DIECIOCHO

DIECIOCHO

Por instrucción de Karl se habían colocado docenas de teas encendidas en torno al perímetro de la boca de la cueva, donde se mantenían verticales gracias a pilas de rocas. Habían hecho rodar piedras y rocas más grandes para transportarlas con el fin de formar un tosco muro arqueado, y fue detrás de él que los caballeros se prepararon para resistir.

Annaliese se encontraba en el ápice de la posición defensiva, erguida, con el martillo preparado en las manos y el elfo a su lado. Cuando los pieles verdes comenzaron a subir corriendo por la empinada cuesta, Eldanair trepó trabajosamente sobre las rocas y comenzó a disparar sus flechas de blancas plumas que hendían la oscuridad.

Thorrik se erguía sobre el muro de piedra, desde donde les lanzaba insultos en khazalid a los enemigos que se aproximaban, con palabras mordaces y cargadas de odio. Parecía impasible ante el enorme número de enemigos, y Grunwald se preguntó si no estaría buscando una muerte noble en batalla. Él mismo no pensaba que hubiera nada noble en la muerte, con independencia de cómo sobreviniera. La muerte era frío y suciedad llenos de dolor y pesar.

¿Una muerte heroica en batalla? La idea casi le daba risa. Sonaba bien en los grandiosos discursos de los comandantes y líderes de hombres, y cuando uno estaba rodeado de amigos y familiares, con una cerveza en la mano, lejos de los verdaderos estragos de la guerra. La muerte no era noble. Nadie que hubiera olido las consecuencias de la muerte, el hedor a sangre y heces, a carne y sesos derramados, podía decir que había algo de noble en ella. Nadie que hubiera oído los alaridos de un hombre que tardaba tres días en morir de una herida en las entrañas, o las aterrorizadas súplicas de un soldado que le rogaba al cirujano que no le amputara las piernas, podía pensar que había algo glorioso en la batalla.

Y sin embargo, allí estaba él, con las saetas de la ballesta apiladas en el suelo a su lado para poder cargar con facilidad, aguardando su propia «gloriosa» muerte en batalla contra enemigos innumerables. Se encontraba de pie detrás de las rocas bajas desde donde comenzó a disparar contra la masa de pieles verdes, y el primer proyectil se clavó en el hombro de uno de ellos. Bajó velozmente una mano para recoger otra saeta. Si no se producía un milagro, morirían todos allí sin remedio, pero no habría nadie para dejar constancia de sus muertes. No era que Grunwald temiera a la muerte —ni remotamente—, pero no la anhelaba como un último logro grandioso. No, moriría pataleando y bufando, negándose a caer en poder de Morr durante todo el tiempo posible.

Karl caminaba por dentro del perímetro de la tosca muralla defensiva gritando órdenes y alentando a sus hombres con las virtudes y la fuerza de la diosa Myrmidia. Los caballeros se mantenían en pie ceñudos y cansados, en espera de que los enemigos llegaran hasta ellos.

No tuvieron que esperar mucho.

Los primeros orcos murieron cuando trepaban por encima de las rocas, despiadadamente degollados y con las extremidades cercenadas. Thorrik se erguía, resuelto e impertérrito, encima del muro donde el hacha dejaba un círculo de sangre en torno a él al caer sobre los pieles verdes a los que les partía el yelmo y la cabeza al mismo tiempo.

Annaliese invocó a Sigmar cuando un piel verde pasó por encima de las rocas y cayó ante ella con una espada enorme en cada mano. Casi arrancó la cabeza del martillo del mango con el golpe que le propinó al orco, cuyo cráneo quedó reducido a papilla.

Grunwald disparó otra saeta de ballesta contra un enemigo, a corta distancia, e hizo caer de encima de la muralla a un fornido piel verde que aterrizó entre los otros que avanzaban detrás de él. Dejó caer al suelo la negra ballesta de pesada estructura para desenfundar las pistolas y otro orco murió con la cabeza destrozada por una bala de plomo. Otro se lanzó hacia él por la izquierda, y la otra pistola se volvió en esa dirección y detonó, momento en que la criatura cayó hacia atrás al tiempo que le salía un chorro de sangre por la espalda.

