DOCE

DOCE

El vagón dio, una sacudida brusca que despertó a Grunwald, con sobresalto. Estaba oscuro, unos sonidos atroces y desconocidos inundaban sus oídos, y el aire era caliente y sofocante. Por un momento imaginó que había muerto e iba por el inframundo, camino del reino de Morr, pero se libró de esos enloquecedores pensamientos en cuando recobró el sentido de la orientación.

Recorrió con mirada de ojos legañosos el oscuro interior que lo rodeaba. Los faroles repiqueteaban y se sacudían al estremecerse el vagón que atravesaba las tinieblas. En la mortecina luz vio que muchos de los enanos dormían, y se dio cuenta de que sus ronquidos prácticamente eran ahogados por el traqueteo del vagón, el constante siseo, el golpeteo de pistones y bielas, y el rechinar de las ruedas metálicas sobre los raíles de acero.

Dentro del vagón, el calor era casi insoportable, y el aire estaba cargado de humo, procedente tanto de las enormes chimeneas de la parte frontal de la máquina remolcadora, como de las pipas de los enanos. El hedor a carbón y aceite le inundaba las fosas nasales, y respiraba trabajosamente. Le escocían los ojos a causa de la ceniza, y parpadeó repetidas veces.

Era en verdad una máquina infernal aquel ingenio a vapor, pensó. Parecía que se zambullía hacia el corazón del mundo. Aquél no era lugar para los hombres, decidió. La sola idea de que había, cientos de miles de toneladas de roca suspendidos sobre sus cabezas, preparados para desplomarse y aplastarlos en cualquier momento, hacia que se le acelerara la respiración y le corriera el sudor por la parte posterior del cuello.

Thorrik estaba durmiendo, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta de par en par. Annaliese también dormía, con las piernas metidas debajo del cuerpo, y la cabeza balanceándose sobre un hombro del elfo, aunque no pudo determinar si este último dormía o no. Llevaba una tira de tela atada sobre la boca y la nariz, y la capucha, que tenía echada muy adelante sobre el rostro, le ocultaba los ojos y las puntiagudas orejas, y aunque no mostró ninguna reacción hacia Grunwald, eso no equivalía a decir que estaba dormido.

A Karl Heiden no se le veía por ninguna parte; poco después de que la máquina de vapor comenzara su viaje, había vuelto con sus hombres, que viajaban en el vagón de detrás del de ellos. Le había contado al cazador de brujas que los enanos habían armado mucho alboroto cuando había intentado embarcar a los caballos de guerra de su orden, y que los purasangres habían relinchado de miedo y pateado a pesar del entrenamiento. Pero ése era el acuerdo que los humanos tenían con los enanos —iban hacia las zonas de batalla septentrionales del Imperio, y aquella monstruosidad de vapor constituía el medio más rápido de llegar a destino—, y el Alto Rey de los enanos la había puesto a disposición del mismísimo Emperador.

La mitad de la orden de Karl viajaba hacia el norte a bordo del ingenio. Aunque corrían rumores que decían que ejércitos de la oscuridad estaban concentrándose allende el paso del Pico, que guardaba Karak-Kadrin, según los últimos mensajeros el camino que iba desde la fortaleza de los enanos hasta el Imperio estaba despejado. Otra cuestión, sin embargo, era cuánto tiempo continuaría así.

El cazador de brujas sintió la necesidad de estirar la dolorida espalda y se puso de pie con cansancio, sujetándose al banco lateral para no caer. Ciertamente los enanos prescindían de las comodidades e hizo una mueca de dolor cuando la espalda le crujió de manera alarmante. Los bancos eran fríos y duros, de cuero sobre acero; no era de extrañar que los enanos fueran una raza tan taciturna, si era así como vivían.

Grunwald volvió a sentarse y clavó la mirada en Annaliese, como si intentara penetrar en los pensamientos de la muchacha dormida. ¿Era sincera, o el toque del Caos anidaba en su interior? Aunque ella no se diera cuenta aún, podría estar contaminada de todos modos, y por tanto ser merecedora de la muerte. Por lo general, una contaminación de ese tipo acababa por manifestarse físicamente, a través de mutaciones por leves que fueran —membranas en los dedos de los pies, excrecencias nudosas en la espina dorsal, dedos de mas en las manos— pero ese tipo de cosas podrían no haber tenido tiempo de desarrollarse en alguien tan joven. O, pensó, sombrío, tal vez ella era capaz de controlar los poderes del Caos hasta tal punto que podía contener ese tipo de signo externo de su pecado.

