DIECISIETE
Cuando llevaban tres horas de marcha desde que habían salido de Karak Kadrin, Eldanair avistó a los primeros de sus perseguidores. El elfo estaba erguido en toda su alta estatura sobre un promontorio de roca, silencioso y melancólico centinela que tenía la vista fija en el oeste. Había llegado la aurora para bañar el territorio con una luz fría, y por las laderas de la montaña ascendía un viento gélido que hacía volar sus largos cabellos de ébano en torno a la cabeza, para formar un halo.
Poco crecía sobre los afilados peñascos del valle, salvo hierba dura pegada al suelo y arbustos espinosos; había pocos sitios donde ocultarse. Eldanair observó con ojos entrecerrados cómo los pieles verdes descendían con cuidado por una resbaladiza cuesta de esquisto, un sendero traicioneramente cercano a una caída vertical por el que ellos mismos habían descendido apenas una hora antes.
El elfo maldijo al ver que los pieles verdes acortaban distancias, y que eran demasiados como para poder vencerlos en batalla. Un flaco goblin que hacía las veces de explorador y conducía al grupo, llevaba envueltas en torno a una mano dos cadenas de las que tiraban un par de bestias bulbosas. Eran similares a las criaturas de mandíbula descomunal que habían lanzado contra la máquina de vapor de los enanos en las profundidades del subsuelo, pues eran poco más que bolas de músculos dominadas por babeantes fauces enormes, con un par de patas cortas y fuertes que les proporcionaban locomoción. Estos monstruos parecían tener grandes rendijas a modo de fosas nasales con las que olfateaban el suelo, sin duda para seguir el rastro de las presas que perseguían.
Detrás de este goblin y sus mascotas iban otros pieles verdes, una abigarrada colección de orcos y goblins, ya que Eldanair podía distinguir más de cincuenta figuras que bajaban con cuidado por la traicionera cuesta. Mientras observaba, uno de ellos, un corpulento orco gigante de brazos desnudos que llevaba una gorra de pieles, perdió pie sobre el esquisto suelto y resbaló hacia el precipicio. Logró detenerse al aferrar un afilado afloramiento de roca antes de caer, y quedó con las piernas colgando sobre la caída de trescientos metros.
Ninguna de las otras criaturas fue a ayudarlo, pero, al parecer, el incidente les resultó tremendamente divertido, pues se dieron palmadas en las piernas mientras su cuerpo se estremecía de grosera risa. El orco logró izarse y ponerse de pie en suelo firme, para luego golpearle la cabeza a un orco más pequeño con un carnoso puño, antes de lanzar por el borde del precipicio a un goblin que aún reía. La figura que agitaba piernas y brazos desapareció en la niebla que se adhería a la falda de la montaña.
Negras aves carroñeras volaban en círculos y planeaban en el aire por encima de los pieles verdes, dejándose llevar por los vientos que los escarpados peñascos obligaban a ascender. Estaba claro que seguían a los orcos, sabedores de que les proporcionarían un banquete de muerte. Eldanair contemplaba a estas aves con ojos fríos. Y por un momento oyó los estridentes graznidos que los vientos llevaron hasta sus sensibles oídos.
De un grácil salto bajó del promontorio rocoso y cayó suavemente de pie sobre la nieve, con el arco en las manos.
Mediante gestos de las manos y acciones silenciosas el elfo le transmitió a Annaliese el número de enemigos que los seguían, y con cierta dificultad y creciente frustración logró hacerle entender que se encontraban a una hora de distancia, detrás de ellos. La muchacha asintió con la cabeza y les repitió la información a los demás.
—Yo digo que les hagamos frente y luchemos —gruñó Thorrik, y aunque Eldanair no entendió las toscas palabras comprendió el significado—. No huiré de la batalla como un elfo.
