DIECINUEVE

DIECINUEVE

Udo Grunwald se detuvo ante el cuerpo retorcido. Estaba demacrado más allá de la resistencia humana, y las costillas parecían empujar la gris piel muerta. Puede que una vez hubiese sido humano, pero su forma había mutado y se había deformado, y la carne había pasado por una transformación tal que no habría podido llamársela así en el momento de morir.

Las manos ya no eran las de un hombre, sino que se parecían más a las garras de una gran ave de presa. Al morir, las garras se habían cerrado con fuerza, y las afiladas uñas negras se habían clavado en la propia piel que, al igual que la que recubría los antebrazos, era amarilla y escamosa como en el caso de un pájaro, aunque había también otras evidencias de inmunda mutación del Caos: en el cuello le crecía suave plumón negro que formaba un extraño collar, y en la base del cuello de la criatura había crecido una prolongación ósea que se extendía a lo largo del cráneo como una afilada cresta.

Pero era la cara de la criatura lo que resultaba realmente espantoso, tanto más por ser casi perfectamente humana. En el rostro del cadáver se había fijado una expresión que podría haber sido de éxtasis o alegría, una sonrisa escalofriante y horrenda. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, con las pupilas y los iris completamente blancos. Cuando la joven Annaliese vio la cara del cadáver, retrocedió rápidamente con expresión de horror en el rostro, y Grunwald dedujo que había visto antes cadáveres similares, igual que él mismo.

—¿Cuánto tiempo pensáis que hace que murió? —preguntó Karl. Grunwald se encogió de hombros.

—Difícil decirlo. Los carroñeros no los tocan. Muy prudentes.

Resultaba fácil ver qué había matado a la víctima de la plaga. Tenía los brazos cubiertos de cortes de espada, y presentaba un profundo tajo en la cabeza, pero Grunwald sabía por experiencia que eso no habría detenido a la inmunda criatura, sino que lo había logrado la espada que aún tenía clavada en el corazón.

El cazador de brujas se puso de pie. Se encontraban en el centro de una pequeña aldea situada a trece días de dura marcha de las estribaciones de las montañas del Fin del Mundo. Desconocía cómo se llamaba, ni siquiera sabía si tenía nombre, puesto que era poco más que un grupo de cinco edificios ruinosos. Se decía que la plaga se había originado en el norte, así que no era sorprendente que aldeas pequeñas como aquélla hubieran corrido una suerte semejante. Estaba sucediendo por todo el Imperio: la gente se ponía enferma, se consumía y caía en estado comatoso antes de morir, y en ese momento una brujería inmunda los reanimaba para que mataran a quienes los atendían.

El grupo abandonó la aldea en ceñudo silencio. Daba la impresión de que toda Ostermark había corrido una suerte similar o peor. Pasaron por docenas de pueblos y pequeñas aldeas, en otros tiempos comunidades florecientes que ahora estaban reducidas a humeantes ruinas. Los rastros de la guerra estaban por todas partes, desde cadáveres esqueléticos hasta espadas, armaduras y flechas rotas que pisaban al caminar. La plaga había arrasado algunas de estas poblaciones, en el caso de otras lo habían hecho la violencia y la guerra, mientras que otras estaban notablemente intactas pero no se veía a sus habitantes por ninguna parte.

Ostermark era el estado más nororiental del Imperio, que limitaba al norte con la aislada Kislev, y al este con las montañas del Fin del Mundo. Mientras que una gran parte del Imperio estaba cubierta de bosques, una gran parte de Ostermark la formaban pantanos o tierras altas cubiertas de brezales, terrenos peligrosos e inhóspitos salpicados de aldeas y fortificados puestos de vigilancia de caminos. Y ahora, pensó Grunwald, sus gentes habían sido masacradas.

Aislados del Imperio desde que habían subido a bordo de la máquina de vapor de los enanos en el paso del Fuego Negro, no habían tenido noticia alguna sobre el curso de la guerra, y por lo que Grunwald sabía ya se encontraban en territorio enemigo, detrás de las líneas del Caos que descendían desde el gélido norte.

Mientras rodeaban los humeantes restos de una aldea más, hizo el signo de Sigmar para que lo protegiera de los Poderes Malignos. Pasaron en silencio ante una enorme pila de cráneos amontonados cuidadosamente unos sobre otros para formar una pirámide de unos cuatro metros y medio de altura. Cada uno de los cráneos había sido chamuscado por el fuego y estaba despojado de piel y pelo, y se le había pintado una señal azul en la frente: un estilizado ojo azul desorbitado, de mirada fija.

