DIECISÉIS
Viajaron a través de la impenetrable oscuridad de los claustrofóbicos túneles durante lo que pareció, días enteros, confiando en que el enano matador Abrek supiera hacia donde los llevaba. La ruta que seguían no era clara ni directa, sino que más bien describía giros a derecha e izquierda, subía y bajaba y Grunwald perdió la cuenta del numero de intersecciones y pasadizos transversales que dejaron atrás.
Se detuvieron varias veces para descansar y comer la carne salada que Thorrik había conseguido en la Fortaleza Kadrin, y que había que masticar mucho. Comían en silencio y a oscuras. Desde todas partes parecían llegarles sonidos extraños, de metal sobre piedra, extraños ruidos de raspado, rugidos apagados y el ruido de rocas que caían.
El redoblar de tambores se había apagado, y Grunwald esperaba que hubieran logrado esquivar a los pieles verdes que se movían por alguna parte de las minas abandonadas, aunque en verdad descubrió que el hecho de no poder oír el paso de las odiosas criaturas resultaba aun más preocupante. Los humanos respingaban y se sobresaltaban con las extrañas reverberaciones cuyo eco les llegaba desde las profundidades de pasadizos inferiores, los sonidos de criaturas que correteaban y rascaban justo fuera del círculo de luz de las linternas, y ante los extraños vientos que se colaban a través de grietas y fisuras abiertas en los muros de los corredores.
De las profundidades ascendía aire caliente, ráfagas de vapor de un aliento húmedo que les llegaba desde debajo de la tierra. De la oscuridad de lo alto caían pequeñas rocas cuando atravesaban vastas cavernas excavadas, contó Thorrik, hacía miles de años, por el reptar de monstruosas bestias del inframundo contra las que habían luchado los dioses ancestros de eras remotas. Estalagmitas gigantescas como columnas se alzaban del suelo irregular y ascendían hasta muy arriba para perderse en la oscuridad, brillantes de humedad y relumbrantes con fría luz propia.
Grupos de resplandecientes puntitos de luz salpicaban las alturas, en número de decenas de miles, como una imitación de las estrellas que cribaban el firmamento nocturno.
En algunos lugares había zonas extrañamente relumbrantes de hongos malolientes. Entre maldiciones, Thorrik y Abrek pateaban y pisoteaba los hinchados hongos pálidos que, al desinflarse, lanzaban al aire grandes nubes de esporas. Los humanos y el elfo se cubrían la boca y la nariz para no respirar el fétido polvillo.
En los pasadizos y corredores había muchas evidencias de actividad minera, y en muchos lugares el techo estaba apuntalado por grandes soportes de hierro. Los frentes de roca eran irregulares y estaban quebrados, y los pasadizos serpenteaban y giraban de un lado a otro para seguir vetas de metales preciosos.
No hubo aviso cuando llegó el primer ataque. Atravesaban un área abierta que en otros tiempos podría haber sido el emplazamiento de un campamento de los enanos, y había numerosas entradas y pasadizos laterales que daban a la cámara. Una flecha salió volando de la oscuridad y se le clavó de lleno en la cara a uno de los caballeros, que se había levantado la visera porque tenía calor. Un instante después se oyó un disonante toque de cuerno que pareció llegarles desde todas partes. Otras flechas volaron hacia la columna e impactaron contra los escudos que los caballeros alzaron para protegerse, y rebotaron por el suelo de piedra. En torno a ellos resonaron más cuernos distantes y los pasos de pies que corrían pesadamente.
Y luego los enemigos se les echaron encima al salir precipitadamente de corredores laterales, rugiendo y golpeando los escudos con las armas. Algunos llevaban toscas antorchas de las que goteaba fétida pez, y las llamas iluminaban con luz dura sus rostros brutales, salvajes. No hubo tiempo para pensar porque el combate estalló por todos lados. Grunwald disparó la pistola a la cara de un orco enorme que se lanzó hacia él con un par de espadas descomunales. El orco cayó al suelo, pero otros saltaron por encima del cadáver, abiertas de par en par las fauces llenas de grandes colmillos, rugiendo al arremeter contra la columna.
