CATORCE
Hacía ya cinco días que estaban inmovilizados dentro de la fortaleza, mientras los enemigos atacaban día y noche, y la paciencia de Grunwald estaba a punto de agotarse.
—No deberíamos haber venido en esa maldita máquina de vapor —gruñó Karl—. A estas alturas ya podría estar a más de medio camino de Ostermark. Pero aquí estamos, atrapados como ratones en esta maldita fortaleza de enanos, sin la más mínima posibilidad de salir.
—Pensaba que os había gustado el viaje —observó Grunwald. Karl lo miró con el ceño fruncido.
—Me han ordenado ir a reforzar las filas de mi orden en Bechafen. Están muriendo allí por luchar contra las malditas fuerzas del Caos, y aquí estamos nosotros, encerrados dentro de un castillo, en territorio extranjero.
—¡Sí, ya lo sé, Karl! En los últimos tres días no habéis permitido que ninguno de nosotros lo olvide.
—Estoy harto de veros, cazador de brujas, pero la verdad es que no tengo manera de evitarlo.
Grunwald se puso de pie, con expresión sombría en el rostro. Karl permaneció sentado, con expresión amarga y resentida.
—¿Qué estáis haciendo aquí, en cualquier caso, Grunwald? —Le espetó Karl—. ¿Siguiendo a la muchacha por ahí como un necio enfermo de amor? Y una mierda le estáis proporcionando la guía de Sigmar. No es realmente un cometido apropiado para un cazador de brujas, ¿verdad? No puede decirse que sea una bruja malvada. ¿De qué se trata? ¿Queréis acostaros con la muchacha, o algo parecido?
Un puño de Grunwald se estrelló contra una mejilla de Karl y lo derribó del barril sobre el que estaba sentado. El caballero se levantó precipitadamente, con expresión colérica en el rostro.
—¿Qué? Es eso, ¿no? He dado en el blanco, ¿verdad? —le espetó—. Sois lo bastante mayor como para ser su padre, y lo bastante feo como para espantar a una doncella enana. ¿Pensáis que ella soñaría siquiera con yacer con alguien como vos?
—¡Silencio! No tengo esas intenciones ni me hago ilusiones semejantes. No siento en absoluto ese interés por la muchacha.
Grunwald miró ceñudamente al caballero durante un momento, antes de volver a sentarse mientras se frotaba los doloridos nudillos. El caballero continuó de pie, echando fuego por los ojos.
—No estoy intentando seducir a la muchacha —dijo el cazador de brujas, y suspiro—. Estuve casado hace tiempo, ¿sabéis? Con una muchacha hermosa, de la más dulce naturaleza que un hombre pueda soñar siquiera —soltó un bufido—. Nunca supe qué había visto en mí.
—¿Qué le sucedió? —quiso saber Karl, que continuaba de pie.
—Murió de parto. El bebé también murió. Era una niña. Ahora habría tenido la edad de Annaliese, más o menos.
—Ah —dijo Karl y se sentó mientras se frotaba la mejilla que le había golpeado el cazador de brujas.
—No se trata de eso —dijo Grunwald.
—¿De qué eso?
—Se lo que estáis pensando. Que yo perdí a mi esposa y a mi hija y que Annaliese ha perdido a sus padres. Vos pensáis que quiero adoptarla una hija adoptiva para reemplazar a la que perdí.
Karl frunció el ceño.
—Podría ser peor.
—Tal vez.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Karl, cuya voz se endureció una vez más, y sus ojos se entrecerraron—. ¿Qué estáis haciendo realmente aquí, Udo?
—Vigilando a la muchacha. Asegurándome de que no sea un peligro. Para el Imperio…, para sí misma.
—¿Peligro? —Karl soltó un bufido de mofa—. ¿Qué peligro podría ser? ¿Pensáis que es, qué… una hereje? Los templarios de Sigmar veis demasiadas cosas donde no hay nada. —Su voz estaba cargada de desprecio.
—No —dijo Grunwald, con convicción—, yo no, pero eso no significa que no pueda ser peligrosa.