Tras enfundar las pistolas, el cazador de brujas saco la maza con la mano derecha y el cuchillo de cazador con la izquierda. La cara de un orco fue destrozada por un golpe de la primera, y el sonido del metal al partir hueso le pareció repugnante. Eldanair continuaba disparando flechas a corta distancia, y todas se clavaban profundamente en carne verde de grandes músculos; en realidad luchaba con tal gracilidad y elegancia que uno no se habría dado cuenta de que estaba herido de no haber sido por la creciente mancha de sangre de la blusa sobre el lugar en que se le había clavado la flecha la noche anterior.

Un orco enorme, de piel casi negra, rugió al bajar del muro de piedra de un pesado salto, y el suelo se estremeció bajo él. Estaba completamente recubierto, salvo la cara brutal, de gruesas placas metálicas que formaban una armadura, y empuñaba una gigantesca espada dentada en las manos, un arma casi tan alta como la criatura de dos metros de estatura.

Grunwald bramó una advertencia cuando la monstruosa bestia avanzó a grandes zancadas hacia Annaliese, mientras él mismo se esforzaba por defenderse de dos goblins que blandían lanzas y soltaban risillas.

Eldanair, al oír el grito, giró con precisión y disparó una flecha que atravesó La placa metálica que cubría el pecho de la criatura y se clavó profundamente en su cuerpo, cosa que hizo que el monstruo desviara la atención hacia el sin retroceder un solo paso, el elfo volvió a disparar, y la flecha atravesó el metal que protegía la garganta del orco, pero entonces ya lo tuvo encima, blandiendo su arma en un arco letal.

Eldanair se agachó por debajo del arma y se apartó limpiamente a un lado, pero el gigantesco orco previó el movimiento y su puño recubierto de hierro barrió el aire y le asestó en la cabeza un golpe que estuvo a punto de decapitarlo. Salió volando por el aire y fue a estrellarse contra la parte interior del muro de roca, donde se desplomó al sucio, aparentemente sin vida.

—¡Eldanair! —gritó Annaliese, desesperada. Estrelló el martillo contra un costado del brutal yelmo del orco, al que se le partió uno de los cuernos que sobresalían de él, e hizo que la bestia se tambaleara con violencia. Recupero el equilibrio y se volvió hacia ella gruñendo mientras hacía crujir el cuello girando la cabeza a uno y otro lado.

Era mucho más alto que la muchacha, y cada uno de sus brazos tenía el mismo diámetro que el cuerpo de ella, pero Annaliese se mantuvo desafiante e impertérrita. Con un rugido, se lanzó hacia ella.

Tres figuras acorazadas interceptaron al monstruo cuando Karl y un par de sus caballeros corrieron a cubrir la brecha abierta en las defensas.

Uno de ellos murió al instante cuando la enorme arma del orco penetró a través de su hombro con un rechinar metálico, y la hoja continuo cortando hasta llegar a la cadera. Los dos trozos del caballero cayeron al suelo en medio de un torrente de sangre, en el mismo momento en que Karl clavaba su espada en el pecho del orco, y su camarada descargaba la suya sobre los brazos de la bestia.

Cubierto de sangre, Karl le volvió la espalda al monstruo muerto para ver si Annaliese estaba herida, pero la joven miraba en dirección al caído Eldanair. Su martillo cantó en el aire al lanzarse ella a través de la refriega hacia el elfo. Karl la siguió un paso por detrás, entre juramentos, mientras rechazaba desesperadamente ataques dirigidos contra la muchacha. Estrelló el escudo contra la cara de un orco que caía con una rodilla en tierra en medio de un charco de sangre y con una estocada interceptó el golpe de una cuchilla descomunal que habría matado a Annaliese por detrás.

La muchacha se lanzo al suelo junto al elfo, y le busco el pulso mientras Karl se apostaba a su lado para defenderla, lanzando estocadas con la destellante espada a cualquier piel verde que se acercara.

Grunwald clavo el cuchillo con una puñalada ascendente en la garganta de otro enemigo, y empujo con todas sus fuerzas para derribar a la agonizante criatura hacia un lado donde cayó pesadamente al suelo. Un puño se estrello contra su pecho, y vio el destello de una afilada hoja que iba hacia su garganta, pero fue interceptada en el último momento por un hacha.

Tras asentir con la cabeza para darle las gracias a Thorrik, volvió al ataque, que ahora estaba involucionando hasta poco más que una reyerta mortal al saltar por encima de las rocas un número cada vez mayor de pieles verdes. Quedarían rodeados en cuestión de minutos, y entonces los masacrarían.

