DOS

DOS

Udo se quitó el sombrero negro de ala ancha, y se pasó una mano enguantada por la cabeza afeitada. Si hubiera tenido pelo en ella, habría sido entrecano, como sucedía con su bigote y con la barba algo crecida que le cubría la voluminosa mandíbula. Estás envejeciendo, pensó para sí. Le dolían las piernas, y volvió a maldecir a los bastardos que le habían robado el caballo.

Volvía hacia su alto semental negro tras haberse aliviado contra un árbol, cuando se encontró con ellos. Eran tres hombres duros con aspecto de desertores, y luchaban para evitar que el semental corcoveara.

Tan concentrados estaban en el poderoso corcel, que no repararon en la aparición de Grunwald hasta que él mató tranquilamente a uno de ellos con una bala disparada en la nuca.

El aspirante a ladrón murió al instante y las riendas cayeron de su mano laxa. El poderoso semental pateó con los cascos y derribó al suelo a otro de los hombres. Grunwald había avanzado en ese momento, con el oscuro abrigo agitándose en el viento detrás de él, al tiempo que dejaba caer la pesada ballesta al suelo. Alzó una pesada maza doble con una mano, mientras con la otra desenfundaba una ornamentada pistola con detalles de oro, una de las armas de su antiguo señor. El bandido al que había derribado el caballo se puso trabajosamente de pie, y la pistola disparó con una detonación ensordecedora. La bala de plomo impactó contra la cabeza del hombre, e hizo que a sus espaldas apareciera una niebla roja un instante antes de que se desplomara.

El tercer bandido, un tipo menudo y con aspecto de comadreja, saltó sobre la silla del caballo que corcoveaba, con las riendas aferradas con fuerza en las manos.

—Sería mejor para ti bajarte ahora mismo de mi caballo —dijo Grunwald. El forajido escupió a modo de respuesta, y taconeó al caballo que salió al galope.

No había sido difícil seguirle el rastro a través de las empobrecidas tierras de Stirland.

Los tres hombres habían formado parte de un grupo más numeroso que hacía presa en la debilitada gente de la zona. La plaga había despoblado gran parte de la región, y los ejércitos del graf Alberich Haupt-Anderssen, elector de Stirland, estaban limpiando la zona, matando y quemándolos cadáveres de los infectados por la inmunda epidemia.

Los desgraciados a los que Grunwald perseguía ahora eran parásitos que se ganaban a duras penas la vida aprovechándose de la horrenda situación en que se encontraba el Imperio. Carroñeros de mal vivir, saqueaban asentamientos y pueblos abandonados, y hacían presa en quienes huían con todas sus pertenencias mundanas. Durante sus investigaciones, Grunwald había averiguado que los habían reclutado por la fuerza para el ejército del Graf, con el fin de que lucharan contra la terrible amenaza que avanzaba desde el norte, pero habían preferido desertar de sus puestos y huir a los bosques, antes que quedarse a luchar por el bien del Imperio.

La cara de Grunwald era ceñuda. Lo asqueaba el hecho de que mientras decenas de miles de leales soldados estaban luchando y muriendo en el norte para proteger el Imperio, hubiera otros como estos que abandonaban sus puestos y hacían presa en los inocentes. Se aseguraría de que estos hombres fuesen castigados por sus crímenes.

Pero ninguno de esos crímenes era tan atroz como el que habían cometido el día antes. Habían llegado a una capilla rural consagrada a Sigmar, y en un acto de extremó sacrilegio habían robado el bote de ofrendas y derribado al suelo la estatua de la sagrada deidad en su precipitación por marcharse. Con estas acciones, se habían condenado. El contuso y vapuleado sacerdote se había mostrado avergonzado al hablar de cómo los rufianes lo habían vencido, y el brutal rostro de Grunwald adquirió una expresión colérica al rememorar el incidente.

