TRECE
El vagón se balanceaba de un lado a otro al continuar su camino a través de la oscuridad. Annaliese jugaba sin darse cuenta con el símbolo de Sigmar que le rodeaba el cuello, mientras se mordía el labio inferior. Tenía la mirada perdida en el costado del vagón, y la mente llena de dudas.
—Estáis preocupada —dijo una voz grave que la hizo sobresaltar. Al volverse vio que el cazador de brujas sigmarita, Udo, la miraba fijamente. Tenía ojos oscuros, y su expresión era seria. Ella le sonrió levemente.
—Lo lamento, estaba a kilómetros de distancia. ¿Qué habéis dicho?
—He dicho que estáis preocupada —repitió él, con mirada intensa en los oscuros ojos—. ¿En qué estáis pensando?
Annaliese suspiró.
—Hace una semana, cuando desperté en el templo, sentí que mi propósito estaba claro. La visión que tuve era muy poderosa. Pero ¿ahora? Dudo de mí misma. ¿Qué propósito podía tener Sigmar para mí? No soy un guerrero, no sé nada de batalla real. No sé… no sé qué bien puedo hacer.
El cazador de brujas frunció el ceño. Él sí que tenía aspecto de guerrero, pensó Annaliese. Grande, fuerte, brutal. Con cicatrices.
—Describidme vuestra visión.
—Vi un grifo…, poderoso, majestuoso y peligroso. Era acosado por todas partes por enemigos, salvajes hombres morenos ataviados con pieles y metal negro. El grifo los destrozaba y hería, y acababa con ellos… y ellos no podían tocarlo. Las espadas rebotaban sobre su cuerpo, y las hachas se desafilaban contra su pellejo. Pero entonces la orgullosa bestia se prendió fuego su pelaje y sus plumas se encendieron y sus alas fueron envueltas por las llamas. Gritaba de dolor. —Annaliese se estremeció al recordarlo. Podía percibir el hedor a pluma quemada, oír los alaridos de dolor de la criatura que le desgarraban el corazón—. Entonces, las armas de los enemigos podían herirla, así que clavaron lanzas, alabardas y espadas en el cuerpo del grifo. Cayó bajo la negra marea que lo rodeaba y lanzó un alarido.
»Yo avancé corriendo y el mar de enemigos se abrió ante mí. Fui rodeada por una luz cegadora, y los enemigos retrocedieron ante mí y me dejaron libre el camino. Me arrodillé junto a la criatura agonizante. Tome su pesada cabeza entre los brazos y la mire a los penetrantes ojos fijos. Las llamas se apagaron y el grifo se hizo más fuerte. Se levanto, con todas las heridas curadas, y los enemigos huyeron ante él.
Annaliese se estremeció, y alzó los ojos hacia Grunwald para mirarlo con el ceño fruncido.
—No, no puedo recordar el resto. Se desvanece con cada día que pasa. Pero sé que tengo que encontrar el grifo, y sé que está en el norte. Hace una semana sabía que ése era mi destino pero ahora dudo de mi misma si no fue más que un sueño sin significado que me provocaron las heridas. ¿Y si estoy yendo hacia el norte solo para encontrar muerte, destrucción y guerra? ¿Que bien puedo hacer? No soy más que una muchacha. No puedo cambiar nada.
El cazador de brujas guardó silencio, con expresión pensativa.
—No sé si fue una visión que os envió Sigmar o no —dijo, al fin—, pero una sola persona puede marcar la diferencia. El propio Sigmar era un solo hombre, y sin embargo unió a las tribus dispersas y desafío al enemigo. Magnus el Piadoso era un solo hombre y no obstante, eso desafío al Caos en Praag. El Emperador mismo es un sólo hombre, y mantiene unido el Imperio.
Annaliese soltó una risa fría.
—Esos son los grandes y poderosos cazador de brujas. Son individuos, si, pero no individuos como yo.
—No siempre fueron grandes y poderosos. Cada uno de ellos nació como un bebé indefenso, llorando y mamando de su madre; fueron sus acciones las que los hicieron grandes y poderosos. Las acciones de un sólo hombre, o de una sola mujer, aun podrían decidir el destino de todos nosotros.
