símbolo de dignidad, y se contaban entre los más preciados objetos del Imperio.

Grunwald miró fijamente al conde elector de Ostermark, Wolfram Hertwig. Nunca se había encontrado tan cerca de un noble de tan alta alcurnia.

Los demás hombres que había dentro de la tienda eran canosos veteranos, claramente los ayudas de campo y comandantes militares de más alto rango dentro del ejército del conde. Hablaban en voz baja, y Grunwald vio que el conde elector suspiraba y negaba con la cabeza. Daba la impresión de que el hombre llevaba días sin dormir.

Al levantar la mirada, el conde vio a Grunwald de pie en las sombras. Tenía ojos de mirada fuerte, y su cara lucía claramente la marca de la nobleza, pero no tenía los rasgos suaves tan comunes entre las clases altas de los estados meridionales; aquél era un hombre de guerra.

—¿Quién es éste? —fue la simple pregunta del elector, cuya voz tenía un rastro de acento de Ostermark, ligeramente más áspero que los de otros estados, y con algunas palabras de sonido ligeramente kislevita por el modo de pronunciarlas. Los lazos entre Ostermark y Kislev eran fuertes desde hacía mucho tiempo.

—Éste es el cazador de brujas al que mandasteis buscar, mi señor —dijo el guardia que se encontraba junto al recién llegado—. Udo Grunwald.

—Avanzad para que pueda veros —ordenó el conde elector.

Grunwald le dedicó un brusco saludo y avanzó hasta el círculo de luz. Los condes electores eran los hombres más poderosos del Imperio, y a una palabra suya marchaban los ejércitos; eran leales al Emperador Karl Franz, él mismo un conde elector pero, en general, gobernaban de manera autónoma. Tenían poder de vida y muerte, y se decía que el elector de Ostermark era un gobernante duro y exigente, aunque justo. Le tendió una mano, y Grunwald atravesó la tienda e hincó la rodilla ante el hombre para besar ligeramente el enorme anillo de oro que simbolizaba su dignidad.

—Alzaos.

—¿En qué puedo seros de utilidad, mi señor? —preguntó Grunwald. Aunque nunca se había sentido cómodo cerca de la nobleza, tampoco era alguien que se acobardara fácilmente ante cualquier hombre, y su voz era fuerte y firme.

—Tengo entendido que viajáis con una muchacha. Un verdadero dechado de Sigmar, según se dice.

—Así la llamarían algunos, mi señor. Es mi protegida.

—Este joven preceptor afirma que es toda una guerrera —dijo el elector, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia Karl.

Grunwald siguió su mirada y clavó los ojos en el caballero durante un momento, con expresión dura.

—Y he oído decir que ya ha causado una gran impresión entre los soldados —añadió el conde elector con tono tranquilo.

A Grunwald se le contrajo la mandíbula.

—Un malentendido, mi señor.

—¿Ah, sí? —dijo el conde elector—. ¿Cómo es eso?

—No ha sido confirmada por el Templo de Sigmar —dijo, escogiendo cuidadosamente las palabras—. No ha recibido formación ninguna y está mal preparada para actuar como emisario de Sigmar.

El conde elector bebió un largo trago de una copa de plata que habría costado más dinero del que Grunwald había visto en toda su vida. El noble saboreó la bebida y se lamió los labios.

—Permitidme que sea franco, cazador de brujas. No tenemos ningún sacerdote con nosotros. El último de ellos cayó contra el enemigo. Y ahora, un día antes de la batalla, aparece esta muchacha. La Doncella de Sigmar, creo que están llamándola los hombres.

La mirada de Grunwald se desvió hacia Karl, que tuvo la elegancia de sonrojarse y bajar la mirada.

—No es más que una granjera. Sólo eso —dijo Grunwald.

—Para seros franco, no me importa si es una puta de moneda de cobre o la reina de Bretonia. Lo que sí me importa es el espíritu combativo de mis soldados. Y ellos la consideran la Doncella de Sigmar, correcta o incorrectamente, carece de importancia para mí. Lo único que me importa es que los hombres crean que pueden ganar la lucha de mañana, y que Sigmar está con nosotros.