Al pasar ellos, una nube de cuervos y cornejas se lanzaron desde el vértice de la pirámide, graznando ruidosamente mientras comenzaban a volar en círculo, casi como si quisieran protegerla. Un poco más lejos se veían otros grupos de aves que alzaban el vuelo para describir círculos por encima de otras pilas de cráneos, ocho en total, colocadas equidistantes en torno al perímetro del pueblo, cada una representando el vértice de una de las ocho puntas de la estrella maldita del Caos.

Grunwald ya había visto lo mismo antes, y sabía que era una consagración a los paganos dioses demoníacos de las tribus nórdicas: una odiosa oblación de muerte y destrucción ofrecida a esas inmundas deidades por sus fieles, un sacrificio destinado a obtener la atención y los favores de los dioses.

Un silencio espectral envolvía el territorio como una sofocante manta; y cuando dejaron atrás los ruidosos graznidos de las aves carroñeras, la ausencia de sonido se volvió opresiva. No se atrevieron a romper el silencio con conversaciones, así que continuaron callados mientras avanzaban en el nublado día, cada uno perdido en sus oscuros pensamientos.

No vieron ni rastro de un alma viviente durante días, aunque en una ocasión vislumbraron formas oscuras que deambulaban entre las ruinas de otra pequeña ciudad abandonada. El movimiento de esas formas era antinatural —iban encorvadas y arrastrando los pies—, aunque parecía normal en ellas, así que nadie se puso a discutir cuando Karl sugirió que avanzaran un poco más antes de plantar campamento, con el fin de poner tantos kilómetros como fuera posible entre ellos y las figuras que recordaban a necrófagos.

Durante un tiempo siguieron el antiguo camino de Kadrin, aunque a medida que avanzaban aumentaban las señales del paso de fuerzas enemigas.

—Tenemos que salir del camino —dijo Grunwald—. Por lo que sabemos, vamos de cabeza hacia el ejército enemigo, ya que nuestras propias fuerzas podrían haberse retirado a Talabecland o Stirland.

—Ciertamente, eso es lo que parece —dijo Karl—. Ostermark es un territorio muerto.

—Mi clan está luchando al norte de Bechafen —dijo Thorrik—, que ese es el sitio al que voy. Continuaré avanzando hacia el norte, con o sin vosotros.

—¿Y si no queda nada de Bechafen? —le preguntó Karl, irritado.

—En ese caso, me reuniré con mis ancestros —replicó Thorrik.

—Si las fuerzas del Imperio se han retirado de Ostermark, tu clan se habrá replegado con ellas —dijo Grunwald.

—Sí, es cierto pero no sabemos con seguridad que Bechafen haya caído.

—¡Mira a tu alrededor, enano! —le espetó Karl—. No hemos visto vida alguna desde que dejamos las estribaciones de las montañas. ¡Trece días y ni una sola alma humana viviente! Y en cambio hemos visto, ¿qué, una docena de pueblos y ciudades menores saqueadas por el enemigo? ¡Bechafen está a más de ciento sesenta kilómetros al norte! Si nuestros enemigos están arrasando unas tierras situadas tan al sur, Bechafen ya no existe.

—Aunque así sea, sin una prueba sólida que me asegure que mi clan ya no está allí, allí es donde iré.

—En ese caso eres un necio testarudo —dijo Karl—. Bechafen es el sitio al que debíamos ir mis caballeros y yo, pero es una necedad continuar adelante a ciegas. Tenemos que buscar los ejércitos del Imperio. Yo digo que nos desviemos hacia el oeste y vayamos en dirección a Talabecland, o hacia el río Stir. —El enano no respondió.

—También yo continuare hacia Bechafen con Thorrik —dijo Annaliese, que rompió el tenso silencio.

—¿Qué? —pregunto Karl—. ¿Es que todos habéis perdido el seso?

—¿Y por qué queréis ir hacia allí? —preguntó Grunwald. Los ojos de la muchacha eran límpidos impertérritos y confiados.

—Sigmar me ordeno ir al norte —replico ella con un encogimiento de hombros—. Y Bechafen está al norte.