—Perdonadme, cazador de brujas, pero no logro ver cómo las acciones de una simple muchacha de diecisiete primaveras podrían afectar al resultado de la guerra.
—Lo diré de otro modo —dijo Grunwald—. Las batallas se ganan y pierden por la decisión de un sólo hombre. A menudo son las decisiones de los llamados «grandes y poderosos»: generales, comandantes y condes electores. Pero con más frecuencia es la decisión del soldado medio la que determina el resultado de la batalla. Un individuo decide resistir y luchar. Otros se sienten inspirados por su resolución, o la vergüenza los mueve a no huir cuando ese hombre resiste, desafiante. Así pues, el ejército resiste. Al otro lado, entre los enemigos, un sólo individuo escoge la huida. Lo dominan sus miedos —está pensando en su esposa, su hijo, su amante o su fortuna—, y no quiere morir, así que huye. Otros lo ven huir y los invade la duda. ¿Acaso han llamado a la retirada y ellos no lo han oído? ¿Ese soldado sabía algo que ellos ignoran? La decisión de huida de ese único soldado ha condenado a todo el ejército. Otros dan media vuelta y huyen con él; y si todos están huyendo, ¿qué sentido tiene resistir en solitario o pensar en la pérdida del honor por escapar también? Ninguno. Así pues, el día está perdido. Ese primer hombre que huye es como una sola roca que cae por la ladera de la montaña; al cabo de poco se le unen otras, hasta que al final se produce una avalancha imparable. Pero si ese primer hombre se hubiera contenido, si esa primera roca no hubiera caído, ¿habrían salido victoriosos? ¿Se habría derrumbado igualmente la ladera de la montaña? Tal vez, tal vez no. —El cazador de brujas se encogió de hombros.
—Habláis como un orador —dijo Annaliese.
—¡Ja! —Se mofó Grunwald—. Ni remotamente. Es un discurso que oí una vez, cuando era soldado, y lo repito en una versión mucho más pobre que la original. Pero de todas maneras es verdad. Un hombre que decide resistir contra el enemigo, un hombre que escoge huir… ésa es la diferencia entre la victoria y la derrota. Los buenos comandantes lo saben; se aseguran de que haya repartidos por las filas fuertes guerreros heroicos que resistirán, desafiantes, y que avergonzarán o inspirarán a los otros soldados para que hagan lo mismo.
—Mi padre solía decir algo similar —comentó Annaliese.
—Entonces era un hombre sabio —replicó Grunwald. La miró fijamente durante un momento, y ella sintió que la recorría un escalofrío. Tenía ojos de mirada intensa, y en ellos había violencia. Sin embargo, era un templario de Sigmar.
—Me siento honrada porque me acompañéis —dijo—. Aunque es un misterio para mí el porqué de que me acompañéis.
El vagón se sacudió y los ronquidos de Thorrik se interrumpieron. Grunwald vio que los ojos del elfo se desplazaban velozmente hacia el enano dormido, con expresión inescrutable en el rostro. Thorrik comenzó a roncar otra vez un momento más tarde.
—Sois… poco corriente —dijo Grunwald, escogiendo las palabras con cuidado—. El joven acólito del templo dijo que había visto un aura a vuestro alrededor cuando conseguiste ese martillo que tenéis, no sabemos cómo… un martillo que hacía siglos que se decía que estaba perdido. Y se afirma que curasteis con vuestras manos al niño que llevasteis al templo. Esas afirmaciones son poco frecuentes, y requieren una investigación.
—Yo nunca he dicho que había curado a Tomás —se apresuró a aclarar Annaliese—. Y no hubo nada místico en el modo en que recogí el martillo. Simplemente estaba allí, y era necesario hacer frente a unos enemigos.
—Supongo que os dais cuenta de que no había ningún nicho mortuorio en el sitio del que decís haber recogido el martillo —replicó Grunwald, con voz suave.
—¿Qué? —preguntó Annaliese, alarmada. Al oír el tono de la voz, Eldanair miró a la muchacha y luego a Grunwald, con expresión fría—. No es posible.