—¡Retroceded hasta la cueva! —bramo Karl, y Grunwald se dio cuenta de que también el caballero había visto el peligro.

—Vamos, Annaliese —grito el preceptor.

—¡Está vivo! ¡Debemos llevarlo con nosotros! —le respondió la muchacha a gritos y se puso a intentar arrastrar al elfo para apartarlo de la batalla. Grunwald atravesó la refriega esquivando ataques enemigos para ayudarla. Una espada le abrió un tajo en un hombro y él hizo una mueca de dolor, a la vez que daba un traspié Sin embargo, el golpe que debía rematarlo no llegó, y vio que un caballero pasaba a toda velocidad por su lado y clavaba en la garganta del orco la espada cuya hoja penetraba profundamente. Antes de que pudiera darle las gracias, el caballero fue atravesado por la espalda por una lanza con punta de flecha, y alzado en el aire por la fuerza de su asesino.

Corriendo y dando traspiés, Grunwald atravesó la batalla hasta llegar junto a Annaliese, aferró una de las piernas del elfo y comenzó a arrastrarlo hacia atrás, mientras Karl caminaba de espaldas ante ellos para protegerlos lo mejor posible.

—¡Thorrik! —gritó Grunwald al ver que el enano continuaba batallando furiosamente sobre el muro de piedra—. ¡Te necesitamos!

Karl estaba desviando los golpes dirigidos hacia él con el ya abollado escudo, pero resultaba obvio que el caballero comenzaba a cansarse.

—¡Caballeros del Sol Ardiente! —rugió—. ¡Atrás, a la cueva!

Un golpe que se estrelló contra el escudo lo hizo retroceder un paso, aunque con el tajo de retorno le rebanó la garganta al piel verde, que murió mientras la sangre le manaba a borbotones por la herida.

Y luego Thorrik ya estaba a su lado, contribuyendo con la fuerza de su brazo, y lucharon mientras retrocedían hasta la entrada de la cueva, que era ancha al principio pero se estrechaba bruscamente. Allí opondrían resistencia y combatirían hasta el último.

El eco de los feroces rugidos de los pieles verdes reverberaba dentro de la cueva al rebotar contra las inclinadas paredes naturales.

Tras dejar caer la pierna de Eldanair al suelo, Grunwald volvió de un salto a la lucha. Pero justo cuando una dudosa esperanza de victoria parecía desvanecerse, los orcos comenzaron a retirarse. En sus rostros había miedo, y parecían indecisos e inseguros.

Un piel verde enorme rugió su furia y empujó violentamente a los orcos para que avanzaran, pero ellos se resistían. El jefe orco avanzó en solitario con pesados pasos, y los guerreros lo siguieron con cautela.

Karl y Thorrik salieron a enfrentarse con el orco. El monstruo barrió el aire con un par de descomunales cuchillas, y la fuerza de uno de los golpes hizo caer a Karl de rodillas. Thorrik dirigió un tajo a las piernas del orco, pero el golpe fue desviado y el orco lanzó una patada que derribó al enano de espaldas.

Sonó un disparo y del cañón de una de las pistolas de Grunwald manó humo. El orco retrocedió con paso tambaleante mientras la sangre manaba a borbotones de su cuello, y Karl y Thorrik lo acometieron. Un golpe del jefe orco hizo girar al preceptor sobre sí mismo, pero el hacha de Thorrik fue certera y se clavó en la entrepierna del piel verde. Éste rugió su furia y descargó sobre un hombro del enano una de sus armas que deformó el gromril superduro e hizo que el enano cayera con una rodilla en tierra. Tras ponerse bruscamente de pie, el hacha de Thorrik se estrelló contra el mentón del orco. El gigante dio un traspié, y sus guerreros vacilaron.

La espada de Karl se clavó en el pecho del jefe orco, y la enorme bestia cayó. Con un tajo descendente del hacha, Thorrik decapitó a la bestia y alzó la cabeza cortada por encima de la suya propia, al tiempo que le rugía un desafío a la horda de pieles verdes. Su voluntad de lucha estaba quebrantada, así que dieron media vuelta, como uno sólo, y huyeron de la cueva.

Fue entonces cuando Grunwald reparó, una vez más, en el hedor del aire. Al principio había pensado que era carroña podrida, y ciertamente había algo de ese tipo en lo profundo de la oscuridad, pero también había algo más, algo que le creaba desasosiego pero no lograba identificar.