Se organizó una discusión y se dijeron palabras fuertes entre los humanos, mientras el enano hablaba con frases bruscas, cortas y malhumoradas. Al fin el grupo volvió a ponerse en movimiento, pero el enano parecía enojado y descontento con la situación. Eldanair le lanzó una mirada ceñuda al pequeño guerrero, con el desdén claramente visible en su rostro.
El enano dijo algo cortante y brutal al pasar ante el elfo con pesados pasos, mientras sus ojos destellaban dentro del yelmo que le cubría completamente la cara. Eldanair le espetó una contestación en su propio idioma, con palabras de sonido mordaz y arrogante que hicieron que el enano se volviera contra él al tiempo que alzaba el hacha. Eldanair mantuvo la mirada fija en el ceñudo guerrero, con una flecha cargada en el arco. El enano avanzó un paso hacia él y el arco ascendió, con la cuerda tensa.
Muy bien podría haberse derramado sangre en ese momento, pero Annaliese se interpuso entre ambos y comenzó a hablar rápidamente, con palabras cargadas de enojo. El enano dio media vuelta con un gruñido, y se alejó del elfo con pesados pasos. Annaliese le dirigió a Eldanair una mirada de reproche, y a continuación también ella dio media vuelta y continuó avanzando por el sendero.
Los ojos del elfo se entrecerraron mientras observaba alejarse la figura de Thorrik que marchaba pesadamente por la nieve. Irguió la cabeza y comenzó a retroceder en la dirección por la que orcos y goblins se aproximaban a la base del sendero de esquisto que habían dejado atrás.
—¿Adónde va ahora? —preguntó Karl, contemplando la alta figura del elfo que se alejaba, y Grunwald se encogió de hombros.
—Probablemente a cubrir nuestro rastro, o algo parecido —replicó.
—Ese personaje me hiela la sangre —dijo el _preceptor—. La forma en que sigue los pasos de la muchacha. No es natural.
Grunwald volvió a encogerse de hombros. El caballero contemplaba a Annaliese que avanzaba con cuidado por el escarpado terreno, ante ellos. Su cabello brillaba con fuerza en la luz del sol naciente.
—Aunque ella es una belleza, ¿verdad? —dijo Karl, con los ojos fijos en la figura de la muchacha.
Grunwald se limitó a gruñir a modo de respuesta.
En el rostro apuesto y sin arrugas del caballero, apareció una ancha sonrisa. ¡Qué diferente era ese rostro del suyo propio!, pensó Grunwald, mientras se rascaba ociosamente la mandíbula llena de cicatrices y con la barba crecida.
—El aire de la montaña, una mujer hermosa a mi lado… En circunstancias diferentes, éste habría podido ser un viaje agradable —comentó el caballero.
—Ella no es vuestra mujer, Karl —señaló Grunwald.
—Aún no —replicó el caballero, con un guiño lascivo que hizo que el cazador de brujas soltara un bufido.
—Os deseo buena suerte en eso —dijo Grunwald—. No llegará a nada.
—Me subestimáis, amigo mío. Mujeres de todo lo largo y ancho del Imperio se regocijan cuando llego a sus poblados y ciudades y lloran ríos de lágrimas cuando me marcho. Mis habilidades en el tálamo son legendarias.
—Leyenda propagada por vos, sin duda —dijo Grunwald, riendo mientras sacudía la cabeza. El caballero le dedicó una mirada fingidamente herida.
—Ya veremos —replicó, con los ojos brillantes de pasión.
El grupo continúo marchando durante la mayor parte del día, descendiendo cada vez más por el serpenteante camino a medida que el valle comenzaba a ensancharse ante ellos. Eldanair regresó algunas horas más tarde, silencioso y fantasmal, y Annaliese les explicó que había estado tendiendo algún tipo de trampas para los perseguidores. Fueron testigos auditivos del funcionamiento de una de esas trampas en el momento en que el sol comenzaba a descender hacia las montañas que tenían detrás, un estruendo de piedras y un grito estrangulado, aunque ignoraban qué clase de trampa había erigido el elfo.