—No importa —dijo Grunwald—. ¿Y el niño? Decís que lo curasteis; ¿cómo lograsteis algo semejante sin tener formación para ello?
—Nunca he dicho que lo haya curado. Pensé que había sufrido una herida mortal, pero cuando lo tomé en brazos me di cuenta de que no era así.
—Eso decís vos.
Annaliese sonrió con tristeza.
—¿Pensáis que soy una bruja, Grunwald?
—Si pensara eso, ya os habrían quemado viva en la hoguera —replicó él—. Lleváis el símbolo de Sigmar en torno al cuello y blandís un arma de un sacerdote muerto hace mucho tiempo. Sin embargo, no habéis recibido ni la más mínima formación religiosa; a la iglesia le interesa que os acompañe un miembro del templo para instruiros, guiaros y protegeros en caso de que vuestros… talentos sean auténticos.
Annaliese miró fijamente a los ojos al cazador de brujas.
—Yo nunca he afirmado ser nada, cazador de brujas.
Grunwald sonrió, cosa que en todo caso hizo que pareciera más peligroso.
—Y yo no estoy afirmando que seáis nada, Annaliese. Pensad en mí sólo como… alguien que os cuida. Que os ayuda a tomar las mejores decisiones. En el nombre de Sigmar, por supuesto.
Ella percibió la amenaza contenida en las palabras, pero se sintió repentinamente serena. Sonrió. A pesar de todas sus palabras y su oficio, sintió que Udo Grunwald tenía poca malicia.
—Me caéis bien, cazador de brujas —dijo, tan sorprendida por la veracidad de sus propias palabras como lo estaba él, a juzgar por la expresión que afloró a su rostro.
—¿Por qué? —fue la simple pregunta de él, que la miraba como si estuviera loca.
—Creo que sé el terreno que piso, con vos —replicó ella—. Y eso ya es algo.
El vagón se detuvo pesadamente en medio de explosivos escapes de vapor y rechinos metálicos.
—¿Qué es esto? —gruñó Grunwald, a quien despertó la repentina ausencia de vibraciones.
—Estamos en Karak-Kadrin —replicó Thorrik, austero.
Grunwald miró por entre los listones de la pared del vagón; en el exterior aún reinaba la oscuridad y por un momento se preguntó si habría caído la noche; bajo tierra, había perdido completamente la noción del tiempo.
—¿Es de noche? —preguntó, dando voz a sus pensamientos. El enano bufó.
—Humanos —se mofó—. Es casi media tarde. Aún estamos en el subsuelo; el último trecho hasta la Fortaleza Kadrin lo recorreremos a pie. No veremos la superficie hasta que no salgamos de Kadrin.
—¿Salgamos?
—Sí, salgamos. Yo entregaré esto —dijo, dando unos golpecitos al objeto envuelto en cuero aceitado que apenas se había separado de su lado durante todo el viaje—, y luego me pondré en camino para reunirme con mi clan, en el estado de Ostermark.
* * *
—¿Qué es eso que lleva tan oculto, envuelto en cuero? —preguntó Annaliese, más tarde, mientras bajaban por los escalones de metal para alejarse de la máquina de vapor del Grimgrandel, que siseaba.
—No lo sé a ciencia cierta —replicó Grunwald—. Dice que es una reliquia familiar de alguien. Algo que está obligado a entregar por juramento —miró a la muchacha. Su rostro estaba luminoso, y parecía descansada y curiosa respecto a lo que sucedía a su alrededor. La resistencia de la juventud, pensó. Él estaba dolorido, cansado, irritable—. Parece que los enanos se toman particularmente en serio los juramentos.
—Tal vez se trate de alguna reliquia mágica de la antigüedad —dijo Annaliese, con los ojos gris azulado encendidos, cosa que la había parecer aún más joven de lo que era.
—Tal vez —dijo el cazador de brujas, evasivo.