—Lo comprendo, mi señor —dijo Grunwald.

—Bien. En ese caso, estoy seguro de que haréis lo correcto. Aseguraos de que los soldados vean a la muchacha. Dejadla caminar entre ellos. Permitidles tener esperanza. Y mañana, en el campo de batalla, aseguraos de que esté entre los soldados. Aseguraos de que resista con firmeza contra el enemigo. Protegedla bien; yo ordenaré que debe protegérsela como si se tratara del propio Emperador.

—Ella nunca ha estado en el campo de batalla antes, mi señor —dijo Grunwald.

—Eso carece por completo de importancia; no es necesario que luche en primera fila. Sólo tienen que verla allí —dijo el elector, que entonces suspiró y clavó la mirada en los ojos de Grunwald.

—Vos fuisteis soldado antes de convertiros en cazador de brujas, ¿no es cierto?

—Es cierto, mi señor —respondió Grunwald.

—También yo soy un soldado, y no exagero al decir que si nosotros fallamos mañana, la suerte del Imperio penderá de un hilo.

—¿Mi señor? —preguntó Grunwald, con el ceño fruncido, incapaz de ver cómo esa batalla afectaría al resultado de la guerra.

—Talabecland es un estado asediado, cazador de brujas. Lo atacan implacablemente desde Osterland, que se encuentra bajo control enemigo. Las fuerzas que tenemos allí se ven casi abrumadas en este momento. Si nosotros fallamos aquí, ese ejército con el que nos enfrentaremos marchará al interior de Talabecland sin hallar obstáculo…

—Y atacará la retaguardia de las fuerzas que tenemos allí y que ya están trabadas en combate —acabó Grunwald, al comprender la situación.

—En efecto —dijo el elector—. Talabecland no podrá mantener una guerra en dos frentes.

Grunwald asintió con la cabeza, con expresión ceñuda en el rostro.

—Creo que ahora comprendéis la importancia que tiene esa muchacha cazador de brujas. Si ella puede reforzar la decisión de los soldados, sería negligente, más aún, sedicioso, no aprovechar eso.

—Lo comprendo, mi señor.

—Me alegro. Eso es todo. —El elector volvió a debatir la disposición de las tropas y los movimientos enemigos. Grunwald no hizo el más mínimo movimiento para marcharse, y el guardia que lo había anunciado le tocó un hombro para indicarle que retrocediera Él hizo caso omiso del hombre y se aclaró la garganta, al tiempo que se acariciaba el largo bigote con hebras plateadas. El elector alzó la vista, claramente sorprendido por el hecho de que aún estuviera allí.

—¿Hay algo más, cazador de brujas?

—Si, mi señor. Hoy descubrí a alguien entre los ciudadanos y creo que era un agente del enemigo, señor.

Los consejeros se pusieron a murmurar entre si, y el elector alzó una mano para imponer silencio.

—Explicaos, cazador de brujas.

—Vi al hombre durante apenas un breve instante, pero estoy seguro de que era un brujo… un mago, un hechicero.

—¿Y no pudisteis… aprehender a este individuo?

—No, señor. Desapareció en la masa de gente. He estado peinando la zona por si veía algún rastro de él, pero hasta el momento no he logrado localizarlo.

El elector se pinzo el puente de la nariz, entre los ojos, con los dedos como si intentara aliviarse una jaqueca.

—Ya veo —dijo, al fin—. Hablad con el capitán Heldemund, que os acompaña, cuando salgáis —dijo, al tiempo que señalaba al oficial que estaba junto a Grunwald—. Él os proporcionara cuantos hombres necesitéis. Encontradlo, cazador de brujas. Lo último que necesitamos es que un enemigo lleve a cabo un ataque desde dentro de nuestro campo.

Grunwald saludó e hizo una profunda reverencia antes de retroceder hasta el exterior de la tienda.

Al salir al aire fresco, soltó un largo suspiro. Le explico al capitán que necesitaba, y acordó reunirse al cabo de una hora con los hombres que pondrían a su disposición. Luego, mientras sacudía la cabeza y maldecía en silencio para sí, desanduvo sus pasos a través de la nieve para ir a buscar a Annaliese.