Continuaron avanzando cuando ya había caído la noche y todos pudieron ver señales de sus perseguidores unas brillantes antorchas que llameaban en la oscuridad seguían inequívocamente el mismo camino que ellos, a pesar de todos los esfuerzos hechos por Eldanair para desviarlos del rastro.
Mientras caminaban, comieron la dura carne salada que les exigía masticar mucho, pero era un alimento que extrañamente, saciaba. Ninguno de ellos se sintió tranquilo con el paso de las horas. El aire era gélido, y avanzaban trabajosamente a través de una nevisca que hacía que cada paso fuese un trabajoso suplicio. Al fin, la tormenta paso de largo y pudieron ver otra vez las estrellas, millones de diminutas luces que cribaban el firmamento.
El enemigo continuaba tras ellos, y en todo caso parecía estar acercándose.
—¿Es que no necesitan descansar, como nosotros? —refunfuño uno de los guerreros de Karl. Los caballeros retrasaban al grupo, porque las pesadas armaduras eran más un estorbo que una ayuda en la larga marcha. No obstante ni uno solo de ellos habría considerado siquiera la posibilidad de quitarse la armadura y abandonarla, y nadie mencionó la idea.
Cuando la primera luz del alba comenzó a inundar el cielo, estaban cansados y doloridos. Se detuvieron para hacer un breve descanso, se sentaron, agradecidos, sobre rocas y se pasaron unos a otros pellejos de agua.
—¿Dónde está el elfo? —preguntó Karl, y los demás miraron en torno y se dieron cuenta de que no se lo veía por ninguna parte. Annaliese frunció el ceño y se puso de pie, para rotar sobre sí hasta completar el giro, con la preocupación evidente en el rostro.
—Nunca se sabe, con uno de ellos —replicó Thorrik—. Probablemente nos ha abandonado a nuestra suerte para huir.
—Él no nos abandonaría —dijo Annaliese, acaloradamente.
—Yo no lo descartaría, en su caso —insistió el enano, como al descuido—. Son de naturaleza engañosa. No tienen ninguna comprensión de lo que es el honor los elfos.
—Thorrik, controla tu lengua —dijo el cazador de brujas, mientras Annaliese miraba al enano con ojos coléricos y ceño fruncido. El rompehierros se limitó a encogerse de hombros.
—Estoy seguro de que se encuentra bien —le dijo Grunwald a la muchacha—. Y no nos conviene esperar aquí su regreso. Debemos continuar.
Cuando el grupo reanudó la marcha, Grunwald se situó junto a Karl.
—¿Pensáis realmente que el elfo va a regresar? —preguntó el caballero—. Creo que hay algo de verdad en lo que ha dicho el enano, ¿sabéis?
Grunwald alzó la mirada hacia el caballero.
—Regresará.
—¿Tan seguro estáis?
Grunwald suspiró.
—Si estuviéramos sólo vos, yo, vuestros caballeros y el enano, no, creo que no regresaría. Pero no abandonará a Annaliese.
Durante algunos minutos caminaron en silencio. Al mirar al caballero, Grunwald vio que su expresión era sombría.
¿Dónde estaba el elfo?
* * *
Eldanair se encontraba agachado detrás de las rocas, casi invisible en la oscuridad. La expresión del rostro era dura mientras escuchaba los sonidos de los persecutores que se acercaban. Al final, se levantó y apuntó con rapidez.
La primera flecha atravesó el ojo izquierdo de la inmunda bestia que llevaba el goblin, y que cayó pesadamente al suelo, agitando las gruesas patas cortas.
Las criaturas parecían capaces de seguir un rastro del mismo modo que los sabuesos, pues sus fosas nasales se dilataban al olfatear el suelo. Por mucho que el elfo hiciera para disimular el rastro, aquellas criaturas conducían a los pieles verdes de modo infalible, así que tenían que morir.