Esperaron a Karl y sus treinta caballeros mientras bajaban del vagón a los caballos de guerra que resoplaban. El joven preceptor les dedicó una ancha sonrisa al acercarse a ellos. Su enorme corcel medía veinte palmos menores hasta la cruz, un pura sangre de Averland. Tenía los ojos desorbitados y las orejas echadas hacia atrás; se trataba de una bestia pero estaba claro que no le gustaba el siseo antinatural del tren de ni el hecho de estar bajo tierra.
—Bueno, el viaje ha sido más corto, si bien más incómodo, que si lo hubiéramos realizado a lomo de caballo. ¡Más de ochocientos kilómetros! Habríamos tardado semanas…, pero así sólo hemos tardado… ¿qué? ¿Tres días? Es una auténtica maravilla, esta máquina de vapor. ¡Imaginad si esto se construyera a todo lo largo y ancho del Viejo Mundo! Podríamos transportar a nuestros soldados desde Altdorf a Kislev en cuestión de días. Incluso más rápido que por barco.
—Todos los cofres de vuestro Emperador se vaciarían mil veces para financiar una empresa semejante —gruñó Thorrik, que se había vuelto a mirarlos para meterles prisa—. Pero, vamos, basta de charlas tontas. Debemos apresurarnos. Hay muy malas noticias: la fortaleza está asediada. Se lucha en el paso del Pico.
El paso del Pico era uno de los únicos dos caminos que atravesaban las gigantescas montañas que formaban la casi impenetrable frontera oriental del Imperio. A más de ochocientos kilómetros al sur se encontraba el paso del Fuego Negro. La otra ruta que atravesaba de lado a lado las Montañas del Fin del Mundo estaba a casi mil kilómetros más al norte, en las tierras más altas de los inhóspitos territorios de Kislev, los vecinos septentrionales del Imperio. Allí estaba el Paso Alto, a través del cual habían entrado las fuerzas del Caos durante la titánica Gran Guerra, acaecida doscientos cincuenta años antes.
Estos tres pasos eran las claves de la defensa del Imperio. Era el mensaje que se les transmitía con insistencia a los aspirantes a comandante militar y a sus subordinados. Estos pasos significaban la vida o la muerte, y si caían, también lo haría el Imperio.
Pero incluso si uno sólo de los pasos caía en poder del enemigo, eso anunciaría el desastre. El Imperio había sido casi destruido durante la Gran Guerra, y en esa ocasión se habían mantenido firmes tanto el paso del Fuego Negro como el paso del Pico; las hordas del Caos sedientas de sangre habían entrado a través de Paso Alto y tomado Praag septentrional, para luego extenderse hacia el sur.
Si caían dos de esos pasos o, Sigmar no lo quisiera, los tres, no podría haber esperanza para el Imperio de los hombres. Los pensamientos de Grunwald eran sombríos mientras marchaba por el cavernoso camino subterráneo de los enanos que conducía al interior de Fortaleza Kadrin.
Era una maravilla de antigua ingeniería de enanos, y Thorrik señaló los detalles de la inmensa construcción con orgullo en la voz. El camino estaba alumbrado por miles de antorchas y faroles de aceite, y arcos descomunales se alzaban a decenas de metros por encima de ellos. La escala de todo aquello escapaba a la comprensión; de hecho, el edificio más alto de todas las grandes ciudades del Imperio, incluida Altdorf, cabría perfectamente dentro de las arcadas, con decenas de metros de sobra por encima del parapeto más alto.
Desde lo alto los miraban ceñudamente testas barbudas con cascos astados, cabezas tótem que se alzaban hasta tanta altura como la torre de un castillo. Debajo de los arqueados bigotes trenzados se abrían bocas lo bastante grandes como para que diez carros pasaran uno junto a otro. Columnas perfectamente cuadradas, fácilmente de treinta metros de lado cada una, se perdían en la oscuridad de lo alto. En sus costados había tallados balcones y plataformas que delataban el hecho de que estaban cribadas de habitaciones y cámaras de piedra.
Pasaron por debajo de arqueados puentes, vastos pasadizos que conducían a otras zonas de la fortaleza. Por todas partes había titánicas estatuas y columnas, todas intrincadamente talladas con espirales y líneas onduladas que formaban representaciones de batallas, guerreros y dioses enanos ancestrales.
