ONCE
Udo Grunwald había visto muchas cosas terroríficas en sus tiempos de soldado y de cazador de brujas. Había sido testigo, de escenas de demencia y de derramamiento de sangre, había visto hacer inmunda magia que retorcía la esencia de la realidad, y visto hombres poseídos por demonios. Pero nada lo había preparado para la visión de la monstruosidad que siseaba y echaba humo mientras rodaba inexorablemente hacia él, atravesando la arqueada entrada al interior de la enorme fortaleza que era el puesto de Barbasevera.
—Dama de misericordia —juró Grunwald. Annaliese estaba igualmente pasmada por la bestia que se aproximaba.
Mientras marchaban a través del paso del Fuego Negro camino de Barbasevera, a través de una tierra que había pisado el propio Sigmar, Udo había comenzado a evaluar a la muchacha. Las primeras impresiones indicaban que era bastante pura, aunque él sabía que esas cosas a menudo eran mascaras, producto de cuidadoso fingimiento. Estos pensamientos se borraron de su mente mientras miraba, boquiabierto, la máquina que tenían ante sí.
Sólo el elfo, que Grunwald se había enterado de que se llamaba Eldanair, parecía impasible; contemplaba la actividad con expresión de desagrado en su largo rostro pálido, y se cubría la boca y la nariz con un pliegue de su capa para protegerse del humo acre. Aunque Grunwald sabía que Eldanair no tenía conocimiento de la larga discusión que había tenido lugar para que los enanos consideraran siquiera permitir que un elfo entrara en Barbasevera, se sintió irritado por su reacción ante esta maravilla de los enanos.
El trío pegó la espalda contra la lisa pared cuando el humeante monstruo se acercó más. La plataforma era un hervidero de actividad donde los ingenieros y trabajadores enanos iban de un lado a otro, pero los ojos del cazador de brujas estaban fijos en la colosal máquina que ahora se detenía, expulsando humo y vapor que manaban de su vientre encerrado en hierro.
Sustentada por docenas de ruedas de acero y guiada por enormes raíles metálicos fijados al suelo, la máquina de vapor era un escándalo de ruido ensordecedor y movimiento. Los pistones suspiraban vapor sobrecalentado al subir y bajar, y enormes engranajes y palancas rotaban y chasqueaban al moverse. Humo negro y holliniento manaba por las cuatro chimeneas de la parte superior del cuerpo de la bestia revestida de hierro. Los silbatos tocaban dolorosos pitidos al dejar escapar el vapor, y las campanas sonaban al golpearlas martillos mecánicos.
El frente circular del ingenio mecánico estaba dominado por la cara de un ancestro de barba metálica más alto que un hombre, cuya imagen era un minucioso taraceado de cuadrículas de oro bronce. Cada giro de las ruedas de la descomunal máquina iba acompañado por un grave sonido rítmico parecido al jadeo de un ancestral dios herrero, y docenas de bielas siseaban y chirriaban al subir y bajar.
Con un rechinar de protesta metálica, la gigantesca bestia ralentizó y Grunwald quedó envuelto en una nube de humo negro. Se puso a toser y parpadear para librarse de las lágrimas provocadas por el ataque de la ceniza y el hollín. La trabajosa respiración de la máquina cesó del todo, para ser reemplazada por una profunda exhalación de escape de vapor. Cuando el humo se disipó, vio que había enanos cubiertos de hollín que deambulaban por encima de la cabina del ingenio, dedicados a aceitar palancas y engranajes, y asegurarse de que todo funcionara correctamente.
Enormes grúas se situaron sobre el vagón que iba inmediatamente detrás de la máquina que aún exhalaba vapor, y soltaron una enorme cantidad de lo que parecía carbón sobre un depósito abierto. Una manguera flexible del grosor del cuerpo de un hombre avanzó hasta colocarse en posición, y con abrazaderas metálicas la fijaron sobre el curvo cuerpo del ingenio, momento en el que comenzaron a bombear agua dentro del vientre de la bestia. Se alzó vapor, y el ingenio pareció sisear de contento al apagar su sed.
Grunwald había oído hablar de las maravillas creadas por la Escuela de Ingenieros de Nuln, por supuesto; no obstante, en opinión de Thorrik la destreza de los mejores ingenieros del imperio palidecía al compararla con la que tenía hasta el más deficiente de los aprendices enanos. Al ver esta monstruosa máquina, le resultó fácil creer en la veracidad de la afirmación del enano.