Una vez más, sintió crecer su frustración. Ésta no era su manera de actuar, puesto que era un hombre de acción, directo. Si existía la sospecha de brujería y contaminación del Caos, debía celebrarse juicio. Si el individuo demostraba ser inocente la muerte dejaba limpio su nombre porque todos los juzgados morían, tanto si eran culpables como si no. No había remordimientos, y Grunwald no se sentía culpable por los inocentes muertos era mejor morir con la pureza asegurada, que continuar vivo en la duda.

Desvió la mirada desde la muchacha al elfo. Tenía la sensación certera de que Eldanair no dormía, sino que estaba velando por la seguridad de la muchacha. Tal vez fuera su familiar, pensó sombríamente Grunwald. Se removió en el asiento. Sabía que tenía que ponerla a prueba pero también sabía que debía hacerlo según lo ordenado por el general cazador de brujas, tenía que determinar su inocencia o culpabilidad sin que ella conociera sus motivos.

El tren dio una sacudida y Annaliese despertó con una exclamación ahogada y los ojos desorbitados y asustados. Miro en torno y se encontró con la mirada del cazador de brujas, momento en que le dedico una sonrisa soñolienta. Grunwald paseo los dedos por la cantimplora que llevaba al cinturón, pensativo. Luego desenrosco el tapón y bebió un sorbito para luego ofrecérsela a la muchacha.

—Solo es agua —le aseguro. Ella asintió con la cabeza para darle las gracias, y sacó las largas piernas de debajo de si para luego estirarse como un gato. Grunwald se puso de pie y avanzo hasta ella. El tren volvió a balancearse y él tropezó. Una pequeña cantidad de agua cayó sobre Eldanair, y Grunwald sintió que los oscuros ojos del elfo lo atravesaban. Se disculpó y le dio la cantimplora a la muchacha. Ella bebió un largo sorbo y sonrió para darle las gracias.

De vuelta en su asiento, Grunwald volvió a cerrar la cantimplora de agua bendita. Era un líquido precioso —ciertamente no era agua para beber—, pero debería haber sido como ácido para un devoto de los Poderes Malignos. Sin embargo, por otro lado, eso no significaba nada. El enemigo era astuto.

Se oyó un chirrido de metal sobre metal cuando las ruedas de la máquina de vapor frenaron. Los pocos enanos que habían estado de pie fueron derribados y se estrellaron pesadamente contra el suelo del pasillo, entre maldiciones. De los anaqueles de lo alto cayeron pertrechos y mochilas sobre los que aún permanecían sentados, y que se deslizaron por los bancos hacia la parte delantera del vagón. Grunwald se aferró al banco en el momento en que comenzó a deslizarse, pero perdió la presa cuando el inmenso peso acorazado de Thorrik se estrelló contra él, y fue casi aplastado contra un ornamentado reposabrazos de bronce labrado en forma de dragón rampante.

Annaliese casi cayó de su asiento, y habría salido volando hacia la parte delantera del vagón si Eldanair no la hubiera pillado por un brazo con rapidez sobrenatural, y tirado de ella para ponerla a salvo. Grunwald hizo una mueca de dolor cuando el peso de Thorrik fue empujado contra él, y tuvo la certeza de que se le iban a partir las costillas. Con un último chirrido espantoso, la máquina se detuvo.

Mascullando, el enano se apartó de encima de Grunwald y se puso de pie, para luego sacudirse la barba con una mano. Grunwald se limitó a lanzarle una mirada iracunda y sacudir la cabeza, con las costillas doloridas.

—¿Estáis bien? —le preguntó a Annaliese, y la muchacha le respondió con un asentimiento de cabeza. El elfo estaba hablando para sí con tono: mordaz, mientras miraba por entre los listones del costado del vagón hacia la oscuridad del otro: lado. Todos los enanos del vagón estaban resoplando y pateando el suelo, y alzaban la voz con tono de enojo y acusación. Muchos parecían medio dormidos mientras se enderezaban el yelmo desviado hacia un lado y recuperaban pertrechos caídos.