La desmesurada escala del lugar dejó pasmado a Grunwald, y Annaliese lo miraba todo con la boca abierta de asombro y reverencia. Thorrik parecía complacido ante sus reacciones. Durante más de un kilómetro y medio avanzaron por el camino subterráneo hacia una gigantesca estatua que se encumbraba por encima de ellos mucho más arriba que nada que hubieran visto hasta ese momento. Ocupaba todo el espacio abovedado de más de cien metros de alto por más de cien metros de ancho, y era la representación de un feroz guerrero enano cuyos ojos quedaban ocultos en sombras. De la cara le colgaban trenzas de piedra que se enroscaban sobre sí mismas y llegaban al suelo, y allí se extendían ante la espléndida estatua para formar altas murallas que se alzaban a muchas decenas de metros. El enano de piedra parecía aumentar de tamaño a medida que se acercaban, ascender más y más por el aire. De hecho, daba la impresión de que el abovedado techo de lo alto se apoyaba en los hombros de este poderoso rey; que éste llevara sobre sí el peso de la mismísima Fortaleza Kadrin.
Las piernas y el pecho del la estatua estaban fuertemente acorazados con placas superpuestas de armadura con runas inscritas, aunque los musculosos brazos aparecían desnudos salvo por los avambrazos, y por los brazaletes en forma de dragón que se enroscaban en torno a la parte superior. La piedra que había sido tallada para dar forma a esta armadura tenía vetas de oro, de modo que la estatua destellaba y brillaba a la luz de las antorchas. Sobre los hombros llevaba una capa de escamas de dragón y pieles.
En una mano el coloso tenía un casco de piedra. Desde él se extendían gigantescas alas escamosas, también de piedra, que se fundían con el techo, situado a casi trescientos metros de altura, donde formaban columnas y soportes. La parte frontal del casco estaba tallada en forma de cara de dragón rugiente. Las fauces abiertas del dragón enmarcaban la cara del guerrero, y de las encías del monstruo sobresalían docenas de afilados dientes tallados en una piedra del más puro blanco. Con la otra angulosa mano de gruesos dedos el rey sujetaba un martillo de proporciones gigantescas que tenía grabadas runas de enano, bajas y anchas, que estaban iluminadas desde dentro con luz anaranjada. Unas runas similares relumbraban en el casco del guerrero, como si en su interior ardiera la furia de un horno.
Decenas de guerreros enanos inclinaban la cabeza y pasaban las manos por los gigantescos mechones de cabello que formaban las trenzas que llegaban al suelo, y entonaban juramentos y sagradas frases de saludo o alabanza. El pasadizo continuaba por debajo de esta colosal estatua. Grunwald vio que los enanos que pasaban por debajo se golpeaban el pecho con un puño, a la altura del corazón, y comenzaban a salmodiar mientras caminaban, una profunda salmodia gutural y lúgubre.
—Contemplad al poderoso Grimnir, dios ancestro de la valentía y las grandes hazañas —dijo Thorrik, con voz solemne y reverente—. Karak Kadrin protege el santuario de Grimnir. Es un lugar de gran reverencia, y miles de enanos acuden cada año desde sus fortalezas hasta aquí para rendir homenaje al dios ancestro.
—¿Cómo es que esas runas brillan con luz? —preguntó Annaliese, con voz cargada de asombro—. ¿Es magia?
—¿Magia? ¡Puaj! —bufó Thorrik—. Los dawi, o enanos, como nos conocéis vosotros, no damos a la magia ningún uso en el sentido en que lo dices tú. No, es algo más mundano, aunque no menos impresionante por ello. Los canteros más diestros de Karak-Kadrin las tallaron, y la piedra de esas runas de valentía, reinado y batalla son tan finas como el pergamino. Detrás de ellas hay un fuego que jamás se apagará mientras sigan existiendo los dawi, y es la luz de esas llamas la que ves a través de la piedra.
Annaliese alzó las cejas, claramente impresionada.