El poder del Caos.

—Hay algo aquí —dijo, y su voz sonó grave y sepulcral en el repentino silencio.

Tan antiguo como las propias montañas, despertó en las profundidades de la cueva, interrumpido su sueño por el sonido del acero contra el acero, los alaridos de los moribundos y el delicioso aroma de la sangre en el aire. En otros tiempos había sido una criatura normal, pero hacía mucho que uno de los grandes dioses del Caos lo había retorcido y corrompido, y también había alterado su naturaleza. Había dormido durante milenios, despertando de vez en cuando para matar y comer. A lo largo de los años se había hecho poderoso y fuerte, y su peludo pellejo era más resistente que el acero.

Sintió la presencia del gran dios alado que le había dado fuerza, y sintió que el poder del Caos era fuerte, mucho más que nunca antes. La larga lengua de la criatura saboreó los ondulantes vientos de la magia, y respiró profundamente para inhalar el rico aroma y llenarse con él los pulmones.

Lo llamaban de muchas maneras; entre los enanos se lo conocía como Dum Thagor, aunque el pueblo de la montaña no tenía registro de que hubiera despertado en incontables siglos, y su existencia había quedado prácticamente olvidada. Antes de la llegada de Sigmar, en los tiempos anteriores al Imperio, los hombres de las tribus de la zona lo habían bautizado como Tefalbar, mientras que para los orcos y goblins no tenía nombre, pero creían que se trataba de un aspecto primigenio de una de sus deidades, y le dejaban ofrendas de cadáveres y oro.

Volvieron a oírse los sonidos de batalla que descendían, resonando, a través de la oscuridad, y la poderosa criatura se levantó sobre descomunales patas rematadas por garras. Los labios de sus enormes fauces se retrajeron para dejar a la vista una temible dentadura, mientras ojos y bocas más pequeñas empujaron a través de la carne del hocico, desgarraron la piel, parpadearon o se abrieron sin emitir sonido alguno antes de volver a fundirse con la carne viviente una vez más. Los ojos propios de la bestia parpadearon, y se vieron sus negros iris ribeteados de oscilante llama azul.

Se irguió sobre las patas traseras y lanzó un rugido ensordecedor que hizo ondular el aire con la energía del cambio. Volvió a dejarse caer sobre las cuatro patas, y comenzó a trepar para enfrentarse a los intrusos, arrancando con las garras grandes trozos de roca de las paredes de la cueva al ascender hacia la superficie.

* * *

—En el nombre de Sigmar, ¿qué ha sido eso? —dijo Annaliese, con el semblante pálido, cuando el atroz rugido resonó por la cueva.

—Algo con lo que los pieles verdes temen enfrentarse —replicó Karl, mientras giraba sobre sí con cautela, espada en mano, para mirar hacia la oscuridad que los rodeaba. Los otros caballeros también rotaron precavidamente, lamiéndose los labios con gesto de incertidumbre—. No creo que ésta sea la cueva más segura para descansar —añadió el preceptor.

—¿No lo creéis? —le espetó Grunwald.

—¿Cómo está el elfo? —preguntó Karl.

—No está en condiciones de viajar —replicó Annaliese. Eldanair había recobrado el sentido, pero resultaba evidente que no podía ponerse de pie.

—Perfecto —dijo Karl—. ¿Así que, entonces, simplemente nos quedamos aquí sentados y esperamos a que aparezca la bestia del inframundo?

—No dejaré a Eldanair aquí —le espetó Annaliese—, y os degrada el sólo hecho de pensarlo.

Karl tragó con dificultad, pero tuvo la delicadeza de adoptar un aire avergonzado.

—Lo siento —dijo—. El enojo ha hablado por mi boca. Por supuesto que no podemos dejarlo. Pero ¿no podríamos transportarlo?

—Los orcos han establecido campamento abajo —informó uno de los caballeros, al entrar en la cueva—. Tienen apostados centinelas que vigilan la entrada.

—Bueno, creo que eso responde a mi pregunta —dijo Karl.

—¿Has oído alguna vez hablar de alguna bestia que merodee por esta zona? —preguntó Grunwald a Thorrik.

El enano negó con la cabeza.

—Pero yo no conozco esta zona, humano ni conozco sus leyes locales.

—Encendamos una hoguera —sugirió Grunwald—. Si se trata de una bestia natural temera a las llamas.