—Explicaos.
Grunwald suspiró.
—La muchacha tuvo una visión. Cierta o no, no me importa, pero otros la creyeron. El templo de Sigmar se encuentra en una situación delicada: o bien la rechaza y se arriesga a causar disentimiento en un momento en el que es necesaria la unidad, o acepta sus afirmaciones y permite que vaya al norte para cumplir con el contenido de la visión.
—No logro ver qué peligro hay en eso…
—Pensadlo, hombre. ¿Cuál es el propósito de los devotos de Sigmar? ¿De sus sacerdotes guerreros? Deben inspirar fuerza, unidad, resistencia y valentía en la soldadesca. Un hombre que tal vez huiría, no lo hará en presencia de su dios guerrero; será un acto de cobardía vergonzosa. Así, los sacerdotes de nuestra orden reciben formación desde la infancia para asegurar que no huirán ante el enemigo, para convertirlos en guerreros duros, capaces y temibles.
—Entiendo… es similar en el caso de Myrmidia, en los reinos que se encuentran al sur del Imperio. Pero ¿qué relación tiene eso con Annaliese? Ella no es un sacerdote guerrero.
—No, no lo es, pero precisamente se trata de eso. La iglesia no permite que el ciudadano medio del Imperio empuñe las armas de un sacerdote ni transmita la palabra de Sigmar.
Karl se echó hacia atrás; comenzaba a entender.
—Ya veo. Así que ella es un caso especial… los soldados no la considerarán en nada diferente a cualquier otro sacerdote… de hecho, probablemente, será el foco de más atención, sobre todo al ser una mujer. Ante una mujer como representante de su dios, es todavía menos probable que un hombre huya a causa del pánico. Eso sería realmente vergonzoso. Así que estáis aquí para garantizar que no haga nada que debilite la resolución de los soldados, que ella misma no se arredre ante el peligro.
—Algo así —asintió Grunwald. Aún no estaba convencido de la pureza de la joven, pero permitir que el caballero supiera eso sería una absoluta estupidez.
—Parece un cometido extraño para dároslo a vos —observó Karl—. Sin duda, se aprovecharían mejor vuestros talentos en el descubrimiento de nigromantes y adoradores del Caos.
—Sí —dijo Grunwald—. Pero no estoy aquí por propia elección… Es una tarea que me han ordenado llevar a cabo.
Karl permaneció sentado y frotándose pensativamente la mejilla durante un momento.
—Si una mujer sacerdote sería una mayor fuente de inspiración para los soldados que un hombre, ¿por qué la iglesia de Sigmar no fomenta el ingreso de más mujeres en el sacerdocio? No recuerdo haber visto ni una sola.
—Existe una muy buena razón para no hacerlo —replicó Grunwald—. Porque en el pasado han sido perseguidas por los cazadores de brujas como yo, y quemadas como herejes y brujas.
Karl quedó boquiabierto.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Hace cientos de años, hubo una orden de mujeres sacerdotes. Pero Sigmar destruyó la ciudad que albergaba su templo, la arrasó con un cometa llameante que cayó de los cielos. Se cree que la existencia de esas sacerdotisas lo encolerizó. En la iglesia se teme que si se permite que las mujeres ingresen en el sacerdocio, se provocará otra vez la cólera de Sigmar.
—Entonces, ¿por qué permitir que Annaliese siga con vida, vestida con los atavíos de un sacerdote?
—¿Por qué, en efecto? —dijo Grunwald, sombrío. Pensó en las últimas palabras del general cazador de brujas antes de que saliera del templo del paso del Fuego Negro.
«Lo mejor, Grunwald, sería que la muchacha sufriera un accidente. En alguna parte del camino, lejos de ojos curiosos. Se la olvidaría, y la iglesia continuaría como siempre».
Grunwald había asentido con la cabeza, incómodo con ese cometido que no parecía ni remotamente noble, pero con fe en su superior. Ahora ya no estaba tan seguro.