El goblin lanzó un fuerte chillido y soltó la cadena de la otra criatura, que comenzó a ascender a saltos hacia Eldanair, con la mandíbula inferior colgando y las fauces muy abiertas al lanzar un rugido gutural.
El goblin volvió a chillar, sin duda para pedir ayuda, y disparó una flecha hacia el elfo con su arco corto. Eldanair ni se inmutó cuando la flecha se hizo pedazos contra las rocas, a sus pies. Apuntó con cuidado y disparó por segunda vez. La flecha se clavó en una mejilla de la voraz bestia que ascendía a saltos por las rocas, pero eso no ralentizó su frenética carrera.
Disparó otra flecha que pasó entre las separadas mandíbulas y atravesó el fondo de la cavernosa boca. El monstruo continuó adelante, y otra flecha silbó por el aire en dirección a Eldanair. El elfo se inclinó hacia un lado y el proyectil pasó zumbando junto a su oído. Aparecieron un par de orcos de pesada constitución que bajaron pesadamente por la senda hacia el goblin, rugiendo y bramando al ver al elfo.
Una última flecha se clavó en la bulbosa cabeza de la criatura que saltaba de roca en roca hacia Eldanair, aunque tampoco logró enlentecer a la criatura sedienta de sangre. Eldanair desenvainó la espada de larga hoja y esperó a que el monstruo saltara. Chorreándole saliva de la enorme boca abierta, la criatura flexionó las patas y se impulsó hacia él, con miles de curvos dientes a la vista dentro de la dilatada boca. Hasta la nariz del elfo llegó hedor de carne rancia y de algo que olía a hongos podridos, y estuvo a punto de provocarle una arcada. Cuando la criatura le lanzó una dentellada, él le abrió un largo tajo en el pellejo.
La bestia volvió a flexionar las patas y se le lanzó al cuello. Eldanair dio un preciso paso hacia un lado y le abrió una profunda herida en un costado al monstruo cuando pasó de largo. Gruñendo y ladrando enloquecidamente como un sabueso, las mandíbulas le lanzaron una dentellada al largo cabello negro que pasó volando sobre el vacío. Durante un momento, la bestia pareció quedar suspendida en el espacio abierto, pataleando enloquecidamente, antes de precipitarse por una caída de sesenta metros hacia la oscuridad, sin dejar de gruñir y ladrar.
Se oyó un angustiado alarido de odio, y Eldanair sintió un agudo dolor en el cuello al pasar una flecha de largo y dejarle una herida dolorosa. Hizo una mueca al sentir que le corría sangre caliente por la piel, y se alejó de los orcos que iban hacia él, saltando con ligereza de una a otra roca.
Rodeó una roca enorme y saltó por encima de un claro de nieve intacta que medía unos dos metros. Cayó en voltereta, y al levantarse sobre una rodilla giró sobre sí, con una flecha encajada en la cuerda del arco. Cuando los orcos aparecieron por detrás de la roca, disparó y la flecha se clavó en el pecho del primero de ellos, que sin pensarlo siquiera se la arrancó, la arrojó a un lado, y, con un rugido, se lanzó hacia el elfo con su arma en alto.
Los dos orcos cargaron, pero de repente el suelo cedió bajo sus pies. Con gran cuidado, Eldanair había construido una ligera plataforma de tojo y palitos, antes de cubrirla con grama y nieve. Los orcos bramaron cuando su peso hundió la endeble estructura, y cayeron para desaparecer en la oscuridad. Cuatro segundos más tarde se oyó un distante estruendo metálico cuando los cuerpos impactaron sobre las afiladas rocas del fondo.
Eldanair echó a correr otra vez por el suelo nevado, como una fantasmal aparición que atormentó a los pieles verdes durante el resto de la noche. Varios más murieron en sus trampas y lazos astutamente preparados. Tropezar con una oculta cuerda de bramante hacía que una rama verde que tenía atadas afiladas estacas de madera saliera disparada para estrellarse contra el pecho de un orco. Dos horas más tarde, otros varios murieron cuando Eldanair hizo que una avalancha de rocas cayera sobre ellos, cosa que obligó a los supervivientes a buscar una ruta alternativa.