Karl vociferaba órdenes, y los caballeros del Corazón Ardiente luchaban con espada y escudo contra los enemigos que cargaban. Avanzaban mientras sus armas de ancha hoja cortaban y estocaban frenéticamente. El acero silbaba en el aire y las afiladas hojas hendían cuerpos verdes muy musculosos, cercenaban extremidades y cortaban cuellos gruesos como el torso de un hombre. Lo repentino y salvaje del ataque fue pasmoso. La sangre comenzó a correr en abundancia, y el sonido de rugidos y alaridos resonó ensordecedoramente por encima del estruendo de las espadas que chocaban contra los escudos.
Una figura monstruosa salió de la oscuridad y avanzó hacia Grunwald, un descomunal guerrero orco cubierto de pies a cabeza por una tosca armadura pesada. El yelmo le cubría completamente cabeza y cara, y estaba hecho de manera que diera cabida a la enorme mandíbula prominente, de modo que de la cuadrada bocaza de acero salían colmillos curvos. Llevaba un escudo de acero dentado, y agitó hacia Grunwald una pesada espada de gruesa hoja al avanzar.
El cazador de brujas se inclinó hacia atrás, y el letal tajo pasó silbando ante su rostro. Udo desenfundó la segunda pistola y disparó al pecho del enorme piel verde desde poca distancia, con una detonación que hirió los oídos. La bala de plomo atravesó las placas de acero del pecho y penetró profundamente en el cuerpo con un impacto que hizo retroceder un paso al monstruo. Grunwald avanzó con rapidez y estrelló la maza contra la cabeza de la criatura. La bestia recibió el golpe con un espantoso crujido de metal y hueso, y su cabeza fue lanzada hacia un lado, pero se recuperó con rapidez y estrelló el escudo contra la cara de Grunwald, a quien hizo recular con paso tambaleante, aturdido.
Un caballero clavó su espada profundamente en un costado de la criatura que rugió, y, de un revés, derribó al caballero al suelo antes de volverse hacia Grunwald. El cazador de brujas estrelló la maza contra una mejilla del orco, y el golpe partió el metal del yelmo y fracturo el hueso.
Sin hacer caso de las heridas que habrían derribado a cualquier hombre, el orco acorazado le dio un rodillazo en el estómago a Grunwald, que se dobló por la mitad y exhaló todo el aire que tenía en los pulmones. A continuación, el orco le dio un codazo brutal en un costado de la cabeza, y lo siguiente que supo el cazador de brujas fue que estaba tendido de espaldas, con la visión borrosa y la criatura de pie ante él.
Una flecha de plumas blancas se clavó en un ojo del orco, que rugió. Luego se estrelló contra su cabeza un martillo dorado que hizo caer a la criatura de rodillas. Un segundo martillazo le hundió el cráneo, y la críatura se desplomó por fin en el suelo, mientras de la mortal herida manaba abundante sangre oscura.
Ante los ojos de Grunwald danzaban puntos de luz blanca, pero se puso trabajosamente de pie, aún aturdido.
—¡Tenemos que movernos! —gritó Karl. Simplemente había demasiados enemigos que los atacaban desde demasiadas direcciones, como para que los caballeros pudieran montar una defensa efectiva.
—¡Atrás! —rugió Thorrik, desde la cabeza de la columna—. ¡Regresamos al túnel!
Paso a paso, muy lentamente, la columna retrocedió sobre sus pasos mientras las espadas destellaban y la sangre salpicaba. Caballeros heridos que apretaban los dientes a causa del dolor fueron medio llevados en volandas, medio arrastrados por sus camaradas, mientras otros caballeros y el par de enanos formaban un arco protector en torno a ellos.