La encontró sentada en el exterior de una tienda, mojando pan en un caldo espeso. Eldanair estaba sentado con ella, pero no tocaba para nada la comida humana. Los soldados susurraban y miraban fijamente a la muchacha, aunque ella parecía no darse cuenta de la atención que despertaba. Le sonrió a Grunwald cuando con las mejillas hinchadas por la comida que tenía en la boca, se acercó a ella.

—Deberíais probar esto —dijo, después de tragar la comida. Grunwald miró en torno, porque sentía la presencia de ojos curiosos y oídos atentos por todas partes.

—Venid conmigo —dijo con voz ronca, dio media vuelta y se alejó de la masa de soldados a grandes zancadas. La gente se apartaba precipitadamente de su camino, y él empujaba a los que eran demasiado lentos para su gusto. Annaliese corrió tras él, mientras se chupaba los dedos.

—¿Qué sucede? —preguntó. El cazador de brujas no le hizo el menor caso, y entró en una tienda que estaba abierta. Un soldado que yacía de espaldas sobre una simple colchoneta desenrollada alzó la mirada desde el suelo, con sorpresa.

—Salid —gruñó Grunwald. El soldado parpadeó, reparó en el negro atuendo del cazador de brujas, se puso precipitadamente de pie y salió de la tienda. Grunwald dejó caer la solapa de la tienda tras él.

—¿Qué os sucede? —quiso saber Annaliese.

—Vuestra reputación os precede —replicó Grunwald.

—No os entiendo.

—La Doncella de Sigmar —gruñó Grunwald.

—Es sólo un nombre estúpido por el que ha dado en llamarme Karl —dijo ella.

—Bueno, pues ha atraído la atención del conde elector de Ostermark.

—¿Qué? ¿Qué significa eso?

—Significa —dijo Grunwald, con voz baja y peligrosa—, que quiere que actuéis de acuerdo con ese nombre. Significa que debéis convertiros en el talismán religioso de este ejército.

—Yo ya sé que no soy sacerdotisa —declaró Annaliese, acaloradamente—, y jamás he afirmado serlo.

—Mañana tendremos encima al enemigo. Y este ejército cree que Sigmar está con vos, de modo que la fe será fuerte mientras permanezcáis en las líneas de batalla. Así pues, permaneceréis en las líneas de batalla, y no vacilaréis.

—¿Es esto lo que Sigmar me ha enviado a hacer? —dijo ella, con el semblante pálido.

—Eso no importa —replicó Grunwald—. Estáis aquí, y ahora tenéis un deber que cumplir.

—¿Por qué estáis tan enfadado? Yo no he pedido esto.

—Estoy enfadado porque nunca habéis puesto el pie en un verdadero campo de batalla, y ahora tenéis que hacerlo…, y tenéis que parecer fuerte y segura.

—No pensáis que esté preparada para esto.

—Sé que no lo estáis —dijo Grunwald—. Los sacerdotes de Sigmar se entrenan desde la infancia para enfrentarse al enemigo sin manifestar miedo. Sólo los más fuertes son escogidos para representar a Sigmar, porque si uno de ellos permite que el miedo lo venza y huye, la moral de los soldados se hace pedazos.

—¿Creéis que yo voy a huir?

—Si lo hicierais, no os lo reprocharía. Pero ahora no puede permitirse que eso ocurra, así que si por un solo segundo llegara a parecer que puede ocurrir, os mataré yo mismo y declararé que sois una bruja. Es mejor eso que permitir que los soldados vean huir a su Doncella de Sigmar.

* * *

Karl sonrió al ver acercarse a Annaliese a través de la masa de soldados. Había estado aceitando y lustrando diligentemente su armadura y armas en previsión de la batalla que se avecinaba, y disfrutando de la camaradería que le ofrecía el hecho de estar de vuelta en su orden. Se puso de pie para recibir a la muchacha, sus ojos se demoraron en el cuerpo bien formado, y sacudió la cabeza ante su hermosura.

