DIEZ
Thorrik aguardaba en la antecámara de piedra, y sus pensamientos eran sombríos a pesar de encontrarse de vuelta entre su gente y en una buena fortaleza construida por enanos. Los escudos que colgaban de las paredes mostraban los rostros de los dioses ancestrales: Grimnir, Valaya y Grungni entre ellos. Se maravillaba ante la obra de piedra —era un fabuloso y amoroso trabajo artesanal que hacía avergonzar a las chapuceras obras de la humanidad—, pero ni siquiera eso lograba librarlo de sus sombrías reflexiones.
Se había enterado de que las fortalezas de los enanos estaban asediadas una vez más. La propia Karaz-a-Karak estaba siendo atacada por los odiados pieles verdes; en efecto, parecía que los terribles tiempos de las guerras de los goblins, pasados hacía mucho, habían revivido, y que la larga guerra había vuelto a comenzar.
Refunfuñó para sí y arrastró los pies, mientras sus manos enfundadas en guanteletes se aferraban con fuerza a los reposabrazos de piedra del asiento.
A cada lado de las gruesas puertas de acero grabado había un martillador que llevaba en la cabeza un yelmo coronado por altas alas de pájaro hechas de bronce batido. Permanecían inmóviles, con las enguantadas manos apoyadas en el mango del poderoso martillo, como petrificados centinelas que guardaban la entrada de la sala de audiencias de su noble señor.
Al fin se abrieron las grandes puertas ornamentadas, y un anciano barbagrís le hizo un gesto de asentimiento para que entrara.
Con el yelmo sujeto bajo un brazo, Thorrik entró en la sala de audiencias. Ceñudas estatuas flanqueaban la estancia, estilizados guerreros enanos que empuñaban hachas y martillos, y con yelmos cubiertos de runas en la cabeza. Thorrik avanzó con pesados pasos sonoros por el suelo de piedra, siguiendo al enano viejo que arrastraba la larga barba detrás de sí, con los ojos fijos en otro enano que se encontraba sentado tras una mesa tallada en piedra, delante él. El noble tenía la cabeza baja, y la superficie de la mesa que había delante de él estaba sembrada de pergaminos, mapas, tablillas de piedra y gruesos libros encuadernados en acero.
El noble no alzó la cabeza, ni siquiera cuando Thorrik se detuvo ante él. El barbagrís rodeó la mesa basta llegar junto a su señor, y se aclaró sonoramente la garganta.
—Thorrik Lokrison, Rompehierros del clan Barad de Karaz-a-Karak, guardián de Ungdrin, solicita audiencia, mi señor.
El noble gruñó y alzó los ojos de los documentos que estudiaba, con un ceño profundamente fruncido en la cara, y sus ojos se entrecerraron a causa de la concentración. Tenía la barba negra como la brea, salvo por un mechón blanco que crecía sobre tejido cicatricial en el costado izquierdo de la cara, y adornada con bandas de oro y gromril. Le hizo un gesto de asentimiento a Thorrik para saludarlo, y éste le respondió respetuosamente con el mismo gesto.
—Rompehierros de Karaz-a-Karak —dijo, con voz grave—. Te doy la bienvenida a Barbasvera. Llegas en un momento oscuro. Nos vendría bien contar con un rompehierros adicional…, estamos muy apurados.
—Eso tengo entendido, noble —dijo Thorrik—. Y si no me obligaran juramentos, me alegraría luchar junto a los clanes de aquí.
El noble gruñó.
—Obligado por juramentos, ¿eh? ¿Qué necesitas?
—He venido a entregarle una reliquia de familia a un guerrero que está destinado aquí. Es de parte de su padre, que ahora mora en los grandiosos salones del otro mundo.
—Hay muchos destinados aquí —replicó el noble, con brusquedad—. Aunque muchos menos que antes, después de los dos últimos meses de lucha. ¿Cuáles son su nombre y el de su clan?
—Su nombre es Kraggi Ranulfson, del clan Bruzgrond, de Zufbar.