Eldanair disparaba flechas por entre los espacios vacíos que podía hallar en la apretada formación de guerreros, cada una con mortífera puntería. Karl luchaba como un poseso, y su espadón dejaba un sangriento surco entre los orcos que se lanzaban contra él. Desviaba sus pesados golpes con el vapuleado escudo, y respondía con tajos veloces como el rayo que les cortaban la garganta y les seccionaban arterias vitales. Grunwald, a quien le zumbaba la cabeza, recargaba con balas y pólvora las pistolas que luego atronaban con fuerza en el espacio cerrado, mientras los caballeros retrocedían al interior del corredor.
Ahora atacados sólo por un lado, la enorme cantidad de orcos dejó de tener importancia, y Thorrik y Abrek se situaron el uno junto al otro en la estrecha entrada, donde eliminaban a todos los enemigos que los acometían.
Abrek tenía una docena de tajos sangrantes, y gruñía como una bestia mientras luchaba. Llevaba la cara, el pecho y los brazos todos salpicados de sangre, cosa que le confería una apariencia demoníaca, y luchaba con el salvaje frenesí de un berseker. El matador no dedicaba ni un solo pensamiento a la defensa, y sólo se concentraba en el ataque. Blandía de manera mortífera el zapapico cubierto de sangre con cuyas puntas atravesaba cráneos y perforaba pechos con cólera brutal.
Thorrik era tan resistente como la falda de la montaña misma, y aunque sobre él llovían docenas de golpes, pocos dejaban más que un arañazo en la poderosa armadura de gromril. Con cada golpe que le daban parecía hacerse más poderoso, y los tajos de su hacha parecían caer con mayor fuerza y rapidez. Daba la impresión de que nada era capaz de atravesar su defensa, y los orcos comenzaron a retroceder, desmoralizados y frustrados.
Los pieles verdes se retiraron, y una andanada de flechas silbó por el aire hacia los dos enanos. Aunque rebotaron en la armadura y el escudo de Thorrik, se clavaron profundamente en el musculoso cuerpo de Abrek, y él gruñó a causa del dolor mientras por la barba le goteaban saliva y sangre. Tenía dos flechas clavadas en el pecho, una en un muslo y otra en un hombro. Una quinta penetró por los contraídos músculos que unían un hombro al cuello, los atravesó limpiamente y salió por el otro lado. Sin hacer caso de las heridas, parecía dispuesto a lanzarse otra vez a la refriega, pero una palabra cortante de Thorrik lo contuvo.
Tambores y aullidos de los pieles verdes parecieron anunciar la llegada de un nuevo terror, y se oyó un escalofriante rugido que estalló en la oscuridad. La mirada de Abrek se alzó bruscamente, los ojos enloquecidos y ansiosos, y Thorrik volvió a hablarle con rapidez, y en voz muy alta.
El matador pareció no hacer caso de él, y sólo una pesada mano sobre un hombro impidió que se lanzara devuelta a la abandonada arena de batalla. Entonces se volvió y habló rápidamente y con pasión, y Grunwald vio que la cabeza acorazada de Thorrik asentía. Eldanair disparaba flechas hacia la cámara, y se oían rugidos apagados cuando hacían blanco.
El bramido de algo mucho más grande que un orco reverberó una vez más, y una monstruosa forma corpulenta entró a medio galope en la zona iluminada por las antorchas.
De casi tres metros y medio de altura, la criatura era encorvada y tenía largas extremidades, con unos poderosos brazos tan largos que le llegaban casi hasta el suelo. Tenía una cabeza grande de rasgos exagerados: una larga nariz bulbosa que nacía debajo de un par de maliciosos ojos amarillos, grandes pliegues de piel que le colgaban a ambos lados de la cara, orejas demasiado grandes decoradas con huesos, y una boca que era un ancho tajo provisto de dientes gruesos como losas.
Iba desnudo salvo por un taparrabos de piel apelmazada de animal, y su propia piel era del color del agua podrida. En cada mano provista de garras llevaba un largo hueso rematado por una protuberancia bulbosa, y al ver a los enanos de pie en la entrada del pasadizo volvió a rugir, y de su boca abierta cayeron gruesos hilos de baba. Se lanzó a un trote ligero, y Abrek le dijo unas últimas palabras a Thorrik, antes de que el rompehierros le diera una palmada al matador en un carnoso hombro ensangrentado, y se volviera.
