QUINCE
Atronaron retorcidos cuernos en forma de poderosas serpientes y wyrms, cuyas resonantes notas retumbaron por todo Karak-Kadrin y en el valle del otro lado. Sonaron docenas de cuernos, graves y monótonos, ensordecedoramente fuertes. Cada instrumento era del tamaño de un árbol, y estaba sujeto a los muros de piedra de la enorme sala de reunión mediante gigantescas bandas de hierro. Los enanos que los hacían sonar se encontraban dentro de nichos escavados en lo alto de los muros, y Grunwald sintió cómo sus tímpanos reverberaban en el colosal estruendo que hacía estremecer la roca que tenía bajo los pies.
Se encontraba de pie junto a Karl Heiden, el caballero preceptor que iba completamente recubierto por su ornamentada armadura. Llevaba puesto el yelmo con penacho, y sus treinta caballeros se encontraban formados detrás de él, con las armaduras recién lustradas brillando a la luz de miles de antorchas y faroles. Su estandarte estaba desplegado y resplandeciente, y cada caballero permanecía firme, inmóvil, poderoso y silencioso.
Grunwald llevaba puesto el uniforme completo de su cargo. Su peto estaba recubierto por una nueva capa de laca negra, y le había adherido varios pasajes del libro de Sigmar, finas tiras de pergamino pegadas con sellos de cera que mostraban la marca del cometa de dos colas del anillo de sello que llevaba en la mano izquierda sobre el guante negro que le llegaba al codo. En el negro sombrero de ala ancha lucia una gran calavera coronada recién lustrada y tahalies gemelos le cruzaban el torso y llevaban sujetos los instrumentos de su oficio estacas con punta de plata frascos de agua bendita cuernos de pólvora y un pequeño libro de sagrados pasajes sigmaritas cerrado con un candado. Las pistolas estaban enfundadas en el cinturón, y tenía una serie de cuchillos e «instrumentos de confesión» de afilada hoja envainados por todo el cuerpo: en el costado; sujetos a las botas negras que le llegaban a la rodilla en los antebrazos. La fiable maza le colgaba a un lado, y se había echado el pesado abrigo negro sobre los hombros.
Junto a él estaba Annaliese, que tenía en todo el aspecto de una verdadera acolita de Sigmar, con los ropones de crema y rojo intenso que llevaba sobre la larga cota de malla larga hasta el suelo. Mantenía la cabeza alta, con una expresión de orgullo y fuerza en el rostro. El sagrado martillo sigmarita le colgaba a un lado, y el símbolo de Sigmar lucía, prominente, sobre su pecho.
De pie delante de ellos se hallaba Thorrik, el rompehierros completamente inmóvil y radiando fuerza y resistencia. Su rojiza barba estaba acabada de trenzar con alambre de cobre y su armadura de gromril brillaba sin macula.
Era un gran honor, les había dicho, que se les permitiera presenciar la reunión de oficiales y la bendición por parte del Rey Matador del ejército que al cabo de horas saldría a enfrentarse abiertamente con el enemigo. Sólo a Eldanair se le había prohibido asistir a la ceremonia oficial.
Los humanos, acompañados por Thorrik Loknson, habían sido acompañados hasta un balcón alto para que pudieran asistir a la ceremonia que se celebraba abajo, y la descomunal escala de la reunión había dejado pasmado a Grunwald.
La caverna era inmensa, aun más grande que cualquiera que hubiese visto hasta ese momento dentro de la fortaleza de los enanos, y allende esta se alzaban las colosales puertas que formaban la salida de la fabulosa fortaleza.
Esas puertas median mas de cien metros de altura, y eran accionadas por un gigantesco mecanismo de relojería de ruedas y engranajes. En las gigantescas columnas que se unían por encima de las puertas había pistones, brazos de palancas y contrapesos parecidos a yunques que en ese momento estaban inmóviles, y que Grunwald dedujo que pertenecían al mecanismo que abriría las puertas cuando llegara el momento de que saliera aquel poderoso ejército de enanos.
A Grunwald le había sorprendido que a él y a los demás humanos se les hubiera permitido asistir con armas a una ceremonia tan augusta, pero ahora veía que no podían entrañar ninguna amenaza para el rey enano, tanto si iban armados como si no.