El noble miró al barbagrís con las cejas alzadas, y entonces Thorrik se dio cuenta de que debía ser el señor del saber. El viejo enano se volvió para consultar un enorme libro, y giraron ruedecillas y engranajes del tomo para permitir que se lo abriera. El barbagrís comenzó a pasar las páginas.
—¿Del clan Bruzgrond, has dicho? —murmuró.
—Sí —replicó Thorrik.
Tras encontrar la sección correcta del libro, el enano se colocó un monóculo de aumento ante un ojo y comenzó a recorrer la diminuta escritura rúnica de las páginas, resiguiéndola con un dedo.
—Ah —dijo al fin, con tono de triunfo—. Aquí está. Kraggi Ranulfson, del clan Bruzgrond, de Zhufbar. —El barbagrís alzó hacia él una mirada miope con el monóculo que hacía que su ojo izquierdo pareciera tener un tamaño alarmante, y le sonrió antes de bajar otra vez la cabeza—. Veamos donde está… ay… —las palabras del enano se apagaron, y dejó caer el monóculo del ojo, con expresión ceñuda.
—¿Qué sucede, señor del saber? —preguntó el noble—. No hay necesidad de ser tan dramático.
—Es sólo que… bueno —comenzó el barbagrís.
—Escúpelo —dijo el noble.
—Ha tomado los votos de matador —acabó el señor del saber, y Thorrik bajó la cabeza y se cubrió la cara con las manos recubiertas de gromril, gimiendo de desesperación. Por respeto, ni el noble ni el barbagrís hablaron, sino que dejaron a Thorrik con su congoja.
Dado que eran profundamente orgullosos, los enanos que sufrían alguna terrible tragedia o pérdida, o los que recibían algún gran golpe en el honor, se volvían inconsolables y tomaban los votos de matador. Con grandes lamentaciones se deshacían de la armadura y se teñían el pelo para que todos supieran de su vergüenza, y luego buscaban la lucha dondequiera que pudieran encontrarla. Su honor sólo podía ser restablecido si morían en batalla, así que el matador buscaba a los enemigos más peligrosos para combatir con ellos y asegurarse de que cumplía el juramento hecho.
Al fin, Thorrik lanzó un profundo suspiro y alzó la mirada hacia el señor del saber, con ojos muy tristes.
—¿Y ha logrado cumplir el juramento? ¿Ha entrado en los salones de sus ancestros? —preguntó, ceñudo, con la voz cargada de emoción.
Si Kraggi ya había muerto en combate, la reliquia de familia que Thorrik le había llevado pasaría a su hijo si lo tenía. Pero, hasta donde el sabía, el joven matador no tenía hijos, y era el último de su linaje. Si ya había entrado en los salones de sus ancestros, no quedaría nadie que le permitiera a Thorrik cumplir su juramento.
—Ya no está con nosotros —declaró el anciano barbagrís con tono solemne, leyendo en el gran libro, tras haberse colocado otra vez el monóculo. Thorrik sintió el mordisco de la vergüenza en lo profundo de las entrañas. El viejo enano continuó apresuradamente—. Con eso no quiero decir que haya logrado cumplir su juramento, aunque aún es posible que lo haya hecho —dijo, cosa que hizo que Thorrik lo mirara con los ojos entrecerrados de incomprensión.
—Venga, escúpelo ya, Wattock —le espetó el noble.
El señor del saber se aclaró la garganta y le lanzó una mirada feroz al noble, antes de volver a posar los miopes ojos en la diminuta escritura rúnica.
—Barbanueva —masculló para sí—. Ah, aquí lo tenemos. Parece que Kraggi se marchó del paso del Fuego Negro hacia el norte, a través de las montañas, en dirección a Karak-Kadrin, para reunirse allí con otros miembros del culto de los matadores bajo las llamas de Grimnir. Se marchó de aquí hace cuarenta y tres días. No hay ninguna otra anotación sobre él.
Thorrik soltó un largo suspiro.
—En ese caso, parece que voy a viajar hasta Kadrin —gruñó.
—El camino para atravesar las montañas a pie está bloqueado —dijo el señor del saber, que miró a Thorrik por encima de la mesa, con ojos miopes—. Los pieles verdes de Karak-Varn y monte Gunbad han vuelto a alzarse en pleno, y ponen cerco a Zhufbar. El camino que pasa por Agua Negra está cortado, y hace un mes que no recibimos ningún comunicado de Zhufbar.