—No había nada de natural en el sonido de ese rugido —murmuró Karl, pero organizó a sus hombres con rapidez para que hicieran lo que decía el cazador de brujas. Hacer algo era mejor que quedarse simplemente sentado, esperando a que fuera por ellos cualquier cosa que pudiera salir de las profundidades.

Lo olieron antes de verlo. Hedía a carne podrida pero en torno a él había un nauseabundo y sofocante vapor del Caos. El hedor era potente, y todos se levantaron al mismo tiempo de los sitios en que estaban sentados en torno al fuego y sacaron armas. Grunwald sintió que se le contrata el estomago y sabor de bilis en la lengua.

—¡Dioses, que hedor tan atroz! —dijo Karl, al tiempo que escupía, y Grunwald supo que la energía del Caos los estaba arañando a todos. Solo el de entre el grupo, se había enfrentado a menudo con los secuaces de los dioses oscuros y percibido aquella nauseabunda esencia corruptora del Caos—. Puedo sentirlo retorciéndose dentro de mi.

—Decid en voz alta los rezos de vuestra orden —les dijo Grunwald a los caballeros—. Vuestra fe será vuestro escudo.

De inmediato, todos los caballeros comenzaron a recitar una plegaria en el idioma de los hombres del sur del Imperio territorio de origen de la fe de Myrmidia. Garunwald comenzó a decir en voz alta una plegaria dirigida a Sigmar, y Annaliese se le unió y sus voces continuaron rezando juntas. Eldanair estaba claramente angustiado e intento ponerse de pie, pero volvió a desplomarse en el suelo con la frente cubierta de sudor. Solo Thorrik parecía impasible, inmóvil y ceñudo esperando a lo que fuera que se aproximaba.

El aire parecía rielar como si estuviera caliente, pero veían ondulantes formas que se retorcían en la periferia de su campo visual, figuras fantasmales que se lanzaban contra ellos con la boca abierta y las garras desplegadas en el extremo de largas extremidades. Los caballeros se volvían a izquierda y derecha para enfrentarse con estos demonios, pero cuando miraban de frente el sitio en que estaban, no había nada. Inquietantes y etéreas, estas imágenes parecían incapaces de causarles daño porque se convertían en humo cuando tendían las zarpas hacia ellos, aunque en torno de sí oían extraños chillidos como cacareos y risillas.

Los guerreros se reunieron en un círculo alrededor del fuego, mirando hacia fuera, mientras sus ojos iban de un lado a otro para intentar ver con claridad las enloquecedoras imágenes que los rodeaban.

—No son nada —dijo Grunwald, que intentaba no dejarse distraer por las apariciones—. Criaturas de la sombra… no pueden hacernos daño.

Aun así, resultaba imposible no hacer caso de las cambiantes figuras que se retorcían, se volvían borrosas y mutaban justo en la periferia de su campo visual. No obstante, no eran más que meros heraldos de la bestia que salió de las sombras. De hecho, ante sus propios ojos fueron exhaladas más de estas criaturas espirituales como jirones de nube por las fosas nasales de la gigantesca bestia, y volaron a rodear al grupo.

El suelo se estremeció al avanzar la bestia, que se irguió sobre las patas posteriores hasta alcanzar una altura de casi seis metros. Estaba cubierta de espeso pelo negro apelmazado, aunque tenía el vientre pelado, con la piel llena de cicatrices de gélido color azul. Alzó las patas delanteras muy en alto, cada una rematada por largas garras como guadañas, así como por púas óseas y protuberancias brillantes y mortíferas. Puede que su cabeza hubiese sido la de un oso, en otros tiempos, pero había crecido y mutado hasta salirse de toda proporción; lucía púas de hueso negro que le crecían en la frente como una corona, y de la babeante boca le sobresalían enormes colmillos curvos.

Abrió las fauces, que parecían tener un doble juego de articulaciones porque se abrían mucho más que las de cualquier criatura natural, y cuando rugió, el aire rieló ante ellas y los guerreros se tambalearon al recorrerlos la náusea y nublárseles la visión. Crecían espinas en el mentón del monstruo, y, cuando rugió, Grunwald alcanzó a ver que en las profundidades de la boca ardía fuego azul. También los ojos, pequeños y redondos, estaban ribeteados de fuego que quedó invisible por un momento cuando parpadearon y se cerraron cuatro párpados sobre cada globo ocular cargado de odio.