—Annaliese, sois una visión… —comenzó. Ella lo interrumpió con un puñetazo en la mandíbula, y la cabeza se le fue hacia atrás a causa del repentino golpe. La joven tenía los ojos encendidos de hirviente enojo cuando la miró, conmocionado y sorprendido, y con no poco dolor. Entonces advirtió que en los ojos de ella también había miedo.

—¿Por qué tuvo que ocurrírseos, maldición, ese estúpido nombre? —le gruñó ella.

Él se lamió el interior de la boca y escupió sangre en el suelo. La muchacha sabía dar puñetazos, eso se lo reconocía.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó él, desconcertado.

—¡La Doncella de Sigmar! —le espetó ella.

—Ah —dijo Karl.

—Sois un necio egocéntrico, Karl Heiden. —Hirviendo de enojo, Annaliese giró sobre los talones y se alejó de él como una tromba. Él la observó marchar, mientras se frotaba la mandíbula. Sintió la mirada divertida de los caballeros que lo rodeaban, y tosió, cohibido. Permaneció de pie e inmóvil durante un momento, indeciso respecto a si ir tras la muchacha o dejarla en paz.

El sol apenas comenzaba a ponerse, y optó por lo segundo. No sentía el más mínimo deseo de que ella lo avergonzara por segunda vez en un mismo día.

«Mañana la buscaré y aclararé las cosas —pensó—. Esta noche beberé».

* * *

Grunwald fruncía profundamente el ceño al recorrer con los ojos las caras de los ciudadanos del Imperio que estaban formados ante él. Los miraba fijamente uno por uno antes de hacerle un gesto negativo con la cabeza al sargento, momento en que hacían retirarse a cada uno, con una escolta. Con los hombres que habían puesto a su disposición, había estado durante toda la tarde reuniendo a los centenares de personas desposeídas y desesperadas que se encontraban en el poblado. Hasta ese momento, la búsqueda del hombre que había visto entre la multitud había resultado infructuosa.

Suspiró pesadamente. Así pues, la noche iba a ser muy larga, porque no se permitiría descansar hasta que descubrieran al brujo.

* * *

Horas más tarde, Annaliese encontró al preceptor. Dondequiera que iba era saludada por los soldados que la miraban con ojos esperanzados. Era algo que le resultaba agotador.

Él se encontraba sentado y apartado de sus camaradas, y resultaba evidente que había estado bebiendo. Ella vaciló por un momento. Su deseo había sido hablar con él, pero al verlo, sombrío y borracho, decidió lo contrario y dio media vuelta. Antes de que pudiera escabullirse, él la descubrió y ella maldijo interiormente.

—Lo lamento —dijo él, con voz pastosa—. Tenéis razón. Soy un estúpido.

—Sí que lo sois —asintió ella, que avanzó para sentarse a su lado, y recogió las piernas contra el pecho, se las rodeó con los brazos para conservar el calor, y apoyó el mentón en las rodillas, con los ojos fijos en el fuego.

Él manoteó en torno de sí, se levantó con piernas inseguras, y le puso una manta en torno a los hombros. La muchacha sonrió para darle las gracias.

—Os pido disculpas por haberos golpeado —dijo ella al fin.

Karl se frotó la mandíbula.

—Fue un buen puñetazo —dijo, con una mueca. Annaliese rio. Él le ofreció la botella, pero ella olió los potentes vapores del licor y se apartó.

—¿Cómo podéis beber ese veneno?

—Los soldados bebemos lo que podemos conseguir —replicó él, con voz pastosa, y de repente ella se dio cuenta de lo muy borracho que estaba. Dentro de ella sonó una campana de alarma y decidió que quería marcharse.

—Creo que voy a recogerme —dijo—. Probablemente mañana será un largo día.

—Lo será —asintió el caballero, con los ojos fijos en las pequeñas llamas que aún se alzaban de las ascuas.

—¿No bebáis mas esta noche de acuerdo? Buenas noches Karl —dijo Annaliese, al tiempo que posaba ligeramente una mano sobre un hombro de el al ponerse de pie.