—En el nombre de los dioses, ¿por qué se ha detenido esta cosa? —le pregunto a Thorrik, que le devolvió una feroz mirada con ojos carentes de humor, y escupió: algo en su tosco idioma.

—¿Cómo quieres que lo sepa, humano? —le espetó el enano en Reikspiel.

—Me pregunto dónde estaremos —dijo Grunwald, mientras se reunía con Eldanair para mirar al exterior por entre los listones metálicos—. Y qué hora será. Las nociones como el día y la noche no significan nada aquí abajo.

—Bueno, yo diría que es alrededor de mediodía en la superficie —dijo Thorrik, mientras comenzaba a cargar la pipa con la hierba que llevaba en un saquito. Grunwald soltó un bufido y miró al enano con incredulidad. Ni el más leve rayo de luz penetraba a esas profundidades por debajo de las montañas; era como un odioso abismo estigio.

—¿Y cómo puedes saber eso? —preguntó, desdeñoso.

—Soy un enano, humano —gruñó Thorrik, con los ojos encendidos en la oscilante luz de los faroles—. Tú no podrías entenderlo.

Grunwald volvió a bufar, y giró para mirar hacia la oscuridad exterior. Ahora que la locomotora se había detenido, la total ausencia de movimiento del aire hacía que la atmósfera pareciera aún más cargada y opresiva.

—Juzgando por el tiempo que ha pasado y por la velocidad del Grimgrandel, diría que estarnos casi a medio camino. En algún punto entre Zhufbar y Monte Gunbad. Tal vez debajo de Agua Negra.

—¿Debajo de qué?

—De Agua Negra, el mar interior de las montañas.

—¿Así que estás diciendo que por encima de nosotros no sólo hay kilómetros de roca, sino también un mar?

—Sí, muchacho. No hay por qué ponerse tan nervioso. Esto es ingeniería de enanos: construida para durar.

Fantástico, pensó Grunwald, mientras sacudía la cabeza. Volvió a mirar a través de la celosía, entrecerrando los ojos para ver algo, cualquier cosa que hubiera en el exterior. Nada. Era como si el mundo acabara a treinta centímetros del vagón. Volvió la cabeza para decirle algo a Thorrik, pero, en el momento en que abría la boca para hablar, una flecha negra pasó silbando junto a su cabeza. Impactó contra el techo metálico del vagón, y rebotó hacia la muchedumbre de enanos que daban vueltas por el pasillo situado a al otro lado del contiguo al que él ocupaba.

Más flechas atravesaron la celosía, repiqueteando con fuerza, y docenas más se partieron contra el exterior del vagón. Una de las flechas impactó en el respaldo forrado de cuero, a un pelo de la cara de Thorrik. El enano arrancó la flecha del cuero, con expresión furiosa al contemplar el tosco proyectil negro: la punta era de piedra afilada, arada con tendón al asta de madera, y la cola estaba hecha con plumas de cuervo fibrosas y despeinadas. El rostro de Thorrik enrojeció.

—¡Goblins! —bramó con voz de trueno. Se encasquetó el yelmo con fuerza, y se puso en pie de un salto al tiempo que manoteaba en busca del escudo y el hacha—. ¡Goblins! —volvió a gritar.

Los atronadores enanos cargaron y prepararon sus armas. Y en cuestión de segundos ocuparon sitios junto al costado del vagón. Aunque Grunwald había sido incapaz de ver nada en la oscuridad exterior, estaba claro que los enanos tenían mejor vista, porque al cabo de segundos el aire quedó inundado por las ensordecedoras detonaciones de los disparos. El vagón se llenó de humo. Eldanair disparaba con su arco largo hacia las tinieblas, y Grunwald, acuclillado para no quedar ante la celosía por la que aun entraban flechas, sacó su pesada ballesta.

Annaliese estaba junto a él, acuclillada también para evitar las flechas, y en sus ojos había miedo.

—Quedaos agachada —le ordenó Grunwald. Entonces alzó la ballesta para apuntar entre los listones. Habían orientado los faroles hacia la oscuridad exterior, y ahora veía cómo la luz se reflejaba en cientos de ojos que había fuera. Y también oía a los seres, sus agudos chillidos y risas. Disparó una saeta hacia un punto situado entre dos de los brillantes reflejos, los cuales desaparecieron al instante.