Desplegado por el suelo terraplenado estaba el ejército que, dentro de poco, Garagrim conduciría a través de esas puertas, y ver un número tan ingente formado allá abajo hacía que la mente de Grunwald sintiera vértigo.
Se habían reunido miles de guerreros de clan de Karak-Kadrin, que formaban en ordenadas filas detrás de sus nobles y jefes. En el extremo de astas de acero enarbolaban estandartes de metal batido e iconos bellamente labrados que lucían símbolos de clan y runas.
Pero estos guerreros enanos eran fácilmente superados en número por cinco a uno por los matadores llamativamente pintados que permanecían de pie, con las manos apoyadas sobre la cabeza de su hacha, en un silencio inquietante. Como un mar de pelo anaranjado y peinado en forma de púas, y rostros pintados, los matadores mantenían los ojos solemnemente fijos en la arqueada puerta por la que entraría su rey.
Grunwald estudió las caras de los matadores que tenía más cerca: habían sido pintadas con tintas azul y negra, y tenían la piel cubierta de intrincados espirales y runas. Se habían recubierto los párpados con ceniza, cosa que causaba la sensación de que los amenazadores ojos de los matadores miraban desde la oscuridad. Algunos llevaban en alto las cabezas de poderosos enemigos a los que habían vencido en combate: trolls, enormes pieles verdes, bestias escamosas y criaturas con pelaje que desafiaban cualquier intento de darles nombre. Muchos de los matadores situados hacia la parte frontal de la masa reunida estaban cubiertos de cicatrices de viejas heridas cicatrizadas, y estos guerreros veteranos llevaban armas que brillaban de piedras preciosas, oro y palpitantes runas de poder.
—Son los que no han logrado su muerte —le susurró Thorrik—. Porque mientras todos los matadores intentan lograr un final honorable, deben librar las batallas con todas sus fuerzas y habilidades, ya que en caso contrario no se les permitirá entrar en los salones de bebida de nuestros ancestros. Y por eso sucede que a los guerreros matadores más poderosos les resulta difícil hallar la muerte, y por tanto buscan a los enemigos más poderosos que haya en el campo de batalla, esforzándose para encontrar un día al enemigo a quien no puedan vencer. Son figuras realmente trágicas. Matagigantes, matadragones, matademonios… trágicamente, para algunos la búsqueda de la muerte es interminable.
Grunwald calculó que debía haber en torno a ocho mil matadores reunidos allá abajo; cada uno era un guerrero completamente impertérrito tan duro como la piedra y ansioso por entrar en batalla. Habría sido aterrorizador enfrentarse con un enemigo semejante y, sin embargo, se decía que los ejércitos que atacaban la fortaleza desde el valle del otro lado eran incontables.
Los ensordecedores cuernos volvieron a sonar, graves y reverberantes, y las puertas del nicho que había debajo de ellos se abrieron El Rey Matador, y su hijo salieron por ellas y avanzaron. Los seguía de cerca un séquito de valientes guerreros que empuñaban enormes martillos a dos manos y llevaban armadura con taraceado de oro, así como docenas de enanos que enarbolaban altos estandartes e iconos, pero fue el rey quien llamó la atención de Grunwald.
Tan ancho como alto, el Rey Matador iba sobre un gran escudo redondo que transportaban cuatro guerreros de poderosa constitución. Llevaba en alto la feroz cabeza, y de los guerreros enanos reunidos se alzó un rugido ensordecedor, acompañado por mil pies que golpeaban el suelo al unísono. Este estruendo resonaba por toda la sala, y el Rey Matador fue llevado a través de él. Sujeta a los hombros lucía una brillante capa de escamas de dragón que colgaba por encima del escudo que lo transportaba y arrastraba por las losas de piedra del suelo, detrás de él. Llevaba una brillante corona con cuernos hecha de oro tachonado de piedras preciosas, y su enorme barba, teñida de anaranjado, estaba peinada en intrincadas trenzas recogidas en varios bucles sobre sí mismas, de tan largas que eran. Por encima de la corona se alzaba una alta cresta de pelo anaranjado peinado en forma de púas, igual que las crestas de los miles de matadores que tenía ante sí. A diferencia de ellos no obstante, llevaba puesta una pesada y ornamentada armadura, la armadura de su cargo como rey de Karak-Kadrin, que relumbraba con la mortecina luz de centenares de runas.
