UNO

UNO

Las llamas crepitaban, enroscándose en torno a la leña nueva como infernales lenguas. Annaliese Jaeger contemplaba las profundidades del relumbrante fuego, perdida en su destructiva belleza.

Aunque sentía que el calor del hogar le estaba enrojeciendo la cara, no lograba desterrar el gélido frío que impregnaba la oscura habitación de la cabaña. Por mucha leña que apilara dentro del hogar, por muy arriba que se alzaran las llamas, el intenso frío no desaparecía. Era como el cruel toque de la propia muerte: imparable y tan, tan frío…

La ventana de la habitación estaba cubierta por una pesada cortina apolillada que en otros tiempos había sido de un color verde oscuro, pero hacía mucho que se había desteñido. Por los agujeros que las polillas habían abierto en la raída tela, entraban haces de fría luz gris. Las vigas de madera del techo se curvaban hacia abajo como si el peso de la existencia fuese demasiado para ellas, y las deformadas tablas del suelo estaban cubiertas por una alfombra. En la habitación no había más muebles que un viejo camastro de paja sobre el suelo, y una silla baja junto a él. En tiempos mejores, su padre se sentaba en esa silla, ante el fuego, perdido en sus pensamientos.

Annalise apartó de las llamas su mirada inexpresiva, y la devolvió al pálido semblante gris de su padre. Les rezó a los dioses para que le permitieran recordarlo como el hombre fuerte que había sido, no como a ese consumido esqueleto que respiraba dolorosamente bajo las pesadas mantas empapadas de sudor. Sus brazos, en otros tiempos de músculos fuertes, eran ahora poco más que piel y huesos, consumidos por la enfermedad que le destrozaba el cuerpo. Había permanecido en este estado comatoso durante cuatro días, sin despertar ni emitir el más mínimo sonido. Sólo el casi imperceptible subir y bajar de su hundido pecho le indicaba a ella que aún estaba vivo.

No sería así durante mucho tiempo, si Morr era misericordioso.

¡Misericordioso! Casi rio al pensarlo. La misericordia que hubiera en el mundo hacía mucho que había abandonado a las gentes de Averland.

El invierno aún abrazaba el territorio estrechamente contra su gélido seno, como lo había hecho durante casi cinco meses, mucho después del momento en que el deshielo debería haber llegado y desaparecido. La nieve se amontonaba en el exterior. En los campos, las cosechas hacía mucho que se habían marchitado y perecido en la tierra congelada, y no había sobrevivido ninguna de las resistentes ovejas de largas lanas que se criaban en la zona. Prevalecía la muerte, particularmente entre los ancianos y los de salud débil, e incluso se había derramado sangre entre los desesperados habitantes del pueblo, por disputas sobre las escasas reservas de mantas, leña y comida. Adelmo Haefen, el molinero del pueblo, hombre de discurso suave, había sido apuñalado en el estómago hacía apenas dos días, tras un altercado por una hogaza de pan.

Pero la dureza del invierno no era nada comparada con lo que había llegado a continuación.

Casi tres semanas antes, había aparecido en el pueblo un desdichado perturbado medio desnudo. Le habían clavado clavos en los huesos de los brazos y tenía la espalda desollada, con la piel colgándole en jirones ensangrentados. En la frente le habían grabado una tosca figura de un cometa de dos colas, y tenía la cara cubierta de sangre, tanto seca como fresca.

Había gritado y delirado sobre el fin del mundo, y proclamado que se aproximaba la muerte y que él era su heraldo. Como acompañamiento de su incendiario discurso cargado de muerte, se azotaba con un látigo de tientos de cuero erizados de púas metálicas.

Y el flagelante había estado en lo cierto, aunque posiblemente no del modo que él había creído, porque había llevado la plaga consigo. Ese mismo día se había desplomado, para caer en un coma mortal del que no pudieron sacarlo.

En cuestión de días, docenas de habitantes del pueblo se contagiaron, aparentemente de modo aleatorio, y no pasó mucho tiempo antes de que familias que habían trabajado la tierra desde hacía docenas degeneraciones empaquetaran sus pertenencias, las metieran en los carros que habitualmente usaban para llevar las mercancías al mercado, y se marcharan hacia la etérea seguridad de ciudades lejanas: Nuln, Averheim y Wisenburgo. Pero comenzaron a correr rumores que decían que la plaga era epidemia incluso en las calles de la capital del Imperio, Altdorf, y fue entonces cuando cundió el verdadero pánico.