—Karl está en lo cierto, muchacha —dijo Grunwald—. Es muy probable que Bechafen ya no exista. El Mariscal del Reik seguramente habrá retirado del norte a sus fuerzas para enfrentarse al enemigo en un territorio que le sea más favorable.

—¿Y entregar este territorio que Sigmar unió al pillaje del enemigo? Esta tierra sobre la que tenemos los pies es el Imperio. No debe ser entregada al enemigo sin luchar.

—Hace siglos que se libra aquí una lucha —le contestó Grunwald—, y sería una locura sacrificar los ejércitos del Imperio en una guerra infructuosa sobre terreno que ya está perdido.

—Sin duda, huir como un perro con la cola entre las patas sólo fortalecerá al enemigo —declaró la muchacha, cuyos ojos ardían de pasión.

—No tenéis ni idea de qué estáis hablando —dijo Grunwald, que empezaba a perder la paciencia—. Sois una granjera que juega a la guerra, pero no sabéis nada de ella. Ir a ciegas hacia el norte no conducirá a nada.

—Estoy segura de que los miles que ya han sido asesinados en Ostermark, cuyos pueblos han sido destruidos, se sentirían llenos de orgullo al ver a los ejércitos del Imperio huir ante el enemigo —le contestó Annaliese, mordaz.

—Los pueblos pueden reconstruirse —le espetó Grunwald—, pero si el propio Imperio es arrasado, no habrá nadie para reconstruirlo.

Les llegó un grito procedente de delante que interrumpió la discusión, y, al volver la mirada, Grunwald vio que la figura de pálida piel de Eldanair, en torno a quien se agitaba con fuerza su capa gris, hacía un gesto hacia el este.

—Yo no veo nada —dijo Karl.

—Esperad —intervino Grunwald, que se protegió los ojos de la potente luz solar—. Allá —dijo, al ver el destello de metal a lo lejos.

—Ya lo veo —asintió Annaliese—. ¿Jinetes?

—Podría tratarse del enemigo —dijo Karl. A un grito suyo, los caballeros del Corazón Ardiente sacaron las armas y formaron en torno al preceptor.

Los jinetes continuaban acercándose, un grupo de alrededor de una docena de hombres que cabalgaban en relajada formación. Cuando avistaron a los caballeros, cambiaron de dirección para ir hacia ellos y atravesaron el terreno abierto al trote ligero.

Eldanair aguardaba con una flecha colocada en el arco, preparada, pero al aproximarse más los jinetes Grunwald vio que la tensión abandonaba su cuerpo y se aflojaba la cuerda de su arco.

—Exploradores avanzados —dijo al fin Grunwald, con tono de alivio.

Eran hombres jóvenes que llevaban bruñidos petos y yelmos cónicos rematados por oscilantes penachos de plumas. Cabalgaban sobre veloces caballos sin coraza, y cuando se aproximaron los caballeros, envainaron las espadas. Los jóvenes guerreros llevaban parejas de costosas pistolas colgadas del torso, y al costado tenían sables de caballería ligera. Su jefe era un canoso guerrero barbudo que sujetaba descuidadamente con una mano un extraño fusil de cañones múltiples cuya culata descansaba sobre uno de sus muslos.

Karl avanzó un paso y alzó una mano cuando los caballeros comenzaron a girar con cautela en torno a la inmóvil figura de Eldanair. Detuvieron los corceles ante el preceptor.

—¡Salve, guerreros del Imperio! —gritó Karl, y el jefe de los jinetes desmontó para saludarlo.

Era un hombre achaparrado, e hizo un brusco gesto de asentimiento al caballero, aún con la ornamentada arma en una mano. Parecía torpe caminando por el suelo; realmente, estaba mejor dotado para la vida sobre la silla de montar.

—Lo mismo os digo, preceptor —replicó el guerrero, con fuerte acento—. Me sorprende veros aquí, en esta tierra dejada de la mano de los dioses. La Hueste del Cuervo controla Ostermark.

—Venimos de Kadrin —replicó Karl—. Con la intención de reunirnos con los templarios del Corazón Ardiente que están en el norte, en el templo de Myrmidia que hay en Bechafen.

—Bechafen ha caído en manos del enemigo —replicó el explorador, ceñudo.

—Entonces, ¿el enemigo ha cruzado el Talabec? —preguntó Karl.