Ante el rey marchaba un honorable enano barbablanca de rostro arrugado por la edad, que arrastraba la barba como una blanca estela. A pesar de ser viejo, este reverenciado anciano tenía brazos gruesos como tocones de árbol, y llevaba por encima de la cabeza una gran bandeja de oro sobre la que había, drapeada, una rica tela encima de la cual descansaba la poderosa arma de su señor: una gigantesca hacha de doble filo que parecía rielar y vibrar con poder apenas contenido.
Caminando con paso firme junto a los portadores del Rey Matador iba el heredero e hijo del monarca, Garagrim Puño de Hierro. Thorrik había dicho a Grunwald que su título era war-mourner, aunque se le escapaba el pleno significado de este título. Este guerrero temible, pertrechado para la batalla al estilo de los matadores, prescindiendo de la armadura, avanzaba descalzo por el suelo de piedra. De su barba anaranjada colgaban iconos de Grimnir, y sus antebrazos muy musculosos estaban envueltos en cadenas. Estas cadenas iban unidas a un par de hachas que empuñaba, tal vez para asegurar que nunca quedara desarmado en medio de la batalla. Llevaba pintadas rayas de ceniza en la cara, y los brazos cubiertos de espirales azules.
El séquito del rey se detuvo, y los portadores del escudo bajaron suavemente a su señor hasta el suelo. El rey avanzó hasta abandonar el dorado escudo, y se detuvo en lo alto de grada de piedra para mirar a la hueste de Karak-Kadrin, situada al pie de los escalones, momento en que se hizo el silencio.
Entonces habló el rey, y su grave voz gutural llegó a todos los integrantes del ejército reunido gracias a la acústica de la arquitectura. Todos quedaron inmóviles, ni un solo guerrero ni un matador movieron siquiera los pies, y sus palabras hallaron un silencio sepulcral. Aunque los humanos no entendían el khazalid, el gutural idioma áspero de los enanos, captaron el espíritu del discurso, que estaba cargado de orgullo, fuerza, presagio y cólera.
No fue un discurso largo ni pesado como habría sucedido en el Imperio; fue más bien conciso, corto y concreto. Garagrim se arrodilló ante su padre, y el poderoso Rey Matador de Kadrin lo alzó hasta ponerlo de pie y apoyó la frente contra la de su hijo, para pronunciar un juramento que claramente tenía gran importancia. Les acercaron un par de jarras de cerveza llenas hasta el borde, y el rey y su heredero bebieron largamente antes de arrojar las jarras al suelo y destrozarlas de un pisotón. Grunwald hizo una mueca de dolor cuando el pie descalzo de Garagrim dobló el metal de la jarra hasta hacerle perder su forma.
Con un último gesto de asentimiento dedicado al padre, el war-mourner descendió los escalones en dirección a su ejército, y sonó un grandioso estruendo de salmodias, pisotones y toques de cuerno.
—Y así va a la guerra la multitud de Karak-Kadrin —dijo Thorrik, mientras le volvía la espalda al espectáculo. Con ruido de engranajes y escapes de vapor, las gigantescas puertas de la fortaleza de los matadores se abrieron, y la luz del sol, brillante y dura, inundó la fortaleza y transportó atroces alaridos y olor a fuego. Miles de toscos tambores batían en el valle del exterior: los tambores del enemigo.
Una escuadrilla de máquinas voladoras de vapor tripuladas por un sólo piloto despegaron del suelo de la cámara cuando las palas rotatorias comenzaron a girar hasta convenirse en un borrón de movimiento que hizo que el pelo y la barba de los de abajo se agitaran en el viento que generaron. Los girocópteros salieron a través de las puertas que se abrían lentamente, y se elevaron hacia los cielos grises que resultaban casi cegadora después de haber pasado tanto tiempo sin ver la luz del sol.
Con un rugido, el ejército de Karak-Kadrin se preparó para la batalla y giró hacia la arcada de luz que continuaba expandiéndose.
—Vamos —dijo Thorrik, con voz malhumorada—. Es la hora.
* * *
Descendían hacia la oscuridad y se adentraban cada vez más profundamente en el corazón de la montaña y los túneles de las minas que creaban un laberinto de pasadizos muy por debajo de la superficie. El sonido de cadenas que corrían era ensordecedor, al igual que el repetitivo golpeteo sordo de la máquina de vapor que hacía bajar la plataforma de acero hacia la abismal oscuridad de abajo.