* * *
La Fortaleza Kadrin, a la que Thorrik se refería a menudo como la Fortaleza del Matador, era un baluarte espléndido y poderoso, el tipo de estructura que a Grunwald le parecía imposible de destruir. Habría sido más fácil, pensó, destruir las propias montañas. De hecho, la fortaleza era más montaña que edificación, o, más correctamente, era ambas cosas.
Excavada en la roca viva de los escarpados picos, la fortaleza se alzaba en lo alto del valle Kadrin, justo al sur del propio paso del Pico. Los pasadizos y salones de la fortaleza subterránea cribaban la montaña. Con sus innumerables vastos salones, la fortaleza era más grande que cualquier ciudad del Imperio. Penetraba profundamente en la tierra y ascendía hasta el punto más alto del pico.
Era una ciudad inmensa situada bajo la superficie, y contenía todos los componentes necesarios. En ella moraban miles y más miles de enanos, divididos en sus varios clanes, y había vastas áreas dedicadas a la fermentación de cerveza, las herrerías, los almacenes, los salones de comida y bebida, las barracas, las obras de minería, las bibliotecas de saber antiguo, y cualquier otra cosa que la fortaleza pudiera necesitar para su subsistencia. El cazador de brujas se dio cuenta de que los enanos que se criaban dentro de la fortaleza no tenían necesidad de poner nunca los pies en el exterior, ni necesitaban mirar nunca los grises cielos de lo alto ni sentir el cortante viento en la falda de la montaña.
No llegó a conocer más que una diminuta fracción de la fortaleza y, sin embargo, quedó anonadado ante su escala y majestuosidad, y al ver el extremo cuidado que los enanos ponían en sus obras, dondequiera que las ejecutaran. Hasta el pasadizo más pequeño y menos transitado mostraba intrincadas tallas de nudos en los costados, sonrientes rostros de ancestros que sobresalían de los muros, y runas primorosamente cinceladas en torno a los arcos formeros de lo alto.
Y tampoco era un lugar oscuro, como él había esperado. La fortaleza estaba inundada de luz, aunque invariablemente había muchas áreas de amenazadoras sombras. Faroles y gruesas velas grasientas ardían a todas horas del día. Ingeniosas lámparas alimentadas por potente alcohol bombeado a través de intrincadas redes de tubos y válvulas que aseguraban que nunca se apagaran. En los salones más grandes había gigantescas ruedas de acero huecas colgadas de gruesas cadenas, cuya circunferencia estaba acribillada de agujeros por los cuales salían lenguas de llama que alumbraban la zona.
Los sonidos y olores de industria inundaban todas las vastas salas de la fortaleza, y el batir de los martillos, el mecánico girar de vastos engranajes y ruedas dentadas, el siseo del escape de vapor a presión, todo esto formaba un constante estruendo de ruido productivo. Grunwald había visto las forjas de Karak-Kadrin, y había quedado pasmado ante su escala. Martillos gigantes del tamaño de la torre de un castillo golpeaban enormes hojas de metal al rojo, movidos por pistones y calderas que siseaban, y miles de sudorosos herreros trabajaban incansablemente durante todo el día y toda la noche para proporcionarle armaduras al ejército del Rey Matador.
—Es una historia trágica —le dijo Thorrik a Annaliese, cuando ella preguntó por el extraño título del monarca de Karak-Kadrin—. Hace generaciones, un poderoso rey, Baragor el Orgulloso, sufrió una terrible pérdida que lo impulsó a hacer el juramento del matador: sólo con su muerte limpiaría su vergüenza. Pero el rey se enfrentó con un terrible dilema, porque si iba en busca de su muerte como debe hacer un matador, faltaría a su juramento de rey, el juramento de gobernar y proteger la fortaleza, y hacer algo semejante sería un deshonor mucho peor que la muerte. Era un dilema imposible que lo atormentó hasta el día de su muerte, y que, de hecho, continúa atormentando a su linaje, y no dejará de hacerlo hasta que llegue el día del ajuste de cuentas, cuando Grimnir vuelva con nosotros.