Los antiguamente orgullosos salones de Karak-Varn y monte Gunbad habían caído hacía mucho tiempo ante los pieles verdes, después de que unos terremotos los destrozaran hacía más de tres mil quinientos años. Los enanos de las fortalezas restantes aún lamentaban la suerte corrida por aquellos antiguos salones, y largamente se habían mantenido los juramentos de recuperarlas de manos de los odiados goblins. Pero en los pasados tres mil años habían sido tales las guerras contra los muchos enemigos que atacaban a las restantes fortalezas de los enanos, que no había tenido éxito ninguna de las expediciones de recuperación.
—Por suerte —dijo el noble—, el Grimgrandel aún funciona. Sale por la mañana; es el medio más directo que tienes hasta Kadrin, rompehierros.
Thorrik asintió con la cabeza, mientras sentía el corazón pesado como la piedra dentro del pecho.
—Si es por ese medio que tengo que ir, que así sea.
El noble lo miró con fatiga desde el otro lado de la mesa.
—La guerra aquí va a peor; nunca, ni en toda mi vida, ni en la de mi padre o la de mi abuelo, se han concentrado los pieles verdes en tan ingentes números. Es como si hubiera un poder terrible que los mantuviera juntos e impidiera sus habituales luchas intestinas. Me desanima ver que no te quedarás a luchar aquí, rompehierros, pero un juramento es un juramento. Te deseo el bien en tu cometido.
—Gracias, noble —replicó Thorrik, y les dedicó un último asentimiento de cabeza a los dos enanos antes de dar media vuelta y salir de la estancia a paso de marcha. La puerta se cerró tras él.
* * *
El general cazador de brujas Albrecht Horscht paseaba de aquí para allá ante la hoguera. En un costado de su cara había una herida reciente que iba desde la oreja a la comisura de la boca, roja y acabada de coser. De la dolorosa herida aún le manaban sangre y pus. En cualquier caso, pensó Udo, el dolor de la herida simplemente hacía que el general cazador de brujas estuviera más irritable y cáustico de lo habitual.
Era un personaje alto, de pelo blanco, cuyo estilo despiadado hacía que fuera a la vez temido y respetado en toda la iglesia de Sigmar y fuera de ella. Miles de herejes habían sido quemados en la pira por orden suya, y con la tortura había obtenido la confesión de centenares de brujas antes de ejecutarlas en el fuego purificador.
—¿Y qué piensas, reverenciado Sigmund? —dijo, hablando por un lado de la boca con el fin de evitar abrirse más la herida—. ¿Es veraz, o es una fingidora, agente del enemigo? ¿Atraerá la ruina sobre nosotros si la dejamos con vida?
Sigmund, el santo patriarca del templo de Sigmar que había en el paso del Fuego Negro, frunció el ceño y se rascó uno de los extremos del bigote que le llegaban hasta el mentón. Se trataba de un hombre anciano, aunque aún era un sacerdote guerrero de fuerte constitución. Yacía sobre su camastro, con el pecho apretadamente envuelto en vendas que mostraban un leve rastro de sangre, y un par de dulces hermanas de Shallya se afanaban en torno a él. Había estado muy cerca de la muerte durante la batalla contra los pieles verdes, y ambas chasqueaban la lengua y les lanzaban miradas de censura a los dos cazadores de brujas por molestar al paciente, impasibles ante la terrible reputación que tenían.
—Dejadme, por favor, hermanas —pidió el anciano sacerdote con voz tensa y ronca. Una de las mujeres, con expresión de reproche, abrió la boca para protestar—. Por favor, hermana Katrin —repitió, e hizo una mueca de dolor ante la fulminante mirada de ella. En cualquier otra circunstancia, a Udo le habría resultado casi cómico que una mujer pudiera decirle lo que debía hacer a aquel poderoso sacerdote, veterano de centenares de batallas santas.
La sacerdotisa de cabello negro como ala de cuervo con hebras de plata entremezcladas, se volvió hacia Grunwald y su superior, y los señaló con un dedo.