Él cogió la mano de ella cuando la arrastraba por el hombro al retirarse, y se puso de pie con el rostro encendido. Le rodeo la esbelta cintura con una mano, la atrajo bruscamente hacia sí y la beso apasionadamente. Ella lucho contra él pero Karl la sujeto con más fuerza hasta que ella lo empujo violentamente para apartarse, con los ojos encendidos de indignación.

—Marchaos a dormir, Karl. Estáis demasiado borracho —dijo con voz suave, aunque había un tono acerado en las palabras.

—Solo lo justo —dijo él, con voz ligeramente pastosa. Ella retrocedió otro paso, y el rostro del caballero enrojeció de enojo.

—¡Maldición, mujer! ¿Que os sucede? —Se erguía ante ella, una cabeza y media más alto que la muchacha y fácilmente del doble de su peso. Volvió a tender las manos hacia ella, y Annaliese le dio un fuerte puñetazo en una mejilla.

Él fue lanzado hacia atrás, conmocionado y sorprendido, parpadeando. Cuando su visión se aclaro, sus ojos estaban llenos de enojo y lujuria.

Avanzo hacia la joven con un gruñido, y la aferro por las muñecas cuando ella intento golpearlo por segunda vez. La sujeto con la misma facilidad que si fuera una niña, y cerró los ojos, embriagado por el olor del pelo de ella.

Al momento siguiente sintió una aguda punta fría contra el cuello, y abrió los ojos de golpe. Eldanair estaba junto a él y la punta de su fina espada le tocaba el cuello. Una diminuta gota de sangre corría por el plateado filo del cuchillo.

Karl soltó una carcajada seca y aparto a Annaliese de sí. El elfo retrocedió un paso y se desplazo con actitud protectora hacia Annaliese.

—Ya veo —dijo Karl mientras asentía con la cabeza y reía suavemente para sí—. Ya veo lo que sucede aquí.

—Aquí no sucede nada salvo que vos sois un borracho lascivo —gruño Annaliese.

—Me rechazáis porque ya tenéis un amante —dijo Karl, señalando a Annaliese con un dedo.

—Sois un estúpido —le espetó Annaliese—. No veis nada.

—Ah, no, ahora lo veo todo, Doncella de Sigmar —dijo él, con tono burlón—. Habéis estado presentándoos como una virtuosa mujer devota, y durante todo ese tiempo habéis estado revolcándoos con éste. ¡Ni siquiera es un verdadero hombre!

—Estáis yendo demasiado lejos, Karl —dijo Annaliese, con tono peligroso.

—¿Es buena? —le preguntó el preceptor al elfo, hablando en voz alta y lentamente, como si fuera sordo en lugar de no entender el Reikspiel. El elfo lo miró fríamente, sin que en su rostro se manifestara expresión ninguna.

El caballero hizo un gesto grosero y Annaliese avanzó hacia él con los puños cerrados.

Entonces él parpadeó, como si se diera cuenta de sus actos, y se pasó una mano por la frente, oscilando ligeramente. Medio cayó y medio se sentó, cogió la botella y bebió un largo trago.

Annaliese y Eldanair se quedaron allí de pie, inmóviles.

—¿Qué? —dijo Karl, al fin—. ¿Había algo más?

Annaliese negó con la cabeza.

—Erais un hombre al que tenía en gran estima, Karl Heiden. Parece que me equivocaba al teneros en tan alto concepto —le espetó ella, antes de girar sobre los talones y marcharse como una tromba, noche adentro, con Eldanair tras de sí.

Karl bebió otro largo trago de la botella, con los ojos fijos en el fuego. Acabó con el resto del licor, y echó el envase a las llamas. Se volvió para ver si Annaliese se había marchado. Lo había hecho.

—Vaya, eso sí que ha ido bien —dijo para sí.

Un momento después estaba de rodillas y vaciaba el contenido del estómago en el suelo. Sus entrañas se contrajeron y lo arrojó todo, hasta que al fin quedó sentado y jadeando, y se enjugó el rostro.