Un silbato penetrante sonó a lo largo de la línea de vagones, y por las chimeneas de escape en forma de cabeza de dragón que había situadas en lo alto de cada uno, mano vapor caliente con un siseo. Los inclinados listones metálicos de la celosía que recorría el largo de los vagones comenzaron a cerrarse y el impacto de las flechas que se estrellaban contra el exterior resonó apagadamente en el interior. Se oyó el ruido de mecanismos y pesados engranajes metálicos, y los costados de los vagones comenzaron a abrirse hacia fuera, como puentes levadizos mecánicos que bajaran.

Los enanos avanzaron hombro con hombro, trabando sus escudos unos con otros mientras las paredes del vagón descendían. Las flechas enemigas se estrellaban contra escudos y cascos y Grunwald se agacho detrás de la acorazada muralla de enanos y recargo la ballesta.

Eldanair se encontraba de pie sobre el banco que tenía al lado, y disparaba flechas hacia la oscuridad por encima de la cabeza de los enanos. Con rostro impasible se inclino hacia un lado cuando una flecha voló hacia su cabeza, y disparo un proyectil de respuesta.

Las pesadas columnas estabilizadoras de los costados del vagón resonaron como el trueno al golpear el suelo, y con un estruendo de engranajes y un siseo de vapor los listones rotaron para alzarse de la posición cerrada y formar una ancha escalera que bajara hasta el suelo del túnel.

Se oyó una voz grave que bramaba un grito de guerra, y Grunwald vio que uno de los enanos sin armadura y con cresta de pelo rojo brillante peinado en forma de púas avanzaba y se abría paso a codazos a través de la muralla de escudos para situarse ante ella, solo y desafiante. Alzo el hacha muy por encima de la cabeza y rugió algo incoherente. Una flecha se clavó en la carne de la parte superior de uno de sus gruesos brazos poderosos, que atravesó para asomar unos buenos quince centímetros por el otro lado.

El matador la aferró con un carnoso puño y tiro para deslizar todo el largo de la flecha a través de la sangrante herida con los dientes apretados y sorbiendo a través de los dientes a causa del dolor, antes de arrojarla despectivamente al suelo. Con otro rugido, alzo el hacha y descendió como una tromba por la escalera de metal, para lanzarse pesadamente hacia el enemigo que ahora se dejaba ver al avanzar hasta la luz que proyectaban los faroles de la locomotora dirigidos hacia ellos.

Otro frenético guerrero de pelo rojo se lanzó hacia los enemigos que avanzaba lentamente, y cuando la línea de enanos bajó por la escalera para trabarse en combate con ellos, todos caminando pesadamente al unísono, Grunwald vio por primera vez con quién se enfrentaban.

Eran pequeños, más bajos que los enanos que marchaban hacia ellos, y su cuerpo de piel verde era débil y flaco, oculto casi del todo bajo ropones negros y una puntiaguda capucha. Avanzaban formando ante sí una verdadera muralla de lanzas con punta de flecha, y siseaban y chillaban a los enanos.

Grunwald se situó junto a los atronadores enanos que permanecían dentro del vagón y disparaban una barrera de fuego por encima de las cabezas de los compañeros que avanzaban. Docenas de goblins moradores de las profundidades eran hechos pedazos con cada andanada, pero sus cuerpos eran pisoteados con indiferencia por los otros que avanzaban. Tras llevarse al hombro la ballesta ya cargada, disparó. La saeta se clavó en la frente a un goblin que chillaba como loco, cuyo negro ropón estaba ribeteado con harapos amarillos cosidos, y que había estado blandiendo por encima de la cabeza una tibia de la que colgaban toda clase de dientes, pelos, y una cosa extrañamente parecida a una luna sonriente. El goblin cayó sin un sólo sonido, y se perdió en la sonriente multitud de goblins.

Los frenéticos enanos de pelo rojo llegaron a la línea enemiga y partieron las lanzas dirigidas hacia ellos con salvajes barridos de las hachas, antes de lanzarse al centro de la masa de enemigos, cortando y desgarrando. Sus armas trazaban arcos sangrientos en el aire, y mataron a docenas de enemigos antes de que los vencieran y cayeran de rodillas, con decenas de heridas sangrantes. Se perdieron de vista cuando los goblins de negro ropón se apiñaron en torno a ellos para estocarlos con espadas y alancearlos.