—Piedra tan fina como pergamino… Seguro que se rompería…
Thorrik rio entre dientes.
—Sí, moza, si la tallaran las manos de cualquiera que no fuese un enano, se rompería. Nadie, en todo el mundo, puede equiparar la destreza artesana de un enano.
—Eso puedo creerlo al contemplar esto —replicó Annaliese, con voz queda.
—Para ser una gente tan baja, ciertamente hacéis construcciones altas —comentó Karl—. Casi como si quisierais compensar vuestra deficiencia de estatura.
Grunwald sonrió involuntariamente, pero se quedó asombrado ante la falta de tacto del caballero por atreverse a decir algo semejante, aunque justificado, en presencia de Thorrik y otros enanos, y ante una estatua tan pasmosa de uno de sus grandiosos dioses. Estaba claro que el caballero tenía poca experiencia con los enanos.
Thorrik se volvió como una furia hacia el caballero, con los ojos encendidos de indignación. Karl se vio obligado a detenerse, y el gigantesco corcel al que llevaba de la rienda resopló y pateó el suelo. Aunque el preceptor era enorme en comparación con el enano que apenas le llegaba al pecho, Annaliese y Grunwald inspiraron apenas y retrocedieron un paso ante la humeante furia que amenazaba con dominar al guerrero.
—Vuelve a hacer una observación como ésa, barbanueva, y juro ante Grimnir que te cortaré las piernas para que mires el mundo desde la misma altura que yo —gruñó el rompehierros, mientras cerraba una mano amenazadoramente en torno al mango del hacha.
Varios de los caballeros de Karl fruncieron el ceño y sus manos se desplazaron hacia las espadas, pero Karl alzó una mano para detenerlos. Sus ojos aún destellaban de humor, pero su rostro estaba serio.
—Os pido disculpas, a vos y a vuestro dios, valiente guerrero. No pretendía faltaros al respeto. Este lugar es… algo que escapa a las palabras; y temo haberme dejado llevar por la boca. Mis más sinceras disculpas una vez más, Thorrik Lokrison —dijo con seriedad.
Thorrik gruño complacido por las palabras del humano, pero con la cara aún ardiente de cólera. Luego se aclaró la garganta.
—Kadrin no es lugar para lo que entre vosotros, los humanos, pasa por sentido del humor. Os lo advierto ahora, una vez. Con que sólo tengáis un pensamiento tan irrespetuoso, el Rey Matador os hará destripar y dejar en la falda de la montaña para que las cornejas os picoteen. Kadrin no es lugar para la frivolidad y será mejor que lo recordéis.
Con una última mirada encendida, Thorrik dio media vuelta y continuo conduciéndolos por el amplio pasadizo. Cuando Grunwald vio que Karl lo miraba, sacudió la cabeza con incredulidad, y el preceptor le respondió con un rápido encogimiento de hombros y una expresión burlonamente agraviada en el rostro.
—Sois un idiota —dijo Grunwald en voz baja, antes de dar media vuelta para seguir a Thorrik.
—No sabía que iba a mostrarse tan susceptible —comento Karl, para si.
Annaliese negó ligeramente con la cabeza y alzo las cejas con gesto de reproche, pero en sus labios había un rastro de sonrisa. Le dio unas palmaditas a Karl en el acorazado hombro al pasar.
El caballero observo a la muchacha que se alejaba de él, y cuyo rubio cabello corto parecía brillar con luz propia. Al principio se había sentido decepcionado al ver que ella se había cortado el largo pelo ondulado, pero debía admitir que aquel estilo más corto le gustaba cada vez mas dejaba ver mejor su cara y la hacía parecer un poco mayor. Sus ojos se demoraron en la esbelta figura de la joven el balanceo de las caderas bajo el ropon y la cota de malla que llegaban casi hasta el suelo.
Silbó suavemente por entre los dientes, y negó con la cabeza para sí. A continuación echo a andar ante sus treinta caballeros del Sol Ardiente, pasaron por debajo de la estatua de Grimnir y entraron en la descomunal Fortaleza Kadrin, cercada por el enemigo.