Una hora antes del amanecer, Eldanair mató a otros dos al surgir de debajo de la nieve para disparar una andanada de flechas contra ellos, y huir otra vez cuando los supervivientes cargaron contra él. Pero ahora se mostraban más cautelosos, y rápidamente dejaban de perseguirlo.
No obstante, estos ataques no estaban exentos de riesgo, y al amanecer regresó cojeando junto a sus compañeros, con una flecha de negras Plumas profundamente clavada en un costado.
—¡Eldanair! —gritó Annaliese al avistar al elfo, y corrió hacia él a tiempo de atrapar al exhausto compañero en sus brazos. Lo obligó a sentarse, y le retiró la ropa en torno a la herida. El elfo vio que el joven caballero humano fruncía el ceño. La herida era fea y roja, y Annaliese la lavó con agua para limpiar la sangre de la piel.
Se la habría arrancado él mismo, pero los goblins usaban flechas con puntas hacia atrás que le habría desgarrado la piel si hubiera intentado retirarlas. Sin duda, era por eso que discutían los humanos mientras miraban la herida. Uno de ellos, el bruto feo vestido de negro al que llamaban Grunwald, hizo un gesto de empujar.
—Sí —dijo Eldanair en el idioma de los elfos, al tiempo que asentía con la cabeza, mirando al hombre. El humano, al entenderle, le respondió con un gesto de asentimiento y le ofreció un trozo de cuero para que lo mordiera. El elfo miró la tira de cuero con desprecio, y negó con la cabeza. Grunwald se encogió de hombros mientras se quitaba el sombrero, y se pasó el dorso de una mano por la frente.
El cazador de brujas posó una mano sobre el hombro del elfo, y con la otra aferró firmemente el asta de la flecha de negras plumas. Sin ceremonia alguna, empujó la flecha con fuerza para clavarla más en el cuerpo del elfo. Manó abundante sangre de la herida, y el rostro de Annaliese palideció. Eldanair hizo una mueca a causa del dolor, pero no gritó. Grunwald empujó con fuerza, y al fin el extremo con crueles puntas inversas salió por la espalda. El cazador de brujas saco con rapidez la flecha del cuerpo del elfo, rodeando la punta con una mano y tirando hasta sacar toda el asta por la herida.
Eldanair perdió brevemente el conocimiento, y aprovecharon ese tiempo para limpiar la herida lo mejor posible, y vendarla con un paño. Al despertar, sorbió entre los dientes de dolor y palpó el vendaje con sus largos dedos pálidos. Asintió con la cabeza para dar las gracias, se puso de pie y mediante gestos indicó que estaba preparado para continuar.
Era más duro de lo que parecía, pensó Grunwald.
* * *
Durante un tiempo pareció que habían dejado atrás a los perseguidores, y el grupo comenzó a pensar que por fin podían continuar con tranquilidad. Se aproximaban a los territorios del Imperio, el suelo se hacía cada vez mas horizontal, y dejaban tras de sí las altas montañas. Aun recorrían tierras altas y el viento era gélido, pero veían que el paisaje comenzaba a cambiar. Los árboles, aunque pequeños y resistentes, eran ya más frecuentes, y el grupo se sentía casi alegre. Sin embargo, llevaban días sin dormir, y la extenuante carrera por las montañas estaba pasándoles factura. Un caballero estuvo a punto de pisar en falso y caer por un precipicio, y hubo que rescatarlo del borde, con el rostro ceniciento. Ni siquiera se había dado cuenta del peligro.
—Es necesario que busquemos un sitio donde descansar —dijo Karl, que dio voz al agotamiento del grupo.