Odiaba ese territorio, Stirland. Siempre pobre, y que vivía a la sombra del maldito reino de Sylvania, parecía generar corrupción y desgracia. El inhóspito paisaje, con sus campos de plantaciones agostadas, sus opresivos bosques oscuros y sus montañas peladas, no parecía hacer otra cosa que alimentar la sensación de desesperanza que impregnaba la vida de los habitantes de Stirland.

La noche caía con rapidez. Y las espesas nubes de lo alto garantizaban que ni la luz de las lunas ni la luz de las estrellas delatarían su presencia. Lo rodeaban retorcidos árboles como oscuras presencias malevolentes, y Grunwald comenzó a arrastrarse por la nieve una vez más, para aproximarse al aburrido centinela.

Se puso de pie detrás del hombre y le cubrió la boca con una mano enguantada mientras con la otra le pasaba un cuchillo de través por la garganta. Arrastró al hombre hasta el suelo sin hacer el más leve ruido, y lo sujetó con fuerza mientras sufría convulsiones y su cálida sangre empapaba la prístina nieve.

Después de semanas de seguirles el rastro a aquellos condenados bandidos, se deleitó con la sensación de satisfacción que experimentó al observar cómo la vida se apagaba en los ojos del rufián.

Tras ocultar el cuerpo bajo un gran leño caído, Grunwald continuó adelante, deslizándose entre los gruesos troncos del denso bosque. Maldijo al recorrer con la mirada el campamento de desertores. Al menos eran media docena de ellos los que estaban arrellanados en torno al fuego, pero no fue eso lo que hizo maldecir al cazador de brujas.

En el campamento no había caballos atados, pero sí una inconfundible forma equina asándose sobre el fuego, ensartada en un espetón.

Semental de batalla bien entrenado, descendiente de las mejores estirpes de caballos de guerra de Averland, aquel animal valía el rescate de un Elector, y aquellos imbéciles ignorantes estaban asándolo.

Grunwald se aplastó contra la nieve al oír una voz que se alzaba con tono de alarma. Se preparó para un enfrentamiento. ¿Habrían encontrado ya al centinela? Eso era improbable; había vigilado el campamento durante casi una hora antes de entrar en acción, y estaba bastante seguro de que nadie iría a comprobar cómo estaba durante unas cuantas horas. Se esforzó por oír la apagada conversación.

—… por el sendero —comprendió.

—¿… persiguiéndonos a nosotros? —fue parte de la respuesta, en una voz más grave que la primera.

Grunwald avanzó cuidadosamente impulsándose con los codos. Vio a un hombre menudo —el que se había marchado con el caballo—, hablando con un forajido de constitución más sólida. Puede que en otra época hubiera estado bien proporcionado, pero daba la impresión de que hacía mucho que sus músculos se habían convertido en grasa.

—No lo creo, sargento —dijo el hombre más menudo.

—¡Te tengo dicho que no me llames así, demonios!

—Lo siento. Es un viajero solitario, por lo que parece. Un enano fuertemente acorazado. Y también lleva una mochila que parece pesada. Dentro tiene que llevar algo que merezca la pena quitarle… oro, a lo mejor. Todos saben que esa raza lo guarda en secreto, cuenta sus riquezas mientras los de Stirland nos morimos de hambre.

El bandolero más corpulento respondió con un gruñido.

—Ciertamente, sería descortés dejar escapar semejante oportunidad, en especial cuando se nos ha presentado ante la puerta de casa. Vale, pongámonos en movimiento, entonces, pandilla de indignos hijos de puta —dijo, mientras les daba puntapiés a los hombres adormilados.

Grunwald volvió a maldecir. Había planeado moverse por la oscuridad e ir matando a cada centinela por turno antes de atacar el campamento dormido. Suspiró, y comenzó a arrastrarse hacia atrás para alejarse del campamento.