—¡Venid! ¡Debemos darnos prisa! —gritó el enano pesadamente acorazado, mientras Abrek lanzaba un grito incoherente y se lanzaba en dirección al troll que corría hacia él. Alzó el zapapico muy por encima de la cabeza mientras corría al encuentro de su muerte.
Con rapidez, Thorrik los condujo por una serie de serpenteantes corredores y pasadizos laterales, y Grunwald adelantó a los caballeros para situarse a su lado.
—Morirá sin duda —comentó el cazador de brujas.
—Sí, si Grimnir lo favorece —replicó Thorrik, escueto.
—¿Conoces el camino de salida? —preguntó.
—Sí —replicó Thorrik, aunque no dijo nada más. El cazador de brujas se retrasó hasta quedar junto a Annaliese. Al parecer, el elfo se había situado como retaguardia porque no se lo veía por ninguna parte.
Desde lejos les llegó el rugido del troll, aunque resultaba imposible saber si se trataba de bramidos de dolor o de victoria.
—Te deseo que por fin encuentres la paz, Abrek —entonó Thorrik.
* * *
Durante otro día y medio la columna recorrió interminables pasadizos serpenteantes. Encontraron pocos enemigos, aunque el ruido que hacían los rodeaba por todas partes. Thorrik los conducía implacablemente, pues su vigor parecía ilimitado. Ocho de los caballeros habían resultado muertos en la batalla contra los orcos, y otro había muerto en la huida a través de la oscuridad, al resbalar y caer por un precipicio de más de cien metros. Karl estaba furioso y malhumorado, y marchaba en silencio, ocupado en sus propios pensamientos melancólicos.
Deberían de estar acercándose a la salida de las malditas minas, había dicho Thorrik. Dos horas, tal vez tres, calculaba. No sabía cómo se orientaba el enano dentro de aquel laberinto, pero se alegraba de que aún estuviera con ellos.
Thorrik alzó una mano para detener el avance de la columna, y pasados unos minutos de silencio todos pudieron percibir una mortecina luz oscilante de antorcha, y oír muchos pies que se arrastraban por el suelo. La luz manaba del pasadizo que tenían delante, y Grunwald hizo memoria para intentar calcular a qué distancia estaba la última intersección que habían dejado atrás; a más de una hora, pensó.
—Tenemos que dar un rodeo —susurró Grunwald.
—Éste es el único camino —replicó Thorrik.
—Entonces, pasaremos a través de ellos —dijo Karl, que había avanzado hasta el frente de la columna.
El rompehierros asintió con la cabeza, y Karl les ordenó a sus hombres que se prepararan. Se amorteció la luz de las linternas, y Thorrik los hizo avanzar hasta un recodo del pasadizo que formaba un ángulo agudo. Allí aguardaron en la oscuridad, escuchando los pisotones y la brutal risa de los enemigos que se aproximaban.
En la mortecina luz oscilante de las antorchas que se acercaban, Grunwald vio que Annaliese se recostaba contra la fría pared de piedra. Un insecto largo como el antebrazo de un hombre con muchas patas bajó por la pared y se le subió a un hombro, pero ella logró reprimir el grito antes de que nadie la oyera. Centenares de patas con púas se movieron al unísono en una serie de ondas, y la criatura descendió por el torso de la muchacha y por su pierna izquierda, y bajó al suelo. Ella dejó escapar la respiración con lentitud, y recobró la compostura.
Cuando el ruido de los pies que se acercaban pareció estar casi encima de ellos, Thorrik y Karl rodearon la esquina, y con espada y hacha acabaron con los pieles verdes que iban en cabeza y que murieron con los ojos desorbitados por la sorpresa.
Grunwald los seguía un paso más atrás.
