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No me quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el nivel de agua subiera y llevara a mis amigos hasta el extremo superior de la cámara, donde estaba situada la rejilla.

Era imposible continuar con aquel vuelo raso y por debajo de la nave. Me despedí de mis compañeros y me dirigí sin perder un minuto hacia el punto más alejado del carguero. El aire fresco resultó una bendición. Me dejé llevar por una fantástica corriente de aire creada por la propia nave, y ascendí hasta sobrepasar el techo de la misma.

En el suelo había guardas forestales pululando por todas partes. Los helicópteros y dos de los cazas-insecto continuaban aparcados en el claro del bosque, al igual que la nave-espada.

Los otros dos cazas patrullaban sin descanso a escasa distancia de las copas de los árboles.

Mientras contemplaba la escena, condujeron a presencia de Visser Tres al hork-bajir que había disparado su pistola de rayos dragón sin querer. La experiencia me decía que los hork-bajir eran máquinas de matar que no le temían a nada. Sin embargo, aquel hork-bajir en particular no parecía demasiado valiente y se derrumbó una vez que estuvo delante de Visser Tres. Casi me dio pena.

Aquélla era precisamente una de las cosas más terribles de la guerra que librábamos contra los yeerks. Veréis, nuestros auténticos enemigos son los gusanos que se alojan en los cerebros de los controladores. Tal vez a aquel hork-bajir lo habían convertido en un controlador a la fuerza. Había perdido su libertad en beneficio del yeerk que habitaba su cabeza y, en aquel momento, estaba a punto de perder la vida por algo de lo que ni siquiera era responsable.

No oía lo que estaban diciendo allá abajo, pero no se me escapaba detalle de lo que pasaba. Mis ojos de ratonero están diseñados para captar las imágenes con asombrosa claridad.

Miré hacia otro lado. No voy a explicaros lo que le sucedió al hork-bajir. Ese recuerdo pasará a formar parte de mi colección privada de pesadillas.

Cuando volví la cabeza de nuevo, el hork-bajir había desaparecido, y en su lugar había un enjambre de hork-bajir, taxxonitas y humanos que se habían apresurado a rodear a Visser Tres. Éste parecía furioso y señalaba hacia el cielo con insistencia.

Al cabo de unos instantes, los helicópteros despegaron. Por su parte, los cazas calentaron motores y los imitaron.

Por desgracia, no era difícil adivinar lo que había pasado: el infortunado hork-bajir habría hablado a Visser Tres del ratonero al que había disparado y algún otro controlador habría añadido: «Sí, yo también lo he visto: actuaba de un modo muy extraño». Entonces alguien habría comentado: «Eh, un momento, ¿No fue un ratonero el que distrajo ayer al hork-bajir y le facilitó la huida a aquel humano?»

Visser Tres habría atado cabos y habría llegado a la conclusión de que cuando un animal no se comportaba de un modo habitual, sólo cabía una respuesta lógica: se trataba de un andalita convertido en una criatura terrestre.

La verdad es que en cierto modo me halagaba que Visser Tres nos tomara por guerreros andalitas, aunque, en el fondo, daba igual lo que él creyera. Lo único importante en aquel momento era que había enviado a sus esbirros a explorar el cielo en busca de un ave falsa.

Y esa ave falsa era yo.

Un caza-insecto pasó rozando las copas de los árboles. Sus dos cañones gemelos no paraban de lanzar intensas ráfagas de luz abrasadora: los rayos dragón.

El corazón me empezó a latir con fuerza. ¡Estaban aniquilando a todos los pájaros que veían!

De repente me acordé del ratonero hembra. ¡Aquel era su territorio!

Entonces oí los motores y, al girarme, vi el helicóptero.

¡SHIUUUUUUNNNG!

El rayo dragón no dio en el blanco por muy poco. No tenía escapatoria. Los cazas y los helicópteros eran muchos y muy rápidos.

Pero había un lugar al que no se atrevían a apuntar sus cañones. Y mucho menos después de lo que Visser Tres le había hecho al malogrado hork-bajir.

Cerré las alas y me dejé caer. Caí, caí y caí en dirección a la nave de carga, que se extendía allí debajo como un prado de acero.

No tardaron en alcanzarme, pero, para entonces, yo ya estaba demasiado cerca del carguero y sus ángulos de tiro no les permitían disparar sin darle también a la nave.

Aterricé sobre la superficie de aquella enorme estructura suspendida en el aire y afiancé las garras en la fría y dura superficie metálica que se extendía en todas direcciones, y cuyos bordes no alcanzaba a distinguir con la vista. Me sentía como si acabara de poner el pie sobre una luna de acero. Por encima de la nave, los helicópteros y cazas-insecto permanecían inmóviles. Los humanos y los taxxonitas tenían la vista clavada en mí.

Conocía bien aquella mirada. Era la del depredador al acecho de una presa.

Sólo que, aquella vez, la presa era yo.