* * *

La baja figura de anchos hombros de Thorrik Lokrison tarareaba desafinadamente para sí, sentada ante un pequeño fuego. Sobre el fuego, encima de una pequeña pila de piedras, había una sólida cacerola de hierro, y a su lado, en la nieve, yacía una pesada mochila con un objeto envuelto en cuero aceitado colocado cuidadosamente encima.

Apoyado contra el tronco sobre el que se sentaba Thorrik había un escudo redondo de metal que tenía labrada una estilizada cara barbuda en el centro, y cuya circunferencia estaba adornada por un entretejido de filigrana de bronce. Junto al escudo se veía un hacha de un solo filo, adornada con runas y más intrincadas filigranas de bronce.

Tras eructar sonoramente, Thorrik se inclinó sobre el humeante guisado que burbujeaba dentro de la cacerola de hierro, y se regaló con el aroma de la pesada, indigesta comida, antes devolver a repantigarse y reanudar el tarareo.

Se había quitado el casco, pero por lo demás iba cubierto desde el cuello hasta los pies por una pesada armadura. La única piel que quedaba a la vista era la de su frente, su bulbosa nariz, los carrillos coloradotes, y el resto de su cara enmarcada por una fina cofia de malla y una prodigiosa barba trenzada. Esa barba llevaba entretejido alambre de bronce y colgaba sobre el ornamentado peto. Las trenzas estaban adornadas por discos metálicos que tenían grabadas caras estilizadas.

Con una pesada mano enfundada en un guantelete, el enano removió el guisado de carne con una gruesa cuchara metálica.

—Huele bien amigo —dijo, detrás de él, una voz que lo parecía todo menos amistosa. El rostro de Thorrik se tornó serio. No había oído acercar al hombre.

Recogió el hacha al tiempo que se ponía de pie, y se volvió para encarar a aquel humano que interrumpía su cena. Unos ojos duros como piedra destellaran bajo sus enmarañadas cejas. Su mirada fue rápidamente a izquierda y derecha, y vio que había seis hombres que se desplegaban en torno a él. Dos tenían arcos en las manos, mientras que los otros iban armados con espadas y hachas, aunque no las llevaban desenfundadas. Detuvo la vista sobre el gordo del centro, el que había hablado: Un bruto enorme, llevaba gastadas ropas teñidas de amarillo y verde, y una gruesa piel sobre los hombros. A su lado había un tipo menudo y con cara de pito que a Thorrik no le pareció desemejante de los hediondos goblins que infestaban las profundidades de debajo de las montañas, aunque su piel no era verde como la de aquellos odiados enemigos de su raza.

—Es una noche fría y ventosa para estar a solas aquí fuera, amigo —dijo el hombre gordo con una voz que destilaba amenaza—. ¿No te gustaría tener un poco de compañía? Me gustaría muchísimo probar esa comida de buen aroma que estás preparando.

—Yo diría que tú ya has comido lo que te tocaría para dos vidas, humano —gruñó el enano.

El jefe del grupo se echo a reír al oír esto, y el de cara de goblin soltó una aduladora risa entre dientes. El resto del grupo no mostró ninguna reacción; sus ojos tenían una mirada dura.

—No hay necesidad de ser hostil, amigo enano, aunque yo diría que has acertado en esa estimación —replicó el hombre, con una sonrisa brutal en su gran cara mofletuda, mientras se daba palmaditas en la prodigiosa barriga—. No somos más que leales soldados del Imperio que buscamos calentarnos en tu campamento. ¿Podemos? Te aseguro que no tenemos intención de causar daño alguno.

Thorrik apreté el mango del hacha con más fuerza y frunció el ceño.

—No hay ninguna patrulla del estado de Stirland en treinta kilómetros, y no sois ni exploradores ni miembros de la milicia —dijo, con tono brusco—. Yo diría que sois desertores, cobardes. Vuestra palabra vale menos que la mierda de cerdo.

La sonrisa desapareció de la cara del jefe de los forajidos.

—Valientes palabras para alguien tan superado en número, enano.