—¡Que Sigmar os aniquile! —gritó, al matar de un tiro a un par de enemigos con sus tronantes pistolas. Eran goblins, diminutos y fáciles de vencer, pero el cazador de brujas vio detrás de ellos las más grandes y amenazadoras formas de unos orcos.
Los caballeros del Corazón Ardiente se lanzaron hacia delante para dar apoyo a su preceptor, y chocaron contra la masa de pieles verdes como un ariete, partiendo extremidades y pisoteando a los caídos. Thorrik y Karl encabezaban la arremetida, asestándoles a los frenéticos goblins tajos que les cercenaban las extremidades y les hendían el cráneo.
De repente, algo le causó a Grunwald una extraña sensación de cosquilleo que reconoció con facilidad, acompañada por un repulsivo sabor metálico en la lengua. En el momento en que oyó la salmodia del nigromante ya se le erizaba el vello de los brazos, y rugió una advertencia.
—¡Brujería! —gritó, en el momento en que acababa el primer encantamiento. Se oyó un repentino sonido de succión, y todo el aire del atestado corredor desapareció repentinamente, como si lo hubiera inhalado una bestia infernal. Luego fue exhalado con brusquedad, y una fuerza de extremado poder recorrió el pasadizo. Los goblins fueron aplastados, sus cuerpos lanzados hacia los lados, y entonces golpeó a los caballeros. Ornamentados petos y escudos fueron abollados por la fantasmal energía verde, y Grunwald sintió que algo parecido a un puño duro como la roca impactaba contra la pared.
Los caballeros cayeron con los yelmos deformados por casi invisibles puñetazos, y vio que Thorrik se tambaleaba. Entre aullidos y dementes cacareos dé risa, los goblins redoblaron el ataque y avanzaron contra los caballeros, sin importarles el hecho de pasar por encima de sus camaradas caídos.
Los orcos, grandes brutos con gruesa armadura de hierro que blandían pesadas cuchillas, se abrieron paso a través de la masa para sumarse al ataque incluso Thorrik se vio empujado hacia atrás por esta repentina acometida, y sus pies resbalaron por la gruesa capa de polvo de roca que cubría el suelo.
El caballero que estaba delante del cazador de brujas cayó cuando una cuchilla descendió sobre su cabeza y atravesó metal y hueso. Alzando la maza con ambas manos, Grunwald la descargó sobre el brazo del orco, que se partió, y avanzó un paso para asestarle el golpe de retorno que le destrozó la cara.
El orco cayó, pero los otros pieles verdes avanzaban implacablemente, y un segundo caballero cayó a causa de un tajo brutal que le cortó un brazo por el hombro. Los malignos goblins le clavaron las lanzas al guerrero fatalmente herido, que cayó entre ellos. Con alegres cacareos de risa le quitaron el yelmo y le arrancaron los ojos. Los alaridos del caballero eran espantosos, y los pieles verdes continuaban haciéndolos retroceder.
—¡Tiene que haber otro camino! —gritó el cazador de brujas.
—¡No lo hay! —Fue la respuesta que bramó Thorrik, mientras descargaba el hacha sobre la espalda de un orco caído, y le cercenaba el espinazo—. ¡Éste es el único camino!
Los cuerpos se amontonaban en el suelo, y a cada segundo que pasaba caían amigos y enemigos por igual. Karl clavó la punta de la espada en la cara de un orco sonriente, pero la hoja se atascó y no pudo arrancársela de inmediato. Una cuchilla impactó sobre una de sus hombreras y lo hizo tambalear, momento en que se le escapó la espada de las manos. Un puño acorazado se estrelló contra la cara del yelmo de Thorrik, que retrocedió un paso, tambaleándose, y perdió pie al pisar los cadáveres que sembraban el suelo. Con una maldición, el enano cayó hacia atrás, y los pieles verdes arremetieron.
Grunwald oyó la salmodia del chamán piel verde, y se tensó en espera de cualquier horror que pudiera lanzar contra ellos. Necesitaban un milagro para vencer contra aquellos enemigos, e incluso para sobrevivir, pensó.