En los territorios de los hombres había máquinas alimentadas por vapor y fuego —doce poderosos tanques de vapor protegidos por gruesas chapas metálicas y provistos de peligrosas tecnologías experimentales, cañones movidos mediante vapor y cosas parecidas—, pero ni siquiera esos ingenios podían compararse con este monstruo que los empequeñecía por su enorme tamaño. Esta titánica creación, que era capaz de viajar a través del corazón de la montaña para unir las fortalezas de los enanos, era verdaderamente inmensa. Tenía fácilmente, la altura de un edificio de dos plantas, y la locomotora en sí medía más de cincuenta metros de largo. Enganchados a la máquina que resollaba había seis vagones; formaban una larga caravana de metal de la que tiraba una bestia de carga de poder y fuerza inmensos, que respiraba fuego.
—Contemplad la maravilla del Grimgrandel —dijo, con orgullo en la voz de marcado acento, el joven aprendiz de ingeniero al que habían asignado la misión de guía y acompañante de los humanos. Era obvio que le complacía el boquiabierto asombro que mostraban los humanos.
—Nunca he visto nada parecido —dijo Grunwald, al fin. El aprendiz soltó un bufido.
—Ni habríais tenido posibilidad de verlo —dijo—. ¡En el mundo no hay nada que pueda compararse con el Grimgrandel, y desde luego no en los territorios de los hombres!
En la cara del elfo había una torva expresión de desagrado y aversión, y se sacudía el hollín de la ropa y el largo cabello negro en un fútil intento de limpiar las manchas negras. Los enanos que se afanaban en torno al grupo le lanzaban al elfo miradas hoscas y murmuraban para sí.
El elfo parecía haber adoptado un aire de superioridad, y miraba en torno con su delicada nariz alzada con repugnancia ante los acontecimientos. Permanecía cerca de Annaliese, y sus ojos se volvían con desconfianza hacia cualquiera que se acercara demasiado a la joven. Extraña muchacha, pensó Udo, la que era capaz de inspirar lealtad en un grupo tan dispar.
El elfo se mostraba claramente protector con ella, aunque no hablaba ni una palabra de Reikspiel, y el Templo de Sigmar claramente la había adoptado como de su propiedad, cuando partió la habían cubierto de regalos que apenas podían permitirse. Ella se había ruborizado y había rechazado muchos de los obsequios por ser poco prácticos para viajar con ellos, pero las prendas de ropa que llevaba puestas eran regalos que había aceptado con agradecimiento. Apenas se parecía a la camarera de taberna rural que había sido; era como si se hubiera deshecho de su pasado para forjarse una nueva imagen después de sufrir aquellas heridas casi fatales.
Se había cortado el rubio cabello ondulado, y ahora lo llevaba de un largo más práctico, hasta los hombros. Pertrechada en la propia armería del templo por orden del anciano patriarca, Sigmund, llevaba un largo vestido de malla debajo de un pesado ropón de colores rojo y crema La armadura era pesada pero le proporcionaba buena protección, a la vez que le permitía una gran libertad de movimiento, y la muchacha era más fuerte de lo que parecía. Sus hombros y cuello estaban protegidos por un alto gorjal de cuero endurecido y también sus antebrazos estaban recubiertos por grueso cuero En torno a su cuello, sobre la cota de malla y los ropones, colgaba un medallón con el cometa de doble cola, y el rostro de suave piel de la muchacha brillaba de devoción.
Si era falsa, se trataba de una actriz condenadamente buena, eso había que reconocerlo Hablaba de Sigmar con reverencia convincente, y aunque estaba claro que tenía un conocimiento limitado de las grandes hazañas de la deidad, estaba ansiosa por aprender.
—Yo voy a acompañaros en vuestro peregrinaje hacia el norte, para velar por vos e instruiros en las cosas de nuestro señor Sigmar —había mentido Grunwald mientras la observaba atentamente en busca de alguna señal de temor o desagrado Ella había respondido con una ancha sonrisa de júbilo al oír la declaración.
No obstante Udo sabía que la apariencia externa que presentaba la gente era solo eso una imagen que no pasaba de la superficie y podía ocultar inmundicia debajo. ¿Cuantos sirvientes de los Poderes Malignos se camuflaban bajo una apariencia de nobleza y servidumbre al Emperador? ¿Cuántas inmundas brujas y mutantes desfilaban dentro de la sociedad imperial como devotos adeptos a la fe de Sigmar? El enemigo del interior era el más peligroso y astuto de todos, y el deber de los cazadores de brujas era descubrir y desvelar a estos odiados enemigos dondequiera que se los pudiera encontrar.