—Así es —replicó el jinete veterano.

—¿Y mis hermanos templarios?

—Retroceden hacia Talabecland con el resto de los ejércitos de Ostermark. Nuestras fuerzas están reuniéndose todas allí, en Zurin y Unterbaum.

—Unterbaum… ¿tanto se ha adentrado el enemigo en el Imperio? —Grunwald estaba espantado; las cosas estaban ciertamente mucho peor de lo que él habría predicho.

—Si, cazador de brujas —replicó el explorador, que volvió la mirada hacia Grunwald. Sus ojos volvieron rápidamente hacia Karl—. Los caballeros de vuestra orden fueron de los últimos en abandonar Ostermark; forman parte del ejército que está a menos de un día de marcha hacia el oeste.

—¿A menos de un día de marcha? —repitió Karl, cuyos ojos se animaron. El explorador asintió con la cabeza.

—Un ejército acompañado por el elector de Ostermark en persona. Marcha hacia Talabecland, en dirección a Hazelhof.

—¿Hazelhof? —preguntó Grunwald, que no reconoció el nombre.

—Un pequeño poblado situado al pie de las colinas Kolsa. Tiene poca importancia, pero el enemigo parece muy interesado en controlar el área; hay agentes de la Orden del Grifo que están intentando averiguar qué buscan. Nosotros debemos liberar la zona.

—Así que vosotros sois la retaguardia —dijo Grunwald, y el explorador asintió con la cabeza.

—Los enemigos nos persiguen como sabuesos rabiosos. Y están acercándose al ejército del elector; me temo que no llegará a Talabecland sin entablar batalla. Y debe resistir, sean cuales sean las probabilidades. Parece que los enemigos están avanzando todos contra nosotros… si el ejército del elector es quebrantado, el enemigo podrá penetrar en Talabecland sin estorbos, y atacar los flancos del ejército que hay allí. Eso sería desastroso.

—¿Qué me decís de los enanos destinados en Bechafen? —preguntó Thorrik. El explorador miró al enano durante un momento.

—No sé nada de ellos —admitió. Thorrik gruñó y se alejó.

—Un día de marcha —dijo Karl, pensativo—. Dime, hombre, ¿qué sabes del enemigo? ¿Dónde están sus ejércitos?

El explorador suspiró.

—Están por todas partes —dijo—. Las fuerzas de vanguardia ya penetran más profundamente en Talabecland, y he oído decir que también Ostland ha sido invadida.

—Los ejércitos del Caos por el norte, la marea verde de orcos por el este… —Grunwald negó con la cabeza.

El explorador frunció el ceño.

—¿Enemigos por el este?

Karl agitó una mano para quitar importancia al tema.

—Debemos irnos —dijo—. ¡Caballeros de Myrmidia! ¡Preparaos! ¡Nos ponemos en marcha!

—Dejaré a uno de mis hombres con vosotros para que os guíe hasta el ejército del elector —dijo el explorador—. ¡Helmut! —gritó, y un joven noble, probablemente no mayor de catorce años, saludó desmañadamente—. Guiaréis a estos templarios hasta sus compañeros, que forman parte del ejército del conde elector. Guardaos del enemigo.

Karl asintió con la cabeza para darle las gracias, y le tendió la mano al explorador.

—Soy el preceptor Karl Heiden —dijo, al estrechar la mano del guerrero de más edad.

—Klaus Midders —replicó el explorador—. Ruego a Sigmar que volvamos a encontrarnos.

—Desde luego. Buena cabalgata, Klaus Midders —dijo Karl. El explorador volvió a subir con soltura a la silla de montar.

Eldanair volvió a gritar, y varios de los caballos de los pistoleros bufaron y sacudieron la cabeza.

El explorador Klaus saco un catalejo de latón de un bolsillo que tenía en un costado, lo extendió y miro hacia el este, en la dirección que señalaba Eldanair.

—Un explorador enemigo, está solo en el montículo que hay al este —informó, pasado un minuto—. Esta inmóvil… observándonos. Se encuentran más cerca de lo previsto. Es imperativo avisar al elector.

Con rápidas, secas órdenes, el explorador organizó a sus hombres. Dos de ellos fueron enviados directamente de vuelta al ejército con mensajes que escribió y lacró con un ornamentado anillo de sello. Se marcharon hacia el oeste, al galope tendido.