—¡Sigmar, dame fuerzas! —gritó alguien, y Annaliese se situó ante la tumbada figura de Thorrik, con el martillo sujeto en alto con ambas manos. La voz del chamán vaciló y se perdió en una farfullada maldición. Annaliese estrelló su arma contra el primer orco que apareció ante ella, haciéndolo retroceder con un grito estrangulado. Se le partieron los huesos, y de la mortal herida ascendió olor a carne quemada. Grunwald creyó ver por un momento un relumbrante halo de luz en torno a la mujer guerrera, pero cuando parpadeó, dejó de verlo.
Los orcos retrocedieron en semicírculo ante aquella furia guerrera, y con un grito la muchacha se plantó entre ellos, blandiendo el martillo a dos manos. El arma silbó a través del aire, y al apartar a un lado un tosco escudo de madera, partió el brazo que lo sujetaba.
Los caballeros del Sol Ardiente apartaron a la joven y se pusieron a asestar tajos con sus espadas, claramente inspirados y llenos de reverencia ante el intrépido ataque de ella. Karl iba en cabeza, tras haber recogido un arma caída, y desviaba diestramente los tajos dirigidos hacia la muchacha para protegerla de todo mal. Eldanair se había situado al otro lado de ella, con una larga espada fina de diseño elfo en una mano, cuya punta iba de un lado a otro a tal velocidad que se transformaba en un borrón.
Con diestros espadachines protegiéndole ambos flancos, Annaliese continuó adelante, alzando su martillo y descargando golpes con él, destrozando huesos y partiendo espadas.
—¡Por Sigmar! —rugió, al hacer pedazos el cráneo de un goblin que dio media vuelta para huir, y cuya cabeza se abrió como una fruta madura y lo salpicó todo de sangre y sesos. La sangre goteaba de la cabeza del martillo de la muchacha, y le salpicaba las mejillas y la frente. Cuando antes la expresión de su rostro había sido serena, ahora constituía una visión de legítima cólera.
La furia y agresividad de Annaliese se agotaron pronto, y ella se desplomó, exhausta, sin fuerzas, pero el daño ya estaba hecho. Los pieles verdes retrocedían ante los vengativos caballeros, mientras que Karl y Eldanair se mantenían, protectores, cerca de la muchacha que estaba arrodillada en el suelo, con los ojos cerrados y las mejillas pálidas.
Orcos y goblins fueron aniquilados despiadadamente, y fue Grunwald quien acabó a golpes con la vida del pequeño brujo goblin encorvado, al que primero le partió las piernas y luego el cuello con un último, salvaje golpe. A continuación cortó la pálida lengua purpúrea de la fétida boca de la criatura, para que ni siquiera en la muerte pudiera entonar ninguno de sus viles encantamientos, y le prendió fuego al cadáver con el fin de que no quedaran más que cenizas para recordar su muerte.
* * *
Tres horas más tarde, los guerreros, agotados por las batallas, salieron con paso tambaleante de la mina a la fría noche despejada. El plateado disco convexo de Mannslieb brillaba con fuerza en el cielo, y se le superponía la más pequeña luna verdosa de mal augurio, Morrslieb. Ese relumbrante disco verde parecía rodeado por lejanas llamas de color verde azulado, y Grunwald hizo la señal de Sigmar para protegerse de sus maléficos efectos.
Quedaba sólo una veintena de los caballeros de Karl, pues los otros se habían perdido en la oscuridad de pesadilla de la mina de enanos abandonada. Y todos los supervivientes tenían heridas de diferente consideración. De hecho, nadie había escapado ileso. Annaliese tenía varios cortes sangrantes, incluida una profunda herida en la mejilla izquierda. Eldanair llevaba un vendaje en el brazo izquierdo, donde una espada de hoja curva le había perforado el bíceps, y el hombro de Karl sangraba profusamente debajo de la brecha abollada que tenía en la hombrera. Incluso Thorrik había sufrido heridas donde el enemigo había hallado rendijas en la casi impenetrable armadura que llevaba. A Grunwald aún le zumbaban los oídos, y le temblaban las piernas al caminar, cuando salió a la noche.