—¿Qué hizo? —preguntó Annaliese, con los ojos muy abiertos. Grunwald y Karl se inclinaron hacia delante para escuchar las palabras cargadas de congoja del enano.
—El juramento que lo obligaba para con esta fortaleza era más fuerte que el juramento de matador, y así se convirtió en el primero de los Reyes Matadores, y la vergüenza de no poder cumplir con su juramento de matador se transmitió a su heredero. A su vez, su heredero se convirtió en el siguiente Rey Matador, y el heredero de éste en el siguiente. El rey Baragor construyó el Santuario de Grimnir, y Kadrin se convirtió en el centro del culto del matador. Los matadores de todas las fortalezas de enanos peregrinaban aquí para llorar y lamentarse ante la grandiosa estatua del rey ancestro que es su patrón. Él les concede la fuerza y la intrepidez para que vayan hacia su fin con la cabeza alta y nunca retrocedan un paso ante el enemigo.
—¿La estatua que vimos bajo la montaña? —preguntó Karl.
El enano le lanzó al caballero una mirada compasiva.
—No. Ésa no es más que una pálida sombra en comparación con la que hay en el santuario, en el valle de Kadrin, cerca de Kazad Gromar —dejó que surtiera efecto el impacto de esta declaración.
—El rey matador que gobierna hoy es descendiente de sangre de Baragor, el rey Ungrim Puño de Hierro, y también él lleva sobre sí la vergüenza de su antepasado.
—Los matadores me… asustan —admitió Annaliese.
—Como debe ser, moza —dijo Thorrik—. Inquietan hasta al más valeroso guerrero enano, porque a todos puede sucedemos que rompamos un juramento o suframos una tragedia personal que nos deje con hambre de batalla, lamentando la vida en todas sus formas y buscando por siempre más el alivio final en la muerte.
Grunwald vio que Annaliese se estremecía, y la verdad es que él mismo sintió un escalofrío al oír las palabras del enano.
—Y ahora, la propia Karak-Kadrin está asediada —continuó Thorrik, en cuyo rostro la expresión cambió sutilmente de la congoja a la cólera—. Los enemigos que se encuentran ante ella son numerosos. La tribu del Sol Sangrante, los llaman. Pieles verdes reunidos en tal número que hacen temblar la montaña con sus pasos, y son como una alfombra de inmundicia que cubre la tierra de un horizonte a otro. Se dice que es la mismísima tribu de pieles verdes —dijo, al tiempo que escupía al suelo—, que atacó el paso del Fuego Negro. Y la lejana Karaz-a-Karak, sede del mismísimo Alto Rey.
—¿Cómo es posible? —preguntó Grunwald—. No es fácil que las tribus de orcos se unan. ¿Cómo es posible que esa tribu tenga dominio sobre todas las demás?
—Es algo que he sabido que preocupa mucho a los barbasgrises —replicó Thorrik—. Sospechan que está en juego alguna inmunda brujería, algún truco…, algún poder que une a las tribus de orcos y goblins. Cualquier cosa que sea —añadió—, si no se lo desbarata, los territorios de los enanos serán invadidos. Este año no, y probablemente tampoco el que viene, pero si no se produce una fractura en las hordas de pieles verdes, no veo cómo las fortalezas de los enanos van a poder resistir un odioso ataque prolongado como éste. Vivimos en una época de sombras: se acerca el fin de la nación de los enanos.
—¡Vuestro pueblo no puede flaquear! —dijo Karl, con ardor—. Si se pierden las fortalezas, el Imperio se perderá con ellas.
—Sí, es lo que yo supongo —replicó Thorrik.
Los compañeros se quedaron sentados en silencio durante un momento, abatidos. Los ruidos de industria resonaban en torno a ellos, y guerreros enanos pasaban de un lado a otro ante el rincón del vasto salón donde habían establecido campamento.
—Voy a ver cómo están los caballos —dijo Karl, al fin, rompiendo el silencio—. ¿Os apetece dar un paseo en este tan hermoso anochecer, joven señora? —le preguntó a Annaliese, al tiempo que hincaba teatralmente una rodilla y le tendía una mano—. ¿O tan hermosa mañana? ¿O cualquier hora que sea en este… lugar?