Sus codiciosos ojos se desviaron hacia la mochila de Thorrik, y el objeto envuelto en cuero que descansaba encima.

—Danos tus pertenencias y nos marcharemos. No tienes por qué sufrir ningún mal, amigo.

—Llámame amigo una vez más, cara de cerdo, y te separaré la grasa de los huesos —gruñó el enano—. ¿Dónde están vuestros compañeros? Pensaba que haría falta un grupo más numeroso que vosotros, perros cobardes, para reunir la valentía que se necesita para robarle a un guerrero de un clan de Karaz-a-Karak.

Uno de los desertores, el de cara de goblin, miró en torno.

—¿Dónde está Antón, sargento? ¿Y Valdar?

—Cierra esa bocaza —le gruñó el forajido corpulento—. Se ha acabado el tiempo para sutilezas, enano. Disparadle.

Los dos arqueros tensaron los arcos, y Thorrik rugió un grito de guerra en khazalid, la lengua de los enanos; a continuación, alzó el hacha y cargó. Se produjo un destello de movimiento en la oscuridad del camino, más adelante, y uno de los arqueros cayó con una flecha negra clavada en el cuello. El otro arquero disparó, y la flecha hendió el aire en dirección al enano.

Thorrik giró para presentarle un hombro al proyectil, que resbaló sobre la gruesa hombrera de gromril, incapaz de atravesar o abollar siquiera la gruesa placa metálica. A continuación cubrió la distancia que lo separaba del jefe de los forajidos con una velocidad asombrosa, y el corpulento gordo maldijo al tiempo que retrocedía para tener más espacio, y desenvainaba un enorme mandoble que llevaba a la espalda.

Un bandido se lanzó desde la izquierda y dirigió una estocada con una espada corta hacia la cara descubierta del enano. Thorrik barrió el aire con un poderoso brazo para desviar el arma con el avambrazo, y estrelló el hacha contra el cuello del hombre, haciendo manar una fuente de sangre de la herida mortal que le causó.

Thorrik vio a un feo bruto que salía de la oscuridad, y detonó una pistola cuya bala destrozó una pierna de otro de los forajidos, que cayó al suelo entre gritos. El recién llegado llevaba una amplia capa oscura, y se cubría con un sombrero de ala ancha. Un pesado peto negro le protegía el pecho, y su cuerpo era un entramado de hebillas y correas de las que pendía una impresionante colección de cuchillos y otras armas mortales.

Y luego el recién llegado ya estaba entre ellos y pulverizaba con su maza la cara de uno de los enemigos que se había vuelto para hacerle frente a la nueva amenaza.

Thorrik avanzó hacia el gordo jefe de los forajidos, consciente de la presencia del hombre armado con un hacha que se situaba en uno de sus flancos, pero sin apartar los ojos del gordo al que el otro había llamado sargento.

—¿Qué sucede, amigo? —gruñó el enano, con voz áspera—. ¿Las cosas no están saliendo como esperabas?

Thorrik vio que alguien disparaba una flecha apuntada con precipitación por encima de un hombro del hombre de cabeza afeitada, y vio que el arquero sacaba un cuchillo que llevaba dentro de una bota. El matón le dirigió una puñalada, pero el tipo vestido de negro lo atrapó por la muñeca y mantuvo el cuchillo apartado de sí. Una pesada maza descendió con fuerza sobre el hombro del bandido y se lo destrozó con un horrendo chasquido. El tipo gritó de dolor y cayó de rodillas. Sus gritos fueron acallados por la maza que le destrozó el cráneo.

Thorrik giró en el momento en que el hombre armado con un hacha que tenía a la derecha lo acometía a la carrera, y desvió con su propia hacha la del enemigo que descendía hacia él. Hizo girar la hoja y de un golpe le hizo perder el equilibrio al hombre, que de un traspié se situó en el camino del jefe de los forajidos que había avanzado blandiendo el mandoble con intención asesina. El forajido detuvo el tajo con cierta dificultad, a punto de cortar a su camarada en dos.