Cada día eran más las víctimas que arrastraban hasta la casa consistorial que se encontraba situada en la plaza del pueblo. Este edificio ruinoso, con su tejado medio hundido y sus muros peligrosamente inclinados, había dejado de ser utilizado hacía mucho tiempo, y se había decidido convertirlo en centro de cuarentena. Las puertas y ventanas se mantenían cerradas con llave, con los postigos echados y barrados, y en torno a su circunferencia se habían clavado postes con carteles de advertencia. Para aquellos que no sabían leer las palabras en Reikspiel que había en los carteles, como sucedía con la mayoría de los plebeyos del Imperio, se dejaba muy clara la intención de los carteles: de ellos pendían cráneos de reses muertas, con la marca de Morr pintada sobre ellos, junto con cadáveres podridos de ratas, aves negras y otros macabros trofeos que advertían de la presencia de plaga y pestilencia.

El alcalde de la ciudad había huido en plena noche, abandonando su cargo y a los habitantes del pueblo a su suerte. No había nadie que horneara pan, porque el panadero, su esposa y sus aprendices habían caído todos entre las primeras víctimas, y yacían, comatosos y consumidos dentro de la creciente inmundicia de la casa consistorial. El carnicero, que hacía las veces de apoticario y era lo más parecido que el pueblo tenía a un sanador, había sucumbido en las primeras etapas de la enfermedad de consunción. Ahora no había nadie que se atreviera a entrar en el mortífero edificio para atender a los enfermos y agonizantes. Cada mañana, los hombres del pueblo sacaban pajitas para determinar quién arrastraría a las nuevas víctimas de la plaga hasta el edificio, cubriéndose boca y nariz con telas mientras echaban con rapidez la carga dentro, y volvían a cerrar las puertas con llave.

Hasta ese momento aún no se sabía si había muerto alguna de las víctimas de la plaga, pero se creía que ninguna había despertado del agónico estado en que caían unos tres días después de que se identificaran los síntomas iniciales. Ciertamente, no había nadie que intentara salir del horrendo centro de cuarentena.

Annaliese volvió a mirar el consumido rostro de su padre. Hacía apenas una semana había estado sano como una rosa. Ella se había negado a llevarlo al infernal centro de cuarentena de la casa consistorial, maldita fuera si permitiría que pasara sus últimas horas pudriéndose en aquel infeccioso lugar de muertos y agonizantes.

Hasta la cabaña llegaron unas voces coléricas procedentes de la aldea situada más abajo, y Annaliese se puso de pie. Apartó hacía los lados las pesadas cortinas polvorientas, y abrió la sucia ventana para ver a qué se debía la conmoción. Se apantalló los ojos para protegerlos del repentino resplandor de la luz solar reflejada en la nieve, y entonces vio que un grupo de hombres, algunos vestidos con el uniforme amarillo y negro propio de los soldados del estado de Averland, avanzaba por la fangosa nieve medio fundida. Algunos blandían armas —alabardas, horcas y garrotes—, y sus gritos atraían más mirones que salían de sus casas y su miseria.

Le dirigió una mirada de preocupación a su padre y se mordió el labio inferior, indecisa últimamente, los desconocidos que habían llegado al pueblo no habían llevado más que problemas y congoja, y ella temía lo que llevaría este nuevo drama. No obstante, una curiosidad morbosa la impelía a presenciar esta nueva llegada. Su padre no parecía haber empeorado para nada en los últimos dos días, así que tomo la decisión. Tras envolverse bien con el abrigo de piel de oveja, abrió la puerta de la cabaña y salió al paisaje invernal. Sólo estaría apartada del lado de su padre durante un momento.

Al descender la ladera, haciendo crujir la nieve helada que le mojaba el ruedo del largo vestido, vio que los hombres empujaban y pinchaban con palos a un prisionero atado y amordazado que llevaban ante sí. Vio que un soldado derribaba al prisionero de un garrotazo al suelo, donde era pateado por tres hombres o más antes de que lo pusieran en pie otra vez.