—Será todo un honor, noble señor —replicó Annaliese, con una risa y una cortesía. Eldanair también se levantó en silencio de donde estaba, sentado, con las piernas cruzadas, sobre el suelo de piedra.
—No es necesario que venga él también —dijo Karl.
—Ah, callad, dejadlo en paz —dijo Annaliese.
Con la mano de ella levemente posada en el antebrazo acorazado de él, los dos se alejaron, seguidos por Eldanair.
—Ésa es una buena muchacha —dijo Thorrik, malhumorado.
—Estás inquieto, amigo mío —dijo el cazador de brujas. Hacía ya días que intentaba quedarse un rato a solas con el rompehierros. Cuando habían llegado a Karak-Kadrin, Thorrik estaba lleno de energía porque su misión casi había concluido. Se había marchado precipitadamente para intentar descubrir el paradero del joven matador con el fin de entregarle la reliquia de familia que llevaba. Pero al regresar su humor era sombrío, y Grunwald vio que aún llevaba la reliquia envuelta en cuero.
—No es nada —replicó el enano—. No lo entenderías.
—Ponme a prueba —sugirió Grunwald.
—Es este asedio. El alzamiento de los orcos. Presagia la llegada de malos tiempos —replicó el enano, malhumorado.
—Indudablemente. Pero ya lo hicieron antes de ahora, y los hombres y los enanos juntos los derrotaron. Es otra cosa, ¿verdad? Algo que tiene que ver con tu… juramento.
Thorrik suspiró y sacó la pipa en forma de cabeza de dragón. Grunwald no dijo nada mientras el rompehierros la encendía y comenzaba a chupar. De las colmilludas fauces y las fosas nasales de la cabeza de reptil que gruñía, se alzaron zarcillos de humo gris azulado.
—Sí, tienes razón, humano —dijo. Luego se aclaró la garganta—. No puedo cumplir con el juramento que hice.
—No puedes… —dijo Grunwald, con el ceño fruncido—. Ah —añadió, al fin—. ¿El joven matador cumplió con su juramento, entonces?
—Sí —replicó Thorrik, malhumorado—. Ahora celebra banquetes en los salones de los ancestros, con su orgullo restablecido. Cayó luchando contra un troll de piedra, derrotado por un enemigo realmente poderoso. Mató a más de una docena de pieles verdes antes de que la atroz bestia acabara con él, según dicen. Una buena muerte.
El cazador de brujas veía que el enano estaba dolorido, pero no tenía un conocimiento lo bastante profundo de la cultura de los enanos como para comprender del todo lo que decía. El juramento de Thorrik no podía cumplirse. ¿Qué le sucedía a un enano que era incapaz de cumplir un juramento? Grunwald observó a un acongojado matador que pasó caminando, rechinando los dientes y tirándose del anaranjado pelo peinado en forma de púas, entre lamentaciones. Entonces volvió bruscamente la mirada hacia el orgulloso rompehierros, con expresión preocupada.
—¿Qué sucederá ahora? —preguntó, temiendo la respuesta.
—Del mismo modo que los reyes hacen juramentos de deber para con sus fortalezas, los rompehierros hacemos juramentos a nuestro clan. No pueden anularse a la ligera.
»Debo regresar a mi clan, que está en Ostermark —dijo Thorrik, con ojos cansados—. Y una vez allí, debo pedirle al señor de mi clan que me permita hacer el juramento del matador.
Pasaban los días dentro de Karak-Kadrin. Thorrik permanecía ausente durante la mayor parte del tiempo, y Grunwald estaba apesadumbrado. Incluso Annaliese comenzaba a mostrarse inquieta y descontentadiza, ansiosa por ponerse en marcha. Un día le habló de malos modos a Eldanair, frustrada por su silencio y su fantasmal presencia. En efecto, él parecía aún más distante y frío desde que estaban en la fortaleza de los enanos, pero eso era comprensible; las miradas de aversión, desconfianza y a menudo odio abierto que le lanzaban los enanos eran despiadadas. Para su mérito, nunca bajaba los ojos ante las miradas desafiantes, aunque tampoco hacía nada que pudiera provocar una reacción, cosa que Grunwald le agradecía. Lo último que necesitaban era que se produjera un derramamiento de sangre dentro del grupo. Cuando la muchacha le habló mal, él se limitó a mirarla con frialdad, sin reaccionar en absoluto. Cuando se alejó de él, simplemente continuó siguiéndola, para gran frustración de ella.