—Os doy diez minutos —les espetó—. Ni uno más. Necesita reposo. —Dicho esto, las dos hermanas de Shallya salieron de la habitación. Sigmund dejó escapar un largo suspiro.
—No estoy seguro —admitió, al fin—. La muchacha… Annaliese, ¿verdad? Todavía no estoy convencido de ninguna de las dos cosas. Necesito más tiempo para dedicarlo a la comunión con Sigmar, con el fin de pedirle que me guíe.
—Yo la vi con mis propios ojos blandiendo un martillo de los santos contra el enemigo —dijo Grunwald—. Sentí que la luz de Sigmar estaba con ella.
—Podría haber sido un truco del enemigo —siseó el general cazador de brujas—. Si se recupera, cosa que es dudosa, yo digo que la sometamos a juicio.
—Eso sería el fin de la muchacha, con independencia del resultado —dijo el anciano sacerdote.
—Y si es inocente, irá a morar junto al sagrado Sigmar, y su nombre será honrado y quedará libre de toda culpa —replicó Horscht, encogiéndose de hombros—. Una mujer verdaderamente devota del templo no podría aspirar a nada más.
—Someterla ahora a juicio resultaría desmoralizador —lo contradijo Sigmund—. El iniciado Alexis no es el único que está convencido de la santidad de la joven; la mitad del templo cree que es una guerrera santa de Sigmar. Si la sometes a juicio, perderán la fe. Perderán la esperanza.
—En ese caso, no son verdaderos devotos —gruñó Horscht.
El anciano sacerdote suspiró y cerró los ojos.
—Muchos de mis sacerdotes guerreros creen en ella —dijo, con voz cansada—. ¿Estás sugiriendo que no son verdaderos devotos?
Horscht giró sobre los talones y comenzó a pasearse otra vez de un lado a otro.
—Los libros de historia nos hablan de las Hermanas de Sigmar que había en la ciudad maldita que Sigmar aplastó con su martillo. Nos cuentan que se encolerizó con el templo de las hermanas y lo derribó con su ardiente cometa vengador de doble cola.
Grunwald frunció el ceño y movió los pies. Él había leído que el templo de las hermanas de Sigmar había sido lo único que el cometa había dejado intacto, pero no quería contradecir a su superior.
—Si le permitimos vivir sin someterla a juicio —continuó Horscht—, ¿no nos arriesgamos a provocar nuestra propia condena? ¿No podría ofenderse Sigmar si permitimos que sea proclamada hermana guerrera de su iglesia?
—No tengo intención de proclamarla nada de nada —jadeé Sigmund, con ojos coléricos—. Sólo sugiero que detengas tu mano, por ahora. Si sobrevive, podrás observarla como un halcón; si ves algo que pueda poner en duda su afirmación, se te autorizará a someterla a juicio.
—Para ser justo con la muchacha, no creo que haya afirmado nada —dijo Grunwald, y Horscht lo miré con ceño fruncido.
—¡Carece de importancia si ha hecho la afirmación verbalmente! —dijo—. Basta con que otros lo afirmen debido a sus actos.
Grunwald concedió en ese punto, asintiendo lentamente con la cabeza.
—Es verdad que luchó con el martillo del santo hermano Trenkner, que creíamos perdido hace mucho tiempo —dijo Sigmund—. Durante quinientos años ha sido poco más que un mito; hacía mucho que se había dicho que el cuerpo del hermano Trenkner yacía sepultado debajo del templo, pero nadie había descubierto nunca su paradero. El hecho de que ella haya luchado con una de las armas de nuestro hermano, es algo que cuenta a su favor.
—Pero ¿cómo lo encontró, cuando ningún otro, ni siquiera tú, reverenciado hermano, había podido hallarlo? —insistió Horscht, con tono acusador—. Podrían haberla guiado hasta él unos demonios o unos muertos inquietos.
Sigmund se mofé de la observación.
—Vamos, hermano Albrecht. Ese tipo de cosas no puede suceder dentro de los muros del templo.
