<¡Despegad! ¡Deprisa!>, ordenó Visser Tres a la tripulación del carguero.
Apenas un segundo después, aquella enorme estructura empezó a desplazarse hacia delante. Al principio, lo hizo muy despacio, pero luego, a medida que cobraba velocidad, iba creando un viento de proa que me impedía llegar al puente. Al tiempo que avanzaba, iba adquiriendo altitud poco a poco. Nos encontrábamos a unos treinta metros del punto de partida, que pronto se convirtieron en sesenta.
<¡Ja! ¡No te será tan fácil como crees, Andalita!>
Entonces me entraron unas ganas enormes de encararme con aquel monstruo odioso y decirle: «Para que te enteres, sabandija repugnante, no soy ningún Andalita. ¡Me llamo Tobías!»
Sin embargo, no era el momento de fanfarronear. La verdad es que la cosa se iba complicando por momentos. El carguero aumentaba de velocidad.
Yo batía las alas sin descanso con todas mis fuerzas, pero no era suficiente para seguir el ritmo de la nave. Mi energía se agotaba. La pistola de rayos dragón pesaba tanto que casi me impedía elevarme y el viento soplaba cada vez con mayor intensidad.
Delante de mí, a pocos metros de distancia, divisé la protuberancia del puente de mando.
Avancé medio metro. Luego otro medio. Y así sucesivamente.
Aterricé y cerré las alas. Ya no tenía fuerzas para volar, pero sí para impulsarme con las garras, y avanzar por el techo del puente agarrándome a las aristas y resaltos que iba encontrando.
¡Por fin había llegado! Debajo tenía una superficie de plástico transparente que me permitía divisar a la tripulación de la nave. Los Taxxonitas me miraban con ojos desorbitados.
Con una última acometida desesperada, levanté el vuelo. Si quería seguir moviéndome por delante de aquellas ventanas, no tenía más remedio que batir las alas con fuerza.
Entonces deslicé una de mis afiladas garras hasta el gatillo de la pistola y apreté.
<¡Os voy a asar a todos, gusanos!>
Una vez disparada, el arma no experimentó el menor retroceso. No se parecía en nada a las nuestras. Sin embargo, el rayo que brotó de ella bastó para abrir un boquete en una de las ventanas, destrozar a un grueso Taxxonita y atravesar un montón de instrumentos y paneles de control como si fuera un cuchillo de cortar mantequilla. Mantuve el gatillo apretado todo lo que pude.
Estaba tan exhausto que no podía hacer nada más. La pistola se me escurrió de las garras y cayó a tierra.
Pero lo había conseguido.
Lo que siguió fue una escena sorprendente y terrible: la nave, de unas dimensiones tan asombrosas que, al verla, uno creía estar delante de un rascacielos, empezó a dar bandazos como si hubiera pasado por un bache.
A pesar de eso, hizo un movimiento brusco y continuó su trayectoria ascendente al igual que haría una ballena en busca de oxígeno. Ponía rumbo al espacio, su verdadero hogar. Pero era evidente que estaba fuera de control ya que, de buenas a primeras, se inclinó hacia uno de los lados.
¡BUUM!
¡Se oyó un gran estruendo y apareció una enorme bola de fuego de color naranja!
La nave, fuera de control, había chocado con uno de los helicópteros, que había saltado en mil pedazos.
Los demás cazas y helicópteros se apresuraron a quitarse de en medio, pero ya era demasiado tarde.
¡BRUUUUUUUMMMMMMM!
Uno de los cazas golpeó el costado del carguero y se desintegró. Al darse cuenta de lo que ocurría, tanto la nave-espada como el resto del escuadrón se batieron en retirada.
Entonces vi el agujero.
En uno de los costados de la nave se había abierto una brecha de más de treinta metros de largo por la que no cesaba de brotar el agua procedente del lago. Acababa de formarse una catarata en el cielo. Miles de litros manaban a borbotones de las alturas.
«Alucinante», me dije.
Nos encontrábamos a unos doscientos metros por encima del bosque cuando los vi.
Cassie fue la primera en caer, seguida de Rachel y Marco. Tras ellos venía Jake. Los cuatro salieron de la grieta convertidos ya en seres humanos, cuatro chicos indefensos condenados a una muerte segura.
<¡Nooooo!>
No había nada que yo pudiera hacer. Lo sabía, pero, a pesar de todo, fui volando hacia ellos a toda prisa, mientras veía cómo se desplomaban agitando los brazos, con las bocas abiertas en alaridos de terror.