A continuación, el explorador dio media vuelta y levanto una mano para conducir a sus soldados al trote hacía el solitario jinete enemigo, dejando al joven pistolero Helmut para que los guiara.

—Thorrik —dijo Grunwald, alejándose de los otros para hablar con el rompehierros que estaba sentado sobre una piedra, fumando—. ¿Irás hacia el este con nosotros?

El enano suspiró y chupó la pipa.

—Hace demasiado tiempo que falto de mi clan —dijo, al fin—. Estoy ansioso por volver con mi gente, pero parece que ya no queda nada en Bechafen. Si, iré con vosotros, humano. Como mínimo, debería poder averiguar dónde está luchando el clan Barad.

Grunwald le dio una palmada en un hombro.

—Lamento que parezca que tu gente no está allí —dijo el cazador de brujas—, aunque me alegro de que continúes viaje con nosotros.

El enano asintió, y en sus ojos se produjo un destello de poco frecuente humor.

—Si —declaró—. Para ser humano, no estás ni la mitad de mal que podrías estar.

—Bien, joven —dijo Karl al solitario pistolero—. Guiadnos.

* * *

El brezal que atravesaban era inhóspito, y a menudo los rodeaban misteriosas brumas espesas, saturadas de humedad y sofocantes, que dificultaban el avance. A veces parecían rielar a lo lejos extrañas luces, y después de su aparición el silencio era aún más profundo, porque la niebla apagaba incluso el tintineo de la armadura de Thorrik hasta tal punto que parecía sordo y distante.

Avanzaban tan deprisa como podían. El joven pistolero manifestaba una clara reverencia ante los caballeros y era lógico, pensó Grunwald. El cuerpo de pistoleros era una organización a la que muchos señores nobles enviaban a sus hijos, y por lo general se consideraba como el sitio en que un joven podía distinguirse en batalla. Desde el cuerpo de pistoleros, muchos de los hombres pasaban a una de las órdenes de caballería, entre ellas los templarios del Corazón Ardiente. Aun así, a Grunwald le resultaba irritante la actitud de clase alta del muchacho, que, aunque miraba a los caballeros con respeto, el desdén que sentía hacia el cazador de brujas y hacia Annaliese era palpable. En cuanto a Thorrik y Eldanair, el jovencito ni siquiera miraba en dirección a ellos.

—El saludo que le dedicasteis a vuestro oficial superior fue desmañado, muchacho —dijo, pasada una hora de dura marcha.

El pistolero miró a Grunwald desde lo alto del caballo, con arrogancia.

—Yo soy hijo de un barón. Klaus Midders es un plebeyo… un mero instructor.

—También yo soy un «mero» plebeyo —dijo Grunwald, con tono peligroso. El pistolero se puso rojo como un tomate y abrió la boca para decir algo, pero se contuvo cuando sus ojos se fijaron en el colgante que rodeaba el cuello del cazador de brujas, y cerró la boca.

—Muy prudente —dijo Grunwald.

—Vos sois de la iglesia de Sigmar, y por tanto vuestro bajo nacimiento es de menor importancia —dijo el pistolero, con tono resentido.

—¡Helmut! —dijo Karl, con sequedad. El joven pistolero se irguió al instante y saludó bruscamente al preceptor—. Cabalgad por delante y aseguraos de que tenemos la vía libre. —El muchacho asintió con la cabeza y le clavó los tacones al corcel.

Karl sonrió con afectación.

—¿Por qué atormentáis al muchacho, Grunwald?

—No me gustan los de su clase.

—Es un mocoso malcriado; los hay a millares. Nunca vais a adelantar en el mundo si es así como tratáis a vuestros superiores.

—¿Acaso parece que tenga algún interés en avanzar por él sostenía de adular a los de su casta?

—«Su casta». ¡Ayy! Yo también soy de noble cuna, ¿sabéis?

—Existen dos tipos de nobles, Karl. Y vos no sois de la misma casta que él.

El preceptor rio.

—Tal vez. Si lo escogen para formar parte del Corazón Ardiente, se le quitará a golpes.

—Si llega a vivir tanto tiempo —matizó Grunwald. De repente, se sintió bastante despreciable por sus actos, y se adelantó a grandes zancadas para caminar en solitario.

Karl se retrasó hasta situarse junto a Annaliese, y miró con irritación a la alta figura de Eldanair que le seguía los pasos como si fuera su sombra.