Se puso de pie con piernas inseguras y se encaminó hacia un barril de agua que había cerca, en el que sumergió las manos. En la superficie había comenzado a formarse hielo que se rompió bajo sus dedos. Se lavó la cara en el agua helada. Luego ahuecó las manos para recoger agua y beber en abundancia hasta que se le quedaron los dedos insensibles. Ya más sobrio, evocó la última media hora.

—Eres un estúpido —se dijo, al darse cuenta del daño que había hecho. Pero entonces apareció en su mente la imagen de la cara de Eldanair y volvió a sentir cólera, ardiente y feroz.

«Malditos sean los dos», pensó, y regresó con paso tambaleante a su tienda.

* * *

Dietrich avanzaba con precaución por la nieve, arrastrándose a través de la oscuridad. Todos sus sentidos estaban alerta; vio la silenciosa forma de una lechuza que pasó por encima de él, y percibió el característico olor de la carne quemada en el viento. El resplandor de las hogueras iluminaba la oscuridad perfecta de la noche sobre los montículos que se alzaban justo en frente.

El elector había escogido personalmente un grupo de exploradores y los había enviado unas horas antes a evaluar la fuerza del enemigo y determinar a qué distancia estaba.

El elfo andaba por algún sitio, más adelante, fantasma invisible en la oscuridad. Estaban todos pasmados ante sus habilidades. Habían salido en el momento en que la plateada luna llegaba al zenit, y habían avanzado rápidamente noche adentro, hacia el enemigo. Dietrich sabía que jamás se habría atrevido a acercarse si el elfo no los hubiera guiado; a lo largo de la noche, el elfo los había salvado docenas de veces, al instarlos a tenderse en la nieve. Momentos después habían pasado junto a ellos enemigos que se movían por la oscuridad sin antorchas que les alumbraran el camino.

Habían acabado con dos de estas patrullas enemigas; sus flechas habían derribado a los guerreros de sus caballos y no habían dejado a ninguno con vida. El elfo los había conducido por entre las patrullas enemigas, y habían subido a un montículo para tener una vista general del campamento del Caos.

Dietrich continuó arrastrándose, sin hacer caso del frío cortante. Estuvo a punto de gritar cuando Eldanair apareció ante él como un fantasma, con un dedo sobre los labios. Dietrich hizo rápidamente una señal para que sus hombres se inmovilizaran, y ellos se hundieron en la nieve, como petrificados. El elfo desapareció más adelante, y Dietrich permaneció tendido e inmóvil durante largos minutos, preguntándose qué sucedía. ¿Los habrían descubierto? No, no se habían oído gritos de advertencia ni sonidos de alarma.

Un momento más tarde regresó el elfo, y lo llamó con un gesto. Tras rodear con gran cautela una roca antigua, Dietrich se encontró con el primer cadáver. El cuerpo del guerrero enemigo era enorme, y sus poderosos brazos estaban cubiertos de brazaletes dorados. Incontables aros dorados perforaban la piel de su barbudo rostro, y llevaba un peto circular de negro hierro sobre el torso muy musculoso. Había un yelmo caído en la nieve, junto a él, con altos cuernos que Dietrich no reconoció como pertenecientes a ningún animal.

Vio que Eldanair se ponía de pie como una sombra detrás de otro centinela, y le tapaba la boca y la nariz con una mano. Una hoja metálica destelló en la noche cuando apuñaló una y otra vez al guerrero enemigo a través de la pesada capa de pieles. La corpulenta figura pesaba fácilmente el doble que el elfo, pero murió en cuestión de segundos, y el elfo bajó el cuerpo hasta la nieve.

Dietrich se arrastró hasta llegar junto a Eldanair, y sus ojos se desorbitaron al contemplar el campamento enemigo situado más abajo.