El enano avanzó para estrellar el hacha contra una rodilla del bandido, que cayó pesadamente.

El jefe de los forajidos rotó al percibir una presencia detrás de sí, y vio una pistola que le apuntaba a la cabeza. Quedó petrificado durante un momento, como un ciervo deslumbrado por la luz de una linterna, los ojos desorbitados y fijos. Luego apretaron el gatillo y la cabeza del hombre estalló en pedazos en medio de una fuente de sangre y hueso.

Ya no quedaban forajidos en pie, aunque varios de ellos gemían de dolor, tendidos en la nieve.

—No necesitaba vuestra maldita ayuda —gruñó Thorrik, mientras entrecerraba los ojos y alzaba la cabeza para mirar al hombre de cabeza afeitada.

—Y yo no he acudido en vuestro auxilio —replicó el hombre, al tiempo que enfundaba la humeante pistola—. Hace varios días que persigo estos hombres.

—Os robaron, ¿verdad? —preguntó Thorrik, y el hombre asintió con la cabeza.

—Me robaron el caballo.

El enano gruñó a modo de respuesta.

—¿Lo habéis recuperado?

—No —fue la réplica del hombre, que avanzó hacia uno de los hombres heridos que gemían de dolor. Sin ceremonia alguna, lo degolló con el cuchillo y se encaminó hacia el siguiente—. Estos bastardos se lo comieron.

—Ah —dijo Thorrik, que estaba limpiando la sangre del hacha en la blusa de uno de los muertos—. Es bueno para comer el caballo.

El hombre le echó a Thorrik una mirada feroz, pero el enano hizo caso omiso del humano y se sentó pesadamente, para ponerse a remover el humeante guiso.

Alzo la mirada de la cena demasiado hecha, con el ceño fruncido, y observó cómo el hombre encontraba al último de los forajidos vivos. El desertor herido había intentado huir a rastras y dejado tras de sí una pista de sangre, y Thorrik observó en silencio cómo el hombre vestido de negro apoyaba una rodilla en la cintura del forajido y le echaba atrás la cabeza. Era el de cara de goblin. Y gimoteó de miedo. Sin vacilar, el otro lo degolló.

Grunwald dejó al agonizante forajido tendido donde estaba, para volver sobre sus pasos por la nieve y recuperar la pesada ballesta que había dejado caer antes de trabarse en combate cuerpo a cuerpo. Cuando volvió junto al fuego, el enano estaba fumando en una ornamentada pipa cuya cazoleta era una cabeza de dragón.

—¿Puedo? —preguntó, señalando una gran piedra que había frente al tronco que ocupaba Thorrik.

El enano gruñó, cosa que Grunwald interpretó como un asentimiento. Se sentó pesadamente y se puso a sacudir y soplar la nieve que se había metido en el mecanismo de disparo de la pesada ballesta.

—Lucháis bien —dijo, cuando quedó claro que el enano no iba a iniciar la conversación.

El enano volvió a gruñir.

—También vos —dijo al fin—, para ser un humano.

—Me llamo Udo Grunwald —tendió una mano enguantada de negro hacia el enano, que chupó largamente la pipa antes de tenderle también la mano, metida dentro del pesado guantelete. A Grunwald le pareció que la fuerza con que el enano le estrechaba la mano iba a partirle los huesos.

—Thorrik Lokrison, Rompehierros del clan minero Barad, de Karaz-a-Karak, guardián del Ungdrin. —Grunwald reparó en que el enano tenía buenos conocimientos de Reikspiel, lengua del Imperio, aunque lo hablaba con un fuerte acento.

—Karaz-a-Karak… —dijo Grunwald, que formó las extrañas palabras del idioma de los enanos con una cierta dificultad. Resultó evidente que su pronunciación fue inadecuada, porque Thorrik frunció el ceño.