—No hay nada como un paseo por la campiña, ¿eh? —dijo con tono alegre cuando la muchacha le sonrió. Ella rio del tono frívolo de él, y Karl le dedicó una ancha sonrisa.

—¿Y cómo está hoy la doncella de Sigmar? —preguntó.

Ella lo miró con el ceño fruncido, aunque sus ojos reían del chiste.

—Me gustaría que no me llamarais así.

—Os pido disculpas —dijo él, al tiempo que se inclinaba y barría el aire con una mano ante sí—. Veo que aún practicáis esgrima con el elfo antes de cada amanecer.

—Eldanair es un excelente maestro —asintió ella.

—Una maravilla, no lo dudo —dijo Karl—. Vuestro sentido de la oportunidad y vuestro equilibrio han mejorado. Os movéis bien. Yo sugeriría una espada en lugar de ese martillo, se complementaría mejor con vuestra velocidad, pero no creo que nada que yo pueda decir os convenza de no usarlo.

Annaliese sonrió.

—Me conocéis demasiado bien.

«Ni por asomo lo suficiente», pensó él.

* * *

El ejército de Wolfram Hertwig, conde elector de Ostermark, estaba acampado en Seuthes, un pueblo situado a unos ciento cuarenta y cinco kilómetros de la capital del estado, Bechafen.

Cuando se encontraban a cinco kilómetros de distancia del ejército del Imperio, les dieron el alto unos hombres que salieron de la niebla y los apuntaron con flechas. No llevaban uniforme alguno y habían aparecido silenciosamente y con gran sigilo, así que Grunwald pensó que lo más probable era que se tratase de exploradores de la milicia. No formaban parte del ejército regular del estado, sino que se los empleaba en tiempos de guerra. En otras épocas tal vez se ganaban la vida cazando, ya fuera piezas o recompensas. El jefe, un corpulento explorador llamado Dietrich que tenía brazos tan gruesos como los muslos de Grunwald, fue pillado por sorpresa cuando Eldanair se levantó como un espectro detrás de él y le apoyó la hoja de un cuchillo contra la garganta.

Con las manos en alto, Annaliese avanzó mientras le hablaba y cantaba a Eldanair, diciéndole que eran amigos, y el elfo apartó la afilada hoja, un poco a regañadientes. Dietrich frunció el entrecejo, enervado por el hecho de que el elfo hubiera podido sorprenderlo, mientras se frotaba el cuello.

Escoltados por estos exploradores, fueron llevados hasta el ejército, la última fuerza combativa que quedaba en el estado.

Desde los elevados terrenos de los brezales, el territorio descendía abruptamente, y el pueblo se veía al fondo. Había millares de tiendas de campaña montadas en los campos nevados del otro lado, y se estaban cavando precipitadamente improvisadas defensas y puestos para piezas de artillería. Varios grandes cañones, potentes máquinas de guerra fabricadas en la lejana Nuln, eran trabajosamente colocados en su sitio, mientras los ingenieros medían las distancias con pasos para asegurarse de saber cuánta pólvora poner a las cargas.

—Da la impresión de que el elector ha escogido este sitio para oponer resistencia —dijo Grunwald.

—¿Y por qué no hacer que el ejército continúe avanzando hacia el este? —preguntó Karl.

—Para que se acerque más a los refuerzos —le respondió el jefe de los exploradores, Dietrich—. Las fuerzas de la Hueste del Cuervo están concentrándose a lo largo de la frontera que separa Talabecland y Ostermark. Si hubiéramos continuado avanzando, muy bien habríamos podido acabar atrapados entre dos ejércitos enemigos. Es mejor dar media vuelta y luchar contra uno, que librar batalla en dos frentes.

—¿El enemigo controla la frontera? —inquirió Karl, y Dietrich asintió.

—Los muy perros están aumentando su potencia. O luchamos contra ellos aquí, o lo haremos en alguna otra parte —dijo, y se encogió de hombros—. Me parece que este elector tiene, al menos, un poco de sensatez; no es un mal sitio para oponer resistencia.

Era un hombre sencillo, directo y práctico, sin el más leve rastro de la pomposidad que a menudo rodeaba a los militares. A Grunwald le cayó bien.