Un momento después, un goblin avanzó hasta la primera línea, con la cabeza cortada de un enano sujeta en alto por encima de sí. Se puso a gritar de modo incoherente y arrojó la cabeza hacia la línea de enanos. Al avanzar, uno de los goblins hizo rodar de una patada la ensangrentada cabeza por el suelo, y otros se apiñaron y empujaron entre sí para continuar el juego.

Grunwald oyó que un rugido de indignación se alzaba de las filas de los enanos, que avanzaron hacia los goblins con renovada determinación.

—¡Cuidado con las bestias! —rugió Thorrik, cuando las filas de goblins nocturnos que avanzaban ante ellos se separaron. Un grupo de poderosas criaturas, poco más que bocas abiertas sobre patas, tironeaban de los diminutos guardianes que apenas podían contenerlas y que intentaban ejercer un cierto control sobre ellas mediante cadenas y varas puntiagudas. Mientras observaba, una de las criaturas se soltó de su amo, se volvió contra él y le arrancó un brazo de cuajo con un solo mordisco demoledor.

Las otras criaturas tenían los fríos ojos negros clavados en los enanos, y no necesitaban que las azuzaran. Los manipuladores las soltaron, y ellas se lanzaron hacia los enanos saltando por el suelo de piedra del túnel.

—¡Mantened la formación! —rugió una voz, mientras los guerreros enanos continuaban su implacable avance, caminando hombro con hombro, detrás de los escudos superpuestos que creaban una muralla de acero casi impenetrable.

Thorrik se encontraba en primera línea, y se concentró en una de las bestias que saltaba hacia él con las fauces abiertas y miles de dientes curvados y serrados a la vista. Poco más que una bola de músculo rojiza, la criatura era toda boca e iba lanzada hacia él a gran velocidad. Thorrik había luchado en muchas ocasiones contra estas bestias de guerra de los goblins, dentro de los túneles que guardaban él y sus parientes, y sabía que eran enemigos peligrosos.

No obstante, había averiguado una o dos cosas sobre ellas durante los años que llevaba en el oficio de rompehierros y cuando aquélla se lanzo hacia él esperó hasta ver que los grandes iris negros de sus ojos se ocultaban bajo los párpados superiores, un momento antes del impacto. Entonces avanzó un paso con rapidez y estrelló la protuberancia central del escudo de gromril contra el rostro de la criatura, con lo que le destrozó los dientes y detuvo su avance. La sensación fue como estrellar el escudo contra la roca viva, y Thorrik tuvo que retroceder un paso. Su hacha silbo al hender el aire, y el enano clavo la hoja en la bulbosa cabeza del monstruo, al que mató al instante.

Otros no tenían tanta experiencia, y las rojizas criaturas cenaron las fauces sobre algunos escudos que arrancaron de las manos de los portadores con brutales sacudidas de cabeza, cercenando más de un brazo en el proceso al cerrarse violentamente.

Cuando los escudos fueron derribados, entraron volando las flechas, y varios enanos gimieron de dolor al hundirse los proyectiles en el cuello descubierto de unos o atravesar la malla que protegía el pecho de otros. Una flecha impactó contra la frente de Thorrik, pero ningún arma goblin podía tener la más leve esperanza de atravesar el precioso gromril que lo protegía.

El enano de su izquierda luchaba con una de las bestias que le obligaba a bajar el escudo y agujereaba el metal con sus poderosas mandíbulas. Comenzó a manar sangre cuando los dientes se clavaron en el brazo que sujetaba el escudo por detrás mediante correas, y al saborear la sangre la criatura comenzó a sacudir la cabeza furiosamente de un lado a otro. Thorrik la hirió dos veces entre los ojos antes de que quedara laxa, pero ni siquiera al morir aflojó las mandíbulas. El enano, con los dientes apretados para soportar el dolor, le asestó tajos y más tajos hasta cortarla limpiamente en dos y poder sacar el brazo.

Al ver un borrón de movimiento en lo alto, Thorrik gritó una advertencia en el momento en que una de las bestias descendía desde arriba, con un goblin que chillaba aferrado a su espalda. Una flecha de blancas plumas lo hirió en el momento en que caía, pero se precipitó en medio de la línea de enanos y las fauces desmesuradamente abiertas envolvieron a un enano hasta las rodillas. La lluvia de golpes que cayó sobre la criatura le causó profundas heridas en los costados y mató al jinete, aunque el monstruo flexionó las fuertes patas y volvió a saltar al aire, con las piernas y las botas del enano asomándole de la boca.