No obstante, siempre que Annaliese descansaba, Eldanair se sentaba a velar por su seguridad. El descanso de ella se veía plagado por sueños y pesadillas; a menudo la oía gritar, y entonces el elfo posaba una mano sobre la frente de ella y le hablaba con tono sedante en su voz cantarina. Inevitablemente, ella volvía a caer en un sueño reparador.
Grunwald no lograba descifrar al elfo, y eso le preocupaba. Era profundamente intuitivo con la gente —tenía la habilidad de percibir cuándo alguien mentía u ocultaba algo—, aunque por lo general dejaba que quienes lo rodeaban lo consideraran sólo como un bruto. Convenía a su propósito, porque la gente a menudo bajaba la guardia cuando él estaba cerca. Pero el elfo le resultaba inescrutable, y nunca se apartaba de la muchacha. Cuando llegara el momento de que Grunwald se asegurara de que la joven sufriera el «accidente», lo más probable era que tuviese que encargarse también de Eldanair.
Finalmente, Thorrik regresó.
—Hay una forma de salir, en efecto —dijo, y la atención de todos se fijó en él—. Pero no carece de riesgos.
—Por fin —dijo Karl—. ¿Por qué habéis tardado tanto en conseguir esa información?
Grunwald alzó una mano para detener cualquier argumento, y le lanzó una mirada ceñuda a Karl.
—Y no vais a poder llevar vuestros preciosos caballos —declaró Thorrik, mientras miraba al caballero directamente a los ojos.
—¿Qué? ¡Ridículo! Somos caballeros, y no dejaremos los corceles en este oscuro agujero.
—Entonces, os quedaréis aquí, en el oscuro agujero, como lo llamáis —replicó Thorrik.
—Cuéntanos más sobre esa ruta de salida —dijo Grunwald.
—Hay un pozo de mina agotado que aún está por sellar. Lleva hasta la mina de Baradum, que hace mucho fue abandonada en manos de los enemigos que ahora se arrastran como alimañas por la oscuridad en busca de un medio para entrar en la fortaleza de los matadores, porque sus ejércitos se estrellan inútilmente contra las murallas. Van a cerrar la entrada mañana a mediodía. Al mismo tiempo, el hijo del rey Ungrim Puño de Hierro, el war-mourner Garagrim, encabezará la salida de un ejército de matadores destinado a despejar el Gran Puente y hacer retroceder al enemigo. Parece que las hordas de orcos y goblins están erigiendo sus toscas máquinas de guerra para disparar contra la fortaleza. Kadrin carece de los cañones que puedan bombardear de manera eficaz los emplazamientos de las máquinas, así que Garagrim se ha impuesto a sí mismo el cometido de destruir esas amenazas.
Thorrik recorrió a los humanos con los ojos, sin hacer caso del elfo.
—Cuando el war-mourner y su ejército de matadores salgan, los enemigos serán atraídos hacía ellos como polillas hacia una llama. Será entonces cuando nosotros entraremos en las minas de Baradum. Las atravesaremos —una de sus salidas está a cierta distancia, valle abajo—, y si todo va bien, podremos cruzar el territorio hasta el Imperio, sin mayores problemas.
—¿Si todo va bien? —Le espetó Karl—. ¿Y qué sucederá si los ejércitos de los pieles verdes no son atraídos todos fiera de la mina? ¿Y si nos están esperando allí afuera, en el valle?
Thorrik miró al caballero con ojos apesadumbrados pero rostro inexpresivo.
—Entonces moriremos —dijo.