Volvió a rugir, y varios de los caballeros se tambalearon y cayeron de rodillas, mientras se aferraban la cabeza. También Grunwald se sintió mareado, como si hubiera bebido demasiado vino o inhalado vapores nocivos que alteraran la mente. Los espíritus de sombras que giraban alrededor del grupo se cerraron sobre ellos, como si se alimentaran de la confusión, el miedo y la desorientación. Comenzaron a girar enloquecidamente, creando repugnantes dibujos con sus etéreos cuerpos, para formar odiosos símbolos malignos y formas hipnóticas.

—¡Fuera, inmunda bestia del Caos! —rugió Grunwald, con lo que rompió bruscamente el hechizo. Apuntó al monstruo con una de sus preciosas pistolas de rueda, y la detonación del disparo cortó los fantasmales susurros de las mortecinas manifestaciones del Caos.

La bala impactó en un carrillo de la bestia, pero rebotó contra su carne como si hubiera golpeado piedra, sin dejar marcas ni verdugones. La criatura inspiró profunda y entrecortadamente, y los seres espirituales fueron reabsorbidos por las fosas nasales de la bestia y desaparecieron en un instante. Sin embargo, no se desvanecieron, ya que ahora se las podía ver dentro de la carne de la bestia, empujando contra la piel de su pecho y vientre, y formando con su carne bocas, ojos y zarpas.

Cayó sobre las cuatro patas y cargó hacia el grupo; la piedra se partía bajo el impacto de sus enormes zarpas. Grunwald saltó hacia un costado de la monstruosidad al tiempo que le disparaba con la otra pistola, y la bestia acortaba distancias con vertiginosa rapidez. La bala de plomo que impactó detrás de la pata anterior izquierda cayó al suelo, aplastada, como si la hubieran disparado contra una pared de piedra.

Uno de los caballeros reaccionó con demasiada lentitud, y la bestia le atravesó el cuerpo con un grueso colmillo que hendió el metal del peto y salió, por la espalda. Lo levantó en alto, y la sangre caliente salpicó el rugiente fuego, que siseó y chisporroteó con furia. La bestia sacudió la cabeza y lanzó al caballero muerto al otro lado de la caverna, donde se estrelló contra la pared antes de deslizarse hasta el suelo.

Karl rugió un grito de guerra y acometió un flanco de la bestia con la espada, momento en que también sus caballeros se lanzaron hacia los cuartos traseros del monstruo hendiendo el aire con las hojas de las suyas, que rebotaron en las ancas de la bestia. Redoblaron el esfuerzo y volvieron a atacar, pero la criatura parecía invulnerable.

La bestia giró sobre sí y sus colmillos golpearon a dos caballeros que salieron despedidos, y un tercero fue derribado por un golpe de una de las patas anteriores que barrió el aire, y cayó debajo de ella. La monstruosa criatura se irguió sobre las patas posteriores para volverse hacia el caballero caído con el fin de recogerlo y llevárselo a las fauces. Con un salvaje mordisco, el guerrero fue cortado por la mitad y los otros caballeros retrocedieron ante el monstruo, con el creciente pánico reflejado en el rostro.

Pensando con rapidez, Grunwald recogió de la hoguera un leño encendido y lo lazó hacia la bestia, girando sobre los extremos. Golpeó al monstruo a la altura de la cintura, y el espeso pelaje se encendió al instante. El hedor del pelo quemado inundó la cueva, y la criatura volvió a caer sobre las cuatro patas, gruñendo con ferocidad, mientras de su boca chorreaban regueros de sangre y saliva sobre el suelo. Las llamas del lomo aumentaron por un momento, pero luego cambiaron del color anaranjado al azul, luego al púrpura, y finalmente se apagaron del todo.

Thorrik y Annaliese cargaron contra la bestia. Thorrik le asestó un tajo de hacha con todas sus fuerzas, pero el arma rebotó. Annaliese estrelló el martillo contra una pata de la criatura; que pareció sentir un poco de dolor, aunque no quedó ni remotamente herida de verdad, y se volvió, enfurecida, hendiendo el aire con las garras. Golpeó a Thorrik en el pecho con una pata tan grande que le cubrió desde el cuello a la entrepierna, y lo lanzó volando por el aire. El enano recibió lo más fuerte del impacto, pero también Annaliese salió volando hacia atrás, se golpeó la cabeza con fuerza contra un afloramiento de roca, y cayó, laxa, al suelo.