El tamaño del ejército era inmenso. Los fuegos de campamento se extendían hasta donde llegaba la vista. Tenía que haber decenas de miles de guerreros enemigos, y no sólo había hombres; encadenados a largas estacas se veían enormes mastines de espeso pelaje, bestias que tenían casi el tamaño de un poni. Yacían tendidos unos encima de otros, dormidos, y sus relajadas fauces abiertas dejaban a la vista enormes colmillos y largas lenguas colgantes. Un poco más allá de los guerreros acampados se veían otras figuras de gran tamaño. Sus siluetas quedaban ocultas por la oscuridad, pero eran descomunales, fácilmente tan enormes como los osos más grandes de los que Dietrich hubiera tenido noticia, pero por instinto supo que no se trataba de criaturas naturales. No, sus formas habían sido pervertidas y habían mutado debido a décadas de exposición a los efectos disformadores del Caos.

Eldanair le llamó la atención con un suave toque en un hombro, y señaló a lo lejos, hacia el norte. Al principio Dietrich no pudo ver nada, intentando distinguir algo por encima de los relumbrantes restos de cinco mil hogueras, pero al fin vio movimiento. Unas figuras montadas atravesaban el campó abierto, alejándose del campamento.

Debían ser unos trescientos, y cabalgaban hacia el norte. Entre los guerreros montados rodaban pesados carros tirados por corceles negros, y las ruedas tachonadas de metal hacían volar la nieve tras de sí.

Dietrich supo que aquélla era una información de vital importancia que debía transmitirle a su comandante, porque ciertamente parecía que el enemigo estaba enviando un destacamento rápido a dar un rodeo en torno a las líneas del Imperio, con la intención de que las atacara desde un ángulo inesperado cuando ya hubiera comenzado la lucha. Sabía que un movimiento semejante podía decidir el resultado de la batalla.

Tras echar una última mirada al campamento enemigo para calcular el numero de guerreros comenzó a arrastrarse de vuelta, montículo abajo, alejándose del ejercito oponente. Una vez en terreno abierto, los exploradores se pusieron en marcha a la máxima velocidad que permitía la prudencia, para seguir a los jinetes enemigos. Irían tras ellos durante unas horas para determinar la dirección que llevaban antes de dar media vuelta y regresar a las líneas imperiales.

* * *

Estaba amaneciendo, y Grunwald sentado en el exterior de su tienda, desmontaba y limpiaba meticulosamente sus armas. Las había colocado sobre una hoja de cuero desenrollada, y lustró y aceito primero el mecanismo de las pistolas de rueda, para luego pasar a hacer lo mismo con la pesada ballesta de negro metal.

Los cañones de las pistolas los limpió con un paño de buena calidad y una baqueta, mirando el interior para asegurarse de que no quedara ni una mota de polvo.

Estaba enfadado y el simple acto de ocuparse del mantenimiento de sus armas lo calmaba un poco. El trabajo nocturno de rebuscar entre los ciudadanos no había dado fruto, y el latido sordo de un dolor de cabeza provocado por la presión lo volvía aun mas irritable y tenso.

Se sentía enfadado consigo mismo por haber apartado los ojos de aquel hombre, y frustrado por no haber sido capaz de descubrir su paradero. Incluso había comenzado a dudar de sí mismo —tal vez el hombre no había sido más que un buhonero atemorizado—, pero en lo más hondo de sí sabía que no lo era. El hecho de que el hombre se hubiera ocultado era prueba suficiente de su culpabilidad.

Annaliese lo encontró allí, y se sentó a su lado en silencio, mientras él continuaba limpiando las armas. El cazador de brujas disfrutaba de la quietud de las primeras horas de la mañana y no hizo el más mínimo esfuerzo por hablar con la joven, así que se alegró al ver que también ella parecía contenta de guardar silencio.

—Estoy asustada por la batalla —dijo Annaliese al fin.

—Es normal —replicó él, que sopló para eliminar una mota de polvo descarriada que había quedado dentro del mecanismo de rueda de una de las pistolas.

—Vos no parecéis preocupado.

—Sería un estúpido de verdad quien no sintiera algo de miedo el día de la batalla —respondió Grunwald, que posó la cuidadosa mirada sobre el arma y la giró entre las manos para buscar cualquier fallo o mácula—. O un estúpido, o un demente. —Al no hallar defecto ninguno, desplazo la atención hacia las saetas de negro metal de su ballesta, y se puso a estudiar la punta de la primera. Satisfecho, la recogió para mirar a lo largo de ella con el fin de asegurarse de que fuera perfectamente recta, sin deformación alguna que afectara a la puntería.