—Ahí, encima de la pared de roca —dijo Thorrik, al tiempo que señalaba. Había una serie de sólidos salientes situados a unos cien metros en lo alto de una cuesta cubierta de piedras movedizas—. Allí podría haber cuevas —comento—. O al menos protección contra el viento.
—Allí arriba no tenemos ninguna ruta de escape —dijo Karl—. Estaremos de espaldas contra la pared cuando el enemigo nos ataque. —Thorrik agitó una mano para indicar que no le importaba.
—Ya me he cansado de huir —dijo—. Es mejor estar caliente y descansado y enfrentarse con el enemigo, que continuar adelante y estar demasiado débil para levantar una espada cuando llegue.
—Pensaba que los enanos erais un pueblo resistente —dijo Karl, cosa que hizo que el ceño fruncido de Thorrik se ahondara.
—Yo podría continuar la marcha durante una semana, en caso necesario —declaró el enano—, pero no creo que ninguno de vosotros, barbasnuevas, aguantara una hora más.
Lo que decía el enano era cierto, y Grunwald lo sabía.
—Creo que el enano dice la verdad —declaró.
Annaliese asintió con la cabeza, demasiado cansada como para hablar. Finalmente, Karl también asintió para dar su consentimiento, y el enano abrió la marcha cuesta arriba, estudiando con atención la pared rocosa.
—Cabe esperar que haya cuevas por allí —dijo, señalando un poco más adelante, en torno al risco. Grunwald confiaba en él, ya que el enano, ciertamente, parecía tener una profunda comprensión de las montañas y las rocas.
Estaba agotado casi hasta lo indecible, y en ese momento prácticamente no le importaba si los pieles verdes aun los perseguían; en lo único que podía pensar era en descansar.
Eldanair, que se sujetaba la herida del costado y hacía muecas de dolor, poso una mano sobre un hombro de Grunwald. El cazador de brujas vio una mancha oscura en la blusa del elfo, porque la sangre de la herida había empapado el vendaje y traspasado, pero no fue hacia esto que el elfo le llamó la atención. Alzo la mano libre para señalar a lo lejos, detrás de ellos.
Desde allí se podía ver con claridad a los perseguidores, que continuaban tenazmente tras su rastro. Grunwald maldijo.
Siguieron ascendiendo por la cuesta hasta llegar a una pared saliente de roca que se inclinaba por encima de ellos y les proporcionaba una módica protección. Thorrik aún estaba convencido de que habría cuevas un poco más adelante, así que continuaron rodeando la cara del risco, sin dejar de vigilar la aproximación de los pieles verdes.
—¿Crees que nos han visto? —preguntó Annaliese, que estaba ojerosa.
—Con casi total seguridad —replicó Grunwald. Los reflejos del sol poniente sobre la armadura de los caballeros se verían desde kilómetros de distancia tan rojos como sangre fresca.
—¡Ah! —se oyó que decía Thorrik, con voz cargada de satisfacción. Se había detenido ante la abierta boca de una cueva cuyo interior era oscuro y amplio. Por ella salió bruscamente una bandada de pequeños murciélagos. Los días se habían fundido en una sola marcha de pesadilla, y Grunwald se dejo caer al suelo más cansado que nunca en su vida.
Eldanair dijo algo breve mientras contemplaba la cueva con desconfianza y olía el aire. Del interior manaba un hedor débil, algo casi imperceptible. Tal vez era carne podrida, pensó Grunwald. Sí, eso era; probablemente la cueva había sido refugio de animales salvajes; lobos, o un oso.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —le preguntó a Karl.
—Dos horas antes de que nos den alcance, diría yo —replicó el preceptor.
—Despertadme cuando lleguen —dijo Grunwald, y se quedó inmediatamente dormido sobre una roca.
Estaba oscuro cuando lo sacudieron para despertarlo. Vio la cara de Annaliese inclinada sobre él.