Era evidente que Karl aún estaba enojado por haber tenido que dejar sus amados caballos de guerra en la fortaleza de los enanos, y los rostros de sus caballeros estaban tan ceñudos como el suyo. Eldanair miraba directamente hacia arriba, con el largo rostro impasible vuelto hacia la distante mancha de luz que entraba por el pozo de la mina que se hacía más pequeña con cada minuto que pasaba.
El aire era más caliente y sofocante a medida que descendían, y Grunwald se encontró sudando profusamente bajo el peto, y tuvo que quitarse el sombrero para enjugarse la frente. Aparte de Thorrik y del minero convertido en matador llamado Abrek Snorrison, que actuaría como guía del grupo, la única que parecía conservar la calma a medida que descendían cada vez más profundamente bajo el suelo era Annaliese. Tenía un puño fuertemente cerrado en torno al símbolo de Sigmar, y repetía como un mantra las sencillas plegarias que le había enseñado Grunwald. Su rostro estaba sereno, tranquilo. Las linternas sordas parecían aureolarla con su resplandor, y su pelo brillaba en la oscuridad, luminoso y dorado.
A Grunwald le parecía que el descenso era interminable, y no le habría sorprendido en absoluto encontrarse, al final del viaje, con que habían sido transportados hasta el ardiente inframundo.
Finalmente, la plataforma se detuvo contra suelo sólido, y el golpe contra la roca ascendió resonando por el pozo que subía hasta Karak-Kadrin.
El severo matador Ahrek señaló hacia delante con el barbudo mentón, y le espetó algo en khazalid a Thorrik. El matador cogió un zapapico con una mano mientras con la otra sujetaba una linterna cuya cegadora luz era concentrada mediante metal pulimentado y cortinillas para que proyectara un solo haz.
—Es aquí —dijo el rompehierros, con voz apagada por el yelmo de gromril—. Abrek y yo iremos delante. El resto, seguidnos de dos en dos hasta el fondo. Nos ponemos en marcha ya: Esta última entrada de la mina será tapiada dentro de una hora.
Karl organizó a sus hombres con órdenes secas que no admitían discusión. Luego se situó, con uno de sus hombres, en la retaguardia. Todos desenvainaron la espada, y todos los que no llevaban los faroles alimentados por alcohol que les habían proporcionado los enanos tenían el escudo sujeto al brazo.
—Hija de Verena, que tu luz sea nuestra guía en la oscuridad —dijo Karl, invocando a Myrmidia, la diosa del Sol Ardiente. Grunwald caminaba junto a Annaliese, en la parte central del grupo, y Eldanair los seguía un paso por detrás, con una flecha puesta en el arco y la cara alerta y tensa. El cazador de brujas había cargado y cebado sus pistolas de rueda, y caminaba con una de ellas en la mano izquierda, y la brutal maza en la otra. Annaliese radiaba calma, mientras avanzaba con el martillo sujeto con ambas manos.
Entraron en el laberinto de pasadizos de mina abandonados, alumbrándose el camino con las linternas. Marcharon a través de serpenteantes corredores excavados en la roca viva, donde los humanos dirigían las linternas hacia el interior de pasadizos oscuros que se cruzaban en su camino, y forzaban los ojos para ver. Algunos de los corredores ante los que pasaban eran anchos, y en el suelo de piedra había raíles de acero como los de la máquina de vapor.
Al cabo de minutos, Grunwald se había desorientado total y absolutamente. Si Thorrik y Abrek caían, ellos tendrían pocas posibilidades de hallar el camino de salida. Aquello era un auténtico laberinto, con pasadizos que iban en todas direcciones. Pasaban por pozos que ascendían.
Y hasta muy arriba por la montaña, y otros que descendían aún más profundamente. El concepto del tiempo carecía de sentido allí abajo.
El suelo comenzó a estremecerse, y Thorrik hizo detener la columna de guerreros. Por el pasadizo ascendía la reverberación de un resonante trueno, y del techo cayeron rocas y polvo sobre la columna. Grunwald se protegió la cabeza con los brazos. Una pesada roca se estrelló sobre el yelmo de Thorrik, pero se partió al golpearlo y los trozos cayeron en torno al enano, que no reaccionó en absoluto. Resultaba imposible discernir de qué dirección procedía el ruido, exactamente, porque venía de lejos. Atronaban retumbantes ruidos de choque que sacudían la tierra bajo sus pies.