Avanzaron por el suelo cubierto de nieve, mientras los azotaba un viento gélido que rugía por el inmenso valle Kadrin, tendido ante ellos.
Decenas de miles de hogueras ardían en la noche: un ejército de pieles verdes de unas dimensiones que escapaban a la comprensión. Y a pesar de eso, si la información de los enanos era correcta, y Grunwald no tenía ninguna razón para dudarlo, aquello no era más que una fracción del inmenso ejército destructivo que se acercaba cada vez más al Imperio.
A lo lejos rugía la batalla, aunque la medianoche ya había pasado hacía mucho, y las lunas descendían hacia el horizonte. El inmenso puente que llevaba hasta las imponentes puertas de la Fortaleza Kactrin, a través de un vasto precipicio hervía de cuerpos diminutas figuras que se movían en la distancia. Manaba fuego de cañones colocados en la pared del precipicio, y gigantescas bestias aladas, acorazadas de escamas verdes, volaban en círculos por el cielo. Mientras observaban en silencio una gigantesca máquina de asedio hecha de madera que tenía la tosca representación de la cabeza de un dios piel verde en lo alto cayó del puente para precipitarse hacia la oscuridad del abismo, con llamas ardiendo en un costado. Cientos de figuras oscuras cayeron con ella hacía las tinieblas, y entre los defensores enanos estalló una aclamación.
Miles de guerreros luchaban unos contra otros, las líneas avanzaban y retrocedían, y centenares estarían muriendo a cada minuto que pasaba. ¿Habían estado luchando sin descanso desde que ellos habían descendido a las minas? Grunwald suponía que sí.
Los brazos de onagros de escala descomunal salían disparados hacia delante, impulsados por gigantescos contrapesos de piedra tallada, para lanzar rocas encendidas con verde fuego brujo hacia la fortaleza de los enanos. Se hacían pedazos contra la ladera de la montaña y rociaban a los que estaban abajo con ardientes esquirlas.
Al otro lado del puente se veía un grupo aislado de unos mil enanos que luchaban en formación de cuadro. Al observar, vieron que la formación avanzaba poco a poco hacia las máquinas de guerra del enemigo.
Pero los adversarios que formaban contra ellos parecían realmente innumerables. Cuando los caballeros le volvieron la espalda a la zona de épica batalla, Grunwald aún no entendía cómo los enanos podían mantener a raya a un enemigo semejante. Karak-Kadrin caería, y el paso del Pico quedaría en manos de las hordas pieles verdes. Y si no estaban los enanos para impedirles el avance, las tribus salvajes caerían sobre el Imperio, matando y destrozando todo lo que hallaran a su paso. No habían ido en busca de tierras ni de comida, ni siquiera por los despojos de guerra. Habían ido a destruir, impulsadas por la urgencia de matar y mutilar, de derruir las ciudades y pueblos civilizados y borrar a la humanidad de la faz del mundo.
El cazador de brujas percibió la tensión y cólera de Thorrik, y posó una mano sobre un hombro pesadamente acorazado del rompehierros.
—Vamos —indicó al fin—. Debemos entrar rápidamente en el Imperio.
—Kadrin no caerá, humano —dijo Thorrik, como si leyera la mente del cazador de brujas. No obstante, el tono de la voz no era de convicción, y a Grunwald lo conmocionó captar el sonido de la duda en la voz del resuelto enano.
—Rezo para que tengas razón, por el bien de todos nosotros —replicó Grunwald.
—Si Kadrin cae, anunciará el fin de los enanos —continuo Thorrik.
—El fin de todos nosotros —añadió Grunwald.
Ambos le volvieron la espalda a la guerra que se libraba dentro del valle Kadrin. Marcharon hacia el este, en dirección a la aurora que comenzaba a clarear el cielo, y a los territorios del imperio.