—¿Ya llegan? —preguntó, y la muchacha asintió con la cabeza. Parecía decidida y preparada para la batalla, a pesar de que estaba exhausta.
Desperezó los doloridos y cansados músculos al ponerse de pie. Vio a Karl, que tenía la mirada fija en el valle de abajo, y se reunió con el caballero.
—¿Habéis descansado algo? —preguntó.
—Un poco —replicó el preceptor. Tenía la piel demacrada, pálida; en realidad, tenía que haber constituido una agonía marchar con toda la armadura puesta, herido como estaba.
—Bien, ¿cuál es el plan? —preguntó.
—¿El plan? Los rechazamos aquí, o morimos —replicó el preceptor, con voz carente de emoción a causa del agotamiento.
—Es un buen plan —replicó Grunwald, cosa que obtuvo una sonrisa cansada como respuesta. Esperaron durante media hora, mientras los enemigos se reunían abajo. Eran casi sesenta, una fuerza que tenían pocas esperanzas de vencer, así que el humor reinante era lóbrego.
Annaliese fue a reunirse con ellos mientras observaban los preparativos de los orcos.
—Tengo el estómago revuelto —admitió la muchacha.
—Las horas inmediatamente previas a la batalla son siempre las peores —asintió Karl, que le dedicó una sonrisa—. La cosa llega hasta el punto en que uno desea que ataquen de una vez para acabar con la espera. Es algo que nunca deja de suceder, por muchas batallas que uno libre. Quedaos conmigo y estaréis bien.
—Sé que estaré bien —respondió Annaliese, con convicción—. Tengo fe. Sigmar no me conduciría al norte sólo para hacerme morir en una montaña cubierta de nieve.
—Los caminos de los dioses son misteriosos —dijo Grunwald.
—Tal vez debería ser yo quien se quedara cerca de vos —dijo Karl, al tiempo que le hacía un guiño a la muchacha—. Tal vez vuestro dios me protegerá también a mí.
—Hacedlo —respondió la muchacha, mientras se ponía de pie—. Yo os protegeré.
Karl rio y le hizo un guiño a Grunwald a espaldas de Annaliese, para luego silbar entre los dientes al alejarse ella.
—Dioses del cielo, vaya una mujer —dijo.
* * *
Pasó prácticamente una hora antes de que llegaran los últimos orcos y goblins, y el destacamento estuviera preparado para la batalla. Ahora había casi un centenar de ellos reunidos en la meseta rocosa de abajo. El más grande de los orcos estaba claramente disgustado a causa de la demora, y sus bramidos y rugidos resonaban y ascendían por la cuesta, junto con entrechocar de armas y gemidos de dolor cuando mataba al objeto de su cólera y lo arrojaba a la enorme hoguera que habían encendido los orcos.
—Tal vez se matarán entre sí y se olvidarán de nosotros —aventuró Karl.
Cuando llegaron, hubo poca advertencia. Los tambores comenzaron a atronar por las montañas, y toda la hueste de pieles verdes lanzó un grito de guerra antes de ascender corriendo la ladera sembrada de rocas. En la acometida no había estrategia ninguna, y se limitaron a atacar en una sola oleada demoledora. Había poca necesidad de estrategia: «cargarán ladera arriba, algunos morirán, y entonces nos asesinarán a todos», pensó Grunwald.
Pero maldito si no les hacía pagar un alto precio por su vida a los bastardos pieles verdes.
—Sigmas, dame la fuerza para matar en tu nombre —susurró para sí mismo, y deseó que su fe fuera tan fuerte como parecía serlo la de Annaliese.
Prestó atención para ver si oía alguna respuesta del dios, algún signo que le indicara que sus palabras habían sido oídas: un destello de luz, una calidez en el corazón, un cometa, cualquier cosa. Pero no hubo nada, sólo el salvaje rugido de los enemigos que cargaban a través de la noche, con la intención de matarlos.
Había comenzado una larga noche de derramamiento de sangre.