Cayeron más rocas y piedras que chocaban con fuerza contra las armaduras de los caballeros, y todos miraban con ojos asustados en torno de sí, porque sentían que el peso de la montaña los oprimía.
—¿Qué sucede? —susurró Grunwald, que dio voz a los pensamientos de todos los humanos.
La voz de Thorrik llegó hasta sus oídos, distante y débil.
—¿Terremoto?
—El pozo está siendo sellado por los ingenieros, detrás de nosotros. Lo que oís son cargas explosivas controladas que cierran las minas con el fin de que los enemigos no puedan encontrar una vía de entrada a la fortaleza.
—Entonces no hay regreso posible —murmuró, sombríamente, uno de los caballeros, detrás de Grunwald.
—Lo lograremos —dijo Annaliese, con voz serena y fuerte—. Sigmar está con nosotros.
Las últimas detonaciones se apagaron, dejaron de caer rocas, y una vez más quedaron rodeados por un opresivo silencio. El polvo continuó cayendo durante varios minutos, hasta que también cesó. Grunwald se quito el sombrero de ala ancha, y le sacudió el polvo de piedra.
Reanudaron la marcha por serpenteantes pasadizos, subiendo y bajando escalones tallados en la roca.
—Annaliese —dijo Eldanair, cosa que hizo que Grunwald diera un salto de sorpresa al oír su voz. Había oído hablar al elfo muy pocas veces, y no estaba habituado a la cantarina voz extraña del guerrero. Annaliese se volvió a mirar al elfo, que estaba tan tenso como una cuerda de arco tirante. Eldanair se señaló un oído con un gesto seco.
—Thorrik —dijo Annaliese que entendió instantáneamente a Eldanair—. Ordena el alto de la columna. ¿Oyes algo?
La columna se detuvo, y Karl les espetó una seca orden a sus caballeros para que apagaran el tintineo de las armaduras.
Al principio no oyeron nada. Pero luego, muy débilmente, también ellos percibieron qué había alertado a Eldanair.
Desde muy lejos, apenas audible, les llegaba un sonido de tambores. Un rugido apagado resonaba muy a lo lejos, y el sonido del metal al golpear contra el metal, al ritmo del batir de tambores: el sonido de espadas que golpeaban rítmicamente contra el canto de escudos metálicos.
Abrek gruñó algo en el idioma de los enanos, y pareció dispuesto a correr directamente hacia el sonido. Thorrik asintió con la cabeza, pero con tono autoritario dijo algo que contuvo al matador.
—Los pieles verdes están cerca —informó Thorrik, con voz cargada de cólera, aunque tal vez contuviera también una pizca de ansiedad, pensó Grunwald—. Han sido atraídos por el sonido de las detonaciones.
Varios de los caballeros maldijeron, y Karl volvió a bramar una orden que los redujo al silencio.
—Si vienen hacia aquí, lucharemos contra ellos —declaró el preceptor.
—Ah, ya lo creo que vienen —replicó Thorrik con voz amenazadora y cargada de entusiasmo creciente—. Y sí que nos enfrentaremos con ellos.
—Nuestro principal objetivo es salir de estas minas…, para llegar al Imperio —dijo Grunwald, cuya voz contenía una advertencia—. Lucharemos si tenemos que hacerlo, pero no buscaremos batallar aquí.
Abrek comenzó a hablar, áspera y rápidamente, con una voz en la que la cólera iba en aumento, y hendiendo el aire con el zapapico para hacer hincapié en lo que decía. Aunque no podía ver la cara de Thorrik, oculta en la oscuridad, Grunwald percibía la tensión del enano y sus deseos encontrados. Al final, dijo una sola palabra en su idioma. Cuando el matador alzó la voz para discutir, Thorrik le espetó esa única palabra por segunda vez, con más fuerza.
—Si —dijo el rompehierros, que se volvió hacia Grunwald—. Será lo que tu dices.
La columna se puso en marcha una vez más. A lo lejos, el ruido de los pieles verdes aumentaba.