—¡AnnaIiese! —gritó Karl, que volvió a cargar contra la bestia, y Grunwald se le unió, al tiempo que gritaba una plegaria dirigida a Sigmar. El cazador de brujas atacó con la maza sujeta a dos manos, y gruñó al imprimirle todo su peso al ataque. Fue como golpear la muralla de un castillo, y retrocedió con paso tambaleante, mientras la vibración del impacto ascendía por sus brazos.

La criatura se volvió contra él, y Grunwald le lanzó un frasco de agua bendita contra la cara. El recipiente se hizo añicos al impactar, y regó un costado de la cara de la bestia con su contenido. La carne se ampolló y siseó al quemarse, y vio que uno de los ojos del monstruo se disolvía en una masa de tejido licuado.

La bestia rugió de dolor y se tambaleó, sacudiendo la cabeza. Al retroceder aplastó a un caballero con una pata, y le lanzó un golpe ciego a otro que esquivó apenas la mortífera zarpa.

—¿Tenéis más de ese líquido? —gritó Karl.

—No —replicó Grunwald. Los otros frascos que llevaba encima se habían roto durante la lucha contra los pieles verdes.

—Entonces se acabó —dijo Karl, mientras alzaba la mirada hacia la monstruosa bestia que claramente se preparaba para volver a cargar.

—Eso parece —asintió Grunwald.

La bestia exhaló, y las criaturas fantasmales salieron como un torrente la rodearon. Una de ellas tendió las manos hacia Grunwald, pero las retiró como si se hubiera quemado, y fue entonces cuando se dio cuenta de que el colgante que llevaba en torno al cuello relumbraba suavemente.

Lo aferró con fuerza en una mano y se preparó para morir.

Thorrik parpadeó y se puso de pie. Le pareció que tenía varias costillas rotas, pero hizo caso omiso del dolor. Había desaparecido su hacha. Miró en torno y vio que el cazador de brujas lanzaba el frasco contra la cara de la bestia a la que vio retroceder con paso tambaleante, y oyó el breve intercambio de palabras entre los dos humanos.

Sus ojos se fijaron en algo que estaba apoyado contra la pared de la caverna, algo que había dejado allí antes de que en el exterior comenzara la lucha contra los pieles verdes. Un objeto envuelto en cuero aceitado.

Volvió rápidamente la mirada hacia la bestia y vio que un par de caballeros retrocedían con paso tambaleante, con las armas inutilizadas. Uno de ellos murió un segundo después, desgarrado en dos al ser atrapado por las descomunales patas de la bestia mutada por el Caos. Su vista volvió hacia la antigua reliquia de familia que había llevado a través del Imperio y de vuelta, y maldijo al darse cuenta de lo que tenía que hacer.

Gateó por el suelo de la caverna hasta la reliquia y la levantó entre las manos, tras dejar a un lado el escudo. Susurrando para pedir perdón a sus ancestros, le arrancó al objeto el cuero aceitado que lo cubría, y sostuvo respetuosamente entre las manos la reliquia familiar del guerrero de la antigüedad, Karagaz, con expresión reverente en el rostro.

Era una hermosa e inmaculada hacha de guerra que tenía grabadas runas, forjada hacía seis generaciones por los mejores herreros de guerra de Zhufbar, y grabada por el herrero rúnico Beorik Puño de Plata. Era un hacha de doble filo cuyo grueso mango tenía grabadas runas de poder, con incrustaciones de oro y gromril. La hoja de doble filo estaba forjada en forma de cabezas de dragón gemelas que brillaban a la luz del friego. Un arma así jamás necesitaría ser afilada, y sus filos nunca se oxidarían ni mellarían.

Muchas eran las viejas historias que hablaban de bestias de las profundidades que eran inmunes a todo menos al golpe de un arma rúnica, tanto los wyrms de los lugares oscuros como los dragones de los traicioneros elfos.

Con el corazón acongojado alzó la reverenciada arma, la giró ante sí, y sus ojos se posaron sobre la descomunal bestia del Caos. El monstruo cayó sobre las cuatro patas y cargó contra los pocos humanos que quedaban en pie, momento en que Thorrik sintió que el fuego de sus entrañas se transformaba en un rugiente infierno de cólera.