Pero en ese momento chocaron las filas de enanos y goblins, y la matanza comenzó de verdad. Thorrik asestaba tajos a diestra y siniestra con el hacha, segando a los goblins como si fueran espigas de trigo, hendiendo la carne de las diminutas criaturas. Ellos lanzaban gruñidos de odio, con los afilados dientes desnudos y los ojos encendidos, mientras intentaban herirlo con lanzas por encima de sus escudos. Las puntas de las armas avanzaban hacia él y dieron en el blanco una docena de veces, pero ninguna de ellas logró atravesar la armadura.

Su hacha impactó contra uno de los escudos de madera de los goblins, partió la madera y destrozó el brazo que había detrás. Con el golpe de retorno clavó la hoja del hacha en el sonriente rostro del goblin cuya sangre lo salpicó al hundírsele el cráneo. Los enanos de ambos lados avanzaron con él, adentrándose en las masas de goblins y asestando tajos con sus armas. Se veían ampliamente superados en número, pero los goblins caían en muchedumbre ante ellos.

Tras apoyarse los escudos contra los hombros, los enanos comenzaron a empujar físicamente a los goblins hacia atrás, avanzando al ritmo de un tambor metálico que comenzó a sonar. Con cada paso, los enanos plantaban un pie en el suelo y gruñían con voz grave, lo que creaba un profundo eco que recorría la caverna. Los goblins eran derribados por las armas y aplastados por las pesadas botas de los enanos que avanzaban.

Los enanos eran tan inexorables como la roca misma y los goblins eran aplastados y se mataban entre sí a pisotones en medio del apretujamiento de cuerpos. Thorrik también avanzaba, empujando con el escudo y el hombro. Descargo un pisotón sobre el cuello de un goblin, y continuo adelante, pasando por encima de los cuerpos de los muertos.

Estrujados entre los enanos que avanzaban y el peso de los otros goblins que tenían detrás, los enemigos fueron presas de pánico e intentaron huir. Pero no había adónde huir, y las hachas de los enanos subían y bajaban repetitivamente, matando y mutilando. Allí ya no se necesitaba destreza ninguna, era como cortar leña Thorrik asestaba tajos sobre los aterrorizados, odiados goblins, con el hacha cubierta de sangre. La matanza era inmensa: centenares de cuerpos aplastados quedaban tras la línea de enanos que avanzaban.

Grunwald disparo una última saeta hacia las masas fugitivas, y bajo la ballesta del hombro. Las bajas de los enanos habían sido escasas, en aquel impresionante despliegue de fuerza y orden. Había sido soldado durante el tiempo suficiente como para saber que si la línea de enanos se hubiera roto, los goblins se habrían metido a través de la brecha y rodeado a los enanos. Y en ese caso su enorme superioridad numérica habría cambiado el curso de la batalla, y los enanos habrían muerto hasta el último en el caos resultante.

Pero los enanos no habían vacilado, y Grunwald estaba impresionado por su férrea resolución. Luchaban como uno sólo, y parecía que dentro de ellos no había ni un rastro de duda, ni un pensamiento de retirada, ni siquiera de la posibilidad de perder la lucha.

Parecían incapaces de tener miedo y el fracaso era algo que daba la impresión de ser inaceptable. Tuvo que admitir, aunque a regañadientes, que se sentía más seguro al saber que estos inflexibles guerreros eran quienes protegían los pasos de montaña que daban acceso al Imperio, pero si un enemigo podía vencer a estos duros guerreros, el Imperio estaría condenado sin remedio.

Vio que Karl Heiden avanzaba hacia él, con la visera del yelmo alzada, y una sonrisa en los labios. Detrás de él marchaba un trío de caballeros. Llevaban la armadura salpicada de sangre, y las puntas rotas de varias flechas estaban clavadas en sus escudos.

El cazador de brujas saludó con un asentimiento de cabeza cuando el caballero ascendió por la escalera.

—No ha sido precisamente una gran pelea —comentó el caballero. Grunwald gruñó a modo de respuesta. «Podría haber ido mucho peor», pensó.

La mirada de Karl se desvió allende el cazador de brujas, hacia Annaliese, y le sonrió.

—¿Entonces, señora, habéis sobrevivido a la batalla? —dijo.