Sí que era un buen lugar para enfrentarse con el ejército adversario, decidió. El enemigo descendería por la empinada y escabrosa cuesta hasta el valle. El hielo ocultaba los oscuros charcos de aquel pantano natural, y las fuerzas invasoras se verían enlentecidas al atravesarlo, ofreciendo durante todo ese tiempo un buen blanco para los arqueros y artilleros del Imperio.

Tras haber avanzado trabajosamente a través del fango, el enemigo se vería forzado a ascender por una abrupta cuesta de terreno limpio para avanzar hacia las fuerzas del Imperio. El recorrido seria largo y agotador, y muy probablemente el suelo helado quedaría cubierto de muertos.

Los soldados regulares que trabajaban para preparar las defensas llevaban la librea púrpura y amarilla de Ostermark aunque había muchos grupos ataviados con los colores amarillo y rojo de Talabecland y los hombres que colocaban los cañones en sus emplazamientos iban vestidos con el negro de NuIn.

El terreno era una colmena de actividad, mientras las fuerzas imperiales se preparaban para la batalla.

—De todos modos, si se puede uno fiar de la palabra de esos estirados pistoleros bastardos, se nos avecina una batalla de todos los infiernos —dijo Dietrich—. Llegaron mensajes hace más o menos una hora, antes de que nosotros saliéramos. Decían que el ejército que se dirige hacia nosotros se extiende de uno a otro horizonte.

—Parece que tenemos unas probabilidades fantásticas —comento Karl sarcástico—. Será mejor que empecemos a preparar con tiempo las celebraciones de victoria.

—No obstante, no me fio de la palabra de un pistolero mas allá de donde puedo mear —añadió Dietrich—. Y perdón por el lenguaje —añadió, al tiempo que inclinaba el sombrero en dirección a Annaliese. Ella rio, ya que le resulto cómica la imagen del enorme explorador con aspecto avergonzado.

—He oído ya cosas mucho peores, Dietrich —le aseguro—. Y estoy segura de que las oiré peores aún.

Grunwald hizo un cálculo rápido mientras descendían hacia el pueblo. Estimo que debía haber en torno a tres mil soldados acampados allí, a juzgar por el número de tiendas y colgadizos que habían levantado en el campo de cultivo del otro lado. No era ni remotamente una fuerza numerosa, y si los informes de los pistoleros resultaban ser ciertos, se verían muy superados en número cuando se trabara la batalla inminente. De todos modos era una cuestión que él no tenía poder para cambiar, así que la aparto de su mente.

—Ese elfo vuestro de ahí —dijo Dietrich, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia Eldanair, que caminaba cerca de ellos, con su rostro pálido e inexpresivo.

—No es mi elfo —replico Grunwald.

—Lo que sea. Volverá a salir con mis muchachos antes del amanecer —continuo Dietrich—, y si él quiere me gustaría que nos acompañara. Ciertamente me dejo en evidencia antes —añadió, frotándose el cuello donde se había posado la fina hoja del elfo justo encima de la arteria.

Grunwald se encogió de hombros.

—Como ya os he dicho, no es uno de mis hombres, y no creo que le interese que lo contraten. Pero, si quiere ir, es asunto suyo.

—Me parece bien —concedió Dietrich, que miró al elfo—. ¿Habla Reikspiel?

—No —replicó Grunwald.

—Ah —dijo Dietrich—. Eso podría complicar las cosas.

—Sin embargo, ella parece tener la capacidad de comunicarse con él —informó Grunwald, que señaló a Annaliese con un pulgar enguantado de negro.

—¡Preceptor! —llamó uno de los caballeros, un joven procedente de Reikland.

—¿Qué sucede, Jerek? —preguntó Karl.

—Mirad —dijo el joven con tono ansioso, al tiempo que señalaba hacia un campo abierto que había al sur del poblado. Con los ojos entrecerrados para protegerse del resplandor de la luz reflejada en la nieve, Karl vio dos grupos de caballeros que giraban y cargaban por el campo, practicando los movimientos como unidad cohesiva. El estandarte que sostenía un caballero de cada unidad era inconfundible. Karl soltó una sonora carcajada.

—¡Templarios de Myrmidia! ¡Por fin! —dijo—. Y si la diosa nos está mirando con ojos favorables, puede que incluso tengan algunos caballos de guerra de más. ¡Vamos! —gritó—. ¡Reunámonos con nuestro templo!