Vio un atisbo de sedoso cabello negro, largo, antes de que la figura desapareciera otra vez dentro del grupo. Algunos de los hombres llevaban antorchas encendidas, y se oían coléricas voces que pedían sangre a gritos.

Estaba reuniéndose una muchedumbre en la plaza del pueblo. Nadie se situaba demasiado cerca de la casa consistorial, y muchos se cubrían boca y nariz con trapos sucios y tiras de tela. Annaliese se rodeo el torso con los brazos para protegerse mejor del frío, y fue a situarse junto a Johann Weiss, un aldeano corpulento de mandíbula voluminosa.

—¿Qué sucede? —le preguntó a Johann, en voz baja. Era el posadero para el que ella trabajaba, y lo conocía desde la infancia.

—Tres familias se marcharon ayer del pueblo con todas sus pertenencias metidas en un solo carro —replicó él con voz carente de toda emoción, pero con ojos cansados y tristes. Annaliese asintió con la cabeza, atemorizada. Conocía bien a las hijas de esas familias.

—Los asesinaron a todos en el camino. Ni siquiera se salvaron los pequeños. Ése —añadió, señalando al prisionero con un gesto de la cabeza—, es uno de los responsables del asesinato.

La aflicción y el horror inundaron a Annaliese, y el posadero le rodeó los hombros con un brazo paternal.

Los hombres arrastraron al asesino cautivo hasta el centro de la plaza del pueblo. Allí se alzaba, desde hacía incontables décadas, un sólido cadalso antiguo, con una jaula de metal ennegrecido colgada del travesaño. Ella siempre había sentido una horrible aversión hacia aquella cosa, y de niña siempre se había mantenido apartada cuando los otros críos les tiraban piedras a los condenados.

Dentro del aparato de hierro destinado a la tortura, había un esqueleto desplomado, los restos de un ladrón al que habían metido dentro un año antes como advertencia para los demás. Aflojaron las pesadas cadenas que mantenían suspendida la jaula, y ésta cayó al suelo con estruendo, acompañada por una aclamación de la multitud.

Leonard Host, un aldeano flaco como un palo y de movimientos tan afectados y rígidos como los de una cigüeña al pescar, se subió encima de una bala de heno medio podrida y agitó una mano para pedir silencio. Era el carcelero del pueblo, hombre con reputación de duro. Se decía que una vez había matado a golpes a un comerciante por intentar no pagar el impuesto de caminos que él exigía. No obstante, era un hombre respetado, porque nadie dudaba de su devoción para con la aldea y su gente.

—El herrador Hellmaan y su familia, y las familias de sus dos hermanas, han sido brutalmente asesinadas en el camino de Averheim —dijo Horst, con voz amarga y cargada de odio. Los que formaban el grupo que había ante él mantenían las armas aferradas con fuerza, con expresión colérica. Los dos hombres que sujetaban al cautivo contra el suelo, apretaron más.

—Hemos regresado con uno de los asesinos: un odioso asesino de negro corazón, de la raza élfica.

Se oyeron varias exclamaciones ahogadas de los aldeanos. La mayoría había llegado a creer que los elfos no eran más que cuentos que se les contaban a los niños.

—¿Un elfo? —susurró Annaliese. Se apartó del posadero y avanzó poco a poco por la pendiente para ver mejor al cautivo.

—¡Colgadlo! —gritó un hombre, y otros vocearon su acuerdo.

—¡Quemadlo vivo! —rugió otro, sugerencia que fue recibida con aclamaciones.

—Le vamos a hacer algo mucho peor que eso —dijo Horst, con su delgadez enfermiza, desde lo alto de la bala de heno medio podrida—. Debe hacérsele sufrir durante mucho tiempo por el salvajismo a que sometió a esas pobres familias.

Su voz ascendía en tono, enojo y amargura que alimentaban la diatriba.

—Amordacémoslo para que no pueda entonar sus viles brujerías ni gritarles a sus detestables dioses para pedirles ayuda. Suspendámoslo dentro de la jaula y lancémosle guijarros y piedras. ¡Arranquémosle los ojos y démoselos a las cornejas! Después de que haya pasado una semana dentro de la jaula, saquémoslo fuera y descuarticémoslo, y dispersemos sus entrañas por los cuatro extremos del pueblo. ¡Entonces, él y toda su odiosa raza nos temerán y conocerán la verdadera venganza de Averland!