—Los enemigos habían violado el templo cuando el iniciado dice que descubrió el martillo —argumentó Grunwald—. Destrozaron estatuas y violaron la santidad de nuestro templo; ¿eso no podría haber permitido que se oficiara ese tipo de brujería dentro de sus muros?
Sigmund frunció el ceño, lo que hizo que se ahondaran las arrugas de su semblante.
—Es una posibilidad —admitió.
—De todos modos —concluyó Horscht—, es improbable que sobreviva a esta noche así que esta conversación podría resultar ser algo carente de importancia. Cabe la posibilidad de que lo único que tengamos que decidir es cómo enterrarla, si como a una santa, ó como a un demonio.
—Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos a él —decidió Sigmund.
Dicho esto, los cazadores de brujas se marcharon y dejaron reposar al herido patriarca.
* * *
—¿Cómo está? —preguntó Katrin, al entrar en la pequeña habitación. Annaliese yacía bajo las mantas, empapada en sudor. Una joven hermana de la sanadora diosa de la misericordia se encontraba arrodillada junto a ella, y le refrescaba la frente con un paño mojado El martillo que la muchacha había usado para luchar contra los pieles verdes descansaba sobre la mesita de noche junto a ella «Así que siguió el camino de la guerrera», pensó Katrin, con tristeza.
—Esta estable —replicó la hermana—. Pero aun no puedo decir si va a vivir o no.
Katrin le sonrió al elfo que permanecía de guardia junto al lecho de Annaliese. Él inclinó levemente la cabeza a modo de respuesta, y ella se estremeció. La ponía nerviosa con su actitud fría y su distancia ultraterrena. Sabía que también les causaba inquietud a las otras hermanas de Shallya, pero había permanecido de guardia junto a la muchacha, sin dormir, desde que la habían herido. Resultaba imposible apreciar sus emociones porque su pálido rostro delgado no las dejaba traslucir.
En la habitación había alguien más, un alto caballero de constitución poderosa cuya cara estaba cargada preocupación.
—Deberíais descansar, hermana —le dijo. Ella vio que era apuesto. Tenía un rostro fuerte, con ojos límpidos y verdes El pelo era rubio arena y le caía sobre los acorazados hombros. ¡Ay, si ella tuviera veinte años menos!, pensó fugazmente.
—Descansare cuando no haya nadie que necesite de mis cuidados —respondió.
—En ese caso, no descansaréis en mucho tiempo —observó él.
* * *
Annaliese caminaba por un campo de oro, el sol caía sobre su piel y ella sonreía. Hacía un día radiante, y se sentía totalmente satisfecha a pesar de las agitadas nubes negras que parecían arañar el cielo en el norte.
En la creciente oscuridad destellaban rayos rojos que restallaban por el cielo.
La calidez comenzó a abandonar su cuerpo, y se estremeció con un escalofrío repentino. El sol había desaparecido. En lo alto se espesaban las hirvientes nubes. Annaliese se rodeó el torso apretadamente con los brazos porque tenía los huesos helados. Entonces sintió dolor y gritó.
Miró el martillo que tenía en las manos. Relumbraba con luz cálida, pero esa luz no era más que una chispa en la abrumadora oscuridad que engullía el cielo.
Annaliese abrió los ojos con un estremecedor grito ahogado, y el dolor de la herida se hizo sentir con intensidad demoledora. Vio rostros preocupados reunidos en torno a ella, pero miró más allá de todos ellos para posar la vista sobre una figura que se encontraba aparte de todas las demás, y sonrió.
—Está delirando —dijo una voz.
—Debo marcharme —dijo de repente, y luchó por levantarse—. ¡La oscuridad aumenta en el norte! ¡Mi sitio está allí! ¡Es Su voluntad!
—Calla —dijo una voz dulce, y sintió una mano fresca sobre la frente. Volvió a dejarse caer entre la ropa de cama, y se sintió como si unos enormes pesos le cerraran los párpados.
—Mi sitio está en el norte —murmuró—. El grifo en llamas. Allí es donde debo ir.
Entonces sintió la presencia de Sigmar consigo, y la inundó la calidez. Annaliese se sumió en un profundo sueño sin sueños, con una sonrisa los labios.
Tenía un propósito.