<Este plan no me gusta nada>, protesté yo.
Jake me miró sorprendido.
—Pero Tobías, si has estado de acuerdo desde el principio.
<¿Es que no os dais cuenta de lo peligroso que puede llegar a ser?>
—Yo sí me doy cuenta —respondió Marco—. Me doy perfecta cuenta. Pero creía que eras el terror de los yeerks, y ahora resulta que tienes miedo.
<No me da miedo lo que pueda ocurrirme a mí —le expliqué—. Pero mientras yo estoy a salvo volando allá arriba, vosotros tendréis que subir a esa nave.>
Cassie hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Resulta difícil quedarse al margen cuando otra persona está arriesgando la vida —comentó—. Sé cómo te sientes, pero muchas veces te ha tocado a ti correr riesgos.
—Mirad, éste no es momento para discusiones —afirmó Jake—. Tenemos un plan con el que todos estábamos de acuerdo. Hay que seguir adelante con él antes de que aparezcan los yeerks.
Jake se irrita cuando alguien pone en duda algo ya decidido. Casi siempre es Marco el encargado de sacarlo de quicio.
—Todo irá bien —afirmó Rachel con seguridad.
Y, seguidamente, agarró el pez con la mano. Como era habitual durante el proceso de adquisición, el animal pareció quedarse inconsciente.
De repente, no pude seguir mirando. Durante unos instantes recordé cómo habían sufrido para dejar de ser lobos. ¿Qué pasaría si se quedaban atrapados en el cuerpo de un pez?
Ninguno de ellos entendía lo que significaba estar prisionero. Sí, sabían que me había ocurrido a mí, pero los humanos nos comportamos de un modo muy peculiar: nunca creemos que lo malo vaya a sucedernos a nosotros. Yo sabía muy bien que estaban equivocados.
¿Qué se sentiría teniendo que vivir siempre como un pez? Me ponía enfermo sólo de pensarlo. Pasar el resto de tu vida en el cuerpo de un pez. Comparado con eso, ser un ratonero era una maravilla.
<Voy a echar una ojeada por ahí arriba para ver si viene alguien>, anuncié.
Aprovechando la ligera brisa que soplaba, batí las alas con fuerza y me elevé a toda prisa por entre las copas de los árboles.
No era tarea fácil ganar altitud suficiente para disfrutar de una vista panorámica de la zona. Aunque no había ni gota de aire, me alegré de tener que realizar aquel esfuerzo tan duro. Me servía de distracción y así no pensaba en lo que sería de mí si los únicos amigos que tenía en el mundo se quedaban encerrados en el cuerpo de un pez y se veían condenados a vivir en un lago de montaña el resto de sus vidas.
Si no se hubiera tratado de algo tan serio, me habría echado a reír. Porque, vamos a ver, ¿conocéis a alguien que esté preocupado porque sus amigos puedan convertirse en peces?
Sin duda las cosas se habían complicado mucho desde la noche en que vimos aterrizar al andalita en aquel solar abandonado.
Volé en círculo mientras me iba distanciando del suelo para poder ver mejor el lago y sus alrededores. No había ni rastro de los guardas forestales. Todavía. Me pregunté si Jake no estaría en lo cierto y los yeerks se habían marchado ya a otro lago. Tal vez sí. Entonces, un poco más abajo, vi que en una rama estaba… el ratonero, aquel ratonero hembra que yo había liberado del cautiverio.
Ella también me miraba. Sus ojos no perdían de vista ninguno de mis movimientos. Sabía que, en parte, se debía a que me encontraba en sus dominios, y los ratoneros son muy celosos en la vigilancia de su territorio: no permiten que lo invadan desconocidos que pueden quitarles las mejores presas.
Sin embargo, tenía la sensación de que había algo más. Quería que me fuera con ella. No sé cómo lo supe, pero así era: quería que volara hacia el lugar donde se encontraba.
Algunos creen que los ratoneros se aparean durante un periodo concreto del año mientras que otros piensan que las parejas son de por vida. Yo sigo sin saber la respuesta correcta.
Lo que sí tenía muy claro es que era muy joven todavía para formar una familia, y mucho menos con un ratonero.
Y, a pesar de todo, no podía evitar aquella sensación de que… de que mi sitio estaba junto a ella.
Decidí desviar la mirada. ¡Qué ganas tenía de que aquella misión acabase y ya no tuviese que invadir su territorio nunca más! Cada vez que la veía, me sentía confundido.
¡De pronto algo se movió!
Me había distraído.
¡Se acercaban camiones y jeeps! Debían de estar a menos de un kilómetro y medio y bajaban por la carretera cada vez más deprisa.
Busqué a mis amigos desesperado. ¡Allí estaban! Batí las alas contra el viento que soplaba desde abajo y me lancé en picado hacia ellos.
<¡Ya vienen! —grité—. ¡Regresad a la cueva!>
Me hicieron caso. Sin embargo, meterse allí dentro no era fácil para un ser humano. La piel de lobo los habría protegido mejor de los arañazos y desgarrones causados por la maleza.
En aquel momento llegó hasta nosotros el sonido de unas hélices.
¡Eran helicópteros! Volaban tan bajo que rozaban las copas de los árboles.
Se acercaban a toda prisa y mis amigos aún no habían conseguido entrar en la cueva. Un helicóptero se dirigía en línea recta hacia ellos.
<Dios mío>, pensé.
Aprovechando la velocidad que había adquirido en el descenso, aleteé con todas mis fuerzas y me dirigí hacia él.
Vi al piloto: era un controlador humano. A su lado se sentaba un hork-bajir.
¡Me lancé derecho hacia ellos!
El helicóptero se desplazaba por lo menos a ciento treinta kilómetros por hora. Yo iba algo más despacio. La distancia que me separaba del parabrisas iba reduciéndose por momentos.
¡Y no parecían tener intención de detenerse!