—No dejes que sepa que sospechas de ella —le había indicado el general cazador de brujas Horscht—. Porque eso sería ponerla en alerta respecto a tus motivos, y sólo serviría para que se volviera más cuidadosa y confabuladora Hazte amigo de ella, conviértete en su guardián y su confidente Pero permanece siempre en guardia ante los engaños del enemigo y busca señales de corrupción. Y cuando tengas pruebas validas déjala al descubierto como lo que realmente es y ejecuta la venganza de Sigmar con todo el poder que se te ha otorgado.
—Seré siempre vigilante en mi deber —había jurado Grunwald En verdad, odiaba los métodos engañosos como ese, lo habían admitido como cazador de brujas por su estilo brutal, franco y directo, no por su sutileza Mientras que otros de su orden se especializaban en infiltrarse y descubrir aquelarres de los poderes oscuros desde el interior, y con admirable éxito, Grunwald siempre había desaprobado esas prácticas Descender sobre el enemigo con todo el brutal poder que su posición le permitía ejercer, arrancar una confesión de los labios de los sospechosos, ése era su método preferido. Y había recibido alabanzas por los éxitos que ya había cosechado en su nueva carrera. Esta misión le dejaba un sabor amargo en la boca.
—Venid —dijo el aprendiz enano, y condujo al trió hacia la bestia que despedía vapor. Udo se sintió instantáneamente incomodo con la idea de viajar centenares de kilómetros hacia el norte, por las montañas, dentro del vientre de aquella gigantesca serpiente metálica. Se habría sentido mucho más cómodo recorriendo esa distancia a lomos de caballo e incluso a pie, pero no cabía duda de que ése era el medio de transporte más rápido de que disponían, y Annaliese se había mostrado insistente Decía que una visión la impulsaba a avanzar, que Sigmar deseaba que ella se trasladara al norte con toda rapidez A Grunwald le resultaba dudosa esa afirmación, pues hacia ya algunos años que era servidor del dios guerrero y nunca se le había enviado una visión. Sabía que algunos miembros de la orden habían tenido ese tipo de visiones pero solían ser sacerdotes de nivel particularmente elevado no sencillos campesinos sin educación.
Siguieron al aprendiz a lo largo de la plataforma que se elevaba unos tres metros por encima del suelo, y pasaron ante el ingenio de vapor al que había dado el nombre de Grimgrandel. Docenas de ingenieros, muchos de ellos con largas barbas que habrían sido blancas de no haber estado ennegrecidas por el hollín, discutían ruidosamente cerca de la cabina de la maquina El grupo se aparto del camino de dos ingenieros jefes que avanzaban hacia ellos. Iban sumidos en una acalorada conversación, y llevaban enormes llaves para tuercas en las que había fijadas series de herramientas de arcano diseño alimentadas por vapor. Uno de ellos perdió el hilo de su diatriba cuando reparo en la presencia de Eldanair, y se puso a farfullar de indignación, mientras su rostro enrojecía. El aprendiz hizo que el trío pasara apresuradamente ante los reverenciados ingenieros, al tiempo que su rostro se ponía intensamente rojo. Grunwald se dio cuenta de que el enano se sentía incómodo en su papel de acompañante.
Estaban descargando toneladas de carbón en el enorme ténder que iba detrás de la locomotora. Grunwald estaba boquiabierto, y casi derribó a un enano de avanzada edad mientras caminaba observando la frenética actividad que lo rodeaba en la plataforma. El enano resopló con enfado y le gritó un insulto, mientras el aprendiz de avergonzado rostro hacía que el cazador de brujas acelerara el paso y se disculpaba profusamente con el viejo enano.
Se oyeron fuertes y agudos silbatos de advertencia, y, con un siseo de vapor y un estruendo de palancas, algunas partes de los vagones comenzaron a moverse. Rechinaron ruedas y engranajes cuando los costados cayeron hacia fuera sobre la plataforma con un resonante estruendo en medio de escapes de humo y vapor.
Centenares de guerreros enanos salieron de los vagones, acompañados por el ruido metálico de sus armaduras y armas, y sus pesados pasos tamborilearon rítmicamente sobre los abatidos costados de los vagones. Se encendieron máquinas del tamaño de mulas que vomitaron sofocante humo al arrastrar tras de sí filas de máquinas de guerra: cañones, cañones órgano y otros ingenios más exóticos que Grunwald no reconoció. Sudorosos ingenieros conducían estas máquinas remolcadoras a vapor que sacaban de dentro de los vagones para hacerlas bajar por los costados transformados en rampas, y las llevaban hacia la fortaleza principal de Barbasevera. Grunwald dedujo que eran refuerzos procedentes de otras fortalezas de los enanos.