—Es la más grande de todas las fortalezas de los enanos, la sede del mismísimo Alto Rey. En las lenguas de los hombres es conocida como Pico Eterno.

—Ah —dijo Grunwald, al reconocer el nombre—. Eso está muy lejos, al otro lado de las Montañas del Fin del Mundo y de las Montañas Negras, hacia el sudeste, ¿verdad?

—Ésos son los nombres conocidos por los humanos, sí —dijo Thorrik, malhumorado.

—Estáis muy lejos de casa, Thorrik.

—Gracias por recordármelo —contestó el enano, con tono cortante. Chupó largamente la pipa, con los ojos destellando de enojo. Suspiró pesadamente—. Han pasado ocho años desde la última vez que vi la gran fortaleza.

Grunwald alzó las cejas.

—Es mucho tiempo, para pasarlo fuera de la patria.

—Para vuestra especie, humano. Pero, sí, ha sido demasiado tiempo.

—¿Qué os ha impedido regresar durante estos ocho años?

—Hace nueve años, se reunió un ejército en Karaz-a-Karak, por orden del Alto Rey. Los guerreros del clan Barad respondimos a la llamada, y yo formé parte de los reclutados. Hemos pasado siete años luchando en el norte de vuestro Imperio, reforzando vuestras defensas contra las hordas que se concentran en el norte.

—¿Habéis estado luchando dentro del Imperio para proteger nuestras fronteras? —preguntó Grunwald. Su valoración del enano y su raza ascendió en picado.

—Sí. El Alto Rey se toma muy en serio los juramentos hechos por el rey Kurgan.

—El rey Kurgan…

Conocía el nombre, pues se decía que ese rey había luchado junto al bendito Sigmar en las batallas libradas contra los pieles verdes.

—Eso fue… hace miles de años.

—Un juramento es un juramento —gruñó Thorrik—. Basta de charla.

Sacó un pesado cuenco de metal, sirvió una generosa porción de guiso y se lo tendió a Grunwald, que le dio las gracias con un asentimiento de cabeza. El enano se sirvió una porción para sí y comenzó a comer ruidosamente. Grunwald pinchaba los trozos de carne con la punta del cuchillo. La comida era pesada y simple pero sabrosa. Thorrik refunfuñó que estaba demasiado hecha.

—No había mucha carne en esa cabra —dijo, como si le hablara al guiso—. Ojalá hubiera sido caballo —acompañó el comentario con un bufido, y Grunwald se preguntó si estaría haciendo una broma.

* * *

Después de la comida, Thorrik le ofreció a Grunwald una pipa de mas que tenía, pero éste declino cortésmente con la esperanza de que no fuera una violación de la etiqueta de los enanos Thorrik se limitó a encogerse de hombros y gruñir, y volvió a coger su pipa.

Tras girar la cabeza hacia ambos lados para hacer crujir el cuello, Grunwald se puso de pie y se echó al hombro la pesada ballesta.

—Te deseo suerte, Thornk Loknson —dijo—. Y te agradezco la comida.

El enano no se levanto sino que se limito a alzar los ojos entrecerrados hacia él. Gruñó lo que podría haber sido una despedida, y volvió a chupar largamente su pipa con cazoleta en forma de cabeza de dragón.

Thorrik observo como Grunwald desaparecía oscuridad adentro. Parecía bastante sólido para ser un humano, y al menos no hablaba tanto como la mayoría de ellos, que solían ser incesantes con su necia cháchara, como si tuvieran que apiñar demasiadas palabras dentro de sus cortas vidas. Hacia mucho que había renunciado a intentar entender la naturaleza de los humanos y los ocho años pasados en los estados septentrionales del Imperio no habían hecho más que reforzar su opinión.

Pero un juramento era un juramento.

Con una mano sacudió la fina capa de nieve de encima del cuero aceitado que protegía de todo mal el precioso objeto que transportaba. Sí. Un juramento era un juramento.