De la multitud reunida se alzó un rugido tremendo, y Annaliese se sintió conmocionada y horrorizada al ver a sus vecinos, gentes de buen corazón y afectuosas, vociferando para pedir sangre y tortura, con la cara convertida en una máscara de odio. Se dio cuenta de que eran el miedo y la desesperación los que alimentaban esas emociones, la necesidad de culpar a alguien por sus horrendas, desesperadas penalidades.

Vio que ponían de pie al elfo de pelo negro, y atisbó su pálido perfil arrogante por primera vez. Casi tan blanco como la nieve recién caída, tenía un rostro anguloso y alargado, y grandes ojos oscuros de forma almendrada. Era altivo y distante a pesar de los cardenales y la sangre que lo cubrían, y vio que se mantenía con la cabeza alta ante la multitud.

Un rechinar metálico acompañó la apertura de la jaula. Sacaron de dentro el esqueleto a patadas, y el elfo fue arrastrado hacia el vacío armatoste de hierro. Luchó contra sus captores y, tras zafarse de la presa de uno de ellos, le estrelló el codo contra la cara y le partió la nariz. Con una rapidez inhumana pateó a otro soldado estatal en la cara, y luego rotó al tiempo que giraba la muñeca de tal modo que el brazo del que aún lo sujetaba rotó también hasta quedar con el codo hacia arriba. Con un seco golpe descendente, el elfo destrozó la articulación del brazo excesivamente extendido del soldado.

Un pesado mazo se estrelló contra la parte posterior de la cabeza del elfo, y su cuerpo quedó laxo. Sudoroso, sangrando por la nariz, el primero de los caídos se puso de pie con una daga en las manos y mirada asesina en los ojos. Avanzó hacia el desplomado elfo, pero Horst lo detuvo apoyándole una mano en el pecho.

—Nos aseguraremos de que su sufrimiento sea largo y prolongado —siseó. El hombre envainó el cuchillo con una maldición, y le escupió encima al elfo.

El cautivo, apenas consciente, con la parte posterior de la cabeza cubierta de sangre, fue arrastrado hasta la jaula de torturas que tenía forma humana. Lo metieron en los estrechos confines y cerraron la puerta, a la que pusieron un herrumbroso candado viejo; grande como la cabeza de un hombre. No tenía espacio para moverse. Medio inconsciente y sangrando, el elfo fue izado hasta colgar en el aire, tras lo cual le arrojaron piedras y comida podrida.

Annaliese, que no quería ver nada más estaba ansiosa por volver junto a su padre, se abrió paso a empujones a través de la multitud que la rodeaba, presa del pánico y asqueada por el odio, el miedo y las intenciones asesinas que veía en las caras de aquellas gentes. Con lágrimas en los ojos, salió de dentro de la turba frenética y subió corriendo por la ladera nevada hacia su casa.

* * *

Annaliese cerró la puerta de golpe tras de sí, jadeando, con el cuerpo sacudido por sollozos incontrolables. Aún oía los gritos apagados de los aldeanos, un horrendo sonido de virulento odio alimentado por el miedo y la desesperación.

Fue hasta la pequeña cocina contigua a la habitación principal, hundió las manos en un cubo de agua y se lavó la cara. El agua estaba fría como el hielo, y la recorrió un escalofrío involuntario. Se apartó de la cara el largo cabello rubio e inspiró profundamente para calmarse.

Si de verdad el elfo había asesinado a aquellas familias, merecía la muerte, pensó… pero no una larga agonía torturada. Eso era salvaje y bárbaro.

Volvió a inspirar profundamente, y fue entonces cuando oyó los primeros gritos.

Atravesó corriendo la cabaña y, al salir precipitadamente por la puerta delantera, vio una escena muy diferente de la que acababa de abandonar. La gente corría en todas direcciones, y vio la nieve salpicada de sangre. Se oían gritos y alaridos, y lo primero que pensó fue que el elfo había logrado escapar de algún modo, o que sus aliados habían acudido a rescatarlo. Pero no, porque aún podía ver su cuerpo enjaulado, suspendido por encima de la sangre derramada que había abajo.