Pasaron decenas de enanos de severo rostro de los que nadie hacía el menor caso o a los que lanzaban miradas de desprecio. La mayoría llevaban capas de pesada tela verde, y marchaban con resolución detrás de estandartes de bronce que representaban cornudas cabezas de ancestros. Muchos de ellos llevaban al hombro armas de fuego maravillosamente hechas.
—Guerreros de clan de Karak-Hirn —dijo el joven aprendiz de ingeniero, al tiempo que conducía a Grunwald hacia un lado para que no bloqueara el camino.
Legiones de enanos esperaban a los lados de la plataforma de Barbasevera, junto a la monstruosa máquina, y asintieron con la cabeza al pasar ante ellos los guerreros. Cuando el último hubo salido de los vagones y hubo desembarcado la última máquina de guerra, sonaron cuernos cuyo sonido provocó en Eldanair una mueca de dolor.
—Viajaréis en el tercer vagón del Grimgrandel, bien: alejado de los guerreros de los clanes —les informó el aprendiz, cuando comenzó a guiarlos una vez más a través de la muchedumbre—. Debo añadir que debe tenerse mucho cuidado para que los clanes rivales no embarquen en el mismo vagón.
Se aproximaron al tercer vagón, y el aprendiz se detuvo.
—Aquí lo tenéis —dijo. Les dedicó un gesto de asentimiento a Grunwald y a Annaliese, haciendo cuidadoso caso omiso de Eldanair, y sin más ni más dio media vuelta y se alejó apresuradamente. Grunwald se encogió de hombros, y se metió dentro del vagón metálico.
* * *
Thorrik masculló para sí cuando los costados del Grimgrandel se cerraron de golpe con una exhalación de vapor y un eructo de humo. Chasqueó la lengua para sí por el retraso con que partía de Barbasevera. De no haber estado esperando al Grimgrandel, llevaría ya dos días en el camino, pero ese viaje habría durado muchas semanas, y en cualquier caso sólo tardaría días en realizar el recorrido a bordo de la máquina. Aun así, no confiaba en esta última creación de los gremios de ingenieros.
El interior del vagón no era desemejante de una fortaleza de enanos, pensó, aunque en una escala mucho más pequeña. El techo del vagón quedaba casi oculto en la oscuridad de lo alto, y los faroles integrados en los puntales de soporte parecidos a costillas brillaban con cálida luz. El aire viciado estaba cargado de humo de pipa, y pequeños grupos de enanos bebían cerveza que llevaban en ornamentadas botellas metálicas. Los alborotadores guerreros de un grupo que se encontraba más adelante, en el mismo vagón, golpeaban el suelo de acero con las botas acorazadas para marcar el ritmo de sus canciones, y se oía el raspar metálico de las ya perfectas hojas de hacha que otros enanos afilaban con piedras de amolar.
Se produjo un alboroto de atareado movimiento cuando los enanos guardaron las armas y los pertrechos dentro de taquillas de grueso acero que había en los respaldos de los bancos, pero el área que rodeaba a Thorrik era una isla de calma. Los rompehierros eran guerreros muy respetados, y nadie deseaba ofender a un veterano.
Cerca de él se sentaba un contingente de atronadores que mantenían sus amadas armas de pólvora sobre el regazo como para protegerlas, y hablaban en voz baja entre sí. Por los discos metálicos que les rodeaban el cuello, los identificó como guerreros de un clan sin fortaleza cuyos ancestros habían sido originarios de Karak-Varn una fortaleza perdida por desastre natural y subsecuentes ataques de skavens y goblins, hacía más de cuatro mil años. Aunque en las otras fortalezas de los enanos vivían varias generaciones de los supervivientes nunca podrían estar de verdad en casa ni ser plenamente aceptados en ninguna de ellas. La mayoría de estos atronadores estaban limpiando meticulosamente los mecanismos de sus invalorables armas, agitándoles los engranajes y lustrándoles el cañón.
En el vagón había incluso unos cuantos matadores perdidos en su desdicha. Se los reconocía al instante; llevaban poca ropa y evitaban toda clase de armadura. Su piel desnuda estaba cubierta de espirales azules tatuadas, y llevaban los costados de la cabeza afeitados. El pelo restante, atiesado con liga y grasa, formaba púas en grandes crestas, y llevaban tanto el cabello como la barba teñidos de naranja brillante para que nadie pudiera pasar por alto los juramentos de muerte que habían hecho.
Ningún enano abordaba a estos severos personajes, y ellos, a su vez, mantenían los ojos bajos, refunfuñaban constantemente para sí y paseaban los dedos por el mango de su hacha. El fuego de la desgracia ardía con fuerza dentro de ellos, y solo podía ser extinguido por una muerte honorable en batalla.