—Como vos mismo habéis dicho, no ha sido precisamente una gran pelea —replicó la muchacha, con la cabeza alta.

—Cierto, y me alegra ver que estáis ilesa —añadió él. Recorrió con los ojos la oscuridad de la caverna—. Esto es una verdadera maravilla de la ingeniería —dijo, sacudiendo la cabeza—. Pensar que los enanos excavaron este túnel en la roca viva, de un lado a otro de las montañas… Es una hazaña asombrosa.

Grunwald gruñó. Los guerreros enanos estaban regresando a la máquina de vapor, mientras limpiaban la sangre de goblin de las hachas. Se oyó un penetrante silbato, y los guerreros comenzaron a subir por las escaleras para entrar otra vez en los vagones. Entre ellos no se oían cantos ni jactancias; los enanos se mostraban severos y austeros, incluso en la victoria.

—Hace que uno se pregunte qué detuvo a esta máquina —comentó Karl.

—Los malditos goblins provocaron un hundimiento más adelante —dijo Thorrik, mientras subía por la escalera al interior del vagón, con pesados pasos metálicos—. El Grimgrandel habría descarrilado si no se hubiera detenido. Los ingenieros están despejando el camino. —Sus palabras fueron seguidas por el sonido de unas detonaciones, ruido hecho por los enanos que despejaban el paso.

—Tú y los de tu raza habéis luchado bien —dijo Annaliese, mirando al rompehierros. El enano soltó un bufido de réplica para quitar importancia al cumplido.

—Los goblins no saben pelear. Acomételos con fuerza, mata a un puñado, y el resto huirán —dijo, al tiempo que se encogía de hombros—. Está en su naturaleza. —El enano miró el arma que la muchacha sujetaba con ambas manos, y en sus ojos destelló la codicia.

—Ese que blandes es un buen martillo, moza —dijo.

—Es un arma sagrada de Sigmar —dijo ella, al tiempo que lo alzaba ante sí. Sus ojos brillaban de pasión y fervor, y un rubor se propagó por su rostro—. Temo ser indigna de ella.

—Desde luego que no —intervino Karl, con voz suave—. Sois una visión, señora. Como una guerrera de la antigüedad.

—Sois amable —replicó Annaliese, que bajó los ojos con recato. Aferró el martillo con más fuerza y sus ojos ascendieron para mirar los de Karl, que continuaba contemplándola fija y apreciativamente—. Muchos dirían que una mujer no tiene sitio en la guerra.

—Son necios —declaro Karl con seriedad—. Una mujer es capaz de desplegar una fuerza mucho mayor que cualquier hombre. Los hombres están cargados de agresividad incontrolada, de una necesidad de destruir, de imponerse sobre el territorio y los unos sobre los otros; las mujeres son creadoras y luchan por ideales más puros, para proteger lo que aman a sus hijos, su futuro, su hogar. Y en esa lucha, ellas son más fuertes que cualquier hombre porque tienen más que perder.

Thorrik bufó y dio media vuelta, y Karl le lanzó una mirada ceñuda al enano que se alejaba. Annaliese lo miraba con los ojos muy abiertos, así que él volvió la seria mirada otra vez hacia ella y continuó.

—La diosa de mi orden, Myrmidia, es sabia, fuerte y fiera. Sus enemigos temen su destreza en batalla, y sus amigos sienten reverenda ante su disciplina, su misericordia y su compasión. Es una inspiración, un ideal que ningún hombre puede aspirar a igualar.

El silbato volvió a sonar, y los motores de vapor sisearon. Karl inclinó la cabeza en una media reverencia dedicada a Annaliese, le hizo un gesto de asentimiento a Grunwald, y se alejó apresuradamente a través de la apretada muchedumbre de enanos, para reunirse con el trío de caballeros que aguardaba en el suelo del túnel.

Grunwald vio que los ojos de Annaliese seguían al apuesto caballero que conducía a sus camaradas hacia el vagón en que viajaban, y sacudió ligeramente la cabeza.

De válvulas y cilindros manó una explosión de vapor, y con un girar de engranajes y palancas, los costados del vagón comenzaron a cerrarse.

Al cabo de una hora, el Grimgrandel volvía a estar en movimiento, atravesando la oscuridad de debajo de las montañas, rodando ruidosa e inexorablemente hacia Karak-Kadrin.