—No soy ni un estúpido ni un demente —continuó Grunwald—, así que temo la batalla que se avecina. Pero lo importante es lo que ese miedo haga con vos. O lo domináis y utilizáis en vuestro propio beneficio, o dejáis que os domine. Si permitís que os domine, crecerá y crecerá en vuestro interior, hasta que no seáis más que su esclava.

—¿Usar el miedo en beneficio propio? —preguntó Annaliese, con el ceño fruncido—. ¿Cómo puede ser el miedo un beneficio?

—El miedo nos mantiene vivos. Es el miedo quien nos dice que no caminemos por el borde de un precipicio durante un vendaval.

—Pero sólo un estúpido haría eso.

—O un demente. Pero he aquí otro ejemplo: si se lo controla, el miedo aporta fuerza, velocidad, y una claridad mental transparente como el cristal. Si se lo deja libre y logra controlamos, trabajará contra nosotros y hará que reaccionemos con lentitud, si acaso nos permite reaccionar.

Annaliese asintió con la cabeza.

—Recuerdo una ocasión en que salí a cazar con mi padre. Nos sorprendió un oso. Yo me quedé petrificada, sin poder huir, disparar ni hacer nada más que mirarlo fijamente. Me habría matado de no haber estado allí mi padre. —A Annaliese se le pusieron los ojos vidriosos al recordar. Alzó la mirada hacia el cazador de brujas, y salió bruscamente de la ensoñación—. ¿Qué sucederá si hoy me quedo petrificada?

—Que moriréis —fue la simple respuesta de Grunwald—. ¿Queréis un consejo? No os quedéis petrificada —recogió rápidamente una de las pistolas y comprobó el mecanismo de rueda—. Carece de importancia que tengáis miedo; sólo debéis aseguraros de que la Doncella de Sigmar no lo demuestre.

* * *

Thorrik apareció de entre el hervidero de actividad de soldados que se preparaban para la batalla, pateando el suelo para quitarse la nieve de las botas. Su expresión era de enfurecimiento, y se sentó pesadamente antes de sacar de la bolsa la pipa en forma de cabeza de dragón.

Grunwald alzó una ceja con expresión inquisitiva, mirando al enano.

—¡Al norte! —farfulló Thorrik—. ¡Mi clan se ha marchado al norte!

—¿Al norte? Pero si estamos en el norte —señaló Grunwald.

—¡A Kislev! ¡Han marchado al interior de Kislev con un ejército de Reikland!

—¿A Kislev? Pero si la guerra se libra aquí, en el Imperio, ¿qué demonios hacen los ejércitos marchando hacia allí?

—Parece que esa llamada Hueste del Cuervo está concentrándose al norte de Kislev. Lo que ya tenemos aquí no es más que la vanguardia. Vuestro Emperador ha enviado un ejército a Kislev para que luche contra ella… ¡y mi gente ha marchado con ellos! —El enano se aclaró ruidosamente la garganta, y comenzó a mascullar para sí en su propio idioma.

—Así pues, si sobrevivimos al día de hoy, os marcharéis al norte, ¿no? ¿Adónde, a la propia ciudad de Kislev?

El enano bufó.

—Aún más lejos: el ejército marcha sobre Praag.

Los ojos de Grunwald se abrieron más. Praag se encontraba muy al norte de Kislev, a miles de kilómetros de la posición que ocupaban en ese momento. Se tardarían semanas, meses en llegar hasta allí. Silbó, impresionado.

—Bueno —dijo Thorrik—. Primero tenemos que superar esta batalla. ¿También tú lucharas aquí, moza?

—Lo haré —replicó Annaliese.

—Yo estaré en las primeras líneas, que es donde lucha un rompehierros. Sólo espero que los humanos os mantengáis firmes junto conmigo.

—Lo haremos —le aseguró Annaliese, con ceñuda determinación—. Tenemos que hacerlo.