El rostro de Thorrik se ensombreció al mirar a los condenados matadores. Suspiro profundamente y pensó en la reliquia de familia que llevaba envuelta en cuero aceitado. El único miembro de la familia que quedaba, el legítimo propietario del artefacto, había hecho el juramento del matador. Thorrik tenía el corazón apesadumbrado.
Cuando alzó los ojos desde el asiento que ocupaba en uno de los tres pasillos que recorrían el vagón a lo largo, vio a una figura alta y vestida de negro que conducía a otras dos figuras altas a través del apiñamiento de enanos. Reconoció el sombrero de ala ancha que llevaba el cazador de brujas Udo Grunwald, y asintió con la cabeza para saludarlo cuando vio que lo miraba.
—Thorrik Lokrison —dijo el cazador de brujas, cuando se hubo abierto paso a través de la muchedumbre.
—No esperaba verte aquí humano —dijo Thorrik, malhumorado. El cazador de brujas negó apenas con la cabeza.
—Ni yo esperaba estar aquí —replicó—. ¿Te diriges de vuelta al norte?
—Sí, a Karak-Kadrin —dijo Thorrik, que alzó los ojos entrecerrados hacia el corpulento hombre. No veía bien a los dos que estaban detrás del cazador de brujas—. Siéntate, humano. Me está dando tortícolis de tanto alzar la cabeza para mirarte.
Thorrik asintió con la cabeza como gesto de agradecimiento dirigido a los atronadores cuando dejaron sitio para los recién llegados.
—Ésta es Annaliese —la presentó Grunwald, que hizo un gesto hacia la muchacha humana que iba vestida como uno de los sacerdotes guerreros de Sigmar—. Y éste es su… compañero.
—Eldanair —dijo la joven, al presentar a la tercera figura que iba cubierta con una capa y llevaba la capucha echada sobre el rostro. Thorrik se puso rígido al oír el nombre, y escrutó la oscuridad de la capucha del personaje.
—Elfo —dijo, como si escupiera. Varios enanos que estaban cerca se volvieron bruscamente a mirar, con el ceño fruncido. El rostro de Thorrik se endureció, y giró la cabeza otra vez hacia Grunwald—. Andas en compañías indeseables, humano.
—Sabe apañárselas en una pelea —replicó el cazador de brujas, al tiempo que se encogía de hombros.
—Pero eso no significa que luche de nuestro lado. Un elfo lucha sólo por sí mismo; carecen del concepto de honor, y no saben qué son los juramentos de amistad.
—Eldanair ha sido un devoto protector y amigo para mí —dijo la muchacha humana, cuyo rostro enrojeció de enojo—. No toleraré que vos ni nadie más hable mal de él.
Thorrik le lanzó a la joven una mirada fulminante, aunque la joven tuvo el mérito de no arredrarse ante la pétrea mirada.
—Recuerda tus palabras, moza, cuando te abandone y huya del peligro en medio de la noche.
—Él nunca… —comenzó la muchacha, alzando la voz, pero el elfo le tocó un hombro y negó con la cabeza.
—Perjuros todos ellos —declaró Thorrik en voz alta, al tiempo que apartaba la mirada de la muchacha y el elfo—. Nunca confíes en un elfo.
—Me alegra ver que te has suavizado durante el tiempo que hemos estado separados —comentó Grunwald.
Thorrik juró en khazalid al ver otra figura alta que avanzaba entre la muchedumbre, por el pasillo, hacia él. Este humano llevaba armadura y lucía una ancha sonrisa en el rostro.
—¿Otro amigo tuyo? —preguntó Thorrik. El cazador de brujas alzó la mirada con sorpresa.
—¡Karl Heiden! —dijo, y se puso de pie para aferrar el antebrazo acorazado del hombre a modo de saludo.
—Oí decir que había otros humanos a bordo de esta maravilla. De haber sabido que eran tan bonitos me habría vestido mejor —proclamo el caballero, haciéndole un guiño a Annaliese, que se sonrojó.
Sonó un silbato, y el Grimgrandel se puso en movimiento con una sacudida que casi derribó al caballero humano.
El ingenio salió de Barbasevera con la enorme locomotora vomitando vapor y humo al aumentar la presión de la caldera. Los pistones comenzaron a subir y bajar, y tuberías y válvulas recalentadas empezaron a estremecerse. Con un último silbido, la descomunal locomotora a vapor comenzó a adquirir velocidad. Al cabo de una hora entro en un túnel enorme que penetraba directamente por la falda de la colina y se lanzó por la oscuridad, atravesando el corazón de las montañas del Fin del Mundo en línea recta.