Las cosas se estaban poniendo feas. En el momento en que intentara levantar el vuelo, me freirían con sus cañones de rayos dragón.
Era una escena extraña e inquietante. Allí estaba yo, posado sobre aquella vasta llanura de metal, mientras se cernía sobre mí todo un enjambre de depredadores dispuestos a devorarme.
De repente la situación se complicó todavía más.
Apareció de improvisto en mi campo visual. Flotando como una luna oscura, a unos treinta metros por encima del carguero, estaba la nave-espada de Visser Tres. Al verla, sentí que el poco valor que me quedaba huía de mí.
«Tobías —me dije—, de ésta no sales vivo.»
Sin embargo, ninguno de ellos se movió. Poco a poco comprendí lo que ocurría: no sabían qué hacer conmigo. No podían dispararme sin darle a la nave.
<¡Andalita!>
La voz que retumbó dentro de mi mente me hizo tambalear.
Estuve a punto de echar a volar de puro miedo.
Nunca antes se había dirigido a mí directamente. Era una voz tan poderosa, tan segura, que casi te empujaba a obedecerla. Sólo su sonido bastaba para que te dominara el pánico y te echaras a temblar, porque era la voz del terror, de la destrucción.
<Andalita. Estúpido. ¿Crees que no sé quién eres? Si fueras un ave de verdad habrías levantado el vuelo.>
«¡No digas nada! —me ordené a mí mismo—. ¡Nada en absoluto!» Si le contestaba, no tardaría en descubrir que era un humano. Y no pensaba ponérselo fácil.
Cerré mi mente a cal y canto, pero no pude evitar que aquella voz tenebrosa volviera a resonar en mi cerebro.
<Entrégate, andalita, te prometo que si me dices dónde están los otros, te daré una muerte rápida y sin dolor.>
Había visto lo que Visser Tres había hecho al pobre hork-bajir que lo había contrariado. El recuerdo estaba fresco en mi memoria.
<Como prefieras, andalita. Soy muy paciente. Esperaré tanto como sea necesario. Y entonces morirás. De un modo rápido, con una simple descarga de rayos dragón. Aunque, si logramos atraparte, quizá decida darte muerte en mi nave, de una forma lenta, mucho más lenta.>
En aquel preciso instante, oí otra voz en mi mente. Era una voz distinta, muy débil, que parecía proceder de un lugar muy lejano.
<¿Tobías? Tobías, ¿me oyes?>
¡Era Rachel!
<¡Sí, te oigo!>
<¡Tobías! ¡Estamos atrapados! El tanque está lleno, pero la rejilla no se abre. Cassie y Jake ya han recuperado su forma humana, pero no pueden abrirla. ¡Estamos encerrados aquí dentro!>
<¿Rachel? ¿Qué… qué puedo hacer?>
<¡No podemos salir! —gritó Rachel—. Escúchame, Tobías. Estamos atrapados. No hay forma de escapar de aquí. La nave despegará pronto. Nos descubrirán en cuanto lleguen a la nave nodriza y descarguen el agua. ¿Tobías? No… no queremos que nos apresen vivos.>
La sangre se me heló en las venas y la cabeza empezó a darme vueltas.
<¿De qué estás hablando?>
<Escucha, Tobías, ¡no vamos a dejar que nos capturen vivos! ¿Entiendes lo que quiero decir? Si hay algo que puedas hacer… ¡Lo que sea!>
<¡Rachel! ¿Qué quieres que haga? ¡No puedo sacaros de ahí!>
<Ya lo sé —respondió Rachel—. Todos lo sabemos. Pero si hubiera alguna manera de… destruir la nave. Sabemos que es muy difícil. Pero si hubiese alguna posibilidad…>
<¡No! ¡No!>
<Tengo que recuperar mi forma humana. Pedalearemos en el agua. Tenemos que estar preparados para cuando lleguemos a la nave nodriza. Luego nos transformaremos en animales y saldremos a luchar.>
<Esto no puede estar ocurriendo —grité—. ¡No puede ser verdad!>
<Supongo que Marco tenía razón —añadió Rachel con tristeza—. Era una locura creer que podíamos enfrentarnos a los yeerks.>
<Rachel… nunca te he dicho que…>
<No hacía falta, Tobías —contestó ella—. Siempre lo he sabido. Adiós.>
Fueron sus últimas palabras. Me la imaginaba recuperando su forma natural y tratando de mantenerse a flote junto a los demás, sin poder escapar de allí, preparada para lo peor, rogando por que yo encontrara la manera de proporcionarles una muerte rápida, como la que Visser Tres acababa de ofrecerme a mí.
Nos habían derrotado. Al final, los yeerks habían vencido. Con nosotros desaparecería la última esperanza de la raza humana.
Encima de mí, la nave-espada seguía a la espera como… como un ratonero cerniéndose sobre un conejo, lista para abalanzarse sobre mí y acabar conmigo en un santiamén.
Sólo que yo no era un conejo.
¿Que Visser Tres era un depredador? Pues muy bien, ¡yo también lo era!
Ya no había nada que temer. Si mis amigos morían en la nave nodriza de los yeerks, estaría solo y perdido en un mundo al que no pertenecía.
No tenía nada que perder.
Entonces vi algo que en cualquier otro momento me hubiera aterrorizado. Al otro lado de la superficie metálica de la nave, aparecieron unas criaturas que avanzaban a rastras hacia mí. Había por lo menos una docena. Eran unas orugas enormes, ciempiés sedientos de sangre fresca.
Eran taxxonitas.
Habían salido de la nave para cumplir las órdenes de Visser Tres.
Si no actuaba con rapidez, me darían caza. Y, si echaba a volar, las naves yeerks me freirían con sus rayos. Los taxxonitas estrecharon el círculo entorno a mí.
<Al parecer se te ha acabado el tiempo>, oí que decía Visser Tres en mi cabeza. Luego se echó a reír. No era un sonido demasiado agradable.
«Visser Tres, eres un carnicero sin escrúpulos —pensé para mi—. Has sido muy listo. Me tienes atrapado. Atrapado como a un conejo.»
Pero una cosa es un conejo atrapado y otra muy diferente un ratonero acorralado con la mente de un ser humano.
El taxxonita más cercano me apuntó con su pistola de rayos dragón y me miró con dos de aquellas esferas rojas que hacían las veces de ojos.
Me di impulso con las patas, batí las alas con fuerza y me lancé como un locomotora contra aquellos glóbulos gelatinosos.
Él intentó protegérselos con una de sus débiles patas delanteras.
¡Qué gran equivocación! Me escoré un poco a la derecha, saqué las garras y lo golpeé como haría con un ratón en pleno campo.
Cerré las garras alrededor el arma. La velocidad de mis movimientos le impidió reaccionar. El arma se le cayó de las manos.
<¡Atrapadlo!>, gritó Visser Tres y, en aquel momento, hasta me pareció ver que la nave-espada se agitaba con su estallido de rabia.
Sin embargo, no continué ascendiendo, sino que me dirigí a toda prisa a una zona del carguero en la que el armazón describía una curva y me agarré con fuerza a ella. Allí no podrían darme sin alcanzar también su preciosa nave.
Sabía muy bien adónde debía ir a continuación. Volando siempre a ras de aquella pared metálica, puse rumbo al puente, en concreto, a las pequeñas ventanas por las que había visto a la tripulación de taxxonitas.
Tal vez no pudiera salvar a mis compañeros, pero iba a hacer todo lo posible por cumplir el último deseo de Rachel. Trataría de derribar la nave.
Incluso aunque ello significara acabar con la vida de mis amigos.