Vio a un guerrero ataviado con el uniforme amarillo y negro de los soldados del estado a sueldo del Elector de Averland, que rodaba por la nieve medio fundida y luchaba con un aldeano vestido con ropas de colores apagados. Otros dos hombres de ropa sencilla arrastraron a un segundo al suelo y le rodearon el cuello con las manos. Otros fueron derribados por la estampida de personas que intentaban escapar. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué locura era aquélla?

Se produjo un potente golpe que hizo estremecer las tablas del suelo, y Annaliese se sobresaltó. Se había originado en la habitación de su padre, y un momento después se oyó un sonido de madera que raspaba contra madera, y un golpe fuerte. Fue como si hubieran empujado hacia atrás la silla que había junto al jergón de su padre, y la hubieran derribado. Apartó la mirada del demente salvajismo asesino de abajo, y avanzó cautelosamente hasta el centro de la zona de estar de la casa, con el corazón acelerado, para ver mejor el interior de la habitación de su padre. Las tablas del suelo crujían bajo sus pies.

Percibió confusamente una neblina baja que flotaba dentro de la habitación a oscuras. Vio la oscura silueta de un hombre que se apoyaba sobre manos y rodillas junto al jergón, y su corazón se paró durante un segundo. ¡Su padre estaba vivo y se había levantado!

—¡Padre! —gritó, al tiempo que corría a su lado. En cuando entró en la habitación, notó que la temperatura descendía notablemente. El fuego que había estado encendido cuando salió antes de la cabaña se había apagado completamente, y sólo un jirón de humo ascendía de los tizones.

Annaliese se arrodilló y rodeó con un brazo los huesudos hombros de su padre. El cuerpo de éste radiaba un frío gélido a través de la camisa de dormir de algodón que le cubría la piel. Tenía la cabeza muy baja, y el oscuro pelo lacio le caía sobre la cara.

—Padre —repitió, con los ojos llenos de lágrimas Hacia días que se había resignado a su muerte.

Él volvió la cara hacia ella que atisbo labios teñidos de azul, y vio que su padre tenía los ojos cerrados. Su piel estaba gris, cenicienta, y veía las venas azules que se entrecruzaban por debajo.

Los fríos labios azules de su padre se tensaron en una repugnante sonrisa que le puso los pelos de punta, y sintió que por un momento la recorrían la revulsión y el horror. Entonces él comenzó a sufrir convulsiones, y los consumidos músculos se le tensaron al temblar su cuerpo con espasmos incontrolables. Cayó de espaldas, y en las comisuras de los labios aún sonrientes se le formó una repugnante espuma amarilla. Annaliese gritó, sin saber qué hacer. Rodeó con fuerza la cabeza de su padre y la abrazó contra su seno para intentar impedir que se la golpeara contra las tablas del suelo a causa del ataque.

Las convulsiones acabaron en un momento, y quedó completamente laxo. Jadeando a causa de la conmoción, Annaliese apoyó con cuidado la cabeza de su padre en el suelo. No lo oía respirar, así que le buscó el pulso en el consumido cuello flaco. No lo había.

La joven cerró los ojos y dejó que el agotamiento y la desesperación la inundaran. No recordaba cuándo había dormido por última vez, y todo su cuerpo se sacudió a causa de los violentos sollozos provocados por la conmoción del ataque de agonía de su padre.

Al abrir los ojos, vio un par de ojos fríos que la contemplaban.

En las hundidas cuencas oculares de su padre parpadearon llamas azules, y Annaliese sintió que su cordura comenzaba a flaquear.

Con un alarido involuntario, gateó hacia atrás por el suelo. La cosa que había sido su padre rodó hasta yacer sobre el estómago, y comenzó a arrastrarse por el suelo hacia ella, clavando las uñas de las manos en las tablas. Sus movimientos eran convulsivos y bruscos, como si fuera una marioneta retorcida de cuyos hilos tirara alguien.

Aún tenía en la cara aquel monstruoso rictus sonriente, una maníaca mueca agónica, y sus ojos de fuego azul brillaban con luz fría.