Vociferando el nombre de Grimnir para invocarlo, Thorrik cargó contra la bestia al tiempo que echaba atrás la brillante hacha rúnica por encima de un hombro. La inscripción rúnica del mango se iluminó, al rojo blanco, ansiosa, y con un potente golpe Thorrik cercenó una de las patas posteriores de la bestia. Por la herida manó un manantial de sangre, así como espíritus fantasmales demacrados y con el espectral rostro contorsionado por el dolor y el miedo. Se disiparon en el aire y desaparecieron por completo, y la monstruosa bestia se desplomó en el suelo, mientras un penetrante rugido de dolor manaba de su garganta.

Entonando los cantos de guerra de su clan y su fortaleza, Thorrik se acercó a la bestia que se debatía y le clavó el hacha profundamente en el cuello. Luego retrocedió para apartarse del monstruo mortalmente herido, sin dejar de canturrear, y se quedó mirando cómo la vida escapaba de él.

La sangre hervía y crepitaba sobre el suelo de piedra de la caverna al caer de las heridas, mientras el monstruo continuaba debatiéndose enloquecidamente. Las garras tallaban grandes surcos en la piedra, y más formas fantasmagóricas manaron de la herida del cuello, gritando débilmente y desapareciendo en el aire.

La carne de la bestia ondulaba al recorrerla una mutación incontrolable, y huesos puntiagudos como púas atravesaron la piel que cubría el espinazo, retorciéndose y enroscándose entre sí. En un flanco de la bestia moribunda se abrió una boca enorme que tenía incluso dientes y un par de lenguas como látigos, y una de las patas delanteras se derritió para transformarse en una grotesca aleta abotagada que golpeó contra el suelo de piedra, salpicando sangre burbujeante. La piel azul del pecho cayó y dejó a la vista costillas y palpitantes órganos recubiertos por una película de fuego azul, y este fuego se alzó muy arriba cuando la bestia lanzó el último rugido agónico, y por su rostro se extendieron telarañas de carne en proceso de mutación.

Al fin se hizo el silencio, y las llamas azules se apagaron. Lo único que quedó fue un inmundo montón de carne y pelo de olor rancio, un repugnante cadáver que hablaba del horrendo toque del Caos.

—Quemadlo —dijo Grunwald, con voz ronca, y colaboró con los otros en apilar leña en torno a la inmunda criatura, antes de arrojarle encima teas encendidas.

Con el corazón acongojado, Thorrik se alejó de los otros con pesados pasos, y comenzó a limpiar meticulosamente la poderosa hacha rúnica, con cara ceñuda.

Haber usado esa arma, una reliquia de familia que había jurado entregar a su único y legítimo propietario vivo, y había fracasado en el empeño, constituía un sacrilegio que se vería obligado a purgar. Lustró el arma en silencio hasta que, finalmente satisfecho, la envolvió en cuero aceitado y la ató fuertemente con bramante. Luego volvió a dejarla apoyada contra la pared de la cueva, y sacó la pipa.

Rodeado de humo, se quedó sentado en silencio, meditabundo y perdido en sus oscuros pensamientos.

* * *

Cuando los primeros rayos de la aurora penetraron por la entrada de la cueva, los caballeros se aventuraron precavidamente al exterior. Los orcos y goblins se habían marchado, y dejado tras de sí toscos tótems que tal vez tenían por objeto honrar a la bestia de la cueva. Sus muertos habían sido abandonados donde habían caído, y los graznidos de las aves carroñeras que se peleaban por los mejores bocados sonaban con fuerza en el silencio matinal. Muchos de los cadáveres de los caballeros habían sido mutilados hasta resultar casi irreconocibles.

Exhausto, cansado como nunca, Karl les ordenó a los templarios que exploraran el área, y encontraron otra cueva, afortunadamente libre del repugnante hedor del Caos. Allí trasladaron a sus muertos y heridos. Los que habían perecido fueron tendidos en el fondo de la cueva, con las manos en torno a la espada, y se atendieron las heridas de los que estaban vivos. Luego, los miembros del grupo se tumbaron a descansar y cayeron en un sueño reparador, sin sueños, vigilados por los turnos de guardia que cambiaban cada tres horas.

Thorrik no podía dormir, y se sentó en la entrada de la cueva a fumar su pipa y contemplar el tránsito del sol por lo alto. Finalmente, incluso él sucumbió al